Capítulo II

EN ALGÚN lugar del espacio interestelar, Anton York, un semidiós hecho por el hombre, vagaba por las profundidades ignoradas del vacío. Un ser inmortal, y con una sabiduría más allá de todo entendimiento humano, se hundió en un letargo interminable, encontrando placer en observar lo majestuoso del cosmos. Las estrellas lo rodeaban como manchas de plata en la cúpula celeste; Vera York, su inmortal compañera, estaba con él.

El amor terrestre se había transformado en un lazo espiritual que los había convertido casi en un solo ser. No necesitaban ni aire ni alimentos; sus cuerpos se encontraban en un estado de suspensión animada. Sus mentes eran las únicas que estaban activas y se comunicaban por telepatía. La nave era alimentada por el vasto almacén de energía de la cual el espacio infinito estaba repleto. Las líneas de gravitación de los soles gigantescos y distantes, le daban a la nave movimiento artificial. York y Vera, completamente desligados de las reglas de la ciencia terrestre, habían sobrepasado muy a menudo y a voluntad, la velocidad de la luz. Habían navegado durante siglos, nómadas en el cosmos.

Hubo ocasiones en las que se habían detenido para visitar otros sistemas planetarios y establecer contacto con sus habitantes. Presenciaron la vida en cientos de extrañas e increíbles formas. En el universo existían mentalidades cuyos procesos de pensamiento eran singularmente impenetrables. Nunca hallaron ningún vínculo con otras inteligencias. Ni tampoco durante sus viajes siderales llegaron a encontrar algún sistema planetario semejante al del Sol, ni otra configuración como la de la Tierra.

Así dedujeron realmente lo que les ocurría. Podían ser inmortales, separados de todo lo humano y lo supra humano. Al mismo tiempo podían considerarse infantes del espacio; pero sufrían una intensa nostalgia. Habían vivido en el espacio cinco veces más de lo que vivieran en su lugar de nacimiento; sin embargo, al repasar con cuidado el trayecto que ya habían recorrido, se dieron cuenta de que se dirigían hacia su casa.

Cuando estuvieron más cerca de la estrella amarillo blanquecina, sepultada en un costado de la gigantesca masa giratoria de la Vía Láctea, un latido cálido pareció penetrar en su cerebro.

El Sol pareció aumentar de tamaño conforme seguían su curso, y daba la impresión de agigantarse, sobresaliendo de entre las demás estrellas. Anton York se liberó del estado hipnótico de suspensión animada en que se encontraba. Unos aparatos gobernados mentalmente pusieron en movimiento varios mecanismos que proporcionaban aire, calor y gravedad artificiales. Sus pulmones aspiraron profundamente. Era la primera vez que lo hacía desde muchos años atrás. Repentinamente, su corazón empezó a latir dentro de su pecho. La sangre congelada, portadora del elixir de enzimas, reanudó su circulación a través de las células cuyos radio genes transformaban en energía vital los rayos cósmicos.

Su esposa Vera se le unió momentos más tarde. Se abrazaron y percibieron la sensación de sus cuerpos. La nave volvió a ser la agradable sala, después de que durante varios siglos, mientras vagaban por los más recónditos auges, había sido sólo una urna fría.

York consultó sus instrumentos e hizo rápidamente algunos cálculos mentales.

—Hemos estado alejados del sistema solar, precisamente mil y un años terrestres —anunció—. Cuando salimos de él, teníamos treinta y cinco años y ésa es exactamente la edad que tenemos ahora a nuestro regreso, también físicamente hablando. Es obvio que mental y espiritualmente somos mucho más viejos. Hemos vivido mucho, ¿verdad, Vera?

—¡Y gloriosamente, Tony!

—Es extraño que hayamos regresado a este pequeño y gris sistema planetario. ¿Recuerdas el sistema grandioso de los tres soles, uno blanco, uno rojo y el otro anaranjado, con sus cincuenta y seis planetas gigantes?

Y, sin embargo, en cierto modo, me alegra nuestro regreso.

—No hay otro sitio mejor que el hogar —comentó Vera alegremente. Ella sabía que iba a disfrutar con el placer de revivir los viejos recuerdos.

