JUAN VIII (872-882), UN PAPA COMO DIOS MANDA
«Aquel que deba ser elevado por Nos a la dignidad imperial, antes y sobre todo tendrá también que ser llamado y elegido por Nos.»
PAPA JUAN VIII[188]
«… el mundo había comprendido que en aquello que él exigía y reclamaba al igual que sus predecesores, de lo que en realidad se trataba era de derechos civiles y de dominio terrenal, no de la fe y de la Iglesia.»
JOHANNES HALLER[189]
«En Roma el obispo de la sede apostólica era otro, de nombre Juan; éste ya antes había sido envenenado por su pariente; pero entonces fue golpeado por el mismo a la vez que por otros compañeros de crimen con un martillo, hasta que éste se le quedó clavado en el cerebro…, pues estaban sedientos tanto de su tesoro como de la dirección del obispado».
ANNALES FULDENSES[190]
«Sin duda en Italia reinaba la más completa anarquía…
De los nueve papas, que durante los doce años siguientes ocuparon en rápida sucesión la silla de Pedro, apenas uno murió de muerte natural.»
KARL KUPISCH[191]
Del sucesor de Adriano, el nativo romano Juan VIII, ya entrado en años y uno de los papas más conocidos de cuantos reinaron entre Nicolás I y Gregorio VII, pensaba el historiador católico Kühner, relativamente crítico: «Todo su empeño estuvo en imponer la paz y la justicia». Pero en realidad Juan VIII fue un papa extraordinariamente ambiguo, un verdadero conspirador que echó las redes literalmente por doquier, no aspirando más que al poder y nimbado por el trágico brillo de la guerra. Ninguno de sus predecesores había lanzado tantas excomuniones; ninguno antes se acomodó tan sin conciencia y con tanta versatilidad a todos los cambios del momento, aunque bastantes de sus predecesores intentaron ya sin rebozo alguno desplegar el poder eclesiástico con objetivos puramente políticos.
Inspirado por Gregorio I y por Nicolás I, sus modelos, extremó el rol direccional de los papas. Y al igual que León IV transformó San Pedro, el barrio del Vaticano, la «Ciudad Leonina», en una fortificación, también Juan VIII amuralló la basílica de San Pablo y todo el suburbio anejo, que llamó «Johannipolis». Y como ya su predecesor Adriano —después de haber librado generosamente a Luis II de un juramento, emitido a través del duque Adelchis de Benevento en 871— había impulsado al emperador «a la reanudación de la lucha» (Regino de Prüm), así también el papa Juan acompañó con vigorosas sentencias bíblicas la guerra de Luis contra los sarracenos y, como también hiciera León IV, absolvió de sus pecados a cuantos «caen con piedad católica contra paganos e infieles», prometiéndoles asimismo la paz «de la vida eterna».
Este representante de Cristo también reclutó soldados, obtuvo del rey de Galicia una caballería mora, probablemente fundó el cargo de presidente de los astilleros y seguramente en una «iniciativa fresca» (Seppelt, católico) fundó la primera marina papal: unos barcos ocupados por tropas, con dos castillos defensivos, provistos de máquinas catapultas capaces de lanzar piedras, teas y garfios para el abordaje y movidos por remeros esclavos. Personalmente llevó a cabo empresas militares, fue el primer papa almirante que fue a la caza de sarracenos, consiguiendo matar a muchos de aquellos «animales salvajes» —como él les llamaba con un lenguaje de verdadero santo padre— y arrebatarles 18 naves de Cabo de la Circe. Toda una «gesta heroica», según el católico Daniel-Rops. También puso empeño en evitar cualquier grave contagio colaboracionista amenazando con la excomunión eclesiástica a los cristianos que negociasen con los sarracenos.[192]
A la muerte del emperador Luis II sus tíos Luis el Germánico y Carlos el Calvo reivindicaron la corona imperial. El papa Juan VIII envió sus legados a Carlos, el clero italiano también se decidió por él, con lo que «el tirano de la Galia» cruzó a toda prisa el Gran San Bernardo e irrumpió en Italia, donde «con mano artera arrambló con todos los tesoros que pudo encontrar» (Annales Fuldenses). Por el contrario, los francoorientales Carlos III y Carlomán que cruzaron los Alpes (por orden de su padre) sólo recibieron el apoyo del margrave Berengario de Fríuli, que luego sería rey y emperador (su madre Gisela era hija de Luis el Piadoso).
Pero Luis el Germánico aprovechó la ausencia de su hermano —como ya lo hiciera el año 858— para invadir el reino franco occidental en una incursión de pura venganza. El ejército real, cuentan los Annales Fuldenses, «saqueó y devastó cuando pudo encontrar». Cierto que los magnates occidentales se asociaron bajo juramento para rechazar a los invasores; pero también ellos arruinaron el reino de Carlos «toda vez que ellos mismos devastaron como enemigos». Más aún, muchos condes y obispos acudieron a Luis, cuando el incendiario rey franco oriental celebró «la fiesta del Nacimiento del Señor en Attigny» y tras el golpe de mano «la cuaresma y la fiesta de Pascua» en el palacio de Frankfurt (Annales Bertiniani).
Carlos el Calvo, a quien ya Nicolás I había designado y propuesto por «inspiración divina», disponía indiscutiblemente del poder más fuerte, de modo que pudo ayudar al papa tanto contra la nobleza romana como contra los árabes, con quienes príncipes y ciudades una y otra vez se habían aliado por afán de botín; botín del que también Juan estaba hambriento. Al mismo tiempo, sin embargo, el monarca franco occidental estaba tan amenazado por los salteadores daneses, que el papa creyó tener las manos lo suficientemente libres como para llevar a cabo en Italia sus propios planes políticos.
Mas Carlos, que pese a la miseria general explotaba insaciable su reino, aunque haciendo donaciones generosas a la Iglesia local, pareció dilapidar sus tesoros también en el sur y hasta dio la impresión de querer vender formalmente su imperium. Y así pudo Carlomán, cuya espada temía como cualquier otra —«pues era tan cobarde como una liebre»—, inducirlo a la retirada «con oro, plata y piedras preciosas en cantidad incontable». Asimismo sobornó «a todo el senado del pueblo romano con oro como Yugurta y se lo ganó para sí» (Annales Fuldenses).
Y al propio papa Juan, que ciertamente no era amigo de los carolingios francoorientales, no parece que le dejaran indiferente las ingentes sumas de dinero de Carlos.
Éste naturalmente también había hecho «muchos y preciosos regalos a san Pedro», como cabía esperar. Y así declaraba el «sucesor» del apóstol que Carlos había superado a su padre y hasta a su abuelo; afirmaba que su elección para emperador la había Dios decretado ya «antes de la creación del mundo»; con adulación servil y ridícula, lo celebraba como el astro salvador que se alzaba sobre la humanidad, como el «liberador del mundo» largamente anhelado, el varón de Dios a quien los ángeles le habían señalado el camino a través de territorios impracticables, de pantanos, de pasos desconocidos, de corrientes arrasadoras, etcétera. Y en la Navidad del 875 coronó pomposamente emperador a Carlos el Calvo en la iglesia de San Pedro, exactamente 75 años después de la coronación de su abuelo Carlomagno, mientras que amenazaba con la exclusión, la deposición y el anatema a cuantos, obispos y laicos, apoyasen a Luis el Germánico.
