EL RELATO que había hecho el presidente del concejo de Ciudad Sol había sido en verdad extraño. Más tarde, cuando York se lo repitió a Vera, estaba aún pensativo.
—Después de todo, quizá fue pura alucinación —comentó ella—. Olvídate de todo y no te preocupes más.
—Eso quisiera, Vera. ¿Qué te parece si hacemos un recorrido por el planeta Tierra del siglo XLI sólo para ver si todo anda bien?
A Vera le entusiasmó aquella idea.
—Después de mil años de ausencia será interesante echar un vistazo a esta Tierra nuestra.
Los dos subieron a su nave, la que estaba impulsada por un ingenioso aprovechamiento de las fuerzas de gravedad, y partieron para hacer un recorrido por el mundo de los mortales.
La civilización había realizado adelantos prodigiosos, particularmente en la tecnología y en la industria. Todas las grandes ciudades del siglo XXI habían crecido aún más. Las plataformas de lanzamiento de las naves espaciales impropias, hasta cierto punto, en aquellos lejanos tiempos, habían sido reemplazadas por construcciones magníficas. Gracias a que las naves podían ser descargadas, cargadas y re abastecidas de combustible con asombrosa rapidez y eficiencia, el tráfico interplanetario había florecido.
La población que cubría la superficie de la Tierra en aquel entonces era de diez mil millones de seres humanos, y por lo menos otros mil millones más estaban esparcidos en los demás planetas.
Mediante la aplicación de los controles para la temperatura, los cuales habían logrado fabricar con elementos sintéticos que obtenían de los minerales, habían resuelto el problema de la alimentación. También habían convertido grandes extensiones desérticas en jardines floridos. El gran Sáhara ya no era un desierto, o por lo menos, como York y Vera lo habían conocido. Largos canales de irrigación que aprovechaban las aguas del Mediterráneo lo habían transformado en un gigantesco campo donde se sembraba el trigo.
Para abastecer la creciente demanda de metales, la humanidad había atacado las vastas reservas oceánicas. Cientos de plantas hidroeléctricas, construidas a la orilla de las costas y movidas por las mareas incesantes, extraían los productos salinos; absorbían agua de los océanos para hacerla químicamente pura; clasificaban y separaban todos los elementos conocidos y luego los enviaban a los lugares especiales de proceso para ser aprovechados posteriormente. Era simplemente un sistema de la aplicación de química del siglo XLI para la separación de los elementos.
La riqueza de los productos que de esa manera se obtenía, no podía ser pesada mediante los anticuados términos de dólares y centavos. Sólo en lo que al radio se refería y el cual era el menos abundante de los productos obtenidos del fondo del océano, se extraía una tonelada anualmente. El oro, que continuaba siendo un metal muy útil por la resistencia que oponía a la corrosión, se utilizaba para cubrir todas las superficies de los objetos metálicos que usaba diariamente la gente.
El elevado nivel económico que resultaba de toda aquella riqueza material, había permitido también la expansión cultural. Aun las razas más atrasadas y toda clase de étnicos tenían acceso a la literatura, al arte, a la música y a las facilidades para los experimentos científicos. Los viajes estaban al alcance de la mayoría, y las selvas del continente americano, así como vastas zonas de Asia y de África, se habían conservado y eran frecuentadas constantemente por los turistas.
—¿Y ésta es la civilización que se supone está condenada a ser destruida? —Musitó York—. ¿Quién se atrevería a tener la intención de hacer semejante cosa? ¿Quién tendría el poder para hacerlo? Estoy casi convencido de que aquellos dos pobres diablos estaban irremediablemente locos.
York se quedó meditando un momento. Después se iluminó su rostro y agregó:
—Ahora ya podemos realizar otro viaje alrededor de este mundo maravilloso y disfrutarlo en realidad.
York y Vera recorrían días después el océano Atlántico Meridional. York hizo repentinamente un alto en su lento recorrido y dejó suspendida su nave en el aire encima del agua. Con la brillante luz del sol, el oleaje suave ofrecía una vista fascinadora. York se quedó contemplándolo como si jamás hubiera visto algo semejante. Instantes después tomó unos binoculares y los enfocó hacia abajo.
