ANTON York hizo descender su nave frente al edificio, pero dejó conectada la pantalla electro protectora. Cuando la voz telepática lo invitó a pasar al interior del edificio, York declinó con toda cortesía y le pidió al interlocutor que conectara la pantalla de televisión si es que en la cueva contaban con tal aparato.
York y Vera no tuvieron que esperar mucho tiempo para comprobar que en aquel lugar había tele-transmisores, pues la pantalla de la nave empezó a captar unas luces vagas y finalmente la imagen se aclaró mostrando una gran sala con muebles ricamente decorados y en la que había tres hombres.
York y Vera los vieron de cerca.
Sus túnicas de terciopelo eran de un estilo extraño y desconocido. Las facciones de aquellos hombres, aunque eran estrictamente humanas, tenían una extraña mezcla de características orientales y nórdicas los tres.
Parecían estar en la plenitud de su vida, pero lo más notable en ellos era que sus ojos resplandecían con la misma luz singular que había en los ojos de Vera y de York, y la cual era en sí el signo de la inmortalidad.
—Te hemos estado esperando, Anton York —dijo uno de los tres, sin dejar de usar el lenguaje universal de la telepatía—. Estábamos seguros de que oirías hablar de nosotros en cuanto llegaras al sistema solar, pero quisiéramos saber cómo te enteraste de nuestra existencia.
York les relató lo referente a su encuentro con la nave abandonada y de las palabras del hombre resucitado.
—Él me dijo que habían ustedes jurado destruir la civilización —terminó York de decir con voz desafiante.
—Sí, creo que dijimos tal cosa —comentó sonriendo fríamente el que había hablado hasta esos momentos—. Te contaré todo brevemente. Los hombres a que te refieres volaban en un avión hace algunos meses por encima del monte Olimpo. Los motores fallaron y su nave se hizo pedazos al chocar contra la parte superior de nuestra nube protectora. Les perdonamos la vida por mero capricho y les dijimos lo que ya sabes tú. Queríamos ver si podíamos hacerles perder la razón, pero nos aburrimos y los dejamos en libertad. Nosotros hemos vivido muchos siglos y nada de lo que hay en el mundo de los mortales nos interesa.
La manera fría y la calma como se expresaba ese hombre de los seres humanos provocó la ira de Anton York.
—¡Ustedes no tienen derecho a jugar con las vidas humanas! —les dijo en tono de reproche.
El Eterno se encogió de hombros.
—Hemos vivido mucho, pero mucho tiempo —repitió—, la concepción de lo bueno y de lo malo se funde una dentro de la otra con el transcurso de los siglos.
York estaba a punto de estallar por la ira cuando Vera le tocó el brazo.
—No discutas con ellos, Tony, pues eso no conduce a nada —murmuró ella de prisa, deseando que sus pensamientos no fueran captados—. En vez de eso, averigua todo lo que puedas.
York le dio un apretón suave en la mano y le dirigió la palabra al trío de hombres de expresión fría.
—¿Cuánto tiempo exactamente han vivido ustedes?
York y su compañera vieron en la pantalla una vez más la sonrisa fría y desdeñosa de los tres.
—¿Cuánto tiempo has vivido tú, Anton York? ¿Algunos dos mil años desde que te aplicaron el suero rejuvenecedor de genes? A nosotros también nos dieron ese elixir para conservamos eternamente en la primavera de la vida; pero de eso hace… ¡veinte mil años!
Aquellas palabras dejaron asombrados a Vera y a York por un momento. ¡Esos tres hombres tenían una edad fabulosa!
—¡No puede ser verdad! —Exclamó Vera—. ¡No puede ser!
—Sin embargo, es cierto —le aseguró uno de los Tres Eternos—, hemos vivido durante veinte mil años. Quizá se preguntarán ustedes de qué manera hemos pasado el tiempo. La mayor parte de él hemos estado en el espacio, al igual que lo han hecho ustedes. Hemos recorrido grandes distancias y conocido infinidad de mundos. No obstante, al principio nos divertía hacer proezas en el sistema solar. Nos reímos mucho, Anton York, cuando te vimos mover asteroides y darle anillos a Júpiter, ya que hacías simplemente lo que nosotros habíamos descartado por carecer de interés. ¡Fuimos nosotros los que dotamos de anillos a Saturno! ¡Fuimos nosotros los que, para probar nuestras fuerzas, destruimos el viejo planeta que giraba entre Marte y Júpiter, formando así los asteroides actuales!
