Capítulo II

VEINTE minutos más tarde, Vera le entregaba a York una hipodérmica mientras él se inclinaba sobre el cuerpo del hombre muerto que había llevado a su nave. La ciencia médica primitiva hubiera dado ese caso por terminado, pero York, con el conocimiento de las fuerzas de la vida que había acumulado durante tantos siglos de búsqueda constante, inició la lucha para tratar de devolverle al hombre la chispa de la sensibilidad. Después de aplicarle una serie de inyecciones en la espina dorsal y en el corazón, esperó. Las poderosas drogas entraron en acción.

La frente de York estaba bañada por el sudor. Sabía que sólo había una vaga probabilidad de obtener el triunfo.

Vera contuvo el aliento de repente.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del cadáver. Uno de los músculos de la mejilla se relajó y un tenue y vacilante latido se dejó escuchar en medio del silencio que imperaba en la cabina. ¡El corazón palpitaba! Repentinamente, el tórax se expandió y los pulmones se hincharon al inhalar el aire.

York colocó entonces un cono en la nariz del hombre y aplicó una corriente de oxígeno, la que entró en el aparato respiratorio. La reacción fue completa, el cuerpo se estremeció de cabeza a pies y los ojos se abrieron aunque en ellos había una expresión vaga.

York quitó el cono y se quedó mirando con orgullo al hombre que acababa de resucitar. ¡York se había colado dentro del territorio de la parca, y había rescatado a una de sus víctimas!

—¿Puede usted hablar? —inquirió York.

La mirada vaga se posó sobre los ojos de Anton York por un momento, pero de los labios sólo brotó un sonido incoherente.

Vera se estremeció al escuchar aquel sonido que parecía salir de ultratumba.

—¡Tony, resucitaste su cuerpo, pero no su mente! ¡Es horrible!

El mismo York sintió un intenso escalofrío.

—Tengo que averiguar de alguna manera todo lo concerniente a esa nave y acerca del viaje que efectuaba —insistió—. Trataré de indagarlo por medio de la telepatía.

York frunció el entrecejo mientras se concentraba para transmitir su mensaje telepático. En su oreja izquierda tenía un aparato diminuto que servía para amplificar las ondas telepáticas, ya fueran las suyas o las de cualquier otra persona. Él y Vera estaban acostumbrados a comunicarse por telepatía, pero no obstante eso, era mentalmente agotador.

Después de un momento, York se le quedó mirando a su esposa e hizo un ademán negativo con la cabeza.

—No responde con coherencia. Las ondas telepáticas están completamente desorganizadas. Todo lo que pude captar fue una misteriosa referencia a los Tres. Me pareció que decía los Tres Eternos.

El estremecimiento que recorría el cuerpo del resucitado y una mirada de cordura y de sensibilidad plena apareció en sus ojos.

—¿Quién es usted? —preguntó con perfecta claridad.

Aunque el acento del hombre era extraño debido a la evolución propia del lenguaje durante los mil años que habían transcurrido desde que por segunda ocasión York y su esposa se habían alejado de la Tierra, de todos modos las palabras eran comprensibles. York se inclinó para responderle.

—Soy Anton York —le dijo. Proyectó su pensamiento al mismo tiempo en previsión de que por su modo arcaico de expresarse no fuera a entenderlo aquel hombre.

—¡Anton York!

Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente, como si una sucesión de pensamientos hubiera seguido a aquel hombre.

¡Anton York, el legendario! Había nacido hacía dos mil años, en el siglo XX. Una voz que había alcanzado la plenitud de su vida se había estabilizado allí sin morir, conservado por el elixir de la vida que le aplicó Matthew York, su padre. York había dedicado tres períodos de vida normal para resolver el secreto de la gravitación, pero mientras se dedicaba a sus investigaciones, el elixir creado por su padre había sido robado y York tuvo que luchar para derrotar a cincuenta inmortales que pretendían gobernar la Tierra.

Después de eso, como dioses, él y su esposa se perdieron en el espacio.

Pero regresaron mil años después, en el siglo XXXI, para encontrarse nuevamente con que otro inmortal más había sobrevivido a la venganza de York. Antes de que ese hombre de ciencia perverso recibiera la muerte que merecía, York ejecutó las hazañas más grandes que ningún ser humano había llegado siquiera a soñar en toda su historia.

Desde el siglo XXXI, Venus tuvo su satélite, al igual que Mercurio; a Marte le dio un tercero. York, el que movía mundos, fue quien lo hizo. También le dio anillos a Júpiter, y a Mercurio lo dotó de un período de rotación. Venció el rigor de las inclemencias del tiempo, de la mayoría de los planetas mediante la distribución adecuada del calor y del agua, utilizando para ello las gigantescas fuerzas naturales. Dejó preparado el sistema solar para el dominio de la humanidad.

