YORK no sólo encontró una pista al buscar meticulosamente entre los voluminosos libros de Matthew York, fue precisamente la clave que le llevaría hacia su meta. Entre las hojas del diario de su padre, Anton York dio con los apuntes que hizo aquél el día que recordaba tan vívidamente. Leyó la parte que decía:
Aunque lo que hice no me parecía juicioso, alguna extraña locura se apoderó de mí aquella noche; inyecté 10 cc de la solución de mi elixir al 50% (hoja 88 A, libro G-4) en el brazo de Tony. No sé todavía cuál será el resultado. ¡Dios mío! Simplemente no lo sé. No hay caso para que siga maldiciéndome; es un hecho y sólo el futuro podrá darme la respuesta. Cuando hayan transcurrido seis meses, los análisis de sangre de Antor me indicarán hasta qué punto ha surtido sus efectos mi elixir. El suero en forma burda no produjo la muerte de los animales de laboratorio. Por el contrario, obtuve señales de una resistencia absoluta a las enfermedades durante ese mismo período. De modo que en medio año Tony tendrá en su sangre una fuerte resistencia radiogénica, o habrá muerto.
¡Oh, Dios! ¡Ojalá no sea lo último! Existe un hecho que no puedo olvidar y es la probabilidad de que mi elixir tenga conexiones con la longevidad.
El número 277-B-3 de mis animales, después de la aplicación ove le hice vivió dos veces su período normal de vida. Esto lo obtuve con el elixir C-4 que aún no había perfeccionado. ¿Será posible entonces que, protegiendo el protoplasma contra las enfermedades y aumentando la energía de los radio genes del cuerpo, también el elixir proteja al organismo contra la decadencia de la vitalidad?
¿Acaso conservará la juventud? Si así fuera, ¿qué efectos le causará a Tony el elixir M-7 perfeccionado?
Sin duda, alguna aumentará el lapso de su vida; será hasta… No, no quiero hacer especulaciones. Soy un científico, no un profeta. Sin embargo, tiene que haber cierto factor de longevidad en mi elixir.
¡Longevidad!
Esa palabra estalló como una bomba en el cerebro de Anton York. Pero rehusó dar cabida a algún pensamiento que le pudiera llevar a cualquier teoría que no tuviera relación con los hechos. En vez de esto, buscó la «hoja 88-A del libro G-4» que mencionaba el diario, y encontró la fórmula de un compuesto químico que llevaba por nombre: «Reacción de Grignard sobre la unión clorinada de la zimasa y el extracto de pituitaria, en el elixir M-7».
Aunque no estaba familiarizado con los temas estrictamente técnicos de la química orgánica, York, como físico, sabía que la zimasa era una enzima, substancia que se podía regenerar a sí misma en un medio adecuado, aunque no fuese precisamente una materia viva.
Una consulta breve en su biblioteca le dio idea de las propiedades del extracto de pituitaria, producto glandular que regula el crecimiento, manteniéndolo constantemente en un mismo nivel y evitando el desgaste constante del protoplasma.
Crecimiento y regeneración. La fórmula de Matthew York parecía haber combinado esos dos factores biológicos. Por un momento se quedó intrigado y consultó nuevamente el diario de su padre. Un mes completo carecía de anotación alguna, en blanco, precisamente el mismo mes durante el cual Anton York estuvo enfermo debido a la reacción del suero.
La víspera de su muerte repentina, ocasionada por fallas del corazón, Matthew York escribió:
¡Gracias a Dios, mi pequeño Tony está fuera de peligro!
Ahora descansa, pobre niño. Hoy le hice análisis de sangre, pero aún no hay nada definido, aunque encontré un ligero aumento de los valores radiogénicos. Acabo de concebir la idea de que el factor de la longevidad se pueda deber a una mayor o menor consunción ocasionada por los rayos cósmicos.
Una de las consecuencias no comprobadas de la teoría radiogénica, es que esos haces invisibles de energía derivan su fuerza de los rayos cósmicos. El universo está lleno de dichos rayos hasta el último de sus rincones, aun en los espacios infinitesimales que hay entre los átomos. Es tan asombrosamente lógico cuando piensa uno en ello. Los innumerables radio genes existentes motivan el protoplasma y le dan vida, llevan dentro de su núcleo temperaturas comparables a las de las estrellas, es decir, sobrepasan de los 6,000 grados centígrados.