Difícilmente cabe sobrevalorar el cambio operado, el giro total de la historia: en efecto, si en tiempos los emperadores reivindicaron la corona en virtud del derecho hereditario, ¡ahora era el papado, exclusivamente el papado, el que reivindicaba otorgar esa corona a su arbitrio!
Roma hacía a la vez otro gran negocio. Carlos no sólo renunciaba a los derechos del emperador en el Estado de la Iglesia, establecidos por Lotario I en 824; no sólo renunciaba a los ingresos procedentes de los tres monasterios imperiales de San Salvatore, Santa María in Farfa y San Andrés de Soracte, y no sólo renovaba todas las donaciones, que sus predecesores, desde Pipino a Luis II, habían hecho a la Iglesia romana. Sino que el papa obtenía además considerables ampliaciones territoriales en Benevento y Nápoles, las tierras de Samnium y Calabria, las fortalezas fronterizas toscanas de Chiusi y Arezzo así como muy especialmente la soberanía suprema sobre los ducados de Spoleto y Benevento. Esto le granjeó de inmediato la enemistad de dos príncipes vecinos, el duque Adalberto de Toscana y sobre todo la del duque Lamberto de Spoleto, que a comienzos de 878 invadió Roma arrasándola durante cuatro semanas; plaga que los papas posteriores habrían de sufrir permanentemente bajo la sed de venganza de los espoletinos. Y los árabes acosaban al Estado pontificio más que nunca.
Así se sucedieron, por una parte, las incesantes llamadas de socorro de los pontífices, los gritos angustiosos por las devastaciones territoriales y las violaciones jurídicas, de las que Su Santidad por lo demás se hacía personalmente culpable, y siguieron las lamentaciones por los ataques sarracenos y por las correrías cristianas (¡las del duque de Spoleto!). Por otra parte, al «arrodillado» y suplicante emperador el papa Juan, que ya no encontraba «sueño para sus ojos ni alimento para su boca», le prometió de nuevo magnánimemente, si le otorgaba su apoyo, «las moradas del reino de los cielos» y «los prados de la vida eterna entre los ángeles».[193]
Juan VIII trabajó en la destrucción del imperio y del reino de Italia con vistas a incrementar el poder de su propia sede, dominar por igual a obispos y príncipes y dirigir Italia políticamente. «Aquel que deba ser elevado por Nos a la dignidad imperial, antes y sobre todo tendrá también que ser llamado y elegido por Nos», declaraba con osadía asombrosa al tiempo que encandilaba con la corona imperial, a veces simultáneamente, a casi todos los candidatos posibles, como Bosón de Vienne, el rey de Provenza, los hijos de Luis el Germánico, Carlomán y Luis III, y sobre todo al franco occidental Luis II el Tartamudo, hijo de Carlos el Calvo. Y a cada uno le prometía toda exaltación, gloria y salvación en este mundo y en el otro, todos los reinos del mundo. Y a cada uno le inculcaba que era el único candidato, ¡afirmando que en ningún otro había buscado ayuda y asistencia!
Y cuando por fin tuvo claro que no podía esperar mucho de los francos, se volvió hacia Bizancio.
Después de que Carlos fuese coronado emperador en Roma a finales de 875, a su regreso también le correspondió la corona del reino de Italia. A los suyos se lo otorga el Señor en sueños. Una asamblea de magnates en Pavía le otorgó la segunda dignidad; era sobre todo un grupo de numerosos obispos, a cuyo frente figuraba el arzobispo Ansperto de Milán, que fue el primero en jurarle lealtad, bien respaldado como se encontraba. De común acuerdo los grandes nombraron en febrero a Carlos su protector, señor y rey, pues la gracia divina por mediación de los príncipes de los apóstoles y del papa lo había exaltado a la dignidad de emperador.
Llegaron los juramentos recíprocos de fidelidad y también aquí el emperador y el clero se hicieron concesiones. Carlos recomendó fortalecer al papa Juan, honrar a la Iglesia romana, proteger sus posesiones territoriales a la vez que otorgaba a los prelados la permanente potestad de missi o representantes del emperador.[194]
Luis el Germánico no pensaba, sin embargo, dejar Italia en manos exclusivamente de Carlos. Y cuando los legados papales quisieron investigar los «conflictos» surgidos entre los hermanos e intentaron solucionarlos «de acuerdo con el derecho canónico y la ley civil», Carlos no quiso en modo alguno recibirlos. En vez de eso envió sus propios emisarios, el arzobispo de Colonia Wiliberto con dos condes, para que se entrevistasen con el emperador. Lo encontraron en el palacio de Ponthion junto con los obispos Juan de Arezzo y Juan de Toscanella, rechazados por Luis, con un sínodo que se prolongó tres semanas y al que asistían muchos eclesiásticos y grandes civiles. Sólo el 4 de julio pudieron presentar al mismo en presencia de Carlos la exigencia de su rey de recibir «una parte del reino del emperador Luis, hijo de su hermano Lotario, según le correspondía por derecho hereditario (ex hereditate) y tenía asegurado por juramento».
A ello respondieron los legados romanos con la lectura pública de dos cartas de su señor el papa dirigidas a los obispos y condes franco-orientales, con fecha de 13 de febrero. En ellas el papa se burlaba con extraordinaria dureza «del rey de Baviera», al que comparaba con Caín, reprochándole la envidia contra su hermano, el quebrantamiento de la paz, la falta de lealtad y la provocación incesante. En dos breves apostólicos del mismo día dirigidos a los obispos y grandes francooccidentales conminaba con la amenaza de excomunión a los tránsfugas que se habían pasado al bando de Luis para que reparasen el agravio, mientras que alababa a los otros por su lealtad «más firme que el diamante».[195]
El 28 de agosto del mismo año moría en el palacio de Frankfurt Luis, que había superado los setenta años y que llevaba enfermo mucho tiempo, aunque se hallaba en plenos preparativos para una guerra contra su hermano Carlos. Al día siguiente Luis fue enterrado en el cercano monasterio de Lorsch, en cuya cripta estaba su sarcófago todavía a comienzos del siglo XVII, desapareciendo después sin dejar el menor rastro.
En un último adiós al rey escribía Regino de Prüm: «Fue un príncipe muy cristiano, de fe católica, bastante instruido no sólo en las ciencias profanas sino también en las eclesiásticas; fue el más fervoroso cumplidor de cuanto exigían la religión, la paz y la justicia. Era de ingenio muy agudo (ingenio callidissimus) y prudente en el consejo; en la colación o revocación de los cargos públicos se dejaba guiar por un juicio circunspecto; en las batallas salió extraordinariamente victorioso siendo más diligente en la preparación de las armas que en la de los banquetes, pues los instrumentos de la guerra eran su tesoro más preciado…».
