LA SEGUNDA MITAD del siglo diecinueve fue un período de grandes científicos: Ramsay, Besquerel, Roentgen, y otros; pero la historia no hace mención de Matthew York.
Mientras los químicos vencían a la naturaleza con productos sintéticos, los físicos arrancaban sus secretos a los asombrosos electrones y los matemáticos andaban a tientas en los eternos secretos del cosmos, Matthew York buscaba el gran arcano científico.
Su cerebro, formidablemente capacitado gracias a un hipertiroidismo crónico, le hizo posible avanzar en sus investigaciones a grandes saltos; pero también anticipó el final de su vida. Largos años de búsquedas y de jornadas intensas, cristalizaron en ocasiones en resultados positivos.
Como un peregrino que finalmente llega a la Meca, Matthew York llegó a saber al fin, que las yemas de sus dedos tocaban la puerta del más allá, en donde radicaba el secreto que perseguía tan afanosamente. Al mismo tiempo supo —y tuvo que resignarse con amargura— que sólo viviría lo necesario para entreabrir apenas esa puerta.
—¡Dadme diez años más! —Imploraba al Universo a grandes voces—. ¡Diez míseros años, y te devolveré un millar!
Pero esto no podía serle concedido, y Matthew York, lo mismo que Cristóbal Colón, moriría ignorando que había arribado a las costas de un mundo nuevo, un mundo que había columbrado desde la lejanía.
ANTON York, el hijo de Matthew York, era a los veinticinco años, un hombre alto y físicamente perfecto, con una inteligencia brillante y una carrera científica bien cimentada. Cuando cumplió treinta años, gozaba de excelente salud y no era posible estar más hondamente compenetrado en el conocimiento del intrincado campo de las ondas electromagnéticas aplicadas a la destrucción. Andaba en busca de un arma, un arma tan mortífera, que fuera capaz de revelar la inutilidad de las guerras.
Anton York había tomado parte en la primera guerra mundial, y las amargas experiencias en aquel infierno de odio habían dejado profundas cicatrices en su memoria. Buscaba afanosamente con toda la pasión de fanático un arma digna de los dioses que, o bien diera fin a toda civilización, o bien estableciera una paz definitiva.
Gradualmente se iba convenciendo de que había recibido una bendición singular que lo dotaba de una extraordinaria salud física. Había veces en las que vagamente se preguntaba la razón, pero sin encontrarla. Las largas jornadas que pasaba en los laboratorios, las semanas de trabajo intensivo, capaces de destrozar a cualquiera, no disminuían su maravillosa vitalidad.
Llegó a los treinta y cinco años sin haber enfermado un solo día desde su niñez. Era como si algún ángel custodio lo hubiera protegido diligentemente contra las enfermedades que afectaban a todos los que lo rodeaban. Sus búsquedas habían dado como resultado el perfeccionamiento de una combinación de rayos gama y ultrasónicos, meta que había perseguido largo tiempo.
Sin embargo, se abstuvo de revelar su descubrimiento, ya que era visiblemente destructivo y que tenía grandes probabilidades de que se desatase el caos. Lo mantuvo en absoluto secreto, rompió todos los datos que poseía, y sólo retuvo en la memoria la fórmula clave, para algún uso futuro.
En relación con aquella super arma, perfeccionó también una aleación super refractaria que patentó, obteniendo una pequeña fortuna. De esa manera ya no tendría que sufrir a causa de problemas económicos que limitaran sus experimentos personales. Abandonó sus compromisos académicos que habían dado tanta fama a su personalidad vigorosa y se estableció en su propio laboratorio.
A los cuarenta y cinco años, no parecía haber envejecido. Se casó con una hermosa joven de veinticinco años, que, según su opinión, no obstaculizaría sus investigaciones científicas. Parecían formar una pareja perfectamente acoplada, de edades iguales, ya que York poseía esa juventud con la que algunas personas han sido dotadas por fortuna. Sin embargo, había veces en que se preguntaba si todo era debido a la suerte.
Los diez años que había pasado haciendo experimentos, utilizando combustibles líquidos y sólidos para proyectiles cohete, lo habían convencido de que los viajes espaciales no podrían ser realizados con aquellos medios ordinarios y costosos. La respuesta, si la había, radicaba en averiguar el secreto de la gravitación universal.
