—MMMM. No sé si pueda duplicarlo. La parte esencial del suero no es tan complicada, pero este ingrediente es nuevo en la química orgánica. Véalo usted. Si conoce algo de mi especialidad, se dará cuenta de que la combinación de zimasa y extracto de pituitaria, o sea una enzima clorinada y un producto ácido glandular, es algo imposible. No creo que pueda obtenerse.
El que hablaba era el doctor Charles Vinson, técnico especializado en bioquímica. Él y York se habían conocido en la academia hacía veinte años.
—¡Tiene usted que duplicar ese suero! —Dijo York con voz que temblaba de desesperación—. No puedo hablarle con la franqueza que yo quisiera, doctor Vinson; pero la elaboración de ese suero significa en este momento para mí, más que nada en el mundo. Inténtelo de todas maneras. Trabaje aquí en mi laboratorio durante un mes, durante un año, y fije usted mismo el precio.
—¡Oh!, no es por el dinero —protestó el bioquímico, cuyos ojos adquirieron un tono metálico al no poder ocultar la codicia que le despertaba tal proposición—. Costaría mucho. Su laboratorio está equipado para electrones y voltios, no para bacterias y conejillos de Indias. Tendría yo que comprar muchos…
—Entonces nos hemos arreglado —interrumpió York—. Haga a cualquier costo 19 cc de este elixir.
—¡Elixir! —la actitud del químico cambió inmediatamente—. ¿Dijo usted elixir? ¿De dónde copió usted esta fórmula? ¿Y qué cosa representa?
—Lisa y llanamente, eso no le incumbe.
York no pudo ocultar su enojo. Nunca le habían simpatizado los bioquímicos en particular. Por un momento se arrepintió de haberlo elegido. Sin embargo, sabía perfectamente que sería difícil encontrar otro hombre más capacitado para la tarea.
El doctor Vinson se encogió de hombros y York continuó:
—Se le pagará a usted por duplicar este suero y nada más. Pase usted a ver el laboratorio anexo de química que tengo junto a mi laboratorio. Cuando haya usted terminado y esté listo, lo esperaré en la biblioteca para que discutamos los términos y el procedimiento —y salió, haciendo una ligera inclinación con la cabeza.
El doctor Vinson estudió la hoja de papel que tenía en la mano. Era una copia escrita cuidadosamente a máquina, obtenida de algún libro de notas de experimento. ¿Pero de quién era? ¿Y qué representaban? ¿Un elixir? Reflexionando, recordó a Matthew York. Matthew y Anton, padre e hijo. Hacía varios años que Matthew York había publicado un breve tratado sobre el secreto de la vida. En él afirmaba que una interpretación de la vida en términos de energía eléctrica era el único acercamiento al misterio de la vida misma. El libro tuvo buena acogida, convirtiéndose en el precursor de la teoría de la radiogénica. Sin embargo, no se volvió a oír más acerca de Matthew York.
«Con excepción de esto», pensaba el doctor Vinson, examinando la hoja de papel que tenía en la mano, mientras se hacía mil preguntas.
Ese mismo día, York habló con mucho entusiasmo a su esposa. Le explicó por primera vez, ampliamente, el secreto de su juventud y de la inmortalidad de su cuerpo. Vera no se sorprendió, como si todo el tiempo hubiera estado esperándolo. Por un momento se quedó sin aliento, después agregó:
—¡Y cuando el doctor Vinson haya elaborado ese suero, será para nosotros; tú y yo viviremos por siempre en perpetua juventud, en la plenitud de nuestra vida!
—¡Te amaré por toda una eternidad!
DURANTE el mes siguiente, el laboratorio de York se convirtió en el destino final de una pequeña caravana de materiales nuevos. Gran variedad de substancias químicas, cajas con aparatos, jaulas con vivaces conejillos de Indias. Todo esto era debido a que el doctor Vinson se había dado cuenta a primera vista de que el suero que le había ordenado York no era tan fácil de obtener. Un mes más tarde, Vinson había logrado algunos resultados alentadores. York lo visitaba muy a menudo para observar sus trabajos. Casi nunca hablaba, y su actitud era la de aquél que espera con impaciencia. Algunas veces su esposa lo acompañaba y juntos observaban a Vinson, sonriendo, unidos en el conocimiento de su secreto.
Vinson continuamente trataba de provocar la conversación de York acerca de su misterioso proyecto.
—York —se quejó Vinson un día—, hay algo que no tiene hilación en los datos que me ha dado para trabajar. Necesito todos los antecedentes. ¿En dónde están las notas originales?
—¿Para qué las necesita? —preguntó York, vacilante.
