YORK consultó sus instrumentos. Las señales indicaban que el mensaje del inmortal había venido en dirección del Sol. Tomó el telescopio y escudriñó la región en que se encontraba. Estaba a cincuenta millones de kilómetros de Júpiter, en la misma dirección del Sol. Descubrió la mitad de un pequeño disco. Entre el sin número de estrellas, en el cinturón de Orión, cerca de Betalgense, el gigante azul.
¡Era la luna perdida!
York se sentó frente a los controles de la nave y movió varias palancas que guiaban las fuerzas de la gravitación al potente motor. Siguiendo un curso que ya había previsto en sus cálculos, hizo un viraje y dirigió lentamente la nave hacia la diminuta luna perdida. Después, como un proyectil lanzado desde algún cañón cósmico, la nave tomó rumbo hacia el Sol.
En el interior no se sentía la tremenda velocidad que York había aplicado al acelerar a la nave. Hacía mucho tiempo que él había descubierto y utilizado el secreto de la inercia-suspensión. Podían avanzar a una marcha lenta y en un segundo ganar velocidad hasta adquirir la de la luz, sin sentir la más ligera incomodidad.
Una hora más tarde, la meta final que se había propuesto se veía más cerca desde la ventanilla delantera. York había cambiado de posición, y ahora se dirigía hacia Júpiter. El inmortal había iniciado furioso el temible lanzamiento, dirigiéndolo como una bomba gigantesca en dirección de Ganímedes. Lo hacía aplicando un rayo de fuerza, un rayo concentrado de fuerza artificial al que se le podía dar mayor rigidez y resistencia que a una barra de hierro.
En algunas ocasiones, cuando York visitaba otros mundos y no encontraba accesible la superficie para el descenso, había utilizado estos mismos rayos de energía para suspender su nave a unos cuantos metros del suelo.
Pero los rayos que empleaba el inmortal, tenían una fuerza suficiente para mover un mundo, y sólo una fuerza era capaz de hacerlo: el campo de gravedad de otro mundo semejante. Podía atraerlo, o tirando de él, o empujándolo valiéndose de algún vasto campo de gravedad. Si tiraba de él, podría utilizar la gravitación de Júpiter; y si lo empujaba, no había duda de que aprovecharía la fuerza distante del campo solar. Haciendo cálculos rápidos, York dedujo que el inmortal probablemente estaba haciendo lo primero, ya que Júpiter se encontraba a menor distancia, y que sería más eficaz usar su radiación.
York disminuyó la vertiginosa velocidad de su nave y se colocó en órbita alrededor de una cara de Júpiter. Si el inmortal estaba allí, lo más probable es que se encontraría en la bisección de una línea imaginaria, trazada desde el centro del satélite hacia la posición que ocuparía la órbita de Júpiter doce horas después y donde estaría Ganímedes una hora más tarde.
La distancia a la que estaba su presa, medida desde la superficie del satélite, era algo que York no podía calcular. Dependía únicamente del diseño del proyector de rayos de fuerza que usara. Por lo tanto, aunque York había acortado la distancia geográficamente, tenía que realizar su cacería a ciegas, en la tercera dimensión hacia el espacio y en dirección de la superficie del satélite secuestrado.
York utilizó cuatro horas para tratar de localizar el tractor especial, invisible y silencioso, que el inmortal había utilizado como catapulta para lanzar el satélite contra el planeta. York empleó sólo una hora en el lado que iluminaba el Sol, ya que la luz hubiera revelado rápidamente cualquier nave que estuviera allí oculta. Mientras tanto, la velocidad del satélite secuestrado aumentaba, había recorrido la mitad de la distancia hacia Júpiter. En cinco horas más…
—La proverbial aguja perdida en el pajar —dijo York a su esposa. Su cara mostraba una gran preocupación. Repentinamente, hizo tronar sus dedos tomando una súbita decisión—. Tenemos que correr el riesgo.
El riesgo de ser aplastados por la terrible fuerza de los rayos que habían sido diseñados para impulsar millones de toneladas de materia como si fueran juguetes. El único camino que le quedaba a York para localizarlos, era recorrer de un lado a otro la superficie total de la luna secuestrada sobre la cual tenía que estar anclada esa fuerza. Deslizó su nave en un tramo de unos quince kilómetros por encima de la superficie, para tener un punto de partida. Su nave iba de un lado a otro como lanzadera de telar. Tenía que toparse eventualmente con el espacio ocupado por aquellos rayos de energía generada.
