DURANTE todo el año siguiente, las tripulaciones y los pasajeros de los transatlánticos y de las gigantescas naves aéreas transoceánicas llegaron a ver, en diferentes sitios, la nave esférica de York. Algunas veces estaba suspendida, inmóvil sobre la superficie del agua. Otras se le veía flotar por encima de las islas. En varias ocasiones fue vista en los puertos de Ciudad Sol, recogiendo ciertos aparatos que el concejo había mandado construir acatando las órdenes de York. Nadie sabía, ni siquiera los mismos concejales, para qué eran esos instrumentos.
York trabajaba en el interior de la nave como sólo un hombre con una idea determinada puede hacerlo. Los instrumentos tenían propiedades ultra auscultadoras. De acuerdo con un intrincado principio sónico eran capaces de revelar la estructura inferior de la Tierra, al igual que los rayos X permiten ver los huesos. York podía mandar una onda sonora hacia las profundidades del mar y horas más tarde dicha onda era reflejada desde el mismo núcleo del planeta.
York acumuló un legajo de papeles llenos con ecuaciones y notas matemáticas condensadas. Entre esos manuscritos había fórmulas de dinámica concernientes a las dimensiones de las montañas, de las grandes masas de tierra, de agua y de aire. York revisaba las páginas con dedos temblorosos.
—No hay tiempo para pasar todo esto en limpio —le dijo a Vera—, pero ya está casi todo calculado. Con las observaciones sismológicas que llevo hechas durante el año que ha transcurrido, he logrado examinar la Tierra completa dentro de mi laboratorio. He desmenuzado este planeta como si fuera un compuesto o una diminuta rebanada para poderlo examinar a mis anchas. Gracias a la dinámica terrestre puedo predecir cualquiera de los principales fenómenos geológicos que ocurrirán, de la misma manera que los Tres Eternos lo han hecho. Observa esto, Vera.
York extendió un enorme mapamundi y señaló el océano Atlántico con la punta de su lápiz.
—Hace diez años existía una isla en ese lugar. Como los Tres Eternos sabían que ésa era la clave para sus fines, provocaron una gran explosión que afectó, inclusive, las aguas del Pacífico. El oleaje tremendo empezó a formarse lentamente y fue tocando las diversas capas de la Tierra. La Atlántida y Lemuria, que habían estado sepultadas durante varios milenios, empezaron a subir a la superficie, en tanto que nuestros continentes comienzan a hundirse con lentitud. Por absurdo que parezca no puedo impedir que dicho hundimiento continúe.
York llevó su lápiz al Pacífico y allí trazó un círculo alrededor de una docena de pequeños islotes situados en la Polinesia.
—La clave está por este sitio —explicó—. El antídoto contra su veneno. Si se hace estallar una de esas pequeñas islas, la explosión formará unas ondas profundas, similares a las que se desataron en el Atlántico, pero que, por tener un sentido opuesto a estas últimas, anularán sus efectos. En una década, o quizá en un lapso menor, la Tierra se asentará y aunque la costa de los continentes haya cambiado, la Atlántida y Lemuria no emergerán.
—¡La humanidad del presente y del futuro te deberá la vida! —exclamó Vera, encantada con lo que su esposo le acababa de comunicar. De pronto, el pánico apareció en sus ojos—, ¡pero los Tres Eternos te destruirán, Tony! ¡Nos destruirán! ¿Quién se lo va a impedir? Ellos pueden acabar con nosotros dos.
Era para ella un pensamiento extraño el que alguien o algo pudiera destruirlos. ¿Acaso no habían ya vivido dos mil años?
York hizo un ademán afirmativo con la cabeza.
—¡Por supuesto que pueden hacerlo! —Dijo York apretando los dientes—, pero terminaremos primero con nuestra labor y después nos preocuparemos de eso. Aún tengo que determinar cuál de las islas es exactamente la que tenemos que destruir.
Unas cuantas horas más tarde, York tenía su nave encima de las aguas de Oceanía. Había sólo unas cuantas islas habitadas en medio de aquella inmensidad de agua. York sacó sus sondas de profundidad, y después de unas horas lanzó un gruñido de satisfacción.
—Ya he reducido el campo hasta tres de esas islas, pero parece que no puedo proseguir con los datos con que cuento. Tengo que estar absolutamente seguro acerca de la isla que voy a hacer desaparecer, porque si hago estallar la que no debo, el resultado podría ser casi tan catastrófico como el que han iniciado los Tres Eternos.
York se quedó pensativo durante un momento. Al rato le dirigió la palabra a Vera.