El famoso abad, a quien Reinhold Rau atribuye «una inteligencia suficiente para las leyes propias de la constitución del poder», creó aquí in nuce un espejo sugerente y casi deslumbrante del príncipe católico: un príncipe muy cristiano y muy astuto, de fe católica, sobremanera victorioso, amigo de las armas siendo las herramientas de la guerra su tesoro más grande, aunque también trabajador incansable por la paz, en una palabra, «el cumplidor más fervoroso de cuanto la religión… exigía…».
Carlos el Calvo —asimismo un tipo cristiano inquietante— «se llenó de inmensa alegría» con la noticia de la muerte de su hermano (Reginonis chronica) y no tuvo ya más pensamiento que arrebatar a su sobrino la mayor cantidad posible de su herencia paterna. Pero ya antes amenazó a sus parientes católicos «con las cosas más increíbles»; por ejemplo, con un ataque de tal magnitud «que cuando el Rin se hubiera tragado sus caballos, él personalmente cruzaría el lecho seco del río y devastaría todo el reino de Luis» (Annales Fuldenses).[196]
Y el fanfarrón dio al menos los primeros pasos para ello, buscando de inmediato la ampliación de su territorio por el este.
Quiso recuperar la mitad del reino lotaringio, que había dejado a su hermano, avanzando probablemente hasta la frontera del Rin y ocupando en consecuencia los territorios francoorientales a la izquierda del río en torno a Maguncia, Worms y Espira.
Prometió ricos feudos a los caudillos lotaringios, a quienes convocó para la anexión, amenazó a los que se resistían con el «exterminio» y, conculcando los juramentos que había hecho a su hermano, y a despecho también de los normandos que con cien barcos grandes presionaban a mediados de septiembre sus propios territorios, invadió el reino del que acababa de expirar. Con un ejército considerable pasó por Lotaringia oriental y por Aquisgrán, que con la ilusión de renovar el imperio de su abuelo Carlos I gustosamente habría convertido en su sede principal, y avanzó hasta Colonia, saqueando y devastando el país como los piratas escandinavos. Y siempre acompañado de los dos legados papales, Juan de Arezzo y Juan de Toscanella, «cómplices eclesiásticos de la invasión» (Mühlbacher).
Como el ataque de Franconia occidental había sido totalmente por sorpresa y como Carlomán, hijo mayor de Luis el Germánico, combatía precisamente en el este a los moravos mientras que Carlos, el pequeño, se hallaba en Alamania, Luis III, cuyo territorio corría también inminente peligro, avanzó hacia Deutz con tropas de Sajonia, Turingia y Franconia reclutadas a toda prisa y muy inferiores en número, para enfrentarse a su insaciable tío en el Rin; al mismo tiempo Carlos se detenía en Colonia al otro lado del río. Luis le envió legados, evocó el parentesco, los juramentos, los tratados y hasta la preciosa sangre cristiana por ambas partes y, siendo objeto de burla por parte del enemigo, intentó reforzar la moral de su tropa con ayunos, oraciones, procesiones rogativas y sobre todo con la exploración tradicional (uno de cada diez hombres se sometió al juicio de Dios con agua fría y caliente y con hierro incandescente), y naturalmente «todos salieron ilesos del juicio de Dios» (Annales Bertiniani).
Carlos había dado largas a Luis mediante negociaciones y había querido aprovechar el armisticio para caer alevosamente sobre el enemigo con las primeras luces del alba. Pero el arzobispo Wiliberto reveló el plan y cuando el ejército franco occidental, formado supuestamente («según se cuenta») por 50.000 hombres, tras una marcha nocturna agotadora bajo una lluvia torrencial, llegó la mañana del 8 de octubre a Andernach, fue atacado por las tropas de Luis dispuestas para el combate. «Éste se vistió de inmediato la armadura y puso toda su confianza en el Señor…», según palabras de los Anales de Fulda. De nuevo el viejo y buen uso cristiano: quien confía en Dios y vende cara su vida, siempre saldrá victorioso…
Y en efecto: «Como el fuego se extiende por la rastrojera y en un instante todo lo consume, así también destruyeron con la espada el poder de los enemigos y lo aniquilaron» (Regino de Prüm). Todo el bagaje y los tesoros todos de los mercaderes cayeron en manos de los vencedores. Mas los que no pudieron huir «en tal grado fueron despojados por los lugareños, que se envolvieron en heno y paja, con tal de poder ocultar sus vergüenzas…» (Annales Bertiniani).
Entre los prisioneros figuraban el abad Gauzlin, canciller del emperador, y el obispo Otulfo de Troyes. El botín fue increíble: armas, armaduras, caballos, el oro y la plata de los grandes así como el tesoro saqueado por Carlos. Él mismo, que cauto como siempre había evitado la batalla, huyó la noche del día siguiente, al parecer «casi desnudo» (pene nudus), según refiere el monje de Fulda. La emperatriz, fugitiva asimismo, tuvo un parto prematuro «al canto de los gallos y en pleno camino» (Annales Bertiniani). El niño, hijo de Carlos, moría poco después, aunque su alma pudo ser salvada para el cielo, y pronto también el rey Carlos pudo «reponerse». La batalla de Andernach fue la primera librada entre «alemanes» y «franceses» por el Rin.[197]
Después de este debut de los futuros «enemigos hereditarios», el victorioso rey franco oriental aún pudo marchar a Aquisgrán, pero estaba demasiado débil como para poder perseguir al derrotado emperador en su propio territorio (en los Anales francooccidentales el arzobispo Hinkmar hasta le llama en esta ocasión «salteador»… ¡y cómo le habría llamado en el caso de una victoria!).
En noviembre los tres hermanos francoorientales se repartieron el imperio de acuerdo con las disposiciones de su padre y se juraron lealtad mutua. Se lo repartieron simplemente en virtud del derecho de herencia y sin coronación alguna, como era habitual en el imperio occidental. Carlomán, el hijo mayor de Luis el Germánico, pasó a ser «rey de Baviera» con Panonia y Carantania, aunque dejó la administración de la última en manos de su hijo Arnulfo. Luis III, el Joven, el «rey de la Francia oriental», recibió Franconia oriental, Turingia, Sajorna y Frisia con las tribus fronterizas sujetas a tributo. Carlos III el Gordo, que era el menor, empezó obteniendo Alamania y Churratia (Coira) y tras la muerte precoz de sus hermanos (880 y 882) gobernó también sobre la herencia de los mismos que se había ampliado notablemente, con lo que ya en 881consiguió la renovación del imperio.[198]
Pero Carlos el Calvo no sólo hubo de retroceder notablemente ante los francos orientales. Tampoco logró nada con los normandos del Sena y del Loira. Más bien se libró de ellos mediante dineros, que naturalmente sacó a las clases acomodadas despojándolas como un gran depredador. Así, impuso un tributo perfectamente calculado por cada terreno señorial (Hube: una explotación económica en el marco del feudalismo de la Alta Edad Media) en aquellos territorios de Francia que había ocupado antes de la muerte de Lotario, al igual que en cada hacienda exenta o no exenta de Borgoña. Por esa vía logró el rey cinco mil libras de plata, aunque para el pago del tributo recurrió también por supuesto a los tesoros de la Iglesia. Como Carlos —elogiado abiertamente por el papa como dechado de «virtud» y en razón de «sus luchas por la fe… y sus esfuerzos por honrar al clero»—, también indemnizó tras su fracasada invasión a los combatientes lotaringios que buscaron su protección con abadías y con posesiones rurales de la Iglesia.