Finalmente así fue. Una furiosa sacudida hizo crujir y estremecer la nave. Giró vertiginosamente y fue lanzada con la velocidad de un relámpago hacia la base en donde estaban anclados los rayos impulsados. Vera y York iban sujetos fuertemente a sus asientos. Sintieron como si fueran a saltar en pedazos. La suspensión mediante la inercia de la nave no estaba acondicionada para neutralizar el movimiento de rotación. Vera se desmayó, y York, haciendo un supremo esfuerzo, se aferró a los controles y detuvo la vertiginosa caída a sólo unos cien metros de la rocosa superficie del satélite proyectil.
Casi inmediatamente, Vera volvió en sí.
—Lo hemos localizado —exclamó York con alegría.
Tomó un curso perpendicular al sitio en donde iban a estrellarse, y elevándose hacia la cúpula estrellada.
A una altura de unos cuarenta kilómetros, la nave del inmortal apareció entre las estrellas. Era un objeto gigantesco con dos tubos largos en la parte trasera. Los rayos de energía eran lanzados por uno de los tubos para regresarlos por el otro después de pasarlos por el centro del planeta que se encontraba abajo, sujetando firmemente a este último.
Ese sistema de movimiento de la luna hacia la nave y viceversa, se lograba creando una tensión descompensada de su campo de gravitación en relación con la de Júpiter. Era tan simple como una gran banda de hule que, al estirarla, tiende a volver a su estado normal; y de esa misma manera las fuerzas distendidas del campo trataban de cerrar la abertura que se había formado entre ellas.
York apagó las luces de su cabina y se situó cerca del vehículo interplanetario de color negro del inmortal. Cambió la pantalla detectora de meteoritos por otra super sensible a las ondas electromagnéticas de alta potencia, la cual permitía la transmisión de las ondas de radio de baja potencia, pero que al mismo tiempo neutralizaba la radiación de gran potencia formando alrededor de la nave una mampara impenetrable. Esa pantalla protectora había salvado en muchas ocasiones a York de ser abatido por las razas hostiles de otros planetas.
Al pasar cerca de la enorme nave remolcadora, York empezó a transmitir:
—Anton York llamando al inmortal. Estoy a unos treinta metros de sus ventanillas. ¡Reduzca su velocidad e invierta la energía de sus rayos!
Evidentemente el inmortal tenía su radio conectado y escuchó, ya que inmediatamente el receptor de York captó su risa.
—La patrulla del espacio, ¿no? —contestó con voz silbante—. Recoja su…
Se oyó un súbito «clic» dentro de la cabina de York y la comunicación se cortó bruscamente.
El inmortal lanzó unos rayos letales cargados con neutrones explosivos, que al chocar contra la pantalla protectora formó una lluvia de chispas cegadoras. Aquel fenómeno se repitió instantes después entre las dos naves. Una cara asombrada apareció en una de las ventanillas del vehículo mayor. Por tercera vez los rayos de alto poder fueron inutilizados por la impenetrable pantalla de la magnífica nave de York.
York abrió por un instante la enorme pantalla y utilizó su emisora para hablar en la otra nave.
—Usted no puede destruirme. Mi poderosa pantalla es a prueba de rayos. ¡Pero yo sí puedo aniquilarlo, inmortal!
Se dejó oír un sonido por el radio.
—¿Cómo dijo usted que se llamaba? —preguntó el inmortal, como si repentinamente se diera cuenta de que ese nombre extraño ya lo había oído antes.
—Anton York.
—¡Anton York! No será el que…
—Sí, el mismo Anton York que abandonó el sistema solar hace mil años. El York que aniquiló la flotilla de inmortales de la que usted parece ser sobreviviente. ¿Recuerda el arma que tuve, la que convirtió en polvo negro aquellas naves? ¡Todavía la tengo!
—¿Y qué…, qué es lo que usted quiere? —dijo la amedrentada voz del inmortal.
—Ya le dije antes. Suprima la energía de sus rayos y disminuya la velocidad al satélite que está usted arrastrando. Después, tome el curso que le señalaré para dejar a esa luna en su órbita anterior como sexto satélite de Júpiter. La más ligera desobediencia a mis órdenes y convertiré en polvo negro a usted y su nave.
DIEZ horas más tarde, la luna perdida de Júpiter fue restituida a su antigua órbita dentro del sistema joviano, sin haber sufrido la más leve alteración por su extraño viaje. No estaba habitada, ni siquiera habían sido explotados sus minerales.