Se volvió a alejar nuevamente a las profundidades del espacio, y durante otros mil años nadie volvió a oír hablar de él.

Pero allí estaba una vez más, y los ojos del hombre resucitado mostraban una completa incredulidad. Entre los habitantes de la Tierra había muchos que negaban abiertamente el que hubiera existido un hombre como Anton York. Decían que era un personaje mitológico y que sus hazañas eran fábulas que se habían ido acumulando, atribuyéndoselas a él, pero que eran de docenas de científicos cuyos nombres habían pasado al olvido.

York captó por medio del aparato que conservaba en la oreja, todos esos pensamientos que pasaban por la mente del astronauta y esbozó una sonrisa.

—Soy Anton York, y no soy un mito —le dijo para tranquilizarlo—. Lo rescaté a usted de manos de la muerte para averiguar cuál había sido el motivo que los había impulsado para hacer ese viaje absurdo que llevan ustedes a cabo. ¿Por qué se dirigían a Alfa Centauro sin efectuar las preparaciones adecuadas?

En la cara del hombre apareció repentinamente una ola de horror, como si estuviera recordando algo. Luego, con voz seca, exclamó:

—¡La civilización ha sido sentenciada! ¡Habrá un holocausto, una destrucción total! ¡Los Tres Eternos lo han decidido! Lo averiguamos nosotros y tratamos de prevenir a los terrícolas, pero nadie nos creyó, pues no podíamos probarlo. Confiábamos llegar hasta Alfa Centauro o encontrar algún planeta adonde pudiéramos emigrar para salvar la raza humana. Los Tres Eternos, demonios terribles, destruyen la civilización, la tienen sentenciada…

La voz se hizo incoherente de nuevo, como si las noticias nefastas que acababa de dar hubieran ofuscado su mente.

York lo sacudió por el hombro.

—¡Dígame más! —le ordenó—. ¿Quiénes son los Tres Eternos? ¿En dónde están? ¿Qué están haciendo exactamente?

—Los Tres Eternos…, dioses del monte Olimpo… Destruyen toda la humanidad…

Su voz se fue ahogando hasta emitir esos sonidos cortos incomprensibles. Un instante después su vista se le nubló y echó la cabeza hacia atrás, cayendo en una segunda muerte, de la cual ni siquiera podría jamás rescatarlo la super ciencia de York.

Anton York y su esposa se pusieron de pie. Había tristeza en su rostro.

—¡Los dioses del monte Olimpo destruyen la humanidad! —Murmuró Vera—. Debe de haber sido una mera alucinación de su mente trastornada.

York volvió la cara hacia ella.

—¡Quizá no! Tal vez la civilización del planeta Tierra está realmente en grave peligro. Mientras más pronto lleguemos allá para averiguar…

Aunque viajaban a una velocidad diez veces superior a la de la luz, emplearon veinticuatro horas para llegar al sistema solar, y durante todo ese tiempo la pareja inmortal estuvo presa de una inquietante expectación. Temían llegar a la Tierra porque pensaban que el holocausto ya estaba en pleno proceso o que, incluso, ya se hubiera consumado. La nave que encontraron había salido de la Tierra varios meses antes. ¿Qué habría ocurrido durante todo ese tiempo? El Sol, la comparativamente mediocre estrella amarilla que ocupaba un lugar insignificante entre los cuerpos celestes, volvió a hacerse notable para la pareja. Continuaron avanzando a la velocidad inconcebible que llevaban y pasaron a los obscuros planetas que tienen luz propia. Les emocionó ver el espectáculo que presentaban los anillos de Saturno, espectáculo que no tenía paralelo en toda la galaxia. Los anillos de Júpiter, marca grandiosa de la última visita de York, les produjo una emoción todavía mayor. Luego pasaron frente a Marte, de color rojo, y continuaron su curso franco hacia la esfera verde que era la Tierra.

Todo eso era familiar para los dos vagabundos del cosmos, pero difícilmente lo notaban, ya que sus pensamientos estaban ocupados con la Tierra y con la profecía misteriosa que pesaba sobre ese planeta cuando entraron en su atmósfera; parecía que nada anormal o extraño estuviera ocurriendo.

York detuvo su nave a dos kilómetros de altura. Abajo de ellos se extendía la Ciudad Sol, la metrópoli más grande de todos los tiempos, que ya había alcanzado sus cincuenta millones de habitantes y que se había convertido en el nervio central de todo el sistema solar. Todo brillaba con los rayos del sol. Las naves aéreas y espaciales ascendían y descendían incesantemente. El ruido que producían era el símbolo de una civilización próspera e inquieta. ¡Nada anormal ocurría allí! York y Vera se miraron tranquilizándose.

