Capítulo VII

YORK continuó abriéndose paso por entre las rocas impulsado por la obsesión de escapar. Su cincel mental, impulsado por la energía de la radiactividad, desgajaba las rocas, desmoronándolas. Cuando su mente empezó a fallar, por la falta de fuerzas físicas, York colocó su concentrador de ondas telepáticas en la oreja de Vera. El progreso que ella obtenía para excavar el túnel era un poco más lento que el de su esposo.

Más tarde, cuando el alimento y el agua se convirtieron en una necesidad, York hizo uso de sus poderes y ordenó que el agua brotara de las rocas. Gracias a eso, pudieron saciar su sed. La comida era un problema mayor, pero York lo resolvió al recordar la fórmula química de los almidones, de las proteínas y de los azúcares, substancias con las que se habían alimentado durante varios siglos. Las diminutas moléculas de las rocas cedieron a las órdenes telepáticas y se agruparon convirtiéndose en los compuestos nutritivos que tanta falta les hacían.

—¡Es increíble! —murmuró Vera, mordisqueando las substancias concentradas. Miraba a York con una expresión como si se resistiera a creer lo que estaba sucediendo.

—Me valí de las herramientas de la mentalidad —comentó York—, tropecé con ellas por mero accidente. Probablemente es lo esencial de las fuerzas.

Horas más tarde, cuando habían perforado varios kilómetros, York estuvo a punto de caer de bruces. El túnel había desembocado en una cámara enorme. Los dos avanzaron unos cuantos pasos y se quedaron cegados por el brillo sobrenatural que despedían las paredes de una gigantesca caverna de forma ovoide. Los muros y el techo estaban reforzados con unas placas metálicas de un metro por lado y remachadas entre sí.

—Esto es obra del hombre —murmuró Vera asombrada. Su voz vibró al amplificarla el eco.

Luego, después de olfatear, exclamó:

—¡Aire respirable, aunque un poco húmedo! Este lugar parece ser muy antiguo, Tony.

—Creo saber qué es esta gruta, Vera —exclamó York. En sus ojos apareció un rayo de alegría—. ¿Recuerdas lo que nos contaron los Tres Eternos, acerca de que la Atlántida trataba de minar el continente de Lemuria durante la guerra que sostuvieron? Este debe de haber sido el cuartel general desde donde los atlantes empezaron a cavar un túnel que los llevara hacia la superficie a fin de llevar a cabo su pavorosa tarea.

No obstante, York y Vera habían visto muchas cosas extrañas en los mundos que habían visitado en el espacio; ninguna los había impresionado a tal grado como aquella caverna que no era más que una muestra de la antigua debilidad criminal de su propio mundo.

En esa cámara no había ningún rastro de los veinte mil años anteriores, salvo las viguetas metálicas que habían soportado las presiones subterráneas durante tan larga era. Aún se alcanzaban a apreciar dos grandes puertas de metal que alguna vez dieran acceso a la gran cámara, aunque grandes masas de roca se habían acumulado contra ellas. No había duda de que los atlantes dominaban el arte de la construcción.

¡Había algo más aparte de esas puertas, y York y Vera lo vieron! Un enorme bloque de metal de forma cúbica estaba exactamente en el centro del piso, sin ningún propósito definido. Los dos avanzaron con el fin de continuar cavando el túnel en la pared opuesta.

De pronto, Vera se detuvo, impresionada. Volvió lentamente la cabeza y fijó la mirada en el bloque metálico como si éste la hubiera hipnotizado.

—¡Capté una voz telepática procedente del interior de ese bloque, Tony!

York se volvió un tanto escéptico, pero recordó que su esposa era más sensible que él a los débiles impulsos telepáticos. Los dos se acercaron al bloque y, al concentrarse, les pareció oír una voz débil. Era como un lamento inarticulado, exactamente como el que emitiría un ser que estuviera hablando mientras dormía.

—¡Alguien está ahí dentro! —exclamó York, caminando alrededor del bloque para investigar si era sólido.

Finalmente, dio un paso atrás, abrió las piernas en compás y fijó la mirada sobre aquel extraño bloque. En unos cuantos instantes apareció una ligera depresión en una de las caras del cubo, del rayo telecinético que brotaba de la mente de York.

De pronto, York tuvo que dejar de enviar su descarga, pues el rayo telepático había chocado con algo que no podía atravesar. Se escuchó el ruido de algo que se movía y el débil murmullo se apagó. Una forma vaga se escurrió por la abertura que York había hecho. Vera se estremeció y buscó la mano protectora de York. ¿Cómo era posible que aquel ser transparente hubiera sobrevivido durante tan largo tiempo aprisionado en el interior del bloque metálico, y que diera tan de repente muestras de vida?

—¡Un androide! —exclamó York al materializarse el ser.

Era obvio que aquel robot lo habían construido a semejanza del hombre, pero estaba grotescamente desproporcionado. Aunque de aspecto metálico, su cuerpo parecía ser tan flexible como el caucho. La cabeza, sin rostro, tenía dos ojos brillantes como un espejo, sobre los cuales se abrían y cerraban rápidamente unos párpados metálicos como si le cegara el débil resplandor que había en la caverna por haber permanecido tanto tiempo en medio de la obscuridad más completa.

El robot miró lentamente a su alrededor; en sus ojos se veía el asombro. Luego volvió la cabeza hacia ellos.

—No, no soy un androide del todo —dijo por medio de la telepatía—. En el interior de mi cráneo metálico tengo un cerebro humano. Me llamo Kaligor. ¿Cómo se llama este mundo?

—Estamos en el planeta Tierra —contestó York, sorprendido—. ¿Qué otro mundo podía ser? ¿Vienes de la Atlántida o quizá de Lemuria, Kaligor?

—¿Lemuria? ¿Atlántida? —preguntó el robot con voz incierta—. ¡Por supuesto! De Lemuria, ahora lo recuerdo. Perdonen mi lentitud. He permanecido dentro de ese bloque de metal durante mucho tiempo, desde el hundimiento de la Atlántida y de Lemuria. ¿Cuánto ha transcurrido?

—Veinte mil años —contestó York.

—¿Sólo veinte mil años? —el androide parecía estar sorprendido—. Tenía idea de que serían muchos más, casi una eternidad.

York y Vera cambiaron miradas entre sí. Hacía unas cuantas horas que los dos habían estado a punto de perder la razón. ¿Cómo era posible que esa mente humana, no obstante estar alojada en un cráneo metálico, hubiera sobrevivido doscientos siglos y aún razonara cuerdamente?

Kaligor captó el asombro de la pareja.

—La mía es una historia larga y singular —empezó a decir—. Durante las primeras horas casi enloquecí, pero fui controlándome poco a poco y comprendí que podía conservar la razón si me sometía a una disciplina mental estricta. Me puse a dar rienda suelta a mi fantasía encaminándola hacia un fin determinado. Tenía que forjarme alguna cosa y llevarla por camino complicado para dejar desenvolver lentamente mis pensamientos. En esos veinte mil años he planeado mentalmente un nuevo universo entero dentro de un marco geométrico de seis dimensiones…

Kaligor hizo una pausa y luego continuó diciendo:

—Me puse a pensar detenidamente en cada sol por separado, calculé su peso, sus dimensiones, su brillantez, y todo lo que podía relacionarse con cada uno de ellos. Después de eso, que posiblemente me llevó un siglo, escogí un sol determinado y formé un sistema imaginario de planetas que giraban a su alrededor, haciendo mis cálculos con todo lujo de detalles. Así, determiné sus órbitas, el número de satélites con que contaban y todos los fenómenos físicos que podían ocurrir.

—¿Nunca llegaste a perder la esperanza de ser rescatado? —le preguntó York, lleno de asombro.

Jamás, en toda la eternidad, había habido una espera tan prolongada.

—No. Y la prueba de ello es que no perdí la razón. Además, mi mayor recompensa es verlos a ustedes a quienes considero mis salvadores. ¡Ah! ¡Pero qué lento transcurrió el tiempo! Nunca me atreví a suspender la construcción de mi mundo de fantasía, pues en el mismo momento en que lo hubiera hecho, me habría vuelto loco al darme cuenta de lo desesperado de mi situación. Para entretenerme más, poblé uno de aquellos mundos con seres inteligentes, muy diferentes de los humanos, y tracé su historia biológica completa, hasta la última célula…

Kaligor hizo una pausa y después agregó:

—En algunas ocasiones y durante varios días seguidos luché para solucionar un solo problema, como por ejemplo la determinación del número de vasos sanguíneos que hay en el organismo. Esos seres inteligentes, aunque su aspecto podría causarles horror a ustedes, eran casi tan reales para mí como lo son ustedes en este momento. Imaginé que aquellos seres, a los que llamé volquianos, peleaban unos contra otros, exploraban su mundo, comerciaban y se dedicaban a todas las demás actividades propias de una civilización avanzada. Pero no obstante aquello, el tiempo me parecía interminable. Para matar mi tedio volví a imaginar seres y seguí paso a paso todos los incidentes de su vida, desde su nacimiento hasta su muerte. Bosquejé docenas de historias individuales con todos sus detalles. Llegué a odiar algunas de mis creaciones, y a amar otras, como fue el caso del valiente Mirbel, quien peleó por ganar el amor de la encantadora Binti. Quizá no comprendan ustedes lo reales que imaginaba yo aquellas creaciones de mi imaginación. Continué forjando imágenes para alejar de mi mente el horrible pensamiento de que no podría salir nunca de esa prisión de roca. He vivido un millar de vidas, aventuras y sueños. Aun en este momento me pregunto si el verlos a ustedes no es parte de mi sueño.

—No, somos reales —dijo York sonriendo, pero comprendió al mismo tiempo que esa misma situación bien podría presentarse en alguno de los sueños que se hubiera forjado Kaligor.

El androide se estremeció repentinamente, como si tratara de librarse de los últimos recuerdos que tenía de su largo sueño.

—¿Quiénes son ustedes? —Les preguntó—, ¿a qué se debe su presencia aquí en esta cámara olvidada?

York contó lo sucedido. Kaligor se mostró asombrado cuando oyó mencionar a los Tres Eternos, y prestó mayor atención al relato.

—¡Los Tres Eternos! —Exclamó cuando terminó de hablar York—. Son los mismos que me encarcelaron aquí. Les contaré lo ocurrido. No soy atlante, sino que nací en Lemuria. Descubrí el elixir de la vida y lo tomé. Después, en mi excesivo entusiasmo decidí alojar mi ya inmortal cerebro en un cuerpo indestructible, para que de esa manera nada pudiera afectarlo. Viviría para siempre; pero fue una idea tonta, pues en aquel entonces ignoraba cuán aburrida se volvería mi vida.

York y Vera se dieron cuenta de que quizá algún día tampoco ellos podrían escapar del mismo fenómeno.

Kaligor prosiguió:

—En nuestra civilización había cirujanos muy hábiles, y le encomendé a uno de ellos que pasara mi cerebro inmortal al cuerpo de un androide. Había preparado yo previamente una substancia química que cubriera mi cerebro y atrajera al mismo tiempo la energía del espacio, que es la que impulsa todas las cosas animadas. Me llevó dos siglos construir este cuerpo de androide. No es metálico, aunque así parezca. Tampoco está formado de materia, pues ésta se puede destruir. Deseaba un material absolutamente indestructible. Mi cuerpo está hecho de…, ¿cómo podré llamarla?…, energía entretejida. Es una especie de tejido fibroso cuya urdimbre está compuesta de materia espacial retorcida. ¿Qué es lo que queda cuando se destruye un átomo? Nada menos que su energía, misma que no puede ser destruida jamás. De eso está hecho mi cuerpo.

York entendió vagamente.

—Ahora me doy cuenta de por qué mis ondas telepáticas se detuvieron tan repentinamente al entrar en su cerebro. Trataba yo de hacer desaparecer la energía con una energía más o menos semejante. Dicho de otra manera, era como si una figura le dijera a su imagen reflejada en el espejo que se desvaneciera.