Naturalmente el soberano no tuvo voluntad alguna de proteger al papa contra los sarracenos, cada vez más agresivos. Y Juan desde luego no quería haber coronado en vano como emperador a Carlos. Cierto que en el ínterin éste había ampliado el Estado de la Iglesia y había renunciado a ciertos privilegios. Pero Roma, siempre insaciable, quería más —sobre todo cuando el nuevo príncipe también había prometido repetidamente más concesiones— y muy en especial ayuda contra los árabes: cosa que en modo alguno entraba en los cálculos de Carlos.
Para ello el papa recurrió a un viejo método bien acreditado: evocó las «nubes de langostas» de los demonios musulmanes, que todo lo devastaban e incendiaban arrastrando a las gentes a la cárcel; evocó crueldades que jamás se dieron y peligros que ya se cernían, como una flota poderosa que ya avanzaba con tropas ingentes para atacar Roma. Lo pintaba negro sobre negro y exhortaba a obispos y magnates, pero sobre todo al emperador. Aparecieron los legados pontificios y por doquier resonaban las llamadas de auxilio. Se decía que los sarracenos saqueaban y destruían las iglesias. Sin embargo los duques Lamberto y Guido, a los que Carlos había asignado la protección del Estado de la Iglesia, no movieron un dedo; también el conde Bosón, instituido virrey en Italia, hizo oídos sordos. Las cartas se sucedían pidiendo «de rodillas» la salvación de la «cristiandad» y sobre todo, naturalmente, la del papado, que lisonjeaba a Carlos el Calvo. «El más ilustre de todos los Césares», le calificaba pomposamente el papa cada vez más aguijoneado, quien también sabía que la sabiduría del emperador «había ido creciendo desde el seno materno» y que «sus méritos no podían ser expresados por la lengua humana…».
Para entonces Carlos había hecho algo que realmente habría podido malquistarle con la corte papal: había forzado a su hijo y sucesor en el trono Luis II el Tartamudo para que repudiase a su esposa Ansgarda y así desposarlo con una dama del gusto de su imperial progenitor. Piénsese, sin embargo, en lo enconadamente que año tras año había luchado el papa Nicolás I contra los amaños matrimoniales de Lotario II y cómo había mantenido la indisolubilidad de aquel matrimonio. Por ello sorprende que ahora el papa Juan no tuviera objeción alguna contra el segundo matrimonio del heredero al trono franco occidental ni fulminase sanciones canónicas contra el príncipe franco.[199]
Como en Italia nadie movía un dedo por el papa, ni el poderoso duque de Spoleto, a quien incumbía la protección del Estado de la Iglesia, ni menos aún Bosón de Vienne, instituido desde 876 como missus imperial en Italia, al emperador no le quedó otro remedio, si quería mantener su credibilidad, su prestigio y la propia Italia, que marchar al sur por precaria que fuese la situación en su propia casa, a causa sobre todo de los normandos. Para calmarlos hubo de sacrificar todo lo sacrificable.
Cuando en agosto de 877 Carlos marchó a Italia acompañado de su esposa, también llevó consigo «un tesoro grandísimo en oro, plata, caballos y otros objetos de valor» (Annales Bertiniani), pero con un séquito relativamente pequeño. El ejército de sus grandes, a quienes la aventura italiana gustaba aún menos que al propio emperador, partiría más tarde. ¡Y no sin hacerles prometer que no tocarían ni los bienes eclesiásticos ni sus posesiones familiares! (Pese a lo cual estalló una rebelión de los cabecillas aristócratas, entre los que parece que se encontraba también su propio hijo Luis el Tartamudo.)
Pero el papa exaltó con entusiasmo a Carlos, pues lo necesitaba para una guerra. Y hasta celebró oficialmente sus méritos ante un sínodo sagrado en Rávena, al que asistieron no menos de cincuenta obispos, procedentes principalmente del norte y centro de Italia. Y el discurso del papa —que se nos ha conservado— tuvo que ser evidentemente una especie de regalo del anfitrión al emperador esperado, a quien «había sido llamado por Dios» y había sido elegido y coronado por él, Juan, el augusto gran abuelo de los príncipes legítimos. También los prelados reunidos vieron en Carlos al elegido por una «inspiración del Espíritu Santo», confirmaron una vez más su coronación imperial ocurrida ya en 875 y, por indicación de Juan, amenazaron con la excomunión eclesiástica como a «siervos del demonio» a cuantos combatieran aquella «entronización, dispuesta sin duda alguna por Dios».
Los cánones finales del sínodo de Rávena ponen una vez más especial énfasis en la inviolabilidad de los bienes eclesiásticos y prohíben otorgar bienes de la sede apostólica como feudos o de cualquier otra forma, ¡«a no ser que los receptores sean parientes de los papas»! Y fulminan el anatema contra quienes actúen en contrario.[200]
Los sinodales esperaban también protección para sus posesiones por parte del emperador, que pronto iba ya a cruzar el San Bernardo y a cuyo encuentro corrían los emisarios de un papa que lo había llamado tantas veces y de modo tan apremiante. Pues aunque todos los árboles de los bosques se transformasen en lenguas no bastarían para describir la ruina con que los sarracenos le amenazaban. Pero peores aún que los gentiles eran los malos cristianos. Y, sin embargo, nadie escuchaba su grito angustiado, nadie le ayudaba y salvaba más que el emperador. Juan viajó personalmente hasta Pavía, pues apenas podía refrenar su deseo de salir al encuentro de Carlos, llegando incluso hasta Vercelli, donde lo recibió «con los máximos honores» (honore maximo).
Apenas se habían encontrado ambos en Pavía, la antigua ciudad de la coronación en que la emperatriz se convertiría también en reina de Italia, cuando ya avanzaba por el Brennero con grandes contingentes militares el bávaro Carlomán, hijo mayor de Luis el Germánico y sobrino de Carlos. Así que cruzaron el Po en dirección sur y en Tortona el papa apenas tuvo tiempo de consagrar a toda prisa emperatriz a Richildis, para escapar enseguida hacia Roma por caminos que bien podríamos llamar de contrabandistas, no llevando de hecho en las manos como presente para san Pedro más que un pesado crucifijo de oro puro y adornado con piedras preciosas, «como ninguno antes había sido donado por un rey» (Annales Vedastini).