El Eterno hizo una pausa y luego continuó:
—Venus tenía originalmente una luna, misma que cambiamos nosotros de órbita. A dicha luna la llaman Mercurio. En la mitología, Mercurio es el dios vagabundo, y en este caso esa luna equivale al planeta vagabundo. Nosotros bautizamos todos los planetas, pero poco a poco todas esas cosas fueron perdiendo su novedad y nos olvidamos de ellas. El vagar a través del vacío y del tiempo también dejó de interesarnos en poco tiempo. La inmortalidad tiene el aburrimiento por castigo. Tú te darás cuenta de ello cuando hayas vivido un poco más y hayas visto las cenizas de lo insubstanciable que quedan de los fuegos de la vida. Durante los pasados cinco mil años hemos estado en la Tierra, para encontrar que su pompa es tan poco interesante como cualquier otra cosa en el universo. Hemos estado en la historia de la humanidad, de la misma manera que has estado tú. Nosotros, y no los egipcios, fuimos los que construimos las pirámides de Kheops, aunque ellos construyeron tiempo después una copia de ellas. Es nuestra marca para indicar el paso lento del tiempo en una escala más rápida. Cada siglo avanza un poco la luz de una de las estrellas fijas a lo largo de la escala que hay en la parte posterior de un pasadizo. ¡Estrellas fijas! ¡Bah! ¡Aun las estrellas se han movido en nuestra vida!
El Eterno volvió a hacer otra pausa. Se quedó pensativo y prosiguió:
—Cuando tratábamos de llenar la cuenca del Mediterráneo, partimos en dos el antes sólido Peñón de Gibraltar, y sin damos cuenta causamos el diluvio universal. Durante algún tiempo, en la era gloriosa de Grecia, nos mezclamos en cierto modo con los mortales, dando impulso a su famosa mitología. Nuestras hazañas científicas y nuestros supuestos milagros los impresionaron de diferentes maneras y consideraron esos hechos como realizados por una raza de dioses. Y hay muchas otras cosas que hemos hecho, pero también todas ellas han dejado de interesarnos. No hemos hecho gran cosa en los últimos tres mil años. Y nos pasamos la vida suspirando y preguntándonos si no será preferible el suicidio, en vez de continuar ingiriendo el lento veneno del tedio. Incluso tu aparición hace dos mil años, Anton York, y tus hazañas de hace un milenio, sólo nos intrigaron momentáneamente. Hemos perdido por completo esa extraña pero muy humana habilidad de preocuparnos por las cosas.
York y Vera captaron repentinamente en los ojos de los Tres Eternos aquella lasitud de espíritu que los obsesionaba. A pesar de sus cuerpos jóvenes eran tres hombres increíblemente viejos que habían disfrutado de la vida hasta su máximo y que no podían ya extraer de ella una sola gota más que los estimulara a seguir viviéndola. Mentalmente, ya habían muerto.
York lanzó un suspiro profundo. En algunas ocasiones también él, aun en su comparativamente corta edad de dos mil años de existencia, se había preguntado cuánto tiempo más transcurriría antes de que dejara de haber cosas nuevas para él, y que ya no hubiera nada que despertara su interés. Se había logrado sacudir aquel presentimiento. «Uno no debe pensar mucho en esas cosas», se había dicho.
—¿De dónde vinieron ustedes? —preguntó York, anticipando la respuesta.