—Porque lo que busco puede estar en ellas. Algún pequeño dato que descuidó usted al copiar, pero que considero fundamental para entregarle el suero. Vea este conejillo. Lo mató el suero como ha matado a otros, lo que quiere decir que no es el adecuado.
York titubeó. Algún resultado le había impedido siempre mostrar las notas de su padre hasta ese día, ya que para él significaban algo de primordial importancia; sin embargo, necesitaba el suero. Y como el «Infinito» no le había hecho ninguna advertencia, decidió ceder. Le entregaría a Vinson sólo las notas científicas, nunca el diario.
Las manos ansiosas del doctor Vinson hojearon las páginas amarillentas. Sus pupilas se agrandaron y se empequeñecieron momentos más tarde.
El panorama completo se le presentaba claramente.
No bien habían transcurrido varias semanas cuando la cara del bioquímico reflejaba la expresión del triunfo. Junto con York observaba un conejillo de Indias al que había inyectado el día anterior con una sobrecargada dosis de los gérmenes de la peste bubónica. Al conejillo se le veía perfectamente sano.
—¡Ese pequeño animal está a prueba de gérmenes! —evidenció Vinson emocionado—. ¡Ha pasado la última prueba! Con excepción de una muerte violenta, es inmune a todo lo demás. Ya tenemos el mismo suero que su padre elaboraba.
York se volvió hacia él violentamente.
—¡Mi padre! ¿Cómo lo supo usted? ¿Qué?…
El biólogo se sonrió ligeramente.
—¿Para qué andamos con rodeos, York? Su padre elaboró ese suero y lo probó en usted. Fue peligroso, porque el suero era fatal durante la primera mitad del período de prueba; sin embargo, corrió el riesgo sabiendo que si usted sobrevivía, sería completamente inmune a las enfermedades.
—¡Maldito sea usted! —le espetó York, y dio un paso hacia él.
—Espere, York. No he estado espiándolo. La idea me ha saltado repentinamente. Usted debería ser tan viejo como yo, de cincuenta y cinco años, y parece tener sólo treinta y cinco. ¿Entonces? Puedo mostrarle una mosca prieta que haya vivido el doble al promedio de vida normal y continuará viviendo, probablemente por toda la eternidad. Esta idea me maravilló y decidí profundizar en ella.
York se tranquilizó. Después de todo, no podía ocultar el tremendo secreto al hombre que había trabajado con las notas de su padre. Miró con incertidumbre al bioquímico, preguntándose: «¿Qué quería decir eso?».
El doctor Vinson hizo un breve intento por sonreír.
—¡Es usted inmortal, York! Y ama usted a su esposa y la quiere a su lado para que comparta su largo futuro. En consecuencia, me hizo trabajar aquí, hasta obtener ese elixir para ella. Bien, pero ahora permítame advertirle que hay una pequeña probabilidad de que su esposa no obtenga la inmortalidad, sino la muerte.
—Voy a correr el riesgo —dijo York—; prepare usted la dosis adecuada para inyectarla. En caso de muerte…
Hizo un gesto de resignación y continuó solemnemente:
—… usted y yo, Vinson, compartiremos el gran secreto. ¡La fuente de la eterna juventud! Un viejo sueño se convierte en realidad. Después de que a mi esposa le hayamos administrado la dosis, discutiremos muchas cosas. Este elixir puede ser de gran provecho para la civilización y para la humanidad. A mí me permitirá dar fin a mis experimentos, y resolver el secreto de la gravitación universal que no podría lograr en el período de mi vida normal. Pero hay muchos problemas importantes que se suscitarían si ese elixir fuera entregado al mundo. Usted puede adivinarlos.
Vinson no contestó. Sus ojos reflejaban la meditación de una idea incierta. York se dio cuenta y se dirigió a él rudamente:
—¿Y bien? —exclamó como si fuese un reto.
Los labios secos del bioquímico se entreabrieron, pero no pudo articular palabra alguna. Hizo un gran esfuerzo y balbuceó:
—¡La muerte! Si su esposa muere, piense en la gran responsabilidad, en la culpa…
Si York no hubiera estado preocupado por sus propios problemas, le hubiera exigido la verdad, ya que Vinson no había dejado entrever sus pensamientos, y lo que pensaba, era algo más importante que el destino de una mujer.
—Será mía toda la responsabilidad —dijo York resignadamente—. Tengo el consentimiento pleno de ella.
Y también redactamos un documento legal en el cual me absuelve de toda culpa en el caso de que muera ella a consecuencia de ese suero. De acuerdo con la ley y las cortes judiciales, no habrá delito que sancionar. Y no será usted cómplice de ningún crimen, desde el momento en que no existe tal crimen. ¿Cuándo puede usted tener preparada la dosis?
—En tres días, más o menos —respondió Vinson con voz sorprendentemente tranquila. Su cara y sus manos temblaban como si tuviera fiebre—. Mire usted, quiero poner toda mi atención en ese suero para su esposa y perfeccionarlo tanto como pueda, para aumentar las probabilidades en nuestro favor.
York puso su mano en el hombro del bioquímico.
—Vamos, no se alarme usted tanto —le dijo, dándose cuenta de que el hombre estaba algo más que preocupado.
Vinson sonrió débilmente; York abandonó el laboratorio y se dirigió a contar a Vera que el gran momento en que verían el interminable hall de su gran futuro juntos estaba cerca. Cuando la puerta se cerró tras él, la cara del bioquímico dio salida a las emociones escondidas que ya no tenía por qué ocultar.
—¡Tonto! —dijo con una sonrisa torcida hacia el lugar donde York desapareció.
Si es que existen repetidos retornos a los hechos del destino, esto se manifestó en los eventos ocurridos tres noches después. En detalle ligero, era la vieja historia de amor eterno de Romeo y Julieta, reencarnada.
Alto, guapo, físicamente perfecto, se paró Anton York junto al cuerpo de su esposa; su cara mostraba aflicción. Ella yacía en el sofá con su rostro moldeado por las pacíficas líneas de la muerte. El doctor Vinson se paró al lado como un confundido Baltasar, respirando agitadamente. Sin hablar, fijaba su mirada, de la hipodérmica en sus manos a la pareja ante él.
Hacía unos minutos, mientras York sostenía la mano de su esposa, había inyectado el suero en el brazo de ella. La reacción había sido violenta y sorprendente. La respiración de Vera se había agitado aún más; sus ojos, desorbitados. Con un breve suspiro y una breve sonrisa a su esposo, volvió a caer en el sofá. Luego, después de dolorosos intentos por respirar, quedó inmóvil.
Vinson soltó la hipodérmica y se acercó al sofá. Se inclinó a escuchar los latidos del corazón. Alzó la vista.
—¡Muerta! —susurró ásperamente—. ¡La suerte no estaba con ella!
La cara de York, abrumada, reflejaba gran desesperación. A pesar de que Vinson le había prevenido varias veces que esto podría suceder, no estaba preparado para recibirlo. Salió silenciosamente del cuarto, sin decir palabra.
Solo con el cuerpo, temerosamente, Vinson observaba esa dulce cara. Recordó su resolución de probar el elixir él mismo, lo que era necesario para los planes futuros que había hecho. ¡Inmortalidad o muerte! ¿Valdría la pena arriesgarse?
York repentinamente irrumpió en la habitación. Tenía la cara pálida y se le veía fuera de sí. Ignorando al bioquímico, cayó de rodillas junto al sofá. No podía dejar de contemplar el rostro tan querido para él. Con un rápido movimiento, York se llevó una mano a la boca. Vinson comprendió lo que aquello significaba y emitió un grito extraño.
Pero el hecho ya estaba consumado. York le dirigió una sonrisa triste.
—El cianuro —murmuró— es mejor que el elixir de la vida eterna.
Y un minuto más tarde, con los labios azulosos, se desplomó sobre el cadáver de su esposa.
Con la boca abierta, Vinson miraba la doble tragedia. Por breves momentos se sintió desfallecer ante el horror de la muerte, pero pronto se recuperó y sonrió.
—Quizá fue mejor así —murmuró—. York tal vez se hubiera resistido a mis planes. Él es, o era, un hombre altruista. Estoy seguro de que se hubiera opuesto, y yo estaba resuelto de todas maneras a no dejar que nada ni nadie se interpusiera en mi camino.
Rio brevemente y exclamó:
—¡El gran tonto! Con la mayor fortuna que ningún ser humano tuvo jamás, y lo único que pensó fue hacer inmortal a su esposa. Supongo que más tarde hubiera encauzado él sus siglos de búsquedas en beneficio de la humanidad. No fue capaz de pensar en algo tan importante como el «poder». ¡El poder de la inmortalidad! Yo sí pienso en ello. Sí. Antes que nada, perfeccionaré más el elixir para tener mayores probabilidades de sobrevivir. Y entonces…
Vinson interrumpió su meditación.
—Tengo que huir de aquí —se dijo—. No me deben relacionar con este asunto. Tengo que estar solo para pensar, planear y construir —recapacitó lentamente en esta última palabra y le brillaron los ojos de una manera extraña—. Me cambiaré el nombre. Reuniré todo mi dinero y saldré del país en secreto. ¡Esto determina una nueva fase en mi vida y en la historia del mundo!
Una vez más se volvió para mirar las formas inmóviles que yacían en el sofá.
Con un sentido melodramático, dirigiéndose a ellos, murmuró:
—¡Nos encontraremos muy pronto en la muerte o nunca en la eternidad!