DE QUIÉN ES EL PAN QUE ME COMO

o «Frente a cualquier forma de poder sobre el vientre»

por Karlheinz Deschner

Maria R.-Alföldi reseña y censura en apenas 12 páginas (148-159), y bajo el título de Kaiser Konstantin: ein Grosser der Geschichte?, las 72 páginas (213-285) del capítulo «San Constantino, el primer emperador cristiano, “símbolo de diecisiete siglos de historia eclesiástica”», que figuran en el primer volumen de mi Historia criminal del cristianismo [pp. 169-222 de la ed. castellana]. Casi al comienzo encuentra «difícil dar, aunque sólo sea en forma aproximada, el contenido de las explicaciones de Deschner» (149). ¿Por qué? Sin duda porque le desagrada el contenido mismo, dividido en diez subtítulos y en consecuencia perfectamente reseñado, como le desagrada la orientación nada académica, que ella califica de «popular» y hasta «populista» (159), «marcada por una fuerte tendenciosidad» (149), que yo reconocía ya explícitamente en mi «Introducción general» (I, 36 y ss.). Y al final de su informe exhorta a un manejo precavido de la historiografía ¡en lo que no puedo más que estar de acuerdo con toda mi energía!

El ensayo de Maria R.-Alföldi está en la tercera parte, que el editor titula «Modelo de crítica concreta». Modelo, pars pro toto. Ahora someto yo dicho artículo, siguiendo muy de cerca el texto, a una crítica detallada. Necesariamente esa crítica de la crítica tiene que recoger pequeñeces, por lo que casi forzosamente tiene que resultar de lectura algo laboriosa. Hay muchas cosas que pueden dar la sensación de afán de crítica, pedantería y dureza. Difícilmente puede ser de otro modo, si la respuesta ha de resultar convincente. De la misma manera muchas piedrecitas forman un mosaico de perfiles claros y capaz de decir algo, en lo que los espíritus pueden dividirse. «Se lee que Constantino falsificó su genealogía…» (149). Efectivamente, se lee. ¿Y qué? ¿Es falso? La autora no lo dice; sólo lo sugiere… Un alfilerazo, parte de la táctica para hacerme subliminalmente indigno de crédito, para descalificarme. El que Constantino, para tildar de usurpadores a los corregentes, atribuyese a su padre Constancio Cloro una ascendencia mucho más noble, el que hiciese presentar como cristiano a quien había sido pagano y hasta perseguidor de los cristianos, según el padre de la Iglesia Lactancio, lo disimula la autora de la crítica y rebaja la falsificación de la ascendencia como una «pasajera maniobra propagandística» (149). Se lee, agrega dicha autora, que Constantino «había encontrado comprometedores a sus antepasados». Bueno, ¿y qué? ¿Es falso? (Véase más arriba.)

«De su madre Helena se cuentan toda clase de chismes, poniendo siempre de manifiesto una opinión desfavorable a la misma [!]; estuvo sujeta a la situación de su tiempo y naturalmente condicionada por su clase. Deschner la arrastra por el fango sin el menor miramiento» (149).

De nuevo ignora la señora Alföldi los motivos de esa «opinión desfavorable». La presenta como «sujeta a la situación» (lo que las más de las veces es una opinión) y, cosa que ella aquí no atenúa, «condicionada por su clase». Pero con ello silencia una vez más que también prelados eminentes divulgaron «chismes», que por ello Constantino condenó al obispo Eustaquio de Antioquía a un exilio sin retorno y que el padre de la Iglesia Ambrosio llega a decir de Helena que «Cristo la había elevado del fango al trono».

«Los primeros años de gobierno del joven emperador en occidente no son más que guerras espantosas contra los pobres germanos, que después fueron hechos prisioneros y degollados sin compasión.» Todo aparece como terriblemente exagerado por mí, como no verdadero, aunque una vez más esto no se dice. Tanto las fuentes antiguas como las investigaciones modernas confirman que la barbarie de Constantino fue ya en su tiempo algo infrecuente y espantoso. Sin embargo, la señora crítica prefiere unas insinuaciones discretas, unas ironías hirientes, que me presentan como un historiador oscurantista, sin que ella con decente alevosía lo exprese abiertamente; aunque tampoco retrocede ante tal perspectiva bajo la presión del peso de la prueba (véanse pp. 154,156) y hasta falsea sin más mi texto (p. 150).

Piensa la señora que a Majencio, víctima de Constantino, «siempre lo disculpa, pese a su demostrado despotismo» (149). ¿Siempre? Como si yo no hubiera escrito también de Majencio que «agobió a la clase terrateniente», que «añadió nuevas cargas tributarias a las ya vigentes», y desde luego obtuvo «en primer término su dinero allí precisamente donde existía casi sin límites»; esto último no dejaba de ser una empresa loable. Además, yo no le disculpo. Aduzco la autoridad de un investigador, que en la segunda mitad del volumen 28 de la Realencyclopadie de Pauly-Wissowa explica con tanta extensión como fuerza por qué defiende a Majencio, cuya situación comparó «a la de un jabalí acosado» (Groag).

En cualquier caso el bando cristiano viene difamando hasta hoy «al impío tirano» y falsea sistemáticamente su biografía (véanse p. 220 y ss.). Ya el obispo Eusebio, «padre de la historiografía eclesiástica», y a quien Jacob Burckhardt califica de «el primer historiador de la Antigüedad total y absolutamente desleal», afirma por ejemplo de «la brutalidad sangrienta del tirano» Majencio: «Es incalculable… el número de senadores a quienes hizo ajusticiar, asesinándolos en masa…». En realidad no se conoce ningún nombre de senador ejecutado por Majencio. Tampoco la tradición aporta «ni una sola prueba concreta» de la crueldad que se le atribuye. Asimismo, ni en Roma ni en África se sostiene la hostilidad contra los cristianos, que los historiadores eclesiásticos le achacan. Muchos de los favores que hizo al clero se le atribuyeron después a Constantino. Las mismas fuentes cristianas confirman la tolerancia de Majencio. El obispo Optato de Mileve le califica correctamente como libertador de la Iglesia.

La autora no menciona nada de todo esto. Más bien critica sin cuestionarlo el que «Constantino figure como agresor» (p. 149). ¡Como si Constantino no hubiera sido el que declaró la guerra, y no Majencio! ¡Como si no hubiera sido Constantino el que avanzó desde el Rin sobre Roma, cuando Majencio partió de Roma hacia el Rin! ¡Como si Constantino no hubiese abatido o hubiese hecho abatir y matar a los demás corregentes! ¡Y como si Constantino no hubiera eliminado de inmediato al padre de Majencio!

«La conducción de la guerra [de Contantino], sus batallas, están empapadas de sangre, y sobre todo las que todavía lamentan los germanos, en adelante sujetos a servidumbre, rebosan de crueldad» (149). Ahora bien, de acuerdo con la tradición yo escribo que Constantino ahogó en sangre las sublevaciones de sus enemigos germanos, que hizo devorar por los osos a los reyes de los mismos en la arena de Tréveris y que tales espectáculos, conocidos como «juegos francos», alcanzaron el punto culminante anual de la temporada convirtiéndolos en una institución permanente (del 14 al 20 de julio). Sin embargo, no manifiesto compasión —por mucho que lo sienta—, ni «rebosan de crueldad las [batallas] que todavía lamentan los germanos». Lo que no sería ninguna contradicción.

Inmediatamente después la señora Alföldi me cita: «Al final “el hijo del vencido fue pasado por las armas con todos sus partidarios políticos” (1, 223)» y continúa: «mas por entonces ya hacía años que no vivía Rómulo, el hijo de Majencio. Y no se sabe si fue eliminado brutalmente un segundo hijo». Que Rómulo Valerio «hacía años» que no vivía puede ser cierto. Pero el año exacto de su muerte lo conocemos tan mal como el de su nacimiento. Y yo ni siquiera nombro a Rómulo Valerio. Y me habría equivocado, si a su tiempo no hubiera muerto ningún otro hijo de Majencio. Pero invito a reflexionar que, por ejemplo, Karl Honn en su biografía Konstantin der Grosse. Leben einer Zeitenwennde escribe de Majencio en p. 107: «Sus hijos [!] fueron asesinados». Según esto, incluso fueron varios los hijos del vencido que acabaron víctimas de Constantino. Pero la propia señora R.-Alföldi interrumpe mi cita en mitad de la frase y subraya: «… toda la casa de Majencio [fue] exterminada». Ése es el hecho decisivo.

«El autor no tiene conocimiento de que los altos dignatarios paganos fueron perdonados con extraordinaria prudencia e incorporados al servicio» (149 y ss.). ¡Ya lo creo que sí! En la página 220 escribo: «Más bien vemos cómo los aristócratas romanos más ilustres volvieron bajo Constantino a sus puestos y dignidades».

Ciertamente continúa siendo falsa la afirmación de que la inmediata guerra civil contra Maximino Daia «no la llevó a cabo Constantino, como sugiere Deschner, sino su corregente Licinio» (150). Pero yo relato que «Constantino y [!] Licinio», «dos [!] hombres amados por la divinidad», pusieron en marcha aquel proceso armado, pero que «Licinio» se enfrentó con un enemigo «que ostentaba ya divisas cristianas» y que «Licinio» antes de la batalla del 30 de abril del 313 había ordenado: «Fuera el casco para rezar…». En todo este conflicto no se menciona para nada a Constantino.

Pero mientras la señora Alföldi me señala con tiza, como hace a menudo, reprochándome engañar al lector, es ella la que lo hace. Y mientras declara que yo sugiero que Constantino llevó a cabo la guerra, sugiere ella ya con la frase siguiente, y de nuevo contra la veracidad, «una vez más se leen descripciones extremadamente emocionales de atrocidades de toda índole» (150). Tales descripciones, como advierto claramente, me llegan en su conjunto de los padres de la Iglesia Eusebio y Lactancío. En consecuencia, con más motivo tengo que aparecer como autor, cuando la señora me cita una vez más en la frase inmediata: «A los soldados de Licino se les llama simplemente “carniceros”» (150). (Entre paréntesis: ¡de repente interesa Licinio! ¡Y no Constantino, como me había imputado falsamente dos líneas antes!)

Para mí los soldados son carniceros: ¡qué falta de seriedad! La profesora de ciencias auxiliares para la arqueología, etcétera, se horroriza. ¡Carnicería, jefe de carniceros, especie de carnicero, fama de carnicero, muerte de carnicero, eso es lo que hay que decir y escribir, suena bien, merece todos los honores, como la misma batalla! Pero carniceros es simplemente poco fino.

Con «solapada acritud» (150) —eso es lo que se me reprocha— comento yo después la soberanía universal de aquel a quien ella misma tilda de «bizantinismo». «Fuerza a la Iglesia a entrar bajo su férula; y ésta a su vez, según Deschner, se doblega gustosa y oportunista para llegar al dinero y al poder.» Pero eso sólo sería «un determinado grupo de palacio perfectamente delimitable…».

No, porque la Iglesia en su conjunto consiguió a través de Constantino (y sus inmediatos sucesores) un influjo eminente y prestigio. Lo que resulta indiscutible. Por todo el imperio exaltaban los obispos al dictador. Sus muestras de favor se derramaron hasta sobre las jerarquías de países lejanos, y llegaron al clero católico en su conjunto, que ahora era una casta reconocida y privilegiada, en forma de dinero, honores, títulos, basílicas y otros edificios, en forma de exención de cargas e impuestos, liberación de prestar juramento y de la obligación de testificar, permiso para utilizar la posta estatal, derecho a admitir últimas disposiciones y legados; más aún, el soberano —¡como harían muchos otros en el futuro!— delegó en los prelados parte del poder estatal aunque personalmente decidía también en cuestiones de fe. No pocos prelados imitaron ya en sus sedes episcopales el estilo y ceremonial de la residencia imperial. Una y otra vez se dice en las fuentes «los hizo respetables y envidiables a los ojos de todos», «con sus órdenes y leyes aún les procuró mayor prestigio», «con munificencia imperial abrió todos los tesoros…». Pronto, y precisamente los padres más grandes de la Iglesia, como Ambrosio, Crisóstomo, Jerónimo y Cirilo de Alejandría, ensalzarán a Constantino, que no sólo se autotitulaba co-obispo, «obispo para los intereses exteriores» (epískopos ton ektós), sino que modestamente no dudaba en llamarse «nuestra divinidad» (nostrum numen).

Mi crítica me echa en cara el que «no se diga que otros pasan a la oposición»… Porque no es relevante; la resistencia incomparablemente significativa de los cismáticos y herejes se discute a lo largo de varias páginas. ¡Y qué remedio! «Que la historia eclesiástica haya sido la primera en dar a su héroe el sobrenombre de “el Grande” es una vez más falso. Fue el ateniense Praxágoras…» (150). ¿Qué significa aquí «una vez más»? ¿Y qué significa «falso»? Yo lo expreso de forma correcta: «La historiografía eclesiástica ha dado a Constantino el sobrenombre de “el Grande”». Y para demostrar que eso es falso y poder reprocharme otra «faltilla» la señora profesora R.-Alföldi introduce de contrabando, y en forma tan disimulada como infame, el inciso «la primera», ¡que falta en mi texto!

Pues bien, no todo habla en mi favor, hay algo que me falta: «A todas luces una deficiente técnica de investigación», por ejemplo, que me atribuye el editor. Seguramente que la señora R.-Alföldi tiene en abundancia esa «técnica de la investigación». Por ello en buena medida le desagrada también mi polémica. Y especialmente polémico me encuentra contra la Iglesia, los militares y la guerra. En consecuencia, ni polémica ni populista, no, con hábil elegancia sugiere ella: «En esa forma de compartir la dirección del Estado ve él [Deschner] simplemente la traición a Cristo en persona. Su tendenciosidad culmina en el giro especialmente elegido: “Pero exactamente eso, la magnitud del estrago, que deja el crimen sin castigo, pasó a ser la moral de la Iglesia y ha continuado siéndolo”» (150 y ss.).

Ahora bien, la siempre obscena asociación de trono y altar, especialmente en incontables matanzas desde el siglo IV hasta hoy, no es un producto de mi «tendenciosidad» (149), sino algo bastante espantoso. Mas como en muchísimos conformistas de profesión, tampoco en ella fluye apenas la sangre; en realidad, ni una sola gota, mientras que a mí me recuerda, a lo que parece, con todo horror: «las batallas están inundadas de sangre» (149). ¡Como si yo la hubiera vertido!

Por el contrario ignora, sin duda con el grueso del gremio de los historiadores, la perversidad que conocemos por la historia, que época tras época conduce moralmente al absurdo y el completo descrédito ético: la práctica absolutamente lamentable de colgar a los pequeños bribones y de ensalzar a los grandes. Nada específicamente cristiano, sin duda. Ya el obispo africano Cipriano, mártir y santo, censuraba esa práctica en el paganismo y lamentaba que cuando la sangre se derrama en privado, el acto se califica de delito atroz; pero si se derrama públicamente, es valentía. «La magnitud del estrago es la que deja el crimen sin castigo…» (251 y ss.).

Mi «tendenciosidad» culminaría, según Maria R.-Alföldi, en ese giro, silenciando por completo que procede de san Cipriano. Mientras que yo, según se dice inmediatamente después, cada vez me hago «más indiferenciado y sensible…» (151). Porque en tanto que ella, sólo en un inciso habla en forma sumaria y con la frialdad de la investigadora del «fin trágico» de los parientes de Constantino, yo narro evidentemente «cada vez más indiferenciado y sensible» que el gran santo y el santo grande hizo ahorcar en Marsella a su suegro Maximiano (310), después hizo estrangular a sus cuñados Licinio y Basianbo, mandó asesinar en Cartago a Liciniano, hijo de Licinio, ordenó envenenar a su propio hijo Crispo (a la vez que asesinaba a muchos de sus amigos) e hizo ahogar en el baño a su esposa Fausta, madre de cinco hijos… Además de que personalmente mandó al infierno a otros parricidas mediante la terrible insaculación hacía largo tiempo desaparecida (poena cullei, el ahogamiento especialmente lento dentro de un saco de cuero).

Ni basta esto para el cada vez más sensible: analizo también «los cambios en la legislación penal siempre con trazos negativos» (151), me reprocha indignada la profesora. Y de nuevo faltando a la verdad, en el caso de que no haya sobrevolado simplemente sobre mi trabajo dándole una ojeada por encima. Pues yo reconozco muy bien —y desde luego no siempre en forma negativa— que la evolución jurídica «a menudo seguía las tendencias humanizantes del derecho antiguo (pagano) o de la filosofía (pagana), que en ocasiones reforzó, y así hay que admitirlo, bajo influencia cristiana». Y a propósito del primer emperador cristiano subrayo que «Constantino atenuó el rigor de muchas disposiciones penales, tal vez incluso bajo influencia cristiana, aunque a menudo es difícil de precisar. Por ejemplo, puso trabas legales al repudio unilateral de la esposa (aunque no lo abolió), mejoró la protección del deudor frente a sus acreedores, y reemplazó la pena capital de la crucifixión con rotura de las piernas (atestiguada legalmente todavía en 320) por la pena del garrote. También prohibió Constantino las marcas a fuego en el rostro (de los condenados a la lucha de los gladiadores y a los trabajos de minería), “porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios…”»; aunque no pretendo ocultar la proposición segunda: «¡y también se podían marcar a fuego manos y pantorrillas!». Así lo expongo en la página 266.

Pero la crítica no hace ni una sola vez el intento de rectificar lo que yo trato «siempre» de un modo negativo y fundamentar su reprimenda. Y es que naturalmente eso no encaja de manera alguna en su concepto apologético de que el déspota altamente celebrado hasta hoy por teólogos e historiadores (que «bajo la influencia de concepciones cristianas», como le exalta el Handbuch der Kirchengeschichte, muestra «un respeto creciente a la dignidad de la persona humana», el «respeto cristiano a la vida del hombre»: Baus, católico), aquel santo usurero hiciera por ejemplo cortar la lengua a los delatores antes de su ejecución, mandase matar en el rapto de una novia al personal doméstico que hubiera participado, hiciese quemar a los esclavos e hiciera matar a las nodrizas echándoles plomo derretido en la boca, que ordenase ejecutar de inmediato, sin investigación ni presentación de testigos, a todo esclavo y doméstico que hubiera acusado a su amo (¡exceptuando curiosamente los casos de adulterio, alta traición o delito fiscal!); que practicaba la astrología y permitía legalmente sortilegios, encantamientos y curas simpáticas y que castigaba la simple administración de «bebedizos» con el destierro y la confiscación de bienes, y en caso de muerte, con el desgarramiento por aves de rapiña o con la crucifixión.

