Capítulo VI

YORK alcanzó a percibir las palpitaciones agitadas del corazón de Vera, cuando acercó ella su cuerpo al suyo, así como su propia pulsación acelerada. Era un tonto por no haber pensado traer consigo un arma. Pero aunque así lo hubiera hecho, no le hubiera servido de nada contra los Tres Eternos.

—Anton York —se oyó una voz que provenía de la otra nave—, olvidaste las advertencias que te hicimos cuando nos visitaste en el monte Olimpo y te atreviste a desafiamos. Has firmado tu sentencia de muerte. Hemos captado tus pensamientos con ciertos instrumentos psíquicos de largo alcance desde el mismo día en que te alejaste de nuestra morada. Esos instrumentos nos revelaron que trataste de trastornar nuestros planes. No creímos que tendrías éxito para reunir los datos necesarios para llevar a cabo tu empresa, pero cuando empezaste a perforar la corteza terrestre seguimos a tu topo mecánico con el que construimos nosotros hace doce años para efectuar nuestras mediciones. Como científico, eres realmente superior a lo que imaginábamos.

Los Eternos hicieron una pausa como para darle al cumplido un énfasis de mayor ironía.

—Eres tan superior que hemos llegado a la consideración de que debemos destruirte. No puede haber más gobernantes que nosotros en la Tierra.

—Yo no deseo gobernarla —protestó York—, sino sólo salvarla.

Su voz adquirió un tono suplicante cuando empezó a decirles:

—Piensen al menos que lo que van a hacer será asesinar a diez mil millones de seres humanos. Aun cuando ustedes vivan hasta el fin de la eternidad, no podrán liberar jamás su conciencia de semejante estigma.

—Eres un idealista, Anton York —contestó el implacable trío—. Nosotros somos realistas. La raza actual y su civilización merecen que se acabe. Está llena de tradiciones supersticiosas y retrasos periódicos de sus propios ideales. Hace escasamente tres siglos que hubo una depresión mundial, acompañada de una epidemia de hambre innecesaria, unas demostraciones violentas y malos entendimientos en sus asuntos. La civilización decayó como ha ocurrido en tantas ocasiones.

—¡Pero va ascendiendo firmemente! —apuntó York.

—Cuando hagamos surgir a Lemuria y a la Atlántida a la superficie —continuó la voz, ignorando las palabras de York—, los poblaremos con una raza nueva y los dotaremos con una supercivilización que resplandecerá como una piedra preciosa colocada dentro de un estuche hecho con el oro más puro que puede haber.

—Y en el curso de diez años empezarán las escaramuzas, la lucha por el poder y la anarquía —lo interrumpió York bruscamente—. Ustedes son los idealistas, divorciados completamente de su vida anterior, al grado de que no se dan cuenta de las reglas fundamentales de la vida, basadas en la experiencia. Su nueva civilización iniciada desde un estado superior, sin haber alcanzado ese alto nivel mediante un desenvolvimiento natural, se desplomará dentro de las profundas arenas de unos cimientos que jamás existieron.

Por primera vez, un conato de enojo se reflejó en la expresión de los Eternos, como si su orgullo se hubiera visto herido por ese razonamiento justo.

—¡Calla, tonto; vas a morir! Pero hay algo que queremos nos reveles antes de aniquilarte: el secreto de tu arma gamma-sónica. Aunque no nos destruyó, y aunque tenemos fuerzas iguales, queremos conocer su funcionamiento. Vamos, habla.

El silencio de York se prolongó.

—Muy bien —empezó a decir el portavoz de los Eternos—, de todas maneras lo conseguiremos. Al conocer tu temple hemos pensado cómo obtener ese secreto. Te dejaremos abandonado en este túnel sin tu nave subterránea, hasta que mueras. No tendrás a tu disposición ninguna herramienta con la que puedas cavar o cometer el suicidio. La locura se apoderará de ti antes de que mueras asfixiado. En esas condiciones, tu mente, de manera automática, expulsará tus pensamientos, ya sea de manera voluntaria o involuntaria. En nuestro laboratorio del monte Olimpo tenemos un aparato que captará tu estado mental y gracias a él conoceremos el secreto del arma gamma-sónica. Así, morirás y nos serás útil al mismo tiempo.

No había perversidad alguna en la manera tranquila con la que el Eterno había expuesto su horrible plan. Lo exponía desapasionadamente, sin que en él interviniera para nada ningún sentimiento humano. York dudaba que conocieran ellos el significado de los sentimientos de amor, odio, enojo, misericordia o de cualquier otra emoción. Los veinte mil años que habían vivido los habían hecho olvidar todo aquello, cristalizando su intelecto.