Cuando York comprobó satisfecho que la luna volvía a recobrar la velocidad precisa y recorría su órbita normalmente, ordenó al inmortal que neutralizara la energía de sus rayos.
—Ahora vendrá conmigo —ordenó York—. Usted ha sido declarado traidor y tendrá que ser juzgado por las cortes del sistema solar para que lo enjuicien. Agradezca que su fechoría no ocasionó la destrucción de Ganímedes como lo había planeado usted originalmente.
Pero una vez que Masón Chard se recuperó de sus primeros temores y del miedo que le produjo la aparición del legendario York, comenzó a formular abominables planes. Cuando retiró la energía del planetoide, acortó casualmente la distancia que lo separaba de York. Entonces le imprimió un movimiento de vaivén a su nave, como si hubiera perdido el control de la misma. Y en el momento esperado, cuando tenía la nave de York a su popa, oprimió los gatillos del arma aplicando la energía a su máximo. Con un grito de triunfo, Masón Chard maniobró su nave en pequeños círculos haciendo girar vertiginosamente la nave de York como una piedra atada a un cordel. Repentinamente, la soltó.
La envió hacia la bóveda celeste, proyectándola hacia el vacío. Chard, sin el menor titubeo, imprimió la máxima fuerza a los motores de la nave para completar su escapatoria, y tomó un curso completamente opuesto al de la nave de York, ansioso de poder estar a la mayor distancia posible. Pronto se dio cuenta de que con ello había cometido un grave error.
Cuando York pudo por fin detener el avance de su nave y regresar al punto en donde se encontraba su prisionero, éste ya había desaparecido de su vista. Le causó gran enojo el haberse dejado engañar tan fácilmente. Consideró psicológicamente que Chard había emprendido la huida en dirección opuesta a la que había proyectado, e inmediatamente se lanzó York en su persecución, siguiendo la misma ruta y acelerando su nave hasta el máximo. Puso a funcionar la pantalla protectora de meteoritos a radiaciones, y escudriñó las obscuras regiones que tenía delante. Una velocidad creciente que jamás había sido igualada en todo el sistema solar, fue desarrollada por la nave de York en unos pocos minutos. Sonrió irónicamente cuando percibió la negra figura que delante de él trataba de ganar terreno.
Al darse cuenta de su torpeza hasta el último momento, Chard trató de describir una parábola virando su majestuosa nave. Pero el velocísimo vehículo de York se colocó junto a él como si estuviera atado con alguna cadena invisible. Cuando Chard, en medio de su desesperación, trató de enfocar nuevamente sus poderosos rayos destructores contra su perseguidor, un nebuloso rayo violáceo fue lanzado por la nave de York cortando la fuerza del proyector de Masón. Los rayos ultrasónicos fusionados con los rayos gamma convirtieron en polvo negro el metal que tocaron, tal como lo había hecho con las cincuenta naves de los inmortales mil años atrás.
Chard se quedó boquiabierto mirando los instrumentos que anunciaban la destrucción de que había sido objeto la popa de su nave. Estaba lívido. Conectó apresuradamente su transmisor.
—¡No me destruya! —suplicó—. ¡Me rindo, York!
—Muy bien —asintió York—, lo entregaré al consejo joviano. Ponga proa hacia Ganímedes; yo lo seguiré.
Chard no tenía otra alternativa. Sentía una gran amargura mientras giraba en dirección a Júpiter, completamente sometido. El golpe que había sufrido su ego, hacía que las lágrimas de ira incontenible le rasaran los ojos.
Si los concejales jovianos habían quedado asombrados por la desaparición de una de sus lunas, quedaron aún más sorprendidos por su reaparición. Los temores de los aterrorizados habitantes se desvanecieron. ¿Había sido todo una broma de aquel singular personaje, o un mito, que lo mencionaba la historia como autor de hechos asombrosos mil años atrás? ¿O tenía alguna significación más profunda? Había muchos que no creían en la existencia de Masón Chard, explicándolo como una simple fábula relacionada con el tiempo en que se desarrollaron los acontecimientos de los inmortales, diez siglos antes.
Un empleado se acercó al concejal en jefe y le susurró unas palabras al oído. El personaje miró al empleado como si estuviera loco, pero ante la mirada insistente que le dirigía, asintió y le ordenó retirarse. El concejal en jefe se volvió hacia sus colegas y levantó una mano. Su cara reflejaba gran desconcierto.
