EN EL MONTE OLIMPO, como saben todos aquéllos que han leído la mitología griega, moran los dioses Júpiter, Mercurio, Apolo, Baco, Neptuno; en fin, sus nombres forman legión.
Pero realmente en esa confusión desordenada sólo hay tres dioses inmortales y sabios que con el paso del tiempo, han velado por la Tierra y por sus habitantes; algunas ocasiones divertidos, algunas otras enojados y muy a menudo indiferentes.
Los Tres Eternos observaban el mundo del siglo XLI y nuevamente lo veían con indiferencia, no obstante que sus habitantes, desconocidos para ellos, estaban sentenciados a morir.
—¡Bah! ¡Esos mortales y su civilización absurda! —dijo uno de ellos—. Ya es hora de que los hombres y todo lo que representan se vayan al limbo, enviados por nuestras propias manos.
—Es muy tediosa la espera —dijo el segundo, bostezando—. Deseo, en realidad, que ellos lo supieran y nos desafiaran. Desearía incluso que se presentara Anton York, su defensor y paladín, que ha sido el más grande de todos.
—¡Anton York! —exclamó el tercero, riendo—. Está en este momento en el espacio lejano, pero aunque estuviera aquí, ¿qué podría hacer contra nosotros? ¡Nada!
Los tres rieron muy seguros de su poder, y concentraron su atención en el intrincado juego de ajedrez de cuarta dimensión, inventado para que los ayudara a matar el lento arrastre del tiempo que vivían sus vidas inmortales…
Allá, en las profundidades no reconocidas del espacio interestelar, una pequeña nave avanzaba en dirección a la Tierra con una velocidad superior a la de la luz.
En el interior de esa nave, Anton York y su compañera anhelaban con toda su alma llegar pronto a la Tierra para hacer una visita al mundo donde habían nacido. Habían partido, tiempo atrás, sin rumbo fijo, visitando mundos extraños, conociendo civilizaciones singulares, y disfrutando con un profundo placer la oportunidad que les permitía ser testigos del majestuoso arrastre en la historia cósmica.
La historia de la Tierra se había borrado de su imaginación, opacada por otros acontecimientos invulnerables, pero la nostalgia los invadía nuevamente, pues no obstante que eran semidioses, tenían un sitio al que llamaban «hogar».
—Estoy impaciente porque se llegue la hora de nuestra llegada —dijo Vera con todo el entusiasmo propio de un norteamericano que desea ver la Estatua de la Libertad después de un año de ausencia en Europa—. ¿Por qué nos hemos ausentado durante tanto tiempo, Tony?
—¿Cuánto ha transcurrido? —preguntó York al acaso.
—¡Mil años! —respondió Vera, después de revisar el calendario.
—¿Tanto? —Exclamó York moviendo la cabeza con incredulidad—. El tiempo vuela, como dice el viejo proverbio. Sin embargo, ¿qué significa el tiempo para nosotros? Seguiremos viviendo, Vera, aun cuando el universo haya disipado gran parte de sus rayos cósmicos. ¡Y eso llevará cuando menos, millones de años!
Y ésa era la verdad desnuda. Por su aspecto físico tenían unos treinta y cinco años. Por su torrente sanguíneo circulaba un elixir que renovaba las enzimas que regeneraban constantemente los genes, esas diminutas baterías de la vida de las células. La energía inconmensurable de los rayos cósmicos que estaban esparcidos por todas partes, alimentaban esos genes, abasteciendo así el fuego eterno de la juventud de su cuerpo. Ni las enfermedades ni la ancianidad podrían tocarlos. El dedo de la parca sólo podría señalarlos por medios violentos, si es que así lo quería el destino.
Vera se estremeció ligeramente.
—¡Millones de años!
—Algunas veces no es bueno pensar en ello —sus ojos, que mostraban algo de espanto, brillaron súbitamente—. Lo primero que haré cuando lleguemos a la Tierra, será ir a nadar en un lago de aguas cristalinas y frescas que esté rodeado por los verdes árboles de una montaña. Y habrá allí pajarillos cantores, una brisa suave y acariciante que murmurará entre las hojas, y nubes blancas flotando en las alturas…
Vera hizo una breve pausa y luego agregó:
—¡Oh, Tony! ¡Estoy empezando a darme cuenta de lo mucho que extraño esas cosas tan simples!
York asintió. En todos sus recorridos por la Vía Láctea nunca habían encontrado un mundo semejante al de la Tierra. Ningún sitio en el universo tenía un lugar tan especial en sus recuerdos.