Unos minutos más tarde, Vera y York estaban solos en el túnel cavado por el topo mecánico. Su vehículo había desaparecido desintegrándose ante sus ojos, debido a la descarga de un rayo frío que la había pulverizado por completo. Los rayos paralizadores de los Eternos habían sacado a York y a Vera de su nave. Después, los Tres Eternos habían esparcido el contenido del depósito de oxígeno en el túnel a fin de que no murieran demasiado pronto, y finalmente los moradores del monte Olimpo cegaron el túnel hecho por York, y se alejaron dejando escapar un rayo candente, el cual fundía las paredes del túnel que habían ellos abierto, dejándoles por única cárcel la cueva en donde acababan de sostener su breve plática.

—¡Es nuestro fin, Tony! —murmuró Vera, acercándose más a él—. Estamos a setenta kilómetros de la superficie y moriremos como ratas atrapadas dentro de una caverna sin salida. Pero nos burlaremos de ellos, Tony, pues no nos dejaremos llevar por la locura. Hablaremos de nuestra vida, de los dos mil años que disfrutamos. Moriremos en paz.

York la besó tiernamente y alabó su valor. Los dos se pusieron a charlar renovando los recuerdos de sus viajes en el espacio y de las dos últimas visitas a la Tierra. Pero poco antes de una hora, su voz empezó a fallar y la nerviosidad se apoderó de ellos.

El uno y el otro se podían ver gracias al brillo sobrenatural de la radiactividad de las rocas que los rodeaban. Aquel sitio era más tenebroso que si hubiera estado a obscuras; el silencio se hacía más notorio cada vez que dejaban de hablar. El calor excesivo que allí imperaba empezaba a torturar a sus cuerpos que de por sí estaban ansiosos de recibir aire fresco.

¡Habían sido enterrados vivos! Ese pensamiento corrosivo destrozaba la resignación que se habían impuesto.

Vera empezó a balbucear sin coordinación alguna, y sus ojos comenzaron a reflejar el horror que experimentaba. Por su parte, York contuvo la nube negra de locura que se quería apoderar de él. ¿Acaso no había escape? No contaban con la más simple herramienta, ni implemento.

¡No había escape! Ni siquiera tenían a la mano una cuchara con la que pudieran escarbar. Aunque de nada les hubiera servido estando a setenta kilómetros de profundidad. A York le asaltó momentáneamente la idea tonta de que podían emplear las uñas de sus manos para escarbar.

«Hay una sola cosa que tal vez nos ayude», —se dijo a sí mismo, aunque bien sabía que era difícil utilizarla para sus fines—. «Y es el aparato para captar y emitir ondas telepáticas que tengo en la oreja izquierda. Es el mismo que utilicé para darles órdenes a los concejales. Los Tres Eternos no lo descubrieron, o, si se dieron cuenta de él, lo desdeñaron. Pero ¿cómo emplearlo? Puedo dar órdenes telepáticas a los seres humanos, pero no a las piedras».

—Puedo captar tus pensamientos —balbuceó Vera, riendo histéricamente—. Hay que sobreponerse y no darse por vencido, Tony. Concéntrate para hallar la manera de cómo escapar de aquí… Cómo escapar de aquí… Cómo escapar de aquí…

Vera empezó a perder lucidez, y comenzó a repetir las frases como si fuera un disco de fonógrafo que se hubiera rayado.

—Hallar la manera de cómo escapar de aquí —repitió York, haciendo eco a las palabras de su esposa.

De pronto, la sujetó por los brazos y la sacudió violentamente al mismo tiempo que le decía:

—¡Vera, quizá sí sea la solución! El concentrador de ondas cerebrales proyecta fuerzas tele-cinéticas. Con él, hice que la mente de aquéllos en quienes lo apliqué, impulsara a actuar a su cuerpo, a moverse. Quizá pueda aplicar la tele-cinética para lograr mover aun a las piedras.

—¿Mover las piedras? —Preguntó Vera con voz sepulcral—, pero eso requiere energías, mucho más de las que utilizaste para mover las máquinas humanas, como en el caso de los concejales. Sí, necesitarás mucha energía para mover los miles de toneladas de piedra que hay encima de nosotros. No, no hay salvación posible, Tony. No tiene objeto abrigar falsas esperanzas.

—¿Energía? —murmuró York desconsolado—. Sí, más energía de la que hay en nuestro cuerpo. ¡Si al menos pudiera usar la que tenemos!

York estuvo cavilando acerca de la telecinética, pero después de un par de horas se rindió ante la impracticabilidad de aquella idea.

—Muramos entonces en paz —murmuró Vera, tratando de librarse de otro ataque de histeria.

—Es irónico —musitó York— que aunque tenga yo acumulado el conocimiento de dos mil años, sin herramientas al alcance de mi mano me siento tan desamparado como cualquier hombre lo estaría ante este mismo dilema. Hace mil años, en una gran nave moví los planetas. Ahora, falto de herramientas, no soy mejor que un gusano.

Una extraña sensación recorrió la mente de York. Aquello lo había experimentado muchas veces en los últimos años, sin saber que lo causaban los Tres Eternos al espiar sus pensamientos.