Sobre todas esas cosas y muchas más, la experta en Constantino no dice una sola palabra. Por el contrario, a seguida de la falsa noticia continúa diciendo que yo trato siempre de forma negativa la legislación penal constantiniana, que hasta «tildo de antisemitismo al emperador», y esto «a pesar del hecho conocido de que en aquel tiempo los judíos aún podían practicar libremente su fe» (151).

Como si la libre práctica de su fe por parte de los judíos estuviera en contradicción con el antisemitismo del emperador, un soberano que se burla de los judíos como ciegos espirituales, una «nación odiosa» a la que atribuye una «demencia innata»; a quienes permite la visita a Jerusalén un solo día al año, les prohíbe tajantemente que tengan esclavos cristianos, con lo que empieza su alejamiento de la agricultura, de tan graves consecuencias. Más aún, suya es la primera ley antijudía sobre la conversión al judaísmo (otoño del 315) amenazando ya con la hoguera al judío que se convierte y al cristiano convertido.

Tampoco es cierto que yo recoja sólo de forma «titubeante» la reserva de Constantino frente a los paganos (151). Frente a los paganos concedo en la página 278 que el regente mantuvo «en principio una notable reserva». Destaco su posición como Pontifex maximus durante toda su vida, como presidente del colegio de sacerdotes paganos, subrayando que su pontificado supremo, que simbolizaba la alianza con la religión pagana, figura siempre en los textos oficiales a la cabeza de sus cargos y funciones.

Por el contrario, la especialista en el emperador silencia que su héroe, con el aumento del poder y la libertad de movimientos, atacó también con creciente rigor a los paganos. Lo que se echa de ver sobre todo en sus últimos años de gobierno, aunque tampoco entraba en sus intereses oponerse frontalmente a la gran mayoría del imperio. Así y todo, prohibió la reconstrucción de los templos ruinosos y también ordenó ya el cierre de templos. En todas las provincias fueron además robados y «saqueados sin miramiento» (Tinnefeld) para él, sus favoritos, para las iglesias; de hecho se llegó a «un latrocinio de obras de arte como jamás se había dado» (Kornemann). Y después dispuso también Constantino su destrucción; «destruyó hasta los cimientos aquellos templos que los idólatras tenían en mayor veneración». «A una señal yacían en el suelo templos enteros», relata en tono triunfal el obispo Eusebio. Ni tardó el potentado en ordenar la quema de los quince libros de Porfirio Contra los cristianos, en los que se adelantaba «a toda la crítica bíblica de la Edad Moderna» (Poulsen), «sin que todavía hoy haya sido refutado», al decir del teólogo Harnack.

Acerca de todo esto Maria R.-Alföldi una vez más guarda silencio absoluto. Por el contrario, advierte «la reserva de Constantino frente a los paganos, que no puede negarse» y que yo supuestamente sólo abordo «de forma titubeante» y en seguida pone sobre la mesa otra falsedad: la de que «una vez más, apenas he visto» que su «severidad» contra los herejes respondía al deseo de «asegurar la paz interna» (151).

En realidad, y así lo hago constar en las páginas 277 y ss., la lucha del emperador contra los «herejes» no se interesaba tanto por la religión «como por la unidad de la Iglesia… y con ello por la unidad del imperio… el soberano deseaba la unidad de la Iglesia para fortalecimiento del Estado, odiaba “la gangrena de la discordia”». Dejo claro que Constantino, como él mismo afirma, deseaba la «unión de todos los servidores de Dios» y que también el Estado «pudiera gozar de sus frutos». Subrayo que por ello el regente «buscaba la unidad estatal más que ninguna otra cosa», que en sus cartas a obispos, sínodos y comunidades conjuraba «incansable a la unidad, a la concordia», «la paz y el entendimiento», «la armonía y la unión», que una y otra vez postulaba «un ordenamiento unitario» y de continuo exigía que en «la Iglesia católica hubiera una única fe», «que la Iglesia universal fuese una»…, y a la postre resulta que todo esto «una vez más, apenas lo he visto…».

Por el contrario, la autora de nuevo no concreta lo más mínimo la «severidad» imperial contra los herejes, apenas rozada. El primer emperador cristiano en lucha contra cristianos no encaja bien en el cuadro. Ni una palabra en consecuencia sobre el hecho de que Constantino en un duro decreto contra los «herejes» (en el supuesto de que el obispo Eusebio, que lo transmite, no lo haya falseado) les imputa a todos «mentiras» y «necedad», les increpa como a «enemigos de la verdad» e «inductores a la ruina». Ni una palabra sobre el hecho de que durante años combatió a los donatistas africanos, les quitó las iglesias y propiedades, envió soldados contra ellos, con lo que aun antes de que se asesinase a los paganos se llegó a la primera persecución de cristianos realizada en nombre de la Iglesia, al asalto de basílicas, al asesinato de hombres y mujeres, a la eliminación de dos obispos donatistas y también a una sangrienta guerra de campesinos, pues los perseguidos se unieron con los siervos de la gleba que sufrían graves vejámenes. Y asimismo ni una palabra naturalmente sobre la lucha contra la Iglesia marcionita, tal vez mayor y en todo caso más antigua que la católica. Prohibió sus cultos litúrgicos, confiscó sus bienes inmuebles, destruyó sus casas de oración. De ese modo la experta, eliminando en buena medida todo lo perjudicial, puede acabar aplicando el atributo de «Grande… no sin motivo» (159), en definitiva no sólo al asesino de miles de personas sino también a un autócrata desenfrenado, al primer emperador que estableció su voluntad personal como «fuente inmediata de derecho» (Schwartz).

Todo lo dicho hasta ahora se refiere simplemente a algo más de dos páginas del texto de la historiadora.

Ahora ofrece en apretada tipografía algunos «fallos y enfoques especialmente molestos». Pero como ya en la tipografía mayor había podido decir poco, y sobre todo poco esencial, y sí muchas inexactitudes y rectificaciones, que eran falsificaciones, torsiones eufemísticas, sugerencias desleales, ocultaciones, algo que las más de las veces se aparta de lo esencial —todo ello típico de la exposición histórica que mira de soslayo al poder de la Iglesia o del Estado—, nos figuramos ciertamente los puntos relevantes que ofrecerá en letra menuda.