Los rayos cósmicos, a su vez, son ondas electromagnéticas dotadas de fuerza y de penetración tremendas. No es una fantasía concebir que esos rayos cósmicos pierden su inmensa potencia ante los radio genes, ya que éstos son como trampas de telas de araña iguales a los electroimanes. Ahora bien, si la resistencia a las enfermedades (y ya casi lo ha probado) es la electrocución de los gérmenes ocasionada por los radio genes con los que entran en contacto, un aumento en el contenido de los radio genes se transforma en un remedio maravilloso. Lo he probado con resultados satisfactorios en algunos conejillos de Indias, ratones y moscas de árboles frutales. ¡Ruego a Dios que también dé buenos resultados con Tony! En segundo término, si la edad senil no es más que una declinación de la capacidad para crear los radio genes, entonces mi elixir es una gota de la fuente de la eterna juventud, porque sus ingredientes son capaces de procrear y regenerar el protoplasma indefinidamente.
Allí están mis moscas de árboles frutales matusalénicas para comprobarlo.
Hace un mes, después de la inoculación que le hice a Tony, preparé diez insectos, y por inhalación absorbieron el mismo elixir M-7. Aún continúan viviendo aunque no les he dado de comer.
Las moscas de los árboles frutales viven por lo general catorce días sin alimento. Aún no teorizaré en el caso de Tony, excepto para decir que si el contenido de sus radio genes es mayor del doble de lo normal, tal vez será él ¡inmortal!
Conclusión tan simple como sumar dos y dos cuyo resultado es cuatro.
Hoy he observado por largo tiempo a mi hijo, y he meditado mucho. No se nota diferente en ninguna forma, ni tiene por qué aparecer. Pero si me atrevo a pensarlo, quizá sea él inmortal.
¡Inmortal!
Si el contenido de los radio genes es mayor del doble de lo normal, no es posible que alguien muera a causa de alguna enfermedad o debido a la vejez. Ambos casos son resultados únicos de la deficiencia de los radio genes, de acuerdo con la teoría de Matthew York. «¿Será entonces ésta la razón por la cual no envejezco?».
La lectura de otras de las notas dejadas por su padre, empezó a convencerlo de que ésa era la causa. El progenitor de York había especificado varias veces que un organismo rico en radio genes es capaz de conservar un abastecimiento superior al normal, de alcanzar la plenitud de su vida y allí estabilizarse.
Mientras leía, gradualmente se le fue presentando el cuadro completo con toda claridad. La interrogante de la vida, no era más que una completa entidad química en sí. Su «alma» o «vida» provenía de los radio genes ultramicroscópicos, como minúsculas baterías que eran activadas desde el cerebro bajo el control de los impulsos nerviosos.
La energía de los radio genes llegaba del espacio, desde las estrellas. En los albores del Universo, cuando las estrellas estaban en formación, había existido mayor radiación cósmica. Con ese abastecimiento tan pródigo de energías vitales, la naturaleza había creado una variedad de vidas, pero cada una de ellas había sido dotada de un contenido limitado de radio genes para animarlas de manera adecuada. Con la decadencia del Universo y la declinación de la radiación cósmica, la naturaleza había aumentado el contenido de radio genes en proporción inversa a fin de conservar sus ciclos originales de la vida.
Ahí es en donde el hombre entraba en acción. Ahí estaba Matthew York desafiando a la Naturaleza, venciendo a la Evolución. Ahí estaba Anton York con una doble capacidad para utilizar los medios de vida de la radiación cósmica.
¡Ahí estaba la inmortalidad! Porque hasta que el Universo no hubiese reducido a la mitad su abastecimiento normal de radiación cósmica, no sería incluido Anton York dentro de las leyes inmutables de la naturaleza en lo que se refería a los ciclos de la vida.
¡Y eso no tardaría en suceder unos millones de años tan sólo!
York se sintió anonadado con tal pensamiento.