La emperatriz regresó a su vez por Mont Cenis con los tesoros de Carlos, mientras que éste huía asimismo, toda vez que no llegó el esperado refuerzo de los grandes de su reino, aunque repetidamente le habían jurado lealtad; al contrario, como también la mayoría de los obispos, se juramentaron contra él. Por lo que Carlos no osó entablar batalla con Carlomán pues, como escribe el analista franco oriental, «a lo largo de su vida acostumbró a volver abiertamente la espalda o a dejar escapar ocultamente a sus soldados, cuando debería haber plantado cara al enemigo» (Annales Fuldenses).
Todavía en camino contrajo unas fiebres y, como suponen los cronistas eclesiásticos, enfermó a causa de un medicamento que le proporcionó contra las fiebres su médico de cabecera, el judío Sedequías. Para el autor de los Anales de Saint-Bertin se trataba de «unos polvos», de «un veneno mortal». Según el abad Regino, el tal médico era un «impostor, que engañaba a la gente con imposturas y encantamientos mágicos» (magias prestigiis incantationibusque… deludebat). Enfermo de muerte llegó Carlos en una litera a Mont Cenis y al pie del mismo murió «en una mísera cabana» (Annales Bertiniani) del caserío Bride de Maurien (Saboya) el 6 de octubre de 877, a la edad de 54 años y después de 37 de gobierno, «en el fracaso de la mayor miseria» (Annales Fuldenses).
Lo embalsamaron «con vino y toda clase de perfumes» y lo transportaron desde allí; pero a causa del mal olor pronto lo metieron en un tonel calafateado por dentro y por fuera a la vez que revestido de cuero. Así y todo, la fetidez se fue haciendo cada vez más insoportable, por lo que los restos de Carlos el Calvo no fueron trasladados a Saint-Denis como él había deseado, sino que tal como estaban, en el tonel, los inhumaron en el monasterio de Nantua en Lyon.[201]
El papa, cuyos planes para convertir el Estado de la Iglesia en el poder dominante de Italia se habían derrumbado por completo con la muerte del emperador, se vio entonces indefenso frente a sus enemigos. Tras la huida y muerte de Carlos el reino de Italia fácilmente pasó a manos de su sobrino Carlomán. Y los obispos, que acababan de exaltar en Rávena a Carlos el Calvo como el emperador «más cristiano y clemente», más aún, que habían amenazado con la excomunión precisamente a Carlomán, aquellos mismos obispos le rindieron ahora vasallaje. Otro tanto hizo el papa, compendio y modelo de oportunista. Solemnemente habló de los «inescrutables designios de Dios» y exaltó a Carlomán como el único protector de la Iglesia y su defensor más fiel…
Pero el propio bávaro ya estaba afectado por una enfermedad si no de muerte sí ciertamente grave. Y en noviembre se vio obligado a regresar a su palacio de (Alt-)Otting. También él hizo el viaje de retorno en una litera. Y su ejército fue el introductor en Francia, donde ya las epidemias causaban estragos, de una peste terrible que causó numerosas bajas. Se trataba de la «fiebre italiana» y de una enfermedad que afectaba especialmente a los ojos, «y muchísimos exhalaron el último suspiro a causa de la tos» (Annales Fuldenses).[202]
En Italia se presentaron entonces los margraves Lamberto de Spoleto y su yerno Adalberto de Tuscia, ambos estrechamente unidos en sus pretensiones. De nada sirvieron ni el furor del papa ni sus adulaciones a Lamberto. En la primavera de 878 Lamberto, unas veces «el único auxiliador» de Juan y «el defensor más leal» y otras «el hijo de la perdición», se presentó de nuevo repentinamente en Roma para imponer el reconocimiento de Carlomán. Treinta días retuvieron prisionero al papa, que lanzó el rayo de la excomunión contra los depredadores de la Iglesia. Tras la partida de éstos Juan, que había convocado un sínodo general en el reino franco occidental, zarpó a toda prisa con tres veleros rápidos llegados desde Nápoles con rumbo a Génova y Arles. Y el 7 de septiembre de 878 coronó rey en Troyes a Luis II el Tartamudo (877-879), hijo de Carlos el Calvo, pese a que por sus achaques apenas era capaz de gobernar y pese a que el arzobipo Hinkmar, el experto coronator, ya lo había coronado en Compiegne el 8 de diciembre del año anterior, y pese a que aquel mismo año el tal Luis acababa de repudiar a su esposa Ansgarda, que le había dado dos hijos, Luis III y Carlomán, contrayendo un segundo matrimonio ¡cuando todavía vivía su primera mujer! La segunda esposa era Adelaida, hija del conde Adalhardo, que en 879 trajo al mundo al póstumo Carlos III «el Simple». A ella no la coronó el papa, pero sí apoyó a Luis el Tartamudo con la «coronación de refuerzo» (Schneidmüller) y lanzando excomuniones contra todos sus enemigos. Y finalmente en su discurso de clausura de Troyes —el primer concilio con presencia de un papa en el imperio franco al norte de los Alpes— exigió de los obispos que con la fuerza de las armas impusieran su regreso a Roma.
Juan había abierto el sínodo el 11 de agosto de 878 y al mismo esperaba que asistiesen los tres reyes francoorientales con sus obispos, pues quería elegir a su candidato imperial ante un gran foro. Pero ninguno de los francos orientales acudió; más aún, los reyes ni siquiera respondieron a los breves papales, y Carlomán guardó silencio incluso después de una segunda carta pontificia. De Italia no había presentes más que tres obispos, que el propio Juan había llevado consigo.
Por lo demás en el sínodo —en el que también compareció, con gran disgusto del arzobispo Hinkmar de Reims, el obispo Hinkmar de Laon, depuesto en 871 y más tarde cegado y que al menos en parte había sido «rehabilitado»— volvió a tratarse entre otras muchas cosas la devolución masiva de los bienes eclesiásticos por parte de los laicos, amenazándoles con la excomunión y con la privación de sepultura en sagrado. Se trató asimismo de una reducción de los impuestos, que según parece gravaban los bienes de la Iglesia desde hacía décadas (aunque sólo fuera porque, como escribía el anciano Hinkmar al nuevo rey, «las iglesias en tiempos ricas habían quedado privadas por completo de recursos»).
Cierto que Luis II el Tartamudo, «constituido rey por la misericordia de Dios y la elección del pueblo» (!), prometió la inviolabilidad de las disposiciones y leyes eclesiásticas. Pero estaba enfermo y ya al año siguiente, tras un empeoramiento repentino de su estado, moría el viernes santo sin haber cumplido los 33 años, envenenado según se dijo.[203]
Mas todavía en vida del rey el papa Juan VIII se había ganado a un hombre, que le acompañó ya a Troyes, que regresó con él a Italia y al que abiertamente pensó en ponerle sobre la cabeza nada menos que la corona imperial: el conde Bosón de Vienne (fallecido en 887).