—Caballeros —dijo con voz aguda—, ¡vamos a ser honrados con la presencia del inmortal! ¡El hombre que recientemente amenazó con destruir nuestro mundo! Lo acompaña su captor: ¡Anton York!
Un silencio de muerte se hizo en el salón. Todas las caras reflejaban incredulidad. Anton York, la figura más grande de la historia; el inmortal que le había dado a la humanidad el secreto del control de la gravedad.
Y que después, considerándose más dios que hombre, se había hundido en el espacio infinito, sin preocuparse de los pequeños asuntos de los hombres. ¿Estaba él allí?
York entró con paso firme en la gran sala, seguido por su prisionero; el silencio pareció volverse más impresionante aún. York permaneció de pie frente a ellos, un hombre de treinta y cinco años de edad, alto, fuerte, viril. Físicamente, no se diferenciaba de ningún otro que se encontrara en la plenitud de la vida, y su influencia psíquica debido a su gran super inteligencia era perceptible casi de inmediato. Los consejeros se sobrecogieron.
—¿Es usted Anton York? —tartamudeó el concejal en jefe, tratando de ser oficioso—. ¿Qué identificación tiene usted… Diga…?
El concejal cesó de hablar al ver la mirada expresiva de York, y agregó:
—¡Usted es Anton York!
El concejal estaba completamente convencido de que no podía existir otro hombre con aquella mirada.
York narró su historia empleando un español arcaico, el que ya casi había sido olvidado por todos los habitantes del sistema solar. Al terminar, señaló hacia Chard, y dijo:
—Es su prisionero. La sentencia que le impongan queda en sus manos.
Masón Chard no dijo nada. Tenía el aspecto de un hombre derrotado; sólo sus ojos lanzaban miradas llenas de odio hacia York. Aquel hombre del pasado, que como un fantasma había regresado para frustrar sus planes. York lo miró con indiferencia. Así permanecieron frente a frente durante un largo minuto. Dos inmortales de una época remota, viviendo en un futuro lejano, se encontraban con fines opuestos. Todas las cosas de su tiempo habían muerto olvidadas, excepto la historia; pero allí estaban, de pie, un milenio más tarde, enemigos irreconciliables.
El concejal en jefe trató de mirar severamente al inmortal, pero se sintió amedrentado ante él. Aquel hombre había eludido las fuerzas de las leyes y el orden naturales en el sistema solar durante mil años.
Finalmente, fueron llamados los guardias para que lo condujeran a la prisión y pudiera ser juzgado más tarde.
—Ahora, señor —dijo el concejal en jefe, volviéndose hacia York—, en nombre del Consejo Supremo Terrestre, el aquí presente Consejo de Júpiter, y los pueblos unidos del imperio solar, me permito hacerle patente nuestra más profunda gratitud por…
York esperó pacientemente mientras el concejal en jefe, aprovechando la ocasión, continuó hablando en ese tono durante varios minutos. Cuando hizo una pausa para tomar aliento, York agradeció sus frases con unas cuantas palabras de cortesía, y le preguntó:
—¿Ha sido descubierto el secreto de la inmortalidad?
—No —replicó el concejal—. Masón Chard es el único inmortal que vive por ahora, y perteneció al grupo original del siglo veinte.
York suspiró con alivio. Su padre había sido muy afortunado al tropezar con uno de los más grandes secretos del universo: el secreto de la inmortalidad. Tal vez, de acuerdo con las leyes de las probabilidades, había sido únicamente una suerte ciega. Y quizá sería mejor que el secreto no volviera jamás a ser descubierto. Después de todo, había causado suficientes problemas y todo indicaba que tenía más daños que beneficios, como ocurrió con el doctor Vinson hacía mil años, y ahora con la carrera subversiva de Masón Chard.
Por ser York huésped de honor del consejo joviano, pudo hacerles muchas preguntas más. Escuchó la historia y las proezas de los pueblos que habitaban el espacio interestelar, y se quedó asombrado ante la epopeya que durante los mil años de su ausencia en el sistema solar había vivido la humanidad.
Para ver la gloria y dominio del hombre en el imperio de los nueve mundos, York y Vera decidieron hacer un gran viaje por los planetas del sistema solar. Pero no salieron de Júpiter hasta que fueron testigos del juicio de Masón Chard.
Parecía que el criminal había sufrido un cambio después de su encuentro con York. Prometió que, a cambio de su vida, aceptaría trabajar como científico para el mejoramiento de la humanidad. Después de la votación, por un margen escaso de diferencia fue aceptada su proposición.