—De la Atlántida —fue la respuesta de los Tres Eternos—, en aquel tiempo la Atlántida, situada en el océano Atlántico, y Lemuria en el Pacífico, eran grandes continentes. Sus civilizaciones alcanzaron alturas que jamás han sido igualadas. Pero las guerras incesantes que sostuvieron las llevaron a su mutua destrucción. Nosotros tres fuimos grandes hombres de ciencia de aquel tiempo. Descubrimos el secreto de la inmortalidad y participamos de ella. Conquistamos la gravedad, como tú, y nos lanzamos al espacio durante algún tiempo. Cuando regresamos, Atlántida y Lemuria yacían en el fondo de los océanos y se habían levantado nuevas tierras. Al tratar Atlántida de minar Lemuria con gigantescas máquinas de fuerza nuclear, tropezaron con una falla en las capas terrestres y ocasionaron un holocausto mundial. De esa suerte nos encontramos los tres, huérfanos del mundo que habíamos conocido. Nuestras magníficas ciudades y monumentos gloriosos estaban sepultados en el cieno del océano. Es extraño pero cierto que eso es lo único que hace palpitar nuestros corazones: el pensar en aquella antigua gloria. Esa nostalgia ha sobrevivido veinte mil años y se ha hecho cada vez más intensa.
Una ligera animación se reflejó en los tres rostros, y el que llevaba la voz continuó. Su voz vibraba con fuerza.
—Por tal razón, hemos decidido rescatar de su tumba oceánica a la Atlántida. Resucitarla, rehabilitarla y construir en algo la semblanza de su anterior grandeza; quizá sea una tarea larga y tediosa, pero será algo que disfrutaremos intensamente.
Un extraño brillo apareció en los ojos de quien hablaba. Con voz excitada, continuó:
—El sentimentalismo es una de las emociones humanas que no hemos perdido. Mantenemos vivo ese recuerdo y esperamos hacerlo realidad. La Atlántida deberá resurgir.
York y su esposa se miraron. Eso aclaraba las burbujas del Atlántico Meridional. El cieno del lecho del océano, perturbado después de tantos siglos de quietud, estaba despidiendo los gases acumulados.
—¿Cómo van a lograrlo? —preguntó York posesionado de una honda curiosidad, más que de otra cosa.
—Es muy sencillo. Hicimos un estudio detenido de la corteza terráquea valiéndonos de los datos sismológicos. Cualquier perturbación geológica considerable está ligada con otras. Siempre forman una cadena. Colocándolas en su debido orden, se obtendrá el fin deseado. Provocamos una explosión en una pequeña isla del Atlántico y desatamos unas ondas de concusión en la delgada y poco estable corteza terrestre. De esa manera despertamos las lentas pero incontrastables fuerzas que estaban latentes abajo de dicha corteza. Todo eso culminará una vez que se impulse el fondo de la cuenca del Atlántico y del Pacífico hasta hacerlo salir muy por encima del nivel del agua. Esto comenzó hace diez años, y quizá dentro de un siglo más dará fin el proceso entero. No tenemos ninguna prisa. Después de eso, daremos comienzo a la reconstrucción de la gloria Atlántica.
—¿Puede detenerse ese proceso? —preguntó York, temiendo que no le irían a contestar.
—Sí, provocando una ola opuesta en la propia corteza terráquea, para neutralizar la primera.
York se puso alerta. Había oído todo lo que deseaba oír. Su radiación telepática por poco lo denuncia.
—Es una desgracia —comentó el Eterno encogiéndose de hombros—. Sin embargo, algunos cuantos serán seleccionados y los pondremos a salvo para que vayan a poblar la nueva Atlántida. Los demás tienen que morir porque simplemente no tendrán lugar en nuestro nuevo mundo. No todas las tierras viejas se hundirán, pero durante algún tiempo, mientras el proceso llega a su punto crítico, habrá terremotos y tormentas violentas que diezmarán la mayor parte de los habitantes.
—¡Ése es el más atrevido y cruel de los planes que jamás haya concebido ningún humano! —Rugió York perdiendo su control—. No deben, por ningún motivo, seguir adelante con él.
En el rostro de los Tres Eternos se notó patente el disgusto que les causó la protesta de York. Luego cambiaron ligeramente de actitud.
—¿Y quién nos detendrá? ¿Tú?
—¡Sí! —Repuso York con firmeza—. Les hago una seria advertencia. Tengo un arma cuya actividad probablemente habrán visto. Si no acceden ustedes a corregir ese proceso geológico, la usaré dentro de diez segundos.
—Eres muy valiente, Anton York, pero también un tonto —fue la contestación imperturbable de los Tres—, tenemos poderes ilimitados. Recuérdalo.
—¡Uno! —el principio del conteo fue la respuesta de York.
York apuntó su arma hacia el palacio de mármol y siguió el conteo. La pantalla protectora de su nave funcionaba a todo lo máximo. Los Tres Eternos permanecieron sentados. En sus rostros había una mirada de desdén. Uno de ellos alargó la mano despreocupadamente hacia un tablero y movió un interruptor diminuto. Los nervios del dedo cordial de York se pusieron tensos al llegar a la cuenta de nueve, y cuando llegó a diez, oprimió el botón.
El violento escape de energía que brotó de su arma se estrelló contra un muro invisible que rodeaba el palacio de los Eternos sin causar el menor daño. Cerca de allí, las rocas y los árboles se hicieron polvo y una nube negra se elevó. La energía que había liberado el arma era una combinación de rayos gamma y de ondas ultrasónicas, capaz de convertir los objetos en fragmentos de moléculas.
Desesperadamente, York volvió a aplicar la energía de su arma hasta el máximo, aplicándola durante un minuto entero, como nunca antes lo había hecho. Pero el muro contra el que se estrellaba no mostró ningún efecto. York se quedó boquiabierto. Sabía que ni siquiera su propia pantalla protectora hubiera resistido aquella descarga infernal durante lapso tan prolongado. Los rostros que aparecían en el televisor sonreían burlonamente.
Al darse cuenta del peligro que corría su nave, York tomó los controles, pero en ese mismo instante una fuerza invisible se posesionó de su cuerpo, paralizándolo. Uno de los Eternos manipulaba unos botones en un tablero.
—¡Hombre temerario! —se dejó oír la voz telepática con tono burlón—. Nosotros tenemos a nuestra disposición más fuerzas naturales que las que jamás hayas soñado. Dominamos veinte mil años de ciencia, Anton York. Tú nos has declarado la guerra y deberíamos aniquilarte aquí mismo, lo cual podríamos hacer fácilmente, pero está más allá de nuestra dignidad destruir aquello que no nos puede hacer daño. Por lo tanto, aléjate, pero nunca vuelvas a poner a prueba nuestra paciencia, ni pongas en duda nuestra fuerza.
La nave de York empezó a moverse bajo el impulso de una fuerza oculta y fue lanzada súbitamente hacia arriba como si una mano gigantesca lo hubiera hecho. El impulso arrojó a York y a Vera hasta un rincón de la cabina, pero desapareció como por encanto la parálisis que los tenía inmovilizados. York se asió de un pasamano; arrastrándose llegó al tablero de controles. Enderezó la nave y a continuación le ayudó a Vera a ponerse en pie.
York no pronunció ninguna palabra, pero se sentía humillado por lo que había ocurrido. Los dos habían sido tratados como si fueran unos parásitos. Echó un vistazo hacia abajo para examinar el lugar en donde flotaba su nave. La nube brillante protegía de nuevo la morada de los Tres Eternos, quienes constituían una amenaza para la humanidad.
York sabía que no tenía objeto continuar abiertamente la agresión. Su arma de rayos gamma y ondas ultrasónicas que siempre le había dado resultados positivos no había logrado perforar la barrera que protegía la morada inexpugnable de los Tres Eternos. Si York, con sus poderes, era un dios, aquellos tres hombres eran super dioses.
—¿Qué podemos hacer contra ellos? ¿Contra veinte mil años de ciencia? —preguntó Vera.
Los dos se alejaron con su nave del monte Olimpo. York ni siquiera hizo el menor intento por contestar aquella pregunta que no tenía respuesta inmediata. Una mirada fría ensombreció sus ojos. Era el reflejo de una super mente que se enfrentaba a un super problema.