No quiero aburrir con todo ello. Pero, pars pro toto, ofreceré un par de ejemplos (de los diez que figuran).

El nombre de un senador del tiempo de Constantino aparecería «escrito siempre “Anylinus”» (152). Dicho nombre aparece dos veces. ¿A qué entonces el «siempre»? Y la escritura «Anylinus» no es en absoluto falsa, pues así lo escribe siempre, entre otros, el «padre de la historia eclesiástica», el obispo Eusebio. Y por supuesto se pueden escribir innumerables nombres en griego o en latín sin cometer el menor lapsus. Pero ella afirma: «se llama en realidad Annulinus…».

Acerca de la página 223 anota: «“Pero todavía en los últimos años de su vida Constantino se hizo representar en una estatua de pórfido bajo la figura de Helios (…)”, cosa que para Deschner representa su eminente falsedad» (152). Pero de eso no se habla para nada en mi contexto. Pues de lo que se trata allí no es del emperador, sino de los padres de la Iglesia, que con ayuda de mentiras legendarias contradictorias entre sí convierten su victoria sobre Majencio en una victoria del cristianismo sobre el paganismo creando así una «religiosidad» política y militante, la «teología imperial», de fatales consecuencias hasta las dos guerras mundiales. En cambio, según refiero en la página 223, en las monedas de Constantino aún aparece durante largo tiempo Juppiter Conservator así como Marte, y más tiempo aún el invencible dios solar, Sol Invictus. Y sigue después la frase que ella aduce y que yo cito completa hasta el final: «Pero todavía en los últimos años de su vida Constantino se hizo representar en una estatua de pórfido bajo la figura de Helios, e incluso la víspera de su muerte estableció una ley, por la que “los sacerdotes paganos quedaban exentos a perpetuidad de todos los tributos inferiores”. Pues personalmente era de la opinión de que jamás había cambiado al dios al que oraba».

¿Dónde habría yo meramente sugerido aquí la «eminente falsedad» de Constantino? La investigadora lo inventa.

En la misma página (152) recoge y combate mi observación de que la cabeza de Licinio aparece al comienzo «en las monedas, lo mismo que la de Constantino, con un “nimbo”, una aureola de santidad, como símbolo de su iluminación divina» (233).

¿De qué se trata? Mientras Constantino necesitó a Licinio para deshacerse de sus enemigos, los padres de la Iglesia alaban y ensalzan también a Licinio. Pero tan pronto como Constantino se vuelve contra Licinio, los groseros oportunistas satanizan a quien hasta entonces había sido «amado de Dios», lo transforman sin más en un monstruo ¡y de repente es cruel y depravado! Todo lo que se le ocurre a la crítica es esto: «La equiparación de nimbo y aureola de santidad no se da en la Antigüedad tardía» (152). Se desvía de lo esencial. Y una vez más tampoco aquí entra en mis incriminaciones de fuste y envergadura, en el asunto que importa; y en su lugar presenta detalles accesorios, como el de que «no se da en la Antigüedad tardía…». ¡Como si ése fuera mi tema! ¿Y es que vale la objeción en sí misma? Porque ¿qué significa aquí Antigüedad tardía? ¿Cuánto se prolonga? ¿Hasta el 313?, ¿hasta el 375?, ¿hasta el 476?, ¿o tal vez hasta mediados del siglo VII? No existe al respecto una communis opinio. Y todo el mundo sabe que tales divisiones en épocas, tales coordinaciones y límites temporales, comportan siempre una cierta arbitrariedad; siempre son aparentes, porque en realidad no hay puntos fijos.

Lo que sí consta es que el nimbo, que en forma de una nube que oculta o ilumina, señala manifestaciones divinas, aparece ya en Homero; distingue a dioses, héroes y reyes, como Venus, Neptuno, Mitra y Alejandro; finalmente, en el siglo IV se traspasa de Constantino a Cristo y desde comienzos del siglo V aparece regularmente y de un modo general en las representaciones de ángeles, apóstoles y santos. (¡Sagaces teólogos católicos descubren el nimbo, la gloria, la aureola de santidad, ya en el Nuevo Testamento!) Como quiera que sea, la incriminada «equiparación entre nimbo y aureola de santidad», primero, no juega papel alguno en mi contexto; segundo, es objetivamente correcta; y tercero, también temporalmente encaja con la Antigüedad tardía.

Acerca de mis páginas 243 y ss., Maria R.-Alföldi advierte repetidas veces que «divus es apostrofado como título de los emperadores, sacer y sanctus eran considerados en el entorno imperial como arrogación suprema» (153). Pero yo digo claramente que, primero, «a Constantino no se le pudo ya llamar divus, como todavía se había hecho con Diocleciano y los corregentes», y segundo, que yo nunca he utilizado los términos sacer y sanctus, ni como arrogación suprema ni en modo alguno.

Un último ejemplo sobre el ingenio crítico de Maria R.-Alföldi sacado de su inserción en letra pequeña acerca de «los fallos y enfoques especialmente molestos» (151). Me cita: «Las monedas acuñadas en las cecas de sus hijos cristianos nos lo presentan subiendo al cielo, como ya antes su padre», y descubre aquí «una vez más lo poco que es capaz de controlarse Deschner, cuando formula su crítica: ha continuado ignorando a todas luces cómo precisamente en las monedas se ha transmitido la clásica consecrado pagana con el águila de Constancio Cloro, que se eleva de la pira en llamas» (153).

Así que no solamente me falta la «técnica de la investigación»; me falta también conocimiento. Por lo demás soy muy consciente de ello. ¿Y a quién no le falta conocimiento? Pero en modo alguno he continuado «ignorando a todas luces», para que ella rellene mi supuesta laguna cognoscitiva. En efecto, ella misma me cita al presentar a Constantino «subiendo al cielo, como ya antes su padre…». Y hace ya casi cuarenta años, como puede leerse en mi libro Abermals krähte der Hahn, me eran conocidas numerosas ascensiones al cielo de señoríos paganos y judíos: las de Cibeles, Heracles, Attis, Mitra, César y Homero, Henoc, Moisés, Elías… Cierto que «mencionar la “ascensión al cielo” es al menos equívoco» (153). Pero ¿por qué? ¿Acaso sólo el Señor Jesús ascendió real y verdaderamente?