Bosón era hijo del conde lotaringio Biwin, abad laico de Gorze y sobrino de Teutberga, esposa de Lotario II, así como del hermano de ésta el abad Hucberto de Saint-Maurice. Tras el desposorio de Carlos el Calvo con Richildis, hermana de Bosón que éste le había presentado, empezó su ascensión al servicio del rey, que le obsequió con numerosos señoríos y cargos en Aquitania, Borgoña e Italia. Todavía en 869 recibió Bosón la abadía de Saint-Maurice, dos años después era camarero y magister ostiariorum de Luis, hijo de Carlos y virrey de Aquitania, que él administraba ahora. En 875-876, en el primer viaje de Carlos a Italia, obtuvo Provenza y en febrero de 876, en la asamblea imperial de Pavía, fue nombrado missus para Italia y agraciado con los títulos de duque de Lombardía y virrey.
Parece que la piedad de Bosón no iba a la zaga de su crueldad. Al menos disponía de una serie de monasterios, en los que por orden suya se rezaba por él. Al depuesto obispo Hinkmar de Laon, encarcelado varios años, Bosón le hizo sacar los ojos en la cárcel. A su primera mujer Bosón la envenenó y más tarde raptó a Ermengarda, prometida antes del sucesor al trono bizantino y única heredera del emperador Luis II, para casarse con ella al tiempo que le aportaba unas posesiones considerables en Italia septentrional.
El papa Juan VIII no sólo dio el visto bueno a la irregularidad de tal matrimonio, sino que aseguró por escrito que trataría a Bosón y Ermengarda como a sus propios hijos. Le pareció en efecto que un advenedizo como Bosón era el más indicado para habérselas con Carlomán en Italia y para poder arrebatarle el reino italiano. Así, nombró a Bosón en 878 «príncipe glorioso» e hijo suyo per adoptionis gratiam (un acto que iba a crear tradición), con lo que éste en tanto que filias adoptivas quedaba bajo la especial protección espiritual del papa, asumiendo a su vez especiales tareas protectoras del papa, y a quien osase levantarse contra su «hijo» (predictum filium nostrum) le amenazaba Juan VIII con la excomunión.
El santo padre encandiló a Bosón, que por encargo de Luis II hubo de acompañarle a Italia, con la corona real de Provenza y hasta con la dignidad cesárea. Se trataba ni más ni menos que de una revuelta bien planificada contra los carolingios, toda vez que Bosón ni siquiera pertenecía a su dinastía. Pero no fue sólo eso: «El papa montó una jugada alevosa a todas luces. Consiguió de Luis el Tartamudo, quien a su vez alimentaba pretensiones sobre Italia, que le enviase tropas en apoyo de Bosón; el carolingio tuvo incluso que promover la ruina de su linaje» (Fried).[204]
Bosón, que en 877 hasta había conspirado abiertamente contra Carlos el Calvo, a quien debía toda su carrera, numerosos altos cargos y grandes territorios, y que había sometido a grave presión a su hijo y sucesor Luis el Tartamudo, acabó también traicionando a los hijos de éste Luis III y Carlomán. Para ello, después de que ya antes había firmado «Boso Dei gratia», el 15 de octubre de 879 se hizo elegir rey de Borgoña y de Provenza en el palacio de Mantaille (hoy desaparecido por completo), al sur de Vienne (en Anneyron, departamento del Dróme). Fue una especie de «rey sacristán», pues fue proclamado únicamente por el clero, y en estrecha conexión con la elección episcopal, por 27 arzobispos y obispos, siendo después ungido. Y todo ello naturalmente en virtud de una inspiración divina.
Fue un acontecimiento de enormes consecuencias, porque los prelados del ámbito del Ródano desestimaban con ello la falta de legitimidad de Bosón y sobre todo despreciaban a la dinastía carolingia francooriental y postergaban «los derechos de su linaje». Por primera vez desde hacía 130 años se violaba el derecho exclusivo de los carolingios a una corona. Bosón había ignorado a los hijos menores de edad del Tartamudo, los había tenido «por nada», por «hijos ilegítimos», pues por orden de Carlos su madre «había sido rechazada y expulsada» (Regino de Prüm). Y Ermengarda, la ambiciosa esposa de Bosón, no quería vivir por más tiempo, ella hija de emperador y novia de emperador —en 866 había sido prometida a Basileos I—, si no podía hacer rey a su marido.
Así, Bosón repartió presentes por doquier y prometió conducirse en todo según los deseos del clero. Además, por supuesto, de que muchos obispos se amoldaron dócilmente no sólo «con las promesas de abadías y posesiones territoriales» sino también «con amenazas» (Annales Bertiniani). Sin reparo saqueó después Bosón bienes monásticos y posesiones eclesiásticas de Reims y hasta arremetió contra el realengo papal de Vendeuvre, para poder calmar a los prelados y vasallos más influyentes; gentes que una vez más simularon una electio per inspirationem, por cuanto afirmaban que la elección de Bosón se la había inspirado Dios en virtud de su oración fervorosa. Y es que presentar al Electus como predestinado por Dios «ya se había convertido entonces casi en un tópico» (Eichmann), aunque todas las veces era una solemne mentira. «No sólo en la Galia, sino también en Italia brillaba más que todos, de modo que el papa romano Juan, tratándolo como a un hijo, colmó de alabanzas sus nobles sentimientos…», clamaron los obispos en honor de Bosón. Y el asesino de su primera mujer y depredador de la segunda confesó su fe católica, la única que salva, se sometió agradecido al control de los príncipes de la Iglesia y prometió la protección de sus privilegios.
En Lyon, la ciudad más grande del nuevo reino, el arzobispo Aureliano coronó rey a Bosón, no gracias a su nacimiento y su derecho hereditario, sino gracias al clero, que evidentemente se dejó guiar por el papa Juan. Pues al igual que él se arrogó la prerrogativa de elegir a un emperador como soberano protector, también ellos se atribuyeron ahora el derecho de nombrar a capricho un protector, y naturalmente en su mayor provecho posible. Es verdad que los reyes francos se unieron contra el usurpador y que en el verano de 880 conquistaron la fortaleza de Macon sobre el Saona, mas no pudieron tomar Vienne porque Carlos inopinadamente levantó el cerco para marchar a Italia. Y Bosón se afirmó contra la resistencia de los carolingios de los reinos occidentales y orientales hasta el fin de su vida el 11 de enero de 887.[205]
Pero el papa insistió en su derecho a elegir y coronar al emperador. «Aquel que deba ser elevado por Nos a la dignidad imperial, antes y sobre todo tendrá también que ser llamado y elegido por Nos», escribió una vez el propio Juan al arzobispo Ansberto de Milán.