«¡Bah!», se dijo de repente; «estoy discutiendo sobre estas cosas sin prueba de ninguna especie. No puedo estar seguro de tener más radio genes de los normales. Tampoco puedo saber, el resultado que me haya producido el elixir. Ni siquiera puedo asegurar que mi padre haya tenido el éxito que esperaba con su suero, ya que ni siquiera estaba él absolutamente cierto de ello.».
Estos pensamientos le hicieron visitar a un hematólogo para que le analizara la sangre. Con la mayor tranquilidad, esperó el resultado. Finalmente el doctor dictaminó que su sangre era simplemente normal, excepto por un solo hecho: tenía una capacidad increíble para matar los gérmenes. La doble de lo normal, le aseguró el doctor a York, y le pronosticó que nunca enfermaría si su sangre se conservaba en ese estado.
Los ojos de York brillaron como lingotes de metal incandescente.
—¡Entonces, eso quiere decir que el contenido de radio genes que hay en mi sangre es doble!
El doctor frunció el ceño y rio.
—¡Oh! ¿Lo relaciona usted con la teoría electromagnética de la vida? Esa teoría no ha sido probada, usted lo sabe. Hablando con sentido realista, su sangre simplemente contiene doble cantidad de fagocitos. Usted, sabe que los fagocitos son los asesinos de los gérmenes.
El término «radio genes» constituye el tema de una plática científica, amena pero no verdadera. Si así fuera, la vida sería una cuestión de voltios y de amperios. Tendríamos para siempre personas caminando y viviendo, rejuvenecidas eléctricamente —el doctor sonrió y agregó—: ¡Imagínelo usted!
York se sumió en una calma paralizante. Al mismo tiempo se convenció de que el doctor estaba equivocado y de que su padre tenía razón. Una voz parecía golpear su cerebro, asegurándole que su sospecha acerca de su inmortalidad no era precisamente un mito.
—¿Qué edad supone usted que tengo? —preguntó York al doctor.
Sorprendido ante lo inesperado de la pregunta, el doctor lo miró detenidamente.
—Yo diría que treinta y dos años; en todo caso, no más de treinta y cinco.
—Tengo cincuenta y cinco —afirmó York—, y dentro de cien años aún seguiré aparentando treinta y cinco.
York dejó al doctor con la boca abierta y salió a la calle. Miró uno de los altos edificios y dijo:
—Tú eres fuerte y resistente, durarás cincuenta o cien años; pero yo te sobreviviré y también a los que te sucedan.
Y contemplando el río que pasaba por debajo del puente de acero, murmuró:
—Algún día no existirás y yo estaré de pie, sobre tu lecho seco.
A los campos les susurró:
—Ustedes podrán nutrir muchos ciclos de cosechas, pero algún día serán infecundos. Cuando ese día llegue, yo todavía seré un hombre de treinta y cinco años.
Cuando vino la noche, lanzó un reto a las estrellas:
—Estrellas eternas. ¿Eternas?
Horas más tarde, al amanecer, volvió en sí. Atravesaba un campo desconocido, lejos; hasta ese momento se dio cuenta de que había caminado como si estuviera envuelto entre la bruma, embriagado con el pensamiento de la inmortalidad. Cuando regresó a su casa, cansado y cubierto de lodo, Vera lo estaba aguardando.
—¡Tony! Estaba muy preocupada.
York la miró extrañamente. Un pensamiento lo asaltó; el mismo que se le había presentado antes.
—Sí. Yo también he estado preocupado. Es una pequeña preocupación que duró toda la noche, en lo más encumbrado de mi fantasía. Ese pensamiento es que te estoy perdiendo —dijo repentinamente con rudeza, y la atrajo hacia él. Él amor que sentía por ella era profundo y vital—. Te amo con locura —exclamó—, pero te perderé, a menos que…
—¡Tony! ¿Qué estás diciendo? —los ojos de Vera expresaban el miedo que sentía, miedo a la falta de razón de su marido.
—No, querida; estoy perfectamente bien —dijo York con tranquilidad—. Por el momento no puedo explicarte, pero lo haré pronto —sus ojos brillaron entonces—. Muy pronto tú y yo juntos…