María R.-Alföldi, que ya encontraba «difícil» presentar, «aunque sólo fuese de manera aproximada», el contenido de mi capítulo sobre Constantino, ya había tenido problemas con la lectura de las «citas antepuestas como lema», según confiesa al comienzo de la segunda parte de su texto. Para ella la selección, una vez más, «no era precisamente razonable», aunque al mismo tiempo era «todavía más característica que las peculiaridades ahora señaladas», a saber: «tendencia y agitación ya como preludio» (153 y ss.). Pero toda historiografía sin excepción es tendenciosa. ¡La honrada lo reconoce! Y es que cada una tiene su tendencia y orientación; cada una aboga por o contra algo, y en consecuencia «vota» por algo o contra algo. Es evidente que cada historiador está subjetivamente marcado de antemano y atado. Cada uno tiene sus determinantes, sus premisas y predilecciones; cada uno tiene sus sistemas de valores, sus hipótesis y sus mecanismos de selección, sus proyecciones y egoísmos, sus pautas de significado y tipificaciones así como sus modelos de interpretación. Cada uno examina, investiga y aclara el mundo y la historia en el sentido de su concepción del mundo. Y el más peligroso es siempre aquel que lo niega, quien actúa de forma no partidista y simula una neutralidad axiológica, una inocencia teórico-científica, en una palabra, quien simula una objetividad que presumiblemente no existe, al menos en la teología y en la historiografía (véase para todo esto mi «Introducción general» en el volumen primero, pp. 37 y ss.). «¡Objetivo lo es sólo quien carece de ideas!», dice Johann Gustav Droysen.

Se trata de seis citas. La primera de Agustín, que exalta de forma concisa las guerras y victorias de Constantino; la segunda del obispo Eusebio, historiador de la Iglesia, que celebra la abolición de toda clase de «culto a los ídolos» por obra del soberano. En otras tres citas de teólogos de finales del siglo XX, el primer emperador cristiano es para Peter Stockmeier «un ejemplo luminoso»; para Kurt Aland fue «cristiano de corazón y no sólo con arreglo a la actuación externa». Y Karl Baus califica su postura espiritual como «la de un verdadero creyente». Cierra la serie un texto de Percy Bysshe Shelley, «precoz y grandioso lírico de comienzos del siglo XIX, que para Deschner es evidentemente el único que ha dicho la verdad» (154): «… ese monstruo Constantino… ese verdugo hipócrita y frío degolló a su hijo, estranguló a su mujer, asesinó a su suegro y a su cuñado y mantuvo en su corte una caterva de sacerdotes sanguinarios y cerriles, de los que uno solo se habría bastado para poner a media humanidad en contra de la otra media y obligarlas a matarse mutuamente».

Pues bien, la afirmación de Shelley no es para mí en modo alguno «la única verdad», aunque esa visión de las cosas seguramente se acerca a lo ocurrido más que la visión de los mojigatos antiguos y modernos citados antes que él.

Antes de pasar a la tercera y última parte de la crítica de Alföldi quiero detenerme en algunos de los reproches de su apartado segundo.

Me ilustra, por ejemplo, sobre algunos termini technici, que yo describí hace décadas al exponer el culto al soberano y su influencia en el Nuevo Testamento, y sugiere —un truco tan popular como burdo— la «burla» de que se presenten cual conocidos títulos como «salvador y benefactor»; «no vale la pena». Como si no supiera también ella que la gran mayoría de los creyentes todavía hoy no tiene la menor idea de esos antecedentes (y de centenares más) y del hecho de que en el cristianismo no hay nada original —con claros plagios que van desde la fiesta de Navidad hasta la Ascensión—. ¡De eso viven en efecto las Iglesias! Por lo demás, mi «burla» no se agota con la frase —por mí supuestamente «destacada con verdadera ironía»— «el “salvador y benefactor” había preparado la batalla decisiva con acciones religioso-políticas…».

Ella no tiene nada decisivo que aducir; de ahí que una y otra vez sólo pueda zaherir con sugerencias infundadas y tenga que exagerar deformando, escamotear las cuestiones o simplemente faltar a la verdad. Pero la pedantería doctrinaria, casi ridícula no sólo en la consideración de quien se dispone al debate, que a menudo se me atribuye, demuestra más que muchas otras cosas lo poco fundado que resulta todo esto. Por ejemplo, cuando censura (p. 154 y ss.) como «no conforme a la realidad» el empleo de expresiones modernas, desconocidas en la Antigüedad, como «aggressor» (sic) y «guerra ofensiva», que inducen «a error» a los lectores. Sin embargo, son muchísimos los historiadores modernos que utilizan vocablos nuevos para épocas antiguas; en mi capítulo sobre Constantino cito al decano Otto Seeck con la expresión «guerra ofensiva» o «guerra de ataque».

Desde la manifiesta falta de objeciones serias, hasta critica que en mí estén «relativamente subrepresentadas las disertaciones en comparación con las monografías» (155). Pero eso basta. Tampoco aquí hay ninguna norma. Ciertamente que «se escriben muchísimas cosas nuevas en forma precisamente de disertación»; demasiadas. Pero «muchísimas cosas nuevas» no necesariamente son muchísimas cosas buenas, que son las que me importan. Y ciertamente que a ella no le pregunto por lo bueno.

La señora R.-Alföldi me reprocha también «desconocimiento» sobre la composición étnica de los francos.

El joven emperador Constantino, escribo en la página 217, había vencido como dueño de Britania y Galia a los francos y después había mandado que «sus reyes Ascarico y Merogaisio fuesen destrozados por osos hambrientos para edificación general». Algo después completo el dato diciendo que aquellos reyes «francos» eran posiblemente brúcteros o tubantes. Pero esto, contraataca ella, no revela, «como tal vez pretende, erudición y saber, sino el desconocimiento del hecho histórico de que “los francos” eran una anfictionía, en los cuales [sic] muy bien tenían también su sitio los brúcteros y los tubantes» (156).