Pero durante siglos el obispo romano no había tenido derecho de intervención y menos aún de decisión en este asunto. Durante siglos había sido, como los demás patriarcas y obispos, súbdito del emperador, que era el soberano supremo de todos. Fue nada menos que León I «el Grande» (440-461) —el único papa que con Gregorio I lleva tal sobrenombre de «Grande» o «Magno», título raro y supremo con que en la Iglesia católica se designa a un doctor eclesiástico— quien atribuyó al emperador incluso el derecho de anular resoluciones conciliares que afectasen a los dogmas. Y no sólo eso: también le atribuyó —¡y no sólo una vez!— la infalibilidad, la imposibilidad de errar en la fe, mientras que «deber» del papa sería «revelar lo que tú sabes y anunciar lo que tú crees…».
Difficile est satiram non scribere.
Cuando Carlos I, consciente de su poder personal, había transmitido su dignidad imperial a su hijo Luis el Piadoso (Ludovico Pío), todavía el papa León III reconoció desde el comienzo la soberanía suprema de Carlos sobre el Estado de la Iglesia. Y hasta en las cuestiones internas de la Iglesia siempre le obedeció y como súbdito suyo dató sus propias monedas pontificias por los años de gobierno del emperador, a quien tras la coronación imperial le rindió homenaje doblando la rodilla. Y siguiendo el ejemplo de su padre, también Ludovico Pío entregó la corona imperial a Lotario I su primogénito, al igual que éste designó emperador a su hijo mayor. La bendición eclesiástica por parte del papa se agregó después, sin que por ello se siguiera ningún derecho del papa a disponer. Tal derecho lo derivó Juan VIII de la coronación de Carlos el Calvo incluso respecto de un candidato no carolingio, con lo que los candidatos se encontraron incuestionablemente a gusto.
Naturalmente que se alzaron bastantes adversarios contra las ambiciones papales, sobre todo entre los príncipes civiles y eclesiásticos italianos. Y el arzobispo Ansberto de Milán, que los capitaneaba, ya no compareció en el sínodo convocado en Pavía para diciembre de 878. Entretanto Juan, conducido por Bosón y su esposa, había cruzado Mont Cenis y en Turín con presiones y adulaciones convocó a los grandes italianos en Pavía, para deliberar allí sobre «la situación de la Iglesia santa y la tranquilidad del país». Pero ninguno acudió. Incluso cuando el papa retrasó la fecha y de nuevo apremió a los grandes y a los príncipes de la Iglesia citándolos en Pavía y hasta solicitó tropas al rey franco occidental «para combatir a sus enemigos», todo siguió igual y el santo padre se encontró solo en la ciudad con su paladín.
Así que cada uno continuó camino por su parte: Bosón regresando a Provenza y el papa marchando a Roma. Y cuando en mayo de 879 convocó a un sínodo al arzobispo Ansberto con todos sus sufragáneos para discutir entre otras cosas el nombramiento de un nuevo rey de Italia, el de su hijo adoptivo Bosón, por supuesto, Ansberto una vez más no acudió. Ni siquiera se disculpó, por lo que fue excomulgado. Y cuando el metropolitano, que con la conciencia tranquila continuaba celebrando misa y administrando su arzobispado, tampoco se personó en un sínodo romano celebrado en octubre, fue depuesto. Al año siguiente se doblegó y pronunció un juramento de fidelidad al papa.
También desde Italia volvió Juan a dirigirse por última vez a Bosón atrayéndoselo con acentos bíblicos: «El plan secreto, que con ayuda de Dios trazamos con Vos en Troyes, sin ningún género de duda lo mantenemos firme e inmutable en nuestro pecho apostólico como un tesoro escondido y deseamos, mientras vivamos y esté en nuestra mano, llevarlo a término enérgicamente con todas nuestras fuerzas. Por ello, si place a Vuestra Alteza, debéis Vos ponerlo ahora en práctica; pues, como exhorta el Apóstol, ved que ahora es el tiempo adecuado, ahora es el día de la salvación, en el que Vos podéis cumplir eficazmente vuestros deseos con ayuda del Señor».
Es probable, no obstante, que desde largo tiempo atrás el papa Juan hubiera advertido que Bosón ya no podía o no quería servirle.
Así que abandonó, evidentemente por voluntad de Dios, al querido hijo adoptivo, de cuya «cara amistad no quería prescindir por ningún hombre».
Y ahora apeló —porque sin duda continuaba siendo el tiempo adecuado, el día de la salvación— a los no estimados reyes francos, al rey suabo Carlos y a Carlomán, cuyos reinos limitaban con Italia. Johannes Haller escribe al respecto: «Mientras pensó que debía apoyarse en Bosón y hacía hincapié en no haber buscado ayuda en ningún otro, conectó ya con Carlos el Suabo y le prometió todo tipo de encumbramiento, pero aún fue más diligente en sus negociaciones con Carlomán y ya en el verano de 879, cuando ya hacía meses que el hombre estaba paralítico y privado del habla a causa de un ataque de apoplejía, por intermedio de dos obispos le lanzó un grito de socorro. Le aseguraba que de ningún otro quería ayuda, le prometía honor y salvación en ésta y en la otra vida y hasta le amenazaba con el tribunal de Cristo. Incluso al mayor de los hermanos alemanes, Luis III de la Franconia renana y de Sajorna, y por lo mismo el más alejado de los carolingios, intentó seducirlo con la corona imperial romana, que le reportaría una gloria mayor que la de todos sus predecesores y pondría todos los reinos a sus pies. Para ello solicitaba como siempre que el reino de Italia se ajustase a sus deseos…». Y también adoptó Juan a Luis III el Joven, hermano del emperador Carlos III, poco después de que Bosón le defraudase. «Está claro que el papa no juega un doble juego, sino un triple y hasta un cuádruple juego» (Hartmann).[206]
En todo caso Bosón no quiso poner en juego por la problemática corona imperial ni por el papa seductor todo lo que ya había logrado. Sin perder el favor apostólico se ocupó ahora de la ampliación y fortalecimiento de su poder en casa, en Provenza. También allí la situación era bastante precaria.
Luis el Tartamudo había tenido dos hijos de su primer matrimonio con Ansgarda: Luis y Carlomán, y al final había designado como su único heredero a Luis III (879-882). También el poderoso Hugo Abbas, primo de Carlos el Calvo y abad laico de Saint-Germain de Auxerre, intervino en favor del mismo. Pero Bosón tenía por ilegítimos (degeneres) al hijo del Tartamudo y a su hermano Carlomán y se decidió en consecuencia por el menor de todos, por Carlos III el Simple.
Hasta el mismo canciller de Luis, el abad Gauzlin, le traicionó. El tal abad ya había sido canciller y uno de los hombres de más confianza de Carlos el Calvo, al que también debía algunas de las abadías más ricas: Jumiéges, Saint-Amand, Saint-Germain-des-Prés y en 878 la de Saint-Denis. En 884 llegó a ser obispo de París. El abad Gauzlin fue por algún tiempo, junto con el abad Hugo, el hombre más importante del reino francooccidental. Representaba a la casa de los influentes Rorgonidos, mientras que Hugo Abbas era el jefe del clan familiar de los Güelfos francooccidentales. Y así, inmeditamente después de la muerte del rey y por miedo al poderoso rival Hugo, el abad Gauzlin a una con la nobleza entre el Sena y el Mosa rogó al franco oriental Luis el Joven que invadiese el reino occidental y le ofreció la corona del país.