York enfiló la nave hacia la parte Norte del sistema solar, mientras describía un enorme trayecto parabólico. Muy pronto apareció Plutón, luminoso y obscuro entre las estrellas. York desplegó toda la potencia de la nave y lo dejó atrás. Después, ante las ventanillas se dejó ver Neptuno dando la impresión de que era sólo un fuego fatuo. Urano, con su color gris acero y su atmósfera humeante, exhibió los cinco vastos satélites que poseía, girando éstos al igual que él en sentido retrógrado.

York dirigió el curso de la nave en forma oblicua, y se deslizó por la parte superior del amarillento Saturno adornado con sus tres anillos brillantes y su gran número de lunas. Vera estudió el panorama con el telescopio de la nave, comentando que la belleza pura de Saturno nunca sería igualada en todo el espacio.

Se acercaron al ciclópeo Júpiter, un ágata rayada con bandas pardas. Habían visto planetas más grandes al lado de los cuales Júpiter aparecería pequeñísimo, pero la impresión que causara no la tenía ningún otro gigante del espacio. Vera observaba por el telescopio asombrada. Cuatro de las lunas más grandes de Júpiter cintilaban brillantemente cerca del planeta. Los otros satélites de menor tamaño se veían más tenues, pero se distinguían de las estrellas por sus pequeños discos.

Súbitamente, Vera miró hacia arriba.

—Tony —preguntó intrigada—, ¿cuántas lunas tenía Júpiter?

—Doce, y aún debe tener las mismas.

—Eso es lo que yo pensaba —declaró después de unos momentos—. ¡Hay solamente once!

—¡Eso no tiene sentido!

—Cuéntalas tú mismo.

York tomó el telescopio y contó detenidamente. Muy cerca del planeta, como una diminuta mosca plateada preparándose para pararse en el suelo, vio la primera luna joviana. Un poco más alejadas, en su orden, estaban las cuatro lunas mayores: primero Europa, Ganímedes y Calixto. A una distancia siete veces mayor, se veía otra más pequeña; duplicando ésa lejanía se veían otras dos de menor tamaño. Por último, aún más lejos se veían cuatro más. Eran once en total. Faltaba una. ¿Pero cuál era?

Desconfiando de su memoria, la cual tenía que retroceder un millar de años, York buscó entre su archivo y extrajo un viejo libro de astronomía. Volvió las páginas hasta encontrar los diagramas del sistema joviano y comparó las órbitas que aparecían impresas con las imaginarias que se veían por el telescopio El satélite faltante era el número seis, una luna pequeña que tendría alrededor de ciento cincuenta kilómetros de diámetro y cuya órbita se localizaba a una distancia de unos trece y medio millones de kilómetros del planeta.

—Hay algo misterioso en esto —murmuró York, levantándose—. Una luna no puede desaparecer así nada más. Es cierto que hemos estado ausentes desde hace mil años, pero esa luna venía girando dentro de su órbita millones de años antes de que partiéramos.

¿Qué significaba la desaparición de ese satélite de Júpiter?

Unas horas más tarde, al acortar la distancia que los separaba del planeta, un indicio más claro. York había sintonizado su poderoso radiorreceptor y escuchó la asombrosa mezcla de voces que vibraban en las ondas etéreas.

Era evidente que el idioma español, aunque se hablaba universalmente, había sufrido considerables alteraciones. Escuchándolo cuidadosamente, York se dio cuenta de que era más armonioso y que tenía mayor fluidez. Consideraba que, sin duda alguna, la manera en que Vera y él se expresaban, parecería arcaica a la gente del siglo treinta y uno.

Inesperadamente, una voz potente y atronadora opacó todas las estaciones haciendo vibrar las bocinas reproductoras del sonido. La energía que se utilizaba para esa transmisión debía costar una fortuna inmensa. La voz era fría, dura, sin reflejar emoción ninguna, y sólo mostraba arrogancia. Comenzó diciendo:

—¡Habitantes del sistema solar, particularmente ustedes, gobernantes del divino Júpiter! Indudablemente se han dado cuenta de que el sexto satélite de ese planeta ha desaparecido de su antiquísima órbita. Preguntarán ustedes dónde está. En estos momentos se encuentra a varios millones de kilómetros de su posición anterior y aún continúa alejándose. Este fenómeno no tiene precedente. Ustedes querrán saber qué fuerza inconcebible, pero natural, lo ha provocado.

El que hablaba hizo una pausa y prosiguió dramáticamente:

—¡No es una fuerza natural! ¡Es un producto del hombre! Esa luna perdida, literalmente hablando, fue arrastrada lejos de su planeta primario, impulsada por rayos de energía de una máquina infinitamente poderosa ¡Yo, el inmortal, construí esa super-máquina y cambié de lugar un mundo! El precio por devolver ese satélite es que se me otorgue el dominio absoluto del sistema solar.

La voz se volvió insultante:

—He demostrado que tengo un poder ilimitado. ¡Si soy capaz de mover los mundos, también soy capaz de destruirlos! Mi demanda no está fuera de la razón, ya que tengo la sabiduría de las edades y es más vasta que la de cualquier otro ser viviente. He vivido más de mil años. Soy inmortal y todopoderoso. Les doy veinticuatro horas para discutir el asunto y hacer los arreglos necesarios para reunir un consejo en que se me reconozca como el emperador del universo. El inmortal espera.

—El inmortal. ¿Oíste eso? —Balbuceó Vera—. ¿Será posible que sea uno de los del grupo de Vinson? ¿O acaso el elixir fue redescubierto?

—Es una cosa en otra —dijo York—. El cambiar un satélite de su órbita no es sólo un alarde. Es una verdadera hazaña, aunque fuera un cuerpo comparativamente pequeño. Quienquiera que sea esa persona, es peligrosa.

York frunció el ceño y le dijo a su esposa:

—Vera, tenía planeado regresar directamente a la Tierra y pasar algunos años tranquilos, apartado de todos los demás. Pero cambiaremos de planes. Daremos vueltas alrededor de Júpiter para ver el resultado de estos asombros —sus ojos parecieron hacerse más pequeños—. A menos que la raza humana haya cambiado increíblemente desde que nos ausentamos, habrá resistencia y le disputarán la supremacía al inmortal. ¡Todo esto sólo traerá problemas!

Tan pronto como transcurrieron las veinticuatro horas (considerando que la medida del tiempo terrestre se había adoptado en el sistema solar), la voz atronadora del inmortal surgió nuevamente de las profundidades del espacio exigiendo saber si su ultimátum había sido aceptado. York escuchó con atención la respuesta que se oyó después de un largo silencio, debido a la distancia que mediaba.

—El consejo de Júpiter, en representación del supremo consejo de la Tierra y del sistema solar, rehúsa aceptar sus términos.

«Usted, el inmortal, ha sido declarado traidor y rebelde. Como tal, será usted perseguido y destruido por nuestra patrulla del espacio. Si restituyera el sexto satélite de Júpiter a su posición debida, y sometiera su persona bajo custodia, la sentencia sería atenuada a su favor.».

La desagradable risa del inmortal antecedió a su respuesta:

—Ya he sido declarado fuera de la ley por otros gobiernos provisionales en los pasados mil años, pero nunca he sido capturado —la voz se hizo más violenta—. ¡Sufrirán las consecuencias de su respuesta! El satélite perdido está a cincuenta millones de kilómetros de Júpiter, y les será devuelto: ¡Cómo proyectil! A una velocidad de miles de kilómetros por segundo, se estrellará contra Ganímedes y los destruirá. ¡Ésa es mi respuesta!

York desconectó la radio y se volvió hacia Vera con ojos aterrorizados.

—¡Es un loco! —exclamó ella—. ¿No podemos hacer algo, Tony? Después de todo, son nuestros compatriotas; éste es el mundo en que nacimos. ¡No podemos quedarnos cruzados de brazos y presenciar la destrucción de un mundo habitado!

York se puso de pie de un salto.

—¡Haremos algo! —dijo.