Pero ¿es que mi texto lo excluye? Esto es lo que digo: «Es posible que los reyes “francos” fuesen brúcteros o tubantes en realidad». Constantino, por su parte, había vencido a la tribu germánica de los «brúcteros» junto al Rin. Pero existían también los «boructuarios», como informa Beda, que sólo muchísimo más tarde, hacia finales del siglo VII, ocupaban el territorio entre Lippe y Ruhr y cayeron bajo dominio sajón. Cuando el obispo misionero Suitberto (fallecido en 713) intentó «instruir» a dichos brúcteros de Westfalia, hubo de huir de los sajones. Con lo cual de primeras en modo alguno los brácteros se abrieron (por entero) a los francos. Y aunque en tiempo de Constantino una parte de ellos pertenecía a los francos, no dejaron por ello de ser brúcteros, como los sajones no dejaron de serlo al estar bajo dominio franco.

Yo no cito nunca de forma absurda. Y cuando aduzco citas, lo hago con todo cuidado. Naturalmente, por lo regular cito «entresacando del conjunto» (154); es algo que comparto con todos los citadores del mundo. Pero sorprendentemente surge la calumnia de que ofrezco «citas de literatura especializada antigua y moderna por lo general mutiladas» (154). Y, aunque no insisto en el «por lo general», que resulta especialmente infame, es algo que habría que sustentar con abundancia de pruebas. ¿Dónde están?

Ciertamente, Maria R.-Alföldi puede apuntarse un tanto: el de que he confundido la basílica de Letrán con la basílica del Forum Romanum. ¡Bingo!

Compendio mi presentación del emperador, incorporo también datos ya discutidos que me parecen especialmente sólidos, y confronto con todo ello a modo de conclusión, y asimismo brevemente, la «contraimagen de Constantino» esbozada por la señora crítica.

Con vistas a su carrera Constantino I falseó la religión de su padre Constancio Cloro, un antiguo guardaespaldas imperial, se alzó ilegalmente a la autoridad de emperador y en un afán de poder sin igual destruyó el sistema diocleciano de la tetrarquía haciendo asesinar a tres coemperadores. Constantino guerreó a lo largo de toda su vida. Fue agresivo «desde el comienzo» (Stallknecht); no tuvo ante sus ojos «más que ese objetivo de una soberanía mayor» (Vogt), aplicando una y otra vez «una dureza terrible» (Kornemann): en 306 contra los brúcteros, en 310 de nuevo contra los brúcteros, en 312 contra el coemperador Majencio, en 313 contra los francos, en 314 contra los sármatas, en 315 contra los godos, y aproximadamente por las mismas fechas también contra el coemperador Licinio, con lo cual Constantino puede haber aniquilado a más de 20.000 de sus adversarios; en 320 contra los alamanes, en 322 contra los sármatas, en 323 contra los godos, mandando quemar vivo a quienquiera que les ayudase; en 324 contra el coemperador Licinio, en una «guerra de religión», antes de la cual Constantino ya se había alineado con obispos castrenses, «santos y puros», reza con su soldadesca para acabar cubriendo el campo de batalla con 40.000 cadáveres y hundir 130 naves con 5.000 marineros frente a la costa escarpada de Gallípoli.

Constantino promete con juramento a Licinio respetarle la vida; pero un año después lo hace estrangular liquidando asimismo a muchos de sus partidarios destacados en todas las ciudades de Oriente. «Cada emperador cristiano se esforzó por emular a este gran modelo —asegura el teólogo católico Stockmeier—; discrecionalmente fue posible remitirse a él para poner un ideal [!] ante los ojos de los príncipes.» Efectivamente, pasó a ser «la figura ideal del príncipe cristiano por antonomasia» (Lowe).

Todo esto, aquí simplemente apuntado, lo refleja R.-Alföldi (148) en la frase: «Empieza por afianzarse, después gana paso a paso los territorios de sus corregentes, para finalmente en 324 reunir todo el imperio romano bajo su cetro». Vista así, la historia es ciertamente un asunto limpio y aséptico. Ahí apenas corre sangre, aunque no deja de añadir: «Repetidas veces hubo de combatir en las fronteras para asegurar el territorio imperial».

En 328 marcha Constantino contra los godos, en 329 contra los alamanes, en 332 de nuevo contra los godos, cuyas pérdidas, agravadas por el hambre y el frío, se calcularon en cientos de miles. Y todavía en 337, año de su muerte, el «creador del imperio mundial cristiano» (Dólger) quiso acometer una cruzada contra los persas acompañado de muchos obispos castrenses.

Pero de todo esto, con lo que Constantino fundó el Occidente cristiano y que por vez primera hizo de Constantino «el Grande» —como mutatis mutandis ocurrió más tarde con Carlos I—, se encuentra muy poco en Maria R.-Alföldi, y más bien de manera forzada en su polémica contra mí. Tampoco de la crueldad personal del emperador, para quien las vidas humanas «no tenían ningún valor» (Seeck), de los «juegos francos» iniciados por él (14-20 de julio), de los «ludi gothici» (4-9 de febrero) en los que hizo arrojar a las fieras de la arena a centenares de prisioneros, no se encuentra absolutamente nada. Algo parecido cabe decir del asesinato de sus parientes más próximos. Probablemente apunta a esa matanza brutal (que su hijo Constancio II continuó el mismo año de la muerte del progenitor, como las matanzas de parientes que luego serían la regla en las dinastías cristianas), probablemente alude a ese rasgo esencial y terrible del emperador grande y santo la frase femenina de Maria R.-Alföldi, que difícilmente podía resultar más grotesca: «Parece incluso que propendía al genio colérico» (158).

El mantenimiento de las torturas incluso antes del juicio, deseado por el príncipe ideal cristiano que fue Constantino —«y los métodos previstos para las mismas eran crueles» (Grant)—, no merece una sola palabra por parte de la «especialista en Constantino de prestigio internacional» (148). Lo mismo ocurre con los tormentos horribles de los esclavos. Si los esclavos morían a consecuencia de los golpes de sus amos, dispone Constantino (18 de abril de 326) que los homicidas «estén libres de culpa» (culpa nudi surti) y que «los amos no teman ninguna investigación» (quaestionem)… Y Su Majestad prohíbe incluso expresamente en un decreto posterior que se abra ningún proceso, ¡tanto si la muerte había sido intencionada como si no! Sobre todo ello calla por completo la defensora del «Grande». También silencia casi todos los detalles del apartado especialmente importante, y por lo mismo el más largo, «De la Iglesia pacifista a la Iglesia del páter castrense». En él se estudia el hecho fundamental, que hasta hoy desautoriza a la Iglesia católica: sus teólogos de los tres primeros siglos ni en Oriente ni en Occidente permitieron el servicio militar y hasta prohibieron la legítima defensa y la pena de muerte, la condena capital así como la ejecución o simplemente la denuncia, que conduce a la misma (y según el ordenamiento canónico del santo obispo romano Hipólito del siglo ni, ni siquiera los cazadores podían ser cristianos). Y entonces (313) Constantino declara el cristianismo religión permitida, otorgándole una multitud de privilegios, especialmente a los jerarcas, e inmediatamente los hasta ese momento pacifistas entregan al Estado de repente procristiano las víctimas como ovejas conducidas al matadero. ¡Ahora quien en tiempo de guerra abandonaba las armas era expulsado y los soldados mártires de antaño desaparecieron de los calendarios eclesiásticos!