A los cincuenta y cinco años de edad, había dado algunos pasos, puramente teóricos, hacia la solución, pero se daba cuenta de que sería necesaria más de una vida para alcanzar las bases fundamentales que resistieran sus análisis. Su caso era similar al de Anaxágoras, que concibió una teoría acerca del átomo dos mil años antes de que la humanidad hubiera descubierto una ciencia capaz de probarla.
—Vera —le dijo un día a su esposa cuando ésta le llevaba el almuerzo a su laboratorio—, la gravitación es una especie de hipnotismo planetario, tan asombrosamente eficaz como intangible. Pero aún no he determinado con exactitud lo que es, ni siquiera en teoría. Mis investigaciones me han llevado hasta lo que parece ser un campo directivo de atracción entre las masas de materia. Por directivo quiero decir que irradia desde unos puntos, en lugar de ocupar ciertos espacios, al acaso, como los rayos cósmicos. Ahora puedo decirte que ya tengo una pista cierta…
—Sí, querido. Pero toma el café antes de que se enfríe —dijo Vera, interrumpiéndolo.
—Vera, esa pista es el fuego fatuo que he venido persiguiendo sin éxito durante diez años. Es probable que aún sea necesaria una década para llegar a confirmarlo. ¡Si al menos tuviera otra vida por delante!
—Cuando te veo, pienso que sí la tienes —le dijo su esposa, y el tono de su voz no era solamente para halagarlo. Hablaba con tono serio y preocupado—. Tengo treinta y cinco años y parece que esta edad es también la tuya. Sin embargo, ya tienes cincuenta y cinco.
—Lo sé, lo sé —murmuró York con naturalidad.
—Si sigues de esa manera —continuó Vera con voz vacilante—, en unos cuantos años voy a parecer más vieja que tú. Todos hacen comentarios acerca de tu juventud, querido. Te llaman Dorian Grey, por tu aspecto, no por tus costumbres, naturalmente. ¿Por qué, Tony? ¿Qué?…
Sin notarlo, York abrió la mano y dejó caer el emparedado. Su rostro estaba lívido.
—¡Si sigues de esa manera…! —Exclamó, repitiendo la frase de su esposa—. ¡Si sigues de esa manera…!
—Tony, no te entiendo.
—Tampoco yo —dijo York seriamente—. Escucha, Vera. Te he hablado muy poco de mi niñez, pero hay una cosa que ha atormentado mi subconsciente como si fuera un sueño: la noche que mi padre me inyectó una solución que me tuvo enfermo durante un mes. Era un líquido resplandeciente, como si hubieran disuelto un diamante en él. Mi padre le llamaba elixir.
La vista de York se nubló al recordarlo.
—Mi padre fue un gran científico, más grande que todos los que el mundo ha conocido. Tenía trazada una meta: el secreto de la vida. Con los sueros que había descubierto hizo experimentos extraños con los ratones y las moscas de los árboles frutales. En una ocasión sumergió unos ratones a los que les había aplicado su suero en un recipiente con un líquido que contenía gérmenes mortíferos. Los ratones sobrevivieron sin contagiarse.
Repentinamente exclamó, exaltado:
—¡En el nombre de Dios! ¿Qué efecto me produjo ese suero? ¿Por qué he de ser yo el único que se inmunice a las enfermedades? ¿Por qué he de aparentar treinta y cinco años cuando ya tengo cincuenta y cinco? ¿Qué significa esto? ¡Tengo que averiguarlo!
—¡Averiguarlo! ¿Pero cómo? —preguntó Vera sorprendida. Ella siempre había visto con cierto temor la inmunidad de su marido a las enfermedades y a la senilidad, pero había determinado no mencionar nada que se relacionara con ese tema y que la inquietaba.
—Tal vez pueda averiguarlo en el diario de mi padre, o en sus notas de experimentos. Una tía mía aún conserva sus manuscritos. En realidad nunca he tenido el cuidado de hacer un estudio minucioso de sus notas.
Pero ahora voy a efectuar una búsqueda completa hasta encontrar alguna pista que me descubra ese intrincado misterio.