—Eso que observas es agua, Tony —le dijo Vera riendo—, una combinación de deuterio y oxígeno, ¿recuerdas?
—Te aseguro que nunca has visto agua semejante a ésa —comentó York—, desengáñate.
Vera tomó los binoculares que le ofrecía su esposo, y después de observar el agua con ellos, comentó:
—¡Vaya! Parece como si estuviera flotando un gran número de semillas diminutas.
—¡No son semillas, son burbujas! —Protestó York—. Millones y millones de pequeñas burbujas que suben desde el fondo del océano. Averigüemos hasta dónde se extienden.
York tomó de nuevo los controles y empezó a volar a poca altura de la superficie. Después de recorrer un poco más de kilómetro y medio detuvo la nave e inspeccionó el mar.
—Todavía están ahí —comentó.
York volvió a recorrer la misma distancia, hizo otro alto y confirmó de nuevo la existencia de las burbujas. El siguiente recorrido que hizo fue de ocho kilómetros; después de quince; luego de cien y por último, mil. Las burbujas persistían. Su rostro adquirió entonces una expresión severa.
Al día siguiente, York dirigió su nave en línea recta de Sur a Norte y de Este a Oeste y en seis direcciones distintas sobre el Atlántico Meridional. Se detenía cada ciento cincuenta kilómetros para que Vera pudiera observar con los binoculares. Finalmente, localizaron en el mapa una zona aproximada de cinco mil kilómetros de longitud por tres mil de anchura que estaba invadida por esas inexplicables burbujas, que estaba situada entre Centroamérica y África, y que abarcaba el mar del Sargazo.
—¿Qué significa eso? —preguntó Vera una vez que se le agotó la paciencia ante la actitud silenciosa de su marido. ¿Por qué tiene que estar toda esa zona tan extensa llena de burbujas? ¿Y de dónde proceden?
—Sólo pueden venir de abajo —contestó York. Luego tomó el radiotransmisor y lo conectó—. Llamando a la central de intercambio de radio. Habla Anton York.
—Diga, señor —contestó un empleado con voz semi asustada y sorprendida ante la importancia del que llamaba—. ¿Qué desea usted, señor?
—Comuníqueme por favor con la estación oceanográfica principal del Atlántico.
Cuando lo comunicaron de Cabo Verde, York pidió hablar con el director.
—Sí —se oyó la respuesta—, ya hemos notado esas burbujas. Las advertimos hace unos diez años. Su origen está más allá de nuestras suposiciones. Hemos enviado campanas submarinas hasta la máxima profundidad a que pueden descender, o sea a un kilómetro y medio, pero no encontramos ninguna explicación a su origen. Las burbujas provienen de una profundidad mayor.
—Una pregunta más —dijo York—. ¿Han cambiado durante esos diez años las líneas costeras del Atlántico?
Una nota aguda de preocupación se reflejó en la voz del director.
—¡Sí! Nos perturba el hecho de que toda la costa de Europa Occidental se está hundiendo en proporciones sin precedente. El nivel del agua ha subido casi medio metro. Muchas tierras costeras estarán amenazadas por la inundación dentro de poco tiempo. Sin embargo, ese fenómeno no es local, pues las costas de América también han bajado. En el océano Pacífico está ocurriendo lo mismo. También allí existe una zona de burbujas. Los hombres de ciencia hemos tomado ese problema seriamente. No sabemos hasta dónde podrá llegar si es que continúa el fenómeno, pero de momento estamos haciendo planes para construir un dique a lo largo de las costas que están amenazadas.
—¡Gracias! —Dijo York, desconectando bruscamente el radiotransmisor y quedándose mirando pensativo a través de la ventanilla—. Si es que continúa el fenómeno —murmuró—, los diques no servirán de nada. Puede ser que las costas se hundan por un fenómeno natural, aunque es probable…
Vera lo miró extrañada.
—Me inclino a creer que sea por efecto natural, Tony —comentó ella—. Los dioses del destino se valen de triquiñuelas raras. Quizá Júpiter, descontento con la civilización actual, trata de destruirla con las armas de Neptuno. Así es como reza el mito, Tony; si tratas de explicar…
Pero York no la escuchaba, pues examinaba en esos momentos unos mapas con un frenesí tal que parecía como si sus vidas dependieran de lo que pudiera encontrar en ellos.
—¿Te has vuelto loco, Tony?
—No, pero merecía que me dieran de puntapiés.
York aceleró la nave hasta la velocidad límite permitida para volar sin riesgo alguno dentro de la atmósfera terrestre, y puso proa hacia el oriente.
—Me inclino nuevamente ante la intuición femenina —le dijo a Vera—. Vamos rumbo al monte Olimpo, Vera, a visitar a los dioses. Hay una probabilidad de que esas dos almas perdidas no estuvieran locas. Ellos predijeron un desquiciamiento geológico. Y recordemos las palabras de aquel hombre moribundo…
—¡Acerca de los Tres Eternos, en el monte Olimpo! —Exclamó Vera—. Quizá haya peligro, Tony.
York no contestó. Su mente estaba ocupada tratando de resolver por anticipado el misterio que tenía enfrente y que sin duda alguna era el mayor de todos con los que se había topado en su vida milenaria.
La nave esférica voló sobre las costas del sur de Europa, sobre el Mediterráneo, y pasó por lo que antes había sido España, Francia, Italia y Albania. York viró un poco el timón hacia el Sur y penetró en Grecia. Finalmente, apareció rodeada de nubes la cumbre del monte Olimpo.
—¿Esperas realmente encontrar algo aquí? —le preguntó Vera mientras se acercaba—. Después de todo, lo de Júpiter y lo de los demás dioses no es más qué un mito griego que data de hace cinco mil años.
York sonrió peculiarmente.
—También nosotros somos un mito y sólo hace unos cuantos siglos que estuvimos por última vez en la Tierra, Vera.
Sin mayor demora, York dirigió la nave hacia la cumbre y la mantuvo flotando sobre ella. Él y Vera miraron hacia abajo, escudriñándola. Como en cualquier otra montaña alta, la vista que ofrecía desde allí era de rocas melladas, de vegetación desigual y de concavidades obscuras aquí y allá, y de picos cubiertos de nieve.
—Aunque no sé qué buscar, no observo nada fuera de lo común —comentó Vera, tranquilizándose—. Además, el presidente del concejo me dijo que habían enviado exploradores y que no encontraron nada.
—¡Mira! —exclamó York, señalando, y al mismo tiempo que ponía a funcionar una pantalla periscópica—. Encima de la entrada de aquella cueva hay un débil resplandor, pero la pantalla no logra descubrir a qué pueda deberse.
Vera sujetó a York del brazo.
—¡Por favor, Tony, ten cuidado!
Anton hizo descender la nave con toda cautela hasta quedar a unos cien metros de altura sobre esa nube extraña y brillante que, a pesar del viento, no se movía. Sin embargo, aun a la distancia que estaban no alcanzaban a distinguir más que unas sombras y unas luces vagas.
York conectó la pantalla electro protectora como medida de precaución e hizo descender lentamente la nave hasta tocar la nube. Pero al intentar avanzar, ésta se detuvo.
York y Vera se miraron intrigados. No había ninguna barrera tangible que se les opusiera; sólo aquella nube resplandeciente e impenetrable. York imprimió mayor fuerza a su máquina. La proa de la nave hizo presión contra la barrera sobrenatural. El casco del vehículo empezó a crujir, pero no avanzó un solo centímetro.
York paró el motor.
En eso una poderosa voz telepática llegó a sus cerebros.
—¿Quién se atreve a molestar a los Tres Eternos?
York miró significativamente a Vera. Luego contestó por medio de la telepatía, misma que había desarrollado y empleado tantas veces en el espacio.
—Anton York, el inmortal.
—¡Descienda!
Al escucharse esta orden, desapareció la nube reluciente que estaba en la parte baja de la nave. Luego apareció ante sus ojos la entrada de una cueva de grandes proporciones, en cuyo centro se levantaba un majestuoso edificio de mármol. Su estilo arquitectónico era el de la vieja Grecia y sus muros mostraban la pátina del tiempo.
—Los dos astronautas estuvieron aquí —murmuró Vera—, ellos dijeron la verdad, Tony. ¿Crees lo demás que dijeron?
York movió la cabeza con vacilación.