En este contexto combato yo contra los defensores antiguos y modernos de tan inaudita traición, y entre otros también contra Hans von Campenhausen; a lo que Maria R.-Alföldi, con el olfato para lo esencial que le es propio, no sabe decir otra cosa que esta frase: «La manera de citar “de los teólogos liberales”… representa un punto culminante» (156).

¿Y cómo aparece ahora su «contraimagen de Constantino esbozada con algunos rasgos» (157)? Tengo que esquematizarla aquí una vez más, y a ser posible utilizando las mismas palabras: la frontera debilitada la refuerza de nuevo el soberano, introduce un sistema tributario más efectivo, con el aumento de los ingresos se reestructura de nuevo el territorio imperial y la burocracia aumenta considerablemente. Profesiones y misiones —éste no es mi alemán— se hacen necesariamente hereditarias, los fallos se eliminan a la mayor brevedad posible, surge un poderoso estado mayor y se funda la nueva residencia de Constantinopla en un lugar estratégicamente decisivo.

Personalmente Constantino posee indudables dotes militares y sabe utilizar sus enormes posibilidades como emperador soberano. Puede ser clemente, pero sabe actuar con mano dura cuando su posición peligra; a pesar de todo en los comienzos se mantuvo como un político prudente y realista. De forma vigorosa intenta llenar las simas entre las viejas creencias y la nueva fe, prefiere ciertamente a los cristianos, pero también aquí las más de las veces con cautela y realismo, aunque pesa mucho el problema de la guerra justa de los buenos cristianos que eran atacados. Resumiendo, un intrépido innovador, su obra se ha mantenido sorprendentemente por mucho tiempo y sirve de base practicable al futuro: «también en este sentido es nuevo el cristianismo, que históricamente continuó y continúa hasta hoy» (159).

¿No suena bien y muy familiarmente académico el que la autora «resuma el estado actual de la ciencia respecto del emperador Constantino», como dice el editor en la solapa? ¿Corre ahí la sangre? ¿Revientan en la mierda tribus y pueblos? ¡No, la mierda la amontono yo! Mi «celo desmesurado, más aún, cargado de resentimiento, extraña», resulta «indigno de crédito», hace imposibles «unas discusiones auténticas». Y así, a mi empeño se aplica «sin limitación la grave frase del poeta francés Paul Valéry, cuando dice: “La historiografía representa el producto más peligroso que jamás se ha cocido en la cocina venenosa del intelecto humano”». (De paso: «cuando dice…» resulta un tanto torpe, pesado e inútil por completo. Y ya no de paso: la profesora de Ciencias Auxiliares de la Arqueología ofrece en una nota a pie de página el tenor original de la frase. Paso por alto el error tipográfico «dangeureux». Pero de «la cocina venenosa del intelecto humano», en la que «jamás» «se ha cocido» algo, no se encuentra ni una sola sílaba en Valéry. De haberme yo permitido semejantes libertades en la traducción, habría tenido garantizadas por parte de la profesora de Ciencias auxiliares expresiones como «traduttore, traditore», «tendenciosidad» y hasta «falsificación».)

Por lo demás, también yo estoy convencido de lo atinado de la sentencia de Valéry, de su significado, de la importancia de esa frase por lo que respecta a la habitual historiografía dominada por categorías de poder político, por lo que hace a una historiografía, que ciertamente sataniza con celo todo pequeño gangsterismo, a menudo incluso puramente hipotético y preparado al efecto, mientras que a través de los tiempos hace sumisa la corte a los grandes criminales de la historia. De continuo esa historiografía establece los ideales más perniciosos. De continuo sus seudoideales perversos y malignos corrompen a la humanidad. De continuo ha concurrido a la miseria resultante de una manera de pensar profundamente amoral, despreciadora del hombre y encaminada exclusivamente al poder y exclusivamente embriagada por el éxito, siendo apenas menos responsable que los perros sanguinarios a los que glorifica. Y que el cristianismo. El cristianismo, del que R.-Alföldi en conexión inmediata con la «obra» de Constantino dice (159): «También el cristianismo es nuevo en este sentido». La frase tiene resonancias indecentes y cínicas frente a su traición entonces inaudita; pero resulta incuestionablemente cierta. Y nada ha sido tan fatal para los pueblos, en especial para los cristianos, nada pronuncia el veredicto tan aniquilador para ese mismo cristianismo, como precisamente el hecho tan celebrado de que continuó y continúa «históricamente hasta hoy».

Si a la historiografía tradicional, que sólo corona a los vencedores y cultiva la hagiografía, siguiera otro tipo de consideración y enjuiciamiento de la historia, críticos con el poder y realmente éticos, ¿habría algo más que desear, habría algo más provechoso para los pueblos, para los pueblos oprimidos y vejados de continuo? Y así también yo recuerdo para concluir la palabra de un poeta y pensador, la sentencia del Premio Nobel de Literatura Elias Canetti, que figura al comienzo del primer volumen de la Historia criminal del cristianismo: «Para los historiadores las guerras vienen a ser algo sagrado; rompen a modo de tormentas saludables o por lo menos inevitables que, cayendo desde la esfera de lo sobrenatural, vienen a interferir en el curso lógico y aclarado de los acontecimientos mundiales. Odio ese respeto de los historiadores por lo sucedido, sólo porque ocurrió, sus falsas reglas deducidas aposteriori, su impotencia que los induce a postrarse ante cualquier forma de poder».