En el recinto sagrado de la Cámara del Concejo Solar del Capitolio de Ciudad Sol hubo una interrupción. Una docena de hombres barbados que formaban el cuerpo de gobernantes ejecutivos del sistema solar miraron con disgusto en torno suyo. ¿Quién había osado interrumpirlos?

Un hombre alto, de porte distinguido, que hizo caso omiso de las protestas de un ujier, cruzó el umbral de la cámara.

—¡No pude detenerlo, señores —manifestó el ujier—, así como tampoco los guardias! ¡Este hombre tiene ciertos poderes extraños!

El intruso avanzó hasta la mesa del concejo.

—Deseaba verlos a ustedes, caballeros —dijo tranquilamente—. Me urgía hacerlo, pero cuando los guardias se opusieron a dejarme pasar, tuve que emplear poderes telepáticos.

—¿Quién es usted? —demandó el presidente del concejo, lanzándole una mirada fulgurante al recién llegado.

—Anton York.

Los concejales sonrieron.

—Es asombroso ver cuántos padres de familia que llevan el apellido York les han puesto a sus hijos el nombre de Anton —comentó el presidente.

—Soy Anton York, el verdadero. Acabo de regresar del espacio hace unas cuantas horas.

Los concejales se le quedaron mirando fijamente, Aquel hombre debía estar loco. Los manicomios estaban llenos de tipos que imaginaban ser el mitológico Anton York, igual que en el siglo XX muchos pretendían ser Napoleón.

—¡Por supuesto! —Dijo el presidente con gentileza, al mismo tiempo que hacía un ademán significativo con un dedo puesto en la sien para beneficio de sus compañeros—. Ahora haga usted el favor de salir.

York no podía reprocharles que no le creyeran, pero cuando todos convergieron hacia él con el propósito de arrojarlo de aquel recinto, les ordenó con voz imperiosa:

—¡Siéntense!

Todos se quedaron inmóviles donde estaban. Nada tangible se les oponía; sin embargo, no podían dar un solo paso adelante. Todos, como si fueran uno solo e impelidos por una fuerza superior a la que no podían oponerse, se volvieron a sus lugares para tomar asiento.

—Mis órdenes telepáticas tienen que ser obedecidas, aunque lamento haber tenido que usarlas con ustedes —dijo York—, van a tener que escucharme aunque no sea de su agrado. Soy el Anton York que tiene dos mil años de vida y que posee la ciencia de las estrellas. Tengo algunas preguntas que hacerles.

Los concejales se quedaron boquiabiertos al darse cuenta de que ese hombre decía la verdad. Las palabras de aquel extraño fueron dichas con un acento arcaico que por sí solo lo ligaba con una edad previa. Era Anton York en persona, que volvía a la Tierra después de un viaje de mil años en el espacio, lugar que virtualmente era su morada. La visita era completamente inesperada. Todos se quedaron mirando, atemorizados, a ese hombre inmortal que tenía a su disposición fuerzas casi sobrenaturales.

—Veo que finalmente están convencidos —continuó York—, ahora, díganme, ¿hay algún peligro que amenace su civilización?

—¿Peligro? —El presidente hizo un ademán negativo con la cabeza—. No sé qué quiere usted decir.

Un poco más tranquilo pero todavía desconcertado, York les hizo un relato breve del episodio del hombre que había resucitado.

—¡De modo que ése fue el final de esos dos! —comentó el presidente del concejo. Luego, volviéndose hacia York, le explicó—: Esos dos astronautas nos contaron una historia increíble. Aseguraron que habían estado en el monte Olimpo y que habían encontrado a los dioses mitológicos de Grecia, o al menos a tres de ellos, llamados los Tres Eternos. Es más, dijeron que los Tres Eternos eran unos seres diabólicos que planeaban destruir la civilización valiéndose de un serio trastorno geológico. Los dos insistieron tanto que nos vimos obligados a enviar algunas naves al monte Olimpo, pero como era de esperarse, no encontramos nada allí. Aseguraban ellos que habían estado en un gran palacio de mármol. Gomo no había la menor duda de que habían perdido el juicio, los enviaron a un asilo para dementes. Escaparon hace tres meses y no volvimos a saber de ellos hasta este momento por boca de usted. Ese vuelo absurdo hacia Alfa Centauro en busca de otros mundos adonde emigrar prueba su locura. En todo momento insistieron ellos que esos dioses malos no descansarían hasta que toda la humanidad fuera aniquilada.