—Sin duda alguna encontraremos una gran civilización en la Tierra —musitó York, cuyo sentido de las cosas era menos romántico y más práctico—. Cuando salimos en el siglo XXXI, la humanidad había empezado a alcanzar su máximo esplendor en aquel imperio formado por nueve mundos. Hallaremos la humanidad en su fase más poderosa y feliz desde que el hombre primitivo encendió por vez primera el fuego y empezó a darse cuenta de que la naturaleza podría ser su aliada. Todo ese progreso también lo merece la humanidad, Vera, por todas las disputas, los malos entendimientos y los crímenes que se han cometido contra ella misma. La civilización tuvo su adolescencia en el siglo XX, cuando nacimos nosotros. Considera que ahora ya debe de estar alcanzando su madurez —sus ojos brillaron mientras continuaba hablando—. Y en plena madurez heredará la humanidad algún día las estrellas, pues está destinada a substituir las gastadas y en decadencia que cayeron sin poder desenvolverse a través del cosmos. Pero eso será hasta que esté el hombre preparado para ello. De la misma manera como hemos hecho nosotros por anticipado, los vehículos de los terrícolas saldrán en busca de mundos lejanos y…
—¡Tony, mira! ¡La pantalla registradora de los bólidos!
Asombrado por la inesperada interrupción de su esposa, York se volvió para mirar.
El aparato que registraba los bólidos tenía una pantalla luminosa cuya superficie gris mostraba todos aquellos cuerpos materiales extraños que estaban a una distancia determinada. Nada que fuera tan pequeño como un grano de arena escapaba de ese aparato ultrasensible que registraba hasta el más pequeño fragmento del éter omnipresente. La pantalla, con su serie de mecanismos, indicaba instantáneamente la distancia, la velocidad, la dirección, el tamaño, la forma, el color y la carga eléctrica de cualquier objeto que cruzara la ruta que llevaba la nave de York, dentro de un radio de varios millones de kilómetros a la redonda.
Aquélla era una de las precauciones que había tomado York para evitar accidentes en el traicionero espacio y salvaguardar así su inmortalidad.
York observó el diminuto punto negro que iba trazando una línea en la pantalla luminosa. Con la tremenda velocidad a que pasaba, el objeto desaparecía en unos cuantos segundos.
—No hay peligro de una colisión en él —dijo York haciendo mentalmente sus cálculos—. Su velocidad, con relación al espacio, es igual a ciento cincuenta mil kilómetros por segundo; sus dimensiones son el doble de nuestra nave; su forma es alargada y perfilínea, de color plateado. Se dirige hacia Alfa Centauro y viene aproximadamente del rumbo donde está el Sol. Su carga eléctrica es de…
El punto salió del borde de la pantalla y quedó fuera del alcance visual.
—Desapareció —dijo Vera—. Es el primer cuerpo material que hemos encontrado en el espacio desde hace varios días. Según la información, ese cuerpo parecía ser una nave espacial, pero claro está que era sólo un meteorito solitario y errante. Quizá el próximo registro que haga la pantalla será el Plutón, ya en el sistema solar. ¡Ya estamos cerca!
York estaba pensativo.
—Sí, estamos cerca, a unos cuantos trillones de kilómetros. Y por consiguiente, podría ser… Vera, ¡creo que fue una nave espacial! Apenas si pude captar su carga eléctrica, pero ésta parecía ser extraordinariamente elevada, como si llevara una planta generadora de un tipo especial; los meteoritos no tienen esas plantas motrices. Si era una nave espacial, ¿significará eso que ya perfeccionaron los terrícolas las máquinas interestelares? ¿Se dirigirá a Alfa Centauro, la estrella más cercana del Sol? ¿Pero para qué?
—Ya lo averiguaremos cuando lleguemos a la Tierra —empezó a decir Vera, pero su esposo la interrumpió.
—¡Lo averiguaremos ahora mismo!
York conectó el radiotransmisor. Un potente generador instalado abajo del piso de la cabina de la nave empezó a ronronear. Una energía eléctrica, de un millón de kilovatios, obtenida de la fuente eterna de los rayos cósmicos, se filtró a través de las válvulas cuyas paredes eran de diamante.
La voz potente que surgía de la antena de la nave era lanzada con la energía suficiente para ser escuchada aun por los radiorreceptores más débiles situados a la distancia de un año luz. Si aquel radiotransmisor funcionara en la Tierra, hubiera elevado la temperatura a más de veinte grados por arriba de lo normal de todos los metales que estuvieran situados en un radio de dos kilómetros.