—Sólo hay una manera: esos cálculos involucran las fuerzas interiores de la corteza terrestre, y tengo que establecer el sitio preciso en donde se encuentran. Es necesario que descienda yo personalmente al fondo del océano, en donde está el subsuelo del mar formado por los vapores de plasma.
York frunció el ceño mientras su mente empezaba a dar forma a una máquina desconocida para la ciencia terrícola. Después empezó a explicarle a Vera:
—Por supuesto que no hay submarinos construidos por el hombre que bajen a tal profundidad. Tendré que construir un sumergible taladrador; será un verdadero topo mecánico. Haré que…
Vera lo interrumpió, presintiendo algo extraño en las palabras de su esposo.
—Usas sólo la primera persona, Tony. ¡No bajarás sin mí! ¡No!
—Eso implica peligros muy serios, Vera. Las fuerzas que sacuden al mundo descansan ahí.
Al ver la expresión que había en la cara de su esposa, York trató de distraerla con una broma.
—¿Por qué no vas a visitar a tu tía por unas cuantas semanas?
Pero en vez de provocar risa, York notó la tristeza que había en los ojos de Vera. Ella no tenía ninguna tía, ni ningún pariente; todos habían muerto siglos atrás. En el mismo caso estaba York.
—Ni siquiera tenemos descendientes —murmuró ella, aunque bien sabía que eso había sido parte del precio de la inmortalidad que gozaban—. No tenemos a nadie en la Tierra a quien remotamente podamos reconocer como pariente nuestro. ¿No te das cuenta, Tony? Si yo me quedo aquí mientras bajas a esas profundidades y no vuelves, me quedaré más solitaria que el aerolito más abandonado de todo el espacio.
Durante los doce meses siguientes, las fábricas del siglo XLI lograron construir todas las partes que aparecían en los planos diseñados por York. El tiempo, del cual habían empleado una buena cantidad, no significaba nada para la pareja inmortal que supervisaba la construcción.
El topo mecánico tomó forma al unir los dos segmentos de un cilindro de diamante transparente moldeado según una fórmula secreta de York, y los cuales fueron afianzados con pernos de acero de una resistencia colosal La parte delantera del cilindro contenía los motores de retropropulsión, de forma de abanico, que se movían con la energía de los rayos y las ondas ultrasónicas, y que utilizaría York para convertir la materia en polvo intangible. Los obreros especializados que armaron el artefacto entendían muy poco lo que estaban haciendo y en lo único en que pensaban era que esa gigantesca máquina sería utilizada para perforar algo que no tuviera neutronio.
Una vez que el aparato quedó terminado, lo embarcaron con destino a una de las islas de la Polinesia, utilizando para su transporte la mayor nave de carga de que se disponía. Luego, York despidió a todos los concurrentes. Ya a solas con Vera, lanzó un profundo suspiro.
—Me he estado preguntando todo este tiempo si, a pesar del gran secreto con que se han desarrollado todos mis planes, estén al tanto de ellos los Tres Eternos y vayan a querer estorbarlos de alguna manera.
Siempre que mencionaban al trío eterno, un estremecimiento extraño recorría el cuerpo inmortal de Vera. Recobrándose, comentó:
—Son como tres buitres que esperan, que aguardan… ¡Es terrible!
York interrumpió, diciéndole:
—Echa un último vistazo al Sol, pues quizá no lo volvamos a ver durante varias semanas.
York entró en el enorme aparato y después de ayudar a subir a Vera, cerró la puerta neumática. Una hora más tarde, una vez que revisó cuidadosamente los depósitos del aprovisionamiento de aire, de agua y de alimentos, y se cercioró de que todos los instrumentos funcionaban bien, puso en marcha el motor.
La energía de la gravedad invadió las bobinas y éstas empezaron a esparcir su fuerza desintegradora. La proa del vehículo se clavó en el suelo dando la impresión de un gusano gigantesco que se refugiaba en su guarida. En sólo unos cuantos segundos desapareció la popa del topo mecánico de la superficie de la isla. Una vez que atravesó la capa de tierra floja y llegó a un estrato rocoso empezó a taladrar con una velocidad media de treinta metros por hora.
Como de la proa que iba perforando la roca salían gruesas columnas de polvo negro, ni York ni Vera alcanzaban a ver el curso que seguían en el larguísimo túnel que iban abriendo. La vibración de la máquina los sacudía violentamente y tenían que apretar la mandíbula para evitar que los dientes les castañetearan. Cada sesenta minutos, York paraba la máquina y su motor para permitir que sus cuerpos doloridos descansaran un poco.
El topo mecánico seguía perforando cada vez a mayor profundidad, sin encontrar ninguna substancia material que al entrar en contacto con sus potentes rayos desintegradores no fuera convertida en polvo. Hubo ocasiones en que el ritmo de la perforación quedó reducido a la mitad, debido a que la máquina se topaba con una gruesa capa de granito.