—¿Conservas aún la razón? —Escuchó York la voz telepática de uno de los Tres Eternos—, tienes una fortaleza física notable, Anton York. Pero sucumbirás; aunque te resistas a aceptarlo, debes resignarte. Estamos a la mitad del camino que lleva a la superficie. Cuando salgamos del túnel estarás balbuceando, volcando tus pensamientos en el dispositivo grabador que tenemos preparado.

El silencio se hizo.

Vera gimió aterrorizada. También ella había escuchado aquellas palabras.

—No, Vera —le dijo York, tratando de tranquilizarla—. ¿No te das cuenta de que me dijeron eso para hacernos perder la razón rápidamente? No olvides que nos prometimos morir tranquilos.

—¡Si al menos pudiéramos hacerlo! —exclamó ella, sollozando—. Pero es tan grande la tortura. El ardor que siento en la piel debido a la radiactividad de las rocas va en aumento.

York sentía también aquella terrible molestia que se sumaba a las demás incomodidades.

York se puso de pie de un salto.

—¡Radiactividad…, energía! —exclamó—. ¡Energía para la tele-cinética! ¡La tenemos a nuestro alrededor, Vera! Voy a probar. Mis ondas telepáticas podrán utilizar esa energía de una manera tan eficaz como la del cuerpo humano.

York imploró a todos los dioses del universo por el éxito de sus planes.

Vera se tranquilizó un poco y se quedó observando a su esposo concentrarse. La misma fuerza oculta con que había ordenado a los concejales que se sentaran y lo escucharan, la proyectaba en ese momento contra la roca. York nunca había probado plenamente las posibilidades de sus ondas telepáticas. ¿Podría ordenarle a la materia que le cediera el paso?

El esfuerzo mental titánico que desplegaba hizo brotar nuevas gotas de sudor, las que se sumaron a las que le corrían por la frente debido al intenso calor de la cueva. Nada visible, nada de lo cual conociera él la fórmula, se estrellaba contra la roca. La energía de la radiactividad estaba allí latente. ¿Sería posible aprovecharla sin más ayuda que su fuerza telepática?

Transcurrieron varios minutos que parecieron ser eternos. Entonces, lentamente, la roca comenzó a ceder. Se escuchó un crujido, como si millones de cristales, frotándose unos contra otros, cambiaran de posición.

La materia formó, obedientemente, las paredes de un túnel.

York avanzó paso a paso, como un dios ante el cual nada se opusiera. Él túnel se iba extendiendo, metro a metro.

—¡Sígueme! —le ordenó York a Vera, sin volver la cara. La mente dominaba la materia, la telecinética aprovechaba la energía que le proporcionaba la radiactividad. Las ondas telepáticas de York iban dándole al piso del túnel la pendiente necesaria para que pudieran ellos avanzar. No tenía caso horadar hasta encontrar el túnel que había hecho el topo mecánico, pues como era completamente vertical, sería imposible subir por él para llegar a la superficie. Por lo tanto, tendrían que abrir un nuevo túnel con el declive apropiado, túnel que quizá tendría una extensión de más de cien kilómetros. Al poco rato se le presentó un grave problema: conforme se extendía el túnel, el aire se hacía cada vez menos denso. York hizo alto y, valiéndose de la telecinética, le ordenó al oxígeno que brotara de la roca, y lo logró abundantemente.

—Tele-cinética química —le explicó a Vera—. Los electrones y los protones engendran nuevos átomos bajo esta fuerza mental. ¡Vera, éste es un verdadero milagro de la ciencia! ¡Vera!

Y de esta manera continuó York perforando el túnel. Más tarde, la carencia de elementos radiactivos en ciertos estratos no fue obstáculo para York, pues su mente había encontrado la manera de extraer energías incluso de las rocas que no eran radiactivas. Previniendo esto, York le dio al túnel forma ovalada para distribuir de ese modo la tremenda presión que ejercía en las rocas. Gracias a aquello, los muros y techo se sostuvieron sin ningún puntal, al igual que la frágil cáscara de un huevo puede resistir presiones enormes.

Horas más tarde, escucharon a sus espaldas el tremendo ruido producido por el derrumbe de la cueva que los Tres Eternos habían destinado que fuera la tumba de la pareja. York se detuvo para mirar a Vera.

—¡Elimina todo pensamiento de tu mente! —le ordenó con voz autoritaria—. ¡Hay que hacerles creer que hemos muerto!

Los dos permanecieron en silencio y sin moverse durante una hora. Sintieron claramente las extrañas ondas telepáticas que trataban de entrar en su mente, que en esos momentos la tenían cerrada. Sin duda alguna, los Tres Eternos trataban de captar alguna señal mental de sus prisioneros. York le advirtió a Vera que resistiera y que se despreocupase aun cuando la parte del túnel detrás de ellos se iba desplomando progresivamente.

Finalmente, las ondas telepáticas cesaron. ¡Los Eternos estaban convencidos de que York y Vera habían muerto!