Kaligor hizo un ademán para que York guardara silencio, y empezó a hablar:

—Una vez que era del todo inmortal, empecé a cavilar en el futuro. Forjé planes para guiar la civilización de Lemuria hacia unas alturas asombrosas. Y entonces, antes de que pudiera ponerlos en práctica, mi continente se hundió en las aguas del océano, en la lucha titánica que contra Atlantis sostuvieron nuestros enemigos acerbos, los atlantes. Cayeron toneladas de escombros sobre mí sin causarme ningún daño, naturalmente. Luego, me encontré en el fondo del mar, rodeado de los cadáveres de mis compatriotas, quienes habían muerto asesinados o ahogados. Al caminar por el lecho marino con rumbo a las costas de la Atlántida, iba yo horrorizado y decidido a tomar venganza. Pero también la Atlántida se había hundido en el fondo del océano. Así terminaron trágicamente ambas civilizaciones.

Kaligor se quedó pensativo, y con voz que reflejaba honda tristeza, continuó:

—Me quedé sentado en la cima de una montaña, mirando hacia los anchos mares que cubrían Lemuria, y durante un siglo estuve considerando y pensando que era yo el único que había quedado con vida. Pero un día en este nuevo continente recién surgido vi formas humanas: ¡alguien había sobrevivido! Los interrogué. Aunque casi en estado salvaje, lograron explicarme que descendían de algunos sobrevivientes lemurianos. ¡Gente de mi propia raza! Mi espíritu se alegró, y empecé a guiarlos en la construcción de una nueva civilización para reemplazar a la vieja. Entonces se presentaron los Tres Eternos. Era la primera vez que los veía. Ellos habían permanecido en el espacio, como se lo dijeron a ustedes, y habían regresado para encontrar que su continente nativo y el mío habían desaparecido. Como eran atlantes, temían que los lemurianos fueran a ser los herederos del nuevo mundo. Luchamos, pero yo no logré derrotarlos; sin armas como estaba yo, no pude hacer nada contra ellos. Pero los Tres Eternos tampoco pudieron destruirme, aunque desataron en mi contra todas y cada una de las fuerzas infernales que poseían. Finalmente, me encadenaron y me encerraron en esta cámara situada a sesenta kilómetros abajo de la superficie de la Tierra metido en ese bloque sólido de metal, pues tenían la seguridad de que mientras la Tierra existiera, yo viviría. Las últimas palabras que me dirigieron, fueron para informarme que ellos irían al Nuevo Continente para aniquilar a los descendientes de los lemurianos. Harían desaparecer hasta el último de ellos. Les oí decir que preferirían ver poblada la Tierra de animales salvajes a tener que compartirla con los lemurianos.

—Fue obvio que fracasaron —comentó York, sonriendo—, ya que la vida humana continuó, y otras nuevas civilizaciones surgieron, cada cual en su tiempo: la egipcia, la sumeria, la maya y otras más.

La mirada brillante de Kaligor se clavó en York y en Vera.

—Ustedes dos, Anton York, son de mi raza. Tenemos algo que nos une a través de las edades y el tiempo.

Y tenemos un enemigo común: los Tres Eternos. Ustedes comprenden que los planes de ellos están encaminados a destruir de una vez por todas la segunda civilización Iemuriana. Se verán forzados ellos a utilizar a los habitantes actuales como base de la civilización que se proponen, pero tratarán de inculcarles la vieja ideología atlante, que se basaba en el gobierno de muchos para favorecer a unos cuantos. Nosotros los de Lemuria siempre creímos en una cooperación comunal.

—Iremos a la superficie a luchar contra los Tres Eternos —dijo York, haciendo un ademán afirmativo con la cabeza, y alegrándose de tener un aliado de tantos méritos—. Por el momento ellos creen que estamos muertos y…

York cesó de hablar bruscamente al oír que Vera lanzaba un grito, advirtiéndole a su esposo que acababa de captar las vibraciones de los Tres Eternos, que trataban de sondear su mente.

Segundos después, York, Kaligor y Vera se concentraron para impedir que las vibraciones mentales de los Tres Eternos exploraran su mente.

Kaligor, con su cerebro inmortal privilegiado, permaneció mentalmente inerte.