York no había abrigado ningún temor a los derrumbes que pudieran ocurrir en el túnel, pues en previsión de ello había calculado perfectamente la resistencia del casco de diamante de la nave y éste podía soportar, de ser necesario, el peso equivalente al del monte Everest.
Una semana más tarde, cuando el aparato indicador de profundidades marcaba cuarenta kilómetros bajo el nivel del mar, suspendió York la obra, y durante tres días él y su esposa se dedicaron a descansar y a darle reposo a sus nervios.
York comentó:
—Y bien, Vera, aquí estamos, cuarenta kilómetros de profundidad. Más hondo de lo que ningún hombre haya podido llegar jamás. Hemos abierto este túnel como si fuéramos una bacteria que se hubiera colado en el interior de una mole de mármol.
Con la ayuda de Vera y gracias a los instrumentos que había colocado en la parte exterior del casco del topo mecánico, York podía conocer la temperatura, la presión y la densidad de las rocas que los rodeaban. Pero lo más importante de todo fue la medición de los esfuerzos que ejercía la masa de roca situada arriba y la presión del núcleo caliente de la Tierra que estaba aún muy abajo. Las cifras representaban las fuerzas encadenadas que, de haberlas liberado, habrían ocasionado la contracción de la corteza terrestre como ocurre con una manzana que se asa al fuego lento.
—Ordinariamente, esas fuerzas brutas están equilibradas —dijo York—. Los Tres Eternos las han equilibrado hasta el punto de causar la elevación de dos desaparecidos continentes y el hundimiento de los existentes. Tenemos que restaurar ese equilibrio.
York y Vera se llevaron una semana para hacer cálculos, y una vez que los tuvieron preparados reanudaron la perforación hacia el centro de la Tierra.
—No está aquí la respuesta a lo que busco, Vera. Tenemos que llegar a los ochenta kilómetros de profundidad, que es donde empieza la barisfera. Allí, la materia es semi fluida. Tendremos que obrar con sumo cuidado.
Aunque York no hacía mención de ello, Vera sabía que estaban exponiendo la vida. Pero durante sus viajes espaciales también la habían expuesto en repetidas ocasiones. A ambos los tranquilizaba el pensamiento de que si perecían, sería juntos. York se alegraba de que Vera hubiera insistido en acompañarlo.
Al llegar a la profundidad de setenta kilómetros, York se detuvo de nuevo. Le causó extrañeza ver que la temperatura era casi la misma que la que había a los cuarenta kilómetros de profundidad. En realidad no era mucho mayor de la que se registraba en el interior de la mina más profunda que hubiera cavado el hombre.
—La corteza terrestre es buena conductora del calor —explicó York para su propia satisfacción—, y una gran parte del calor que hay en el interior de la Tierra sube directamente a la superficie, manifestándose como acción volcánica, en manantiales de aguas termales, y si no fuera por dicho calor, el fondo de los océanos, hasta el cual nunca penetra el sol, se congelaría.
York observó sus instrumentos y le dictó a Vera las lecturas que habían tomado de las grandes masas rocosas que en esos momentos los separaban tanto del nivel del mar como del núcleo terrestre. Conforme realizaba esa tarea su entusiasmo iba en aumento. Finalmente, un día más tarde su estado de ánimo era de verdadero júbilo.
—¡Ya lo tengo, Vera! —Exclamó—, ¡el plasma de las fuerzas tiene un nudo, un punto de concentración, y está situado aquí precisamente! Corre en línea paralela a la isla junto a la cual iniciamos nuestra perforación. Cuando destruyamos esa isla, se desatará un oleaje que neutralizará el que provocaron los Tres Eternos, y entonces…
—¡Tony! —Exclamó Vera lanzando un grito agudo—. ¡Tony, siento algo extraño! Como si alguien estuviera cerca de nosotros… Telepatía.
—¡Tonterías! —Exclamó York ligeramente disgustado—, ¿quién puede estar a setenta kilómetros bajo el nivel del mar, aparte de nosotros? Dudo que los Tres Eternos…
—No lo dudes, pues somos nosotros —se dejó oír una voz telepática, clara y burlona.
En ese momento desapareció por completo una de las paredes del túnel sobre la cual descansaba el vehículo de York. Una nave extraña estaba al fondo de otro túnel. Al igual que la de York, estaba formada de varios segmentos, pero era de mayor tamaño, y en su estructura se apreciaban claros; un material verdoso transparente a través del cual eran perfectamente visibles los rasgos fisonómicos de los tres moradores del monte Olimpo.