Se hicieron planes para la construcción de un laboratorio que sería instalado en el sexto satélite de Júpiter, el mismo que Chard había tratado de destruir. En él tendría que trabajar sometido a una vigilancia constante.
—Deben establecer esa guardia verdaderamente fuerte —fue el comentario que hizo York a su esposa cuando subía a su nave—. Masón Chard no es digno de confianza. Los recuerdos de mil años de absoluta libertad van a influenciarlo conforme vayan pasando los días en la prisión. Pero éste es problema de ellos. Tú y yo, Vera, haremos una gran gira por el sistema solar; veremos lo que se ha hecho en la posteridad de nuestro tiempo. Será como observar los trabajos originales de nuestros niños.
Su nave esférica fue vista en cada uno de los mundos. Los dos inmortales miraban asombrados hacia todos lados, contemplando maravillados las actividades cada vez mayores del hombre. Los terrícolas se encontraban en todas partes, desde las numerosas comunidades alojadas en grandes ciudades, hasta las pequeñas bases aisladas, que habían establecido a millones de kilómetros de distancia. No existía dentro del sistema solar alguna atmósfera que no hubiera investigado. Ningún peligro era demasiado grande. Ningún problema era imposible de solucionarse. Ninguna raza era considerada igual o superior.
Con la única ayuda de sus nervios, el hombre se había enfrentado a una variedad de mundos inadecuados, dando principio a una empresa colosal: la unión completa de todo el sistema solar.
En el remoto y congelado Plutón, York encontró a unos científicos que inspeccionaban el planeta para su posible colonización.
Cuando regresaban de Plutón a la Tierra, York meditaba. De pronto se volvió hacia su esposa.
—Vera —le dijo—, ¿crees que a los colonizadores de Venus les gustaría tener una luna en sus cielos?
—¡Qué pregunta tan local! —dijo Vera riéndose—. ¿Lo dices en serio?
—Nunca hablé más en serio en mi vida —comentó York, y empezó a reflexionar en voz alta—: Masón Chard no realizó su fechoría; en cambio, me dio una gran idea. Él movió una luna, un mundo. El hombre en su progreso tiene que adaptarse al medio ambiente o cambiarlo del modo que convenga a sus necesidades. ¡Vera! ¡Vera! —Exclamó—, ¿no te das cuenta? ¿Por qué no reconstruir el sistema solar para adaptarlo a las necesidades humanas?
—Pero ¿cómo podrán hacerlo ellos? —preguntó Vera sin haber comprendido el significado de las palabras de York.
—¿Ellos? —exclamó él—. ¡No, Vera! Nosotros podemos hacerlo.
SEIS meses más tarde, York había terminado sus planos; increíbles planos que presentó al Consejo Supremo de la Tierra en forma simplificada.
—Todo lo que necesitaré —les dijo—, es una nave que se construirá bajo mis instrucciones, una cooperación absoluta en ciertos asuntos de Estado que se presentarán más tarde.
El Consejo Supremo y los gobernantes de todo el imperio estaban asombrados por la magnitud del plan. Deliberaron durante dos meses. Miles de expertos y de técnicos fueron llamados para que dieran sus opiniones, y se le hicieron a York un millón de preguntas. Él los atendía y contestaba pacientemente, hasta que le preguntaron si la realización de sus planes envolvía algún peligro.
—¿Peligro? —les respondió mirándolos fijamente.
No más que cualquier otro. No más que el de los primeros pobladores de un desierto. O del primer hombre que aterrizó en Plutón con una nave destartalada. O del primer hombre que se aventuró en la selva. Todo éxito es difícil de lograr. Es la herencia humana. No es cuestión de peligro. ¡Es cuestión de valor!
El permiso fue dado. Varios centros industriales de la Tierra construyeron las partes para la enorme nave y las enviaron al área de ensamble cedida a York, cerca de la ciudad del Sol, la capital del imperio solar. Bajo su vigilancia, la nave tomaba forma de un gran zepelín de una milla de longitud. Su interior era una masa de maquinaria creada por la super ciencia de York. Sólo él entendía su funcionamiento completo.
Cinco años después la nave fue botada, tripulada por un millar de astronautas y técnicos escogidos. Se elevó al cielo como un gigantesco puro y con estruendoso ruido se lanzó al espacio. Al dejar la Tierra, su gran tamaño eclipsó la Luna por una centésima de segundo; la única cosa capaz de hacer eso hecha por el hombre.