—Anton York llama a la nave espacial que se dirige a Alfa Centauro.
Después de llamar una y otra vez sin obtener respuesta alguna, York se quedó perplejo y se volvió hacia los controles de su propia nave.
—Tengo que averiguar acerca de esa nave —murmuró—, es de mal agüero el hecho de que no contesten a mi llamada.
York colocó el campo de suspensión de inercia en el punto máximo de potencia, disminuyó la velocidad, equivalente ésta a la de la luz, hasta llegar a cero en unas pocas horas, y dirigió la nave para que siguiera el curso que llevaba aquel vehículo misterioso. Era una verdadera hazaña llegar a encontrar algo en esas profundidades que había entre las estrellas. Pero York lo logró en unas cuantas horas. Él y Vera vieron cómo la silueta de la nave se destacaba contra el fondo tachonado por las estrellas brillantes.
Estaba a obscuras, pero los detectores de York indicaban que su planta motriz funcionaba y que mantenía una aceleración constante. York trató nuevamente de comunicarse por la radio, con el mismo resultado negativo. Lanzó después un cohete de señales por la proa y, al ver que tampoco recibía respuesta a esto, lanzó un gruñido.
—Una de dos —le dijo a Vera—, o sus ocupantes están tramando algo malo, o ésa es una nave abandonada. Pronto lo averiguaremos.
—Cuidado, Tony —lo previno su esposa.
Sin la menor dilación y enfundado en un traje espacial, York se dirigió cautelosamente, impulsado con sus pistolas a reacción, hacia el extraño vehículo. Vera apuntaba con los cañones de la nave para proteger a su esposo en el caso de que lo atacaran, pero no se vio que hubiera en la veloz nave alguna señal de hostilidad, así como tampoco la menor señal de vida.
York encontró una puertecilla, y tirando de la manivela entró en el interior de la nave. Iluminó su avance con una linterna de mano y se dirigió hacia la cabina de mando. Se quedó sorprendido al encontrar a dos hombres que estaban sin sentido y apoyados contra la pared trasera, como si hubieran sido arrojados violentamente contra ella.
¿Estaban sin sentido? A York sólo le bastó observar su inmovilidad para darse cuenta de que estaban muertos.
Media hora más tarde, Vera escuchó la voz de York proveniente de su casco transmisor.
—¡Escucha, Vera! Esto es un misterio completo. Los dos tripulantes están muertos, y creo que su muerte se debió al exceso de aceleración. El aire que llena la cabina es poco denso, demasiado impuro, y cuesta trabajo inhalarlo. Las provisiones alimenticias están llenas de moho y el agua se evaporó. Parece como si hubieran luchado contra algo terriblemente extraño. Calculo que deben de haber partido de la Tierra hace varios meses a una velocidad inferior a la de la luz. Murieron tratando de alcanzar una meta imposible, situada ésta a una distancia de varios años luz. Los muy tontos no tenían la menor oportunidad de triunfo. Sólo una nave equipada con motores que desarrollen la velocidad de la luz podría lograrlo. ¿Qué sería lo que los indujo a ese intento suicida de un viaje interestelar?
El tono de voz de York era mitad de enojo y mitad de pena.
—Siempre ha habido tontos audaces —comentó Vera—. Algunos en la historia de la Tierra lograron alcanzar el triunfo: Colón, el almirante Byrd, Lindbergh…
—¿Tontos audaces? Quizá… —contestó York, cuya voz mostraba preocupación—. Aunque es extraño que esos hombres lo hayan planeado de manera tan pobre.
Y las expresiones desfiguradas de sus caras, rígidas por la muerte, son las de unos hombres que fueron impulsados a actuar como lo hicieron debido a un tremendo fanatismo. ¡Ojalá supiera…!
Vera alcanzó a percibir la respiración profunda de su esposo, como si éste se hubiera agachado. Instantes después lo escuchó decir, ya más animado:
—Vera, ve al laboratorio y prepara unas inyecciones de adrenalina…
York le dio otros nombres de substancias químicas extrañas que llevaban en la nave y le dio los porcentajes de cómo debía combinarlas.
—Voy a regresar a mi nave y llevaré el cuerpo de uno de los tripulantes. ¡Procura tener a la mano un depósito de oxígeno! ¡Apresúrate!
—Tony, ¿quieres decir que…?
—Sí, trataré de revivirlo. Uno de ellos no tiene más de una hora de haber fallecido. Su cuerpo está aún caliente, la rigidez de la muerte no se ha presentado todavía en él, pero tenemos que apresuramos.