MASÓN Chard dejó pasar pacientemente el tiempo. Esperaría un año completo hasta que York estuviera lo más lejos posible dentro del espacio. Tan lejos como para que ningún mensaje pudiera llegarle y evitar así que fuera a regresar. Era esencial que se encontrara ausente de una manera total el único hombre que podía desbaratar sus planes. De modo que Chard esperó aquel año entero, el que le pareció más largo aún que los cien anteriores que había vivido.
Durante ese tiempo, Chard perfeccionó sus planes con gran refinamiento para asegurar el triunfo de manera que sólo pudiera llegar a ser obstruido por una verdadera mala suerte. Chard buscó entre las inmensas riquezas que había acumulado a través de su larga vida, recorrió las lejanas bases espaciales, manteniendo en secreto su identidad y contratando un hombre aquí y otro allá. A cada uno de ellos los seleccionó cuidadosamente; eran almas descontentas, amargadas, cuya carrera no había sido estimada, pero que, sin embargo, su habilidad como astronautas había sido, o era todavía, respetada por todos. Después de mil años de observación, conocía a fondo la naturaleza humana y podía seleccionar rápidamente a aquellos hombres cuya avaricia era grande y su conciencia pequeña. Una vez que les hizo jurar que guardarían el secreto, los congregó de manera tranquila, conforme los iba conociendo, en su escondite lunar.
En distintas épocas de su vida, Chard había reunido grupos similares en otros escondites del sistema solar; sin embargo, nunca los había seleccionado tan cuidadosamente, ni en número tan grande, ni para un fin tan importante.
Finalmente, una vez que tuvo bajo su mando un poco más de dos mil hombres, se presentó ante ellos, y les reveló su identidad. A aquellos tipos aventureros, insensibles y lacónicos, no les causó gran sorpresa.
Pero cuando Chard les expuso al desnudo la razón por la que los había reunido, se quedaron completamente asombrados. Les habló durante un largo rato y todos escuchaban boquiabiertos. Cuando empezó a enumerarles las recompensas que les otorgaría, la sorpresa cedió el lugar al interés y éste a la avaricia. Una vez que Masón vio que había ganado la mayoría, les pidió a aquéllos que no estaban de acuerdo con su plan, que dieran un paso al frente.
Serían unos veinte inconformes los que estaban en aquel amplio salón subterráneo, aguardando a que los llevaran de regreso a sus lugares de origen, una vez que juraron guardar absoluto secreto. Chard desenfundó con toda calma el arma que llevaba en el cinturón. Una descarga de neutrones, de color encarnado, cayó sobre aquellos desafortunados hombres. En menos de un minuto, una veintena de cuerpos con aspecto grotesco y ennegrecidos yacían en el suelo. En cuanto cesaron los últimos gritos de agonía, enfundó Chard su arma y se volvió hacia el grupo silencioso que había contemplado inmóvil aquella matanza.
—Eso —les dijo— es para demostrarles que estoy resuelto a todo.
LOS HOMBRES que formaban el destacamento armado que custodiaba el aeródromo que habían construido alrededor del Cometoide, no estaban preparados para repeler el asalto repentino que cayó sobre ellos desde el aire esa noche. Medio ciento de naves silenciosas descendieron sobre los guardianes y esparcieron la muerte. Mientras eso ocurría, la mitad de los vehículos aterrizaban en el aeródromo, y de ellos bajaban figuras diminutas que se escurrían hacia el interior del enorme hangar, abriéndose paso con descargas potentes de rayos nucleares a través de las paredes metálicas del edificio.
El propio Masón Chard dirigía el ataque, seguido muy de cerca por una docena de hombres que habían formado parte de la tripulación del Cometoide unos años antes. Gracias al conocimiento que tenían de la nave, enseñaron al resto de los hombres cómo entrar en ella, y en unos instantes recorrían en vehículos motorizados los inmensos corredores. Cada uno de la docena de hombres que conocían la nave a la perfección se puso al frente de un grupo de asaltantes, y tomaron distintas direcciones.
Chard y uno de sus lugartenientes se trasladaron a la cabina de los controles, en donde este último instruyó a Chard acerca de los distintos aparatos, y el veterano del viaje espacial durante mil años no necesitó mucho para comprender el sistema de operación de todos los asombrosos controles de la nave. El gran ingenio de York los había reducido en número a unos cuantos. Después, Chard conectó el sistema de intercomunicación del vehículo, y en un breve lapso, los encargados de las distintas secciones empezaron a dar parte que todos los hombres bajo sus órdenes estaban ya al tanto de sus obligaciones, y que estaban dispuestos para cumplir con las órdenes.
Chard encendió la pantalla televisora del exterior, así como el ojo eléctrico que transmitía las imágenes de más allá del aeródromo. Los guardias habían sido aniquilados totalmente, pero la alarma se había dado, y en respuesta a ella, acudieron varias unidades de la policía aérea terrícola. Chard las vio descender y observó cómo el medio ciento de sus naves que contaban con magníficas armas daban cuenta de los numerosos atacantes. La batalla se prolongó durante varios minutos. Cuando llegaron los refuerzos de la policía, el fin era inevitable. Pero así lo había previsto Chard, pues había tomado en cuenta hasta el último minuto.
Sus naves habían sido diezmadas casi a la mitad por las fuerzas policiacas y Chard recibió el último informe desde el rincón más apartado de la enorme nave. Dio unas órdenes en voz alta, y un zumbido bajo empezó a brotar de las entrañas del gigantesco Cometoide, haciendo vibrar sus paredes con gran fuerza.
Al ver que las últimas diez naves de su flota eran despedazadas por las fuerzas policiacas, Chard sujetó una palanca con la mano sudorosa pero firme, y tiró de ella. La potente nave se elevó del suelo, haciendo añicos el aeródromo. Con aquella maniobra, Chard dejó el resto de su flotilla a merced de las fuerzas de la policía aérea. Soltó una carcajada sardónica al pensar que ellos habrían creído que él se preocuparía por ayudar a los sobrevivientes de la batalla con la policía.
El Cometoide, gran coloso del espacio, se elevó de la Tierra con un millar de truhanes sin conciencia, capitaneados por un despiadado demonio inmortal.
Chard bien pudo haber sido un demonio por la manera como fulguraron sus ojos al pensar en el triunfo que había logrado mientras conducía la nave capturada hacia las desiertas extensiones situadas más allá de Júpiter. Allí, donde rara vez pasaba un vehículo espacial, quedó estacionado el Cometoide durante un mes, dando tiempo así a que sus nuevos tripulantes se familiarizaran con él.
No había detalle que Chard hubiera pasado por alto. Por medio de espías había averiguado que la nave estaba bien provista de combustible y de todo lo necesario para efectuar un vuelo de larga duración. Asimismo, le informaron que en la cabina de mando de la nave encontraría las instrucciones completas del constructor del Cometoide.
Chard se quedó asombrado al ver la diversidad de fuerzas enormes que tenía a su disposición. Había unos rayos atómicos devastadores que podían perforar la superficie de cualquier planeta hasta llegar a su núcleo; estaciones generadoras gigantescas que podían producir millones de metros cúbicos de gases terribles, proporcionándoles la materia prima adecuada; rayos potentes de energía que podrían sujetar a Júpiter y sacarlo de su órbita; aparatos convertidores de energía que podían almacenar la radiación cósmica y la lenta pero infinita fuerza de gravitación.
Chard se dio cuenta de que tenía en sus manos un verdadero instrumento con el que podía convertirse en regidor de diez universos si así le venía en gana.
La voz estentórea del radiotransmisor de toda onda de Chard se dejó oír en todas las estaciones y aparatos receptores del sistema solar, para llevarles el mensaje más asombroso de toda la historia:
—Les habla Masón Chard, el inmortal, y me dirijo a todo el sistema solar y a todos los que se llaman sus gobernantes. Mi nave, La Invencible, conocida antiguamente como el Cometoide, navega en el espacio por encima del satélite terrestre. Todos ustedes conocen el poder ilimitado de esta nave, pero invito a todos los terrícolas a que dirijan la vista al centro de la Luna, en la cadena de montañas a la que los astrónomos llaman los Apeninos. ¡Observen bien lo que ocurrirá durante los sesenta minutos siguientes!
Millones de ojos que observaban desde la parte en donde en aquel momento era de noche en la tierra, vieron saltar una pequeña chispa en el centro del disco lunar. La chispa aumentó de tamaño hasta convertirse en una especie de diamante incandescente, que arrojaba una cascada de chispas, la que se esparcía sobre la cara completa de la Luna. Algún terrible holocausto de fuego infernal, comparable con el homo permanente del Sol, estaba fundiendo el núcleo de la Luna.
De pronto cesaron las chispas, y la voz de Chard se volvió a escuchar:
—Ese rayo de energía nuclear se puede aplicar igualmente contra cualquier ciudad o lugar de la Tierra, para convertirlo en materia fundida, la que no se enfriará durante una semana. ¡Y es aplicable a cualquier planeta del sistema solar! La Invencible ha dejado atrás la Luna, fue a la Tierra y se encuentra volando en este momento por encima de Ciudad Sol. Si decido destruir esa ciudadela donde radica la fuerza gobernante, nada ni nadie la podrá salvar.
Chard añadió para sus adentros:
«Ni siquiera el inmortal York, el que ahora está a miles de millones de kilómetros, más allá de todo alcance.».
Después de una breve pausa para permitir que el veneno del miedo invadiera la mente de los terrícolas, Chard continuó hablando:
—¿Tiene el Consejo Supremo Terrícola alguna objeción que hacer si me place ordenarles lo que me venga en gana?
Chard ahogó su risa. ¿Acaso lo había engañado el oído? Con toda seguridad que aquella voz no podía ser la de…
—Habla Anton York —continuó diciendo aquella voz tranquila e inexorable como las estrellas—. Acaba usted de firmar su sentencia de muerte, Chard. Estaba yo enterado de que usted trataría nuevamente de hacer alguna fechoría, y antes de que abandonara yo el planeta Tierra, acordé con los miembros del consejo que dejaría el Cometoide al cuidado de una escolta reducida para facilitarle la tarea de apoderarse de él, y cayó usted en la trampa como acude una abeja a su colmena. Esto era necesario, puesto que sabía yo que estaba usted libre y haciendo planes para cometer fechorías. No me alejé del sistema solar, y durante todo el año pasado me limité a volar en las cercanías de Plutón, en espera de capturarlo a usted. Sería mejor que de una manera pacífica aterrizara con el Cometoide y se rindiera.
La emoción que sintió Chard en ese momento le causó un estremecimiento en todo el cuerpo. Aterrorizado hasta las más profundas raíces de su ser, su mente vaciló hasta llegar al umbral de la locura. Parecía que un ácido se abría pasado hasta su cerebro, corroyéndolo. Su enorme ego se marchitaba como muere la mala hierba bajo el sol ardiente.
Su mano tocó algo metálico y frío. Era una palanca, por medio de la cual se podía desencadenar con sólo moverla, la horrible energía potencial de toneladas de materia. ¿Podría resistir el impacto el pequeño vehículo de York?
Chard llevó su otra mano hacia la pantalla de televisión, y encendió ésta rápidamente. Mientras todos los pobladores del sistema solar contenían el aliento para presenciar la batalla que no tardaría mucho tiempo en llevarse a cabo, Chard buscaba la nave de York.
Y la encontró. Era un ridículo guijarro comparado con el Cometoide. Una vez que Chard se cercioró de que su aparato radiotransmisor estaba desconectado, dictó varias órdenes por el sistema de intercomunicación de su nave. Abajo, en la sección del cuarto de máquinas, los hombres alimentaban los enormes motores para que rindieran hasta el máximo; y arriba, en la cabina de mando, un hombre, con mirada fulgurante, esperaba el momento final. Cuando éste por fin se presentó, Chard bajó las palancas con una determinación desesperada.
La descarga pavorosa de energía que salió por un tubo largo de escape lateral del Cometoide envolvió la nave de York y la lanzó a más de un kilómetro de distancia. Aquella descarga, teóricamente, tenía que haberla desintegrado. Pero al ver que la diminuta nave se detenía sin haber sufrido el menor daño, Chard se puso lívido. Con la misma rapidez con la que la nave había sido lanzada hacia atrás, York avanzó en dirección del Cometoide.
—Naturalmente, estaba yo preparado para eso, Chard —dijo York con voz clara—. En mis correrías a través del espacio interestelar, mis pantallas protectoras han hecho frente de manera airosa a fuerzas mucho mayores que la que acaba de desatar usted. ¿Quiere tratar de nuevo? Pero le advierto que si lo hace, morirá dentro de muy poco tiempo.
Chard dictó una serie de órdenes a los hombres de su tripulación. Como ellos ignoraban lo que ocurría en el exterior, obedecieron desde sus respectivos puestos, pensando, si es que eran capaces de ello, que quizá la patrulla del espacio los había atacado y que merecía que le dieran una lección a los agentes policiacos.
El gigantesco vehículo que volaba alrededor de la Tierra, desató un verdadero infierno al lanzar sus tremendos rayos destructivos, los que se estrellaron sobre la superficie terrestre dejando cuencas profundas y matando a un gran número de terrícolas. Pero la pequeña nave esférica sobre la cual habían lanzado todas aquellas descargas, continuaba brillando con la luz de las estrellas. Había permanecido sin moverse después de que las descargas flamígeras se habían estrellado contra su pantalla protectora. York lanzó entonces un rayo de energía dirigido hacia el centro del Cometoide. El rayo empezó a describir una curva cada vez más cerrada, hasta que giró vertiginosamente alrededor de la nave, sujetándola de manera tal que le impidió todo movimiento propio.
York conocía el Cometoide y sabía perfectamente que el punto vulnerable era el lugar preciso hacia donde había él dirigido todos los rayos, los que al tocarlo, neutralizaron su energía, a fin de que ninguna energía de las demás armas que llevaba a bordo fuera capaz de causar más daño. A poco rato pudo abrir la pantalla defensiva, misma que le impedía utilizar los rayos defensivos para tomar venganza.
York remolcó su enorme presa hasta llevarla lo más lejos posible de la Ciudad Sol. Entonces el débil resplandor de unos rayos violáceos que representaban la acumulación de una enorme cantidad de energía especial, envolvió al Cometoide. York empezó a volar a su alrededor y lo partió limpiamente en dos como si su nave fuera un afilado cuchillo que dividía una blanda salchicha.
Cuando Masón Chard se dio cuenta de lo que había ocurrido, enloqueció, pero la repentina sensación que sufrió al precipitarse por el vacío, lo hizo reaccionar igual que ocurre al apoderarse de alguien un miedo atroz. Chard murió en aquel instante las mil muertes de las que había escapado en la larga vida que había vivido, y comprendió que su inmortalidad había terminado.
Las dos mitades del Cometoide se precipitaron a tierra haciéndose pedazos, y el estrépito que produjo el choque se alcanzó a oír a muchos kilómetros de distancia de la Ciudad Sol. Ésa fue una señal de regocijo para todos.
MIENTRAS su diminuta nave, abastecida de manera abundante, se alejaba del sistema solar en dirección del espacio infinito, Vera lanzaba un suspiro.
—¡Qué divertido e interesante ha sido todo, Tony! Lamento que nos alejemos. Fue una sección cruzada del gran drama de la inteligencia que se rebelaba contra las fuerzas ciegas e inmutables del universo, para tratar de obtener el dominio de un mundo perecedero. Fue la aventura del tímido hombre mono, que atravesó las amenazadoras selvas donde nació para convertirse en el hombre audaz que puso pie en el más remoto de los mundos diseminados en el espacio.
York hizo un ademán afirmativo con la cabeza. Escudriñaba el espacio infinito que tenía por delante, pero sus ojos estaban empañados por las lágrimas.
—Sin embargo, todo es tan pequeño y tan frágil. Hay un drama muy superior en el más allá que es difícil que lleguemos a presenciar nosotros.
¡El enigma de la eternidad y del infinito!
Su imaginación había comenzado a trabajar para incluir la grandeza que tenía por delante. La Tierra y el sistema solar enteros eran sólo una pequeña mota subatómica dentro de aquella vastedad inimaginable del vacío. Un dios y su compañera eran tragados en aquellas profundidades infinitas.