Luis no dejó que se lo dijeran dos veces. Pasando por Metz avanzó hasta Verdún, en una marcha en que sus crueldades y devastaciones, sus «maldades de toda índole», parece que «superaron los crímenes de los paganos» (Annales Bertiniani). También Verdún fue saqueada. Pero si en principio había sido el abad Gauzlin quien se había adelantado a los leales del rey, ahora éstos, con el abad laico Hugo a la cabeza, entregaron a Luis la Lotaringia occidental para no perderlo todo. Por dos veces Carlos el Calvo había intentado hacer negocio mediante una violación de la ley incorporando toda la Lotaringia al reino occidental, y ahora pertenecía por entero a Franconia oriental, aunque también por otra violación del derecho.
A cambio Luis el Joven abandonó en seguida a Gauzlin y sus socios, regresó contento y su mujer Liutgarda, ávida y ambiciosa, lo metió en una nueva guerra para conseguir todo el imperio occidental. De nuevo se sirvió ahora de la oposición en el norte, de Gauzlin y sus secuaces, que otra vez le llamó. Y otra vez la oposición, actuando a la manera de comando adelantado, recorrió el país robando y devastando en una especie de anticipo de la llegada de Luis.
Por lo demás éste seguía ocupado en Baviera, cuyo rey, su hermano Carlomán, se hundía lastimosamente. Luis partió a toda prisa de Forchheim, donde celebraba precisamente «el Nacimiento del Señor», encaminándose a Baviera. Destronó sin ningún miramiento a Carlomán, incapaz ya de hablar, se apoderó de su territorio y después celebró la Resurrección del Señor en Frankfurt. Entretanto Carlomán había muerto el 22 de marzo de 880. Luis había penetrado más en Franconia occidental, pero se dio por satisfecho con la cesión de Lotaringia occidental.
Ya a finales del verano del 879 el abad Hugo había hecho ungir y coronar reyes a los príncipes francooccidentales Luis III y Carlomán por mediación del arzobispo Ansegis de Sens. Y para entonces precisamente, en octubre, hubo en el sur un tercer rey, Bosón, duque de Provenza, que era de hecho el primer rey de estirpe no carolingia en el conjunto del antiguo imperio. Cuando dos años después de la muerte de su hermano Carlomán moría también en Frankfurt del Main, el 20 de enero de 882, Luis III el Joven sin dejar hijos (pues su único hijo menor del mismo nombre se había roto el cuello al caer de una ventana del palacio), toda Franconia oriental pasó a manos del hermano menor, el rey suabo Carlos.[207]
Como entretanto el papa Juan tampoco había podido ganarse a los carolingios francoorientales, en los últimos años de su vida no vaciló en reanudar los contactos con Constantinople sobre todo cuando parecía que Italia podía volver a ser bizantina. Bari, que había sido tomada por el emperador Luis II el año 871, ya en 876 había vuelto a Bizancio y sus generales a menudo tenían la supremacía en Italia meridional, afianzándose cada vez más el dominio griego.
Y así el papa, antes de su marcha al imperio franco, en abril de 878, también había lanzado una llamada de socorro al emperador Basileos I (867-886), un arribista más vertiginoso todavía que Bosón. El antiguo cuidador de caballos había eliminado sin escrúpulos a todos sus rivales, incluido su protector Miguel III, que en 866 le coronó coemperador y a quien —mediante su nueva codificación jurídica de enorme importancia en la historia del derecho— al año siguiente hizo asesinar de noche.
En 879 el papa Juan repitió su toma de contacto. Y a cambio de la ayuda militar, de la anunciada cesión de barcos de guerra del emperador romano oriental y del abandono del territorio misional búlgaro en manos de la Iglesia imperial griega, no tuvo empacho alguno en volver a reconocer a Focio como legítimo patriarca, en aceptarlo como hermano en el ministerio y en ensalzarlo calurosamente, pese a todos los anatemas anteriores. ¡Para ello dos de sus predecesores lo habían depuesto de modo irrevocable y lo habían anatematizado solemnemente! También el famoso concilio ecuménico VIII, celebrado en Hagia Sophia (869-870) bajo la presidencia de los legados pontificios y del venerable emperador Basileos I, había refrendado expresamente la deposición de Focio y anulado las consagraciones por él conferidas.
Ahora, en el invierno de 879-880, los enviados de Juan declaraban con su firma en un concilio, el último de la Iglesia universal, y bajo la presidencia del rehabilitado Focio, que ¡condenaban todo lo que se opusiera a su reconocimiento! «Para evitar contiendas el papa asintió con ciertas condiciones», nos explica el teólogo Bernhard Ridder (presidente en tiempos de la internacional Kolpingswerk). Pero sólo para evitar una contienda no ha asentido ningún papa, y en cualquier caso no en asuntos de tal relevancia. En realidad se trataba simplemente de una nueva acomodación a las circunstancias, que además de provocar la desconfianza del rey franco Carlos no tuvo éxito alguno. Ni en Italia meridional, donde con la conquista de Tarento en 880 los griegos volvían a dominar la costa oriental tan importante para ellos, mientras que la costa occidental la abandonaban a los árabes; ni tampoco en el reino búlgaro, que en el futuro también quedó sujeto a la Iglesia griega.[208]
Daniel-Rops, el historiador católico de la Iglesia, no ve al santo padre hundido personalmente en una ciénaga de corrupción, cábalas e hipocresía, sino a todos los actores que lo rodeaban. «En torno a él pululaban las intrigas políticas.» Personalmente se impone como la encarnación de la inocencia… Un truco de los apologistas tan viejo como grosero que funciona en todos los tiempos («El Führer no lo sabe»).[209]
Aquel papa fue en realidad la encarnación del oportunismo. Trabó relaciones con casi todos, y cuanto más poderosos, mejor. Encandiló, aterró y conjuró a cada uno de quienes le parecían apropiados, expidió breves y legados, suplicó ayuda y salvación, aduló, prometió amistad y la salvación eterna del alma, aseguró a cada uno la corona, que «somete a todos los reinos». Y cuando ya no pudo esperar nada de Carlomán, tullido, privado del habla y enfermo incurable, sus legados le obligaron a hacer una declaración de renuncia en favor de Carlos, su hermano, que no sólo era más joven sino también más dispuesto, más flexible y más dócil al santo padre. Y cuando en Franconia oriental se pusieron de acuerdo para entregar Italia a Carlos III el Suabo (el Gordo), el papa le certificó solemnemente: «Respecto de Bosón podéis estar bien seguro de que en Nos no tendrá ni encontrará ninguna concesión ni asistencia amistosa por nuestra parte, porque Nos os hemos buscado como amigo y auxiliador y de todo corazón queremos trataros y cuidaros como a nuestro hijo queridísimo».
Y ahora declaraba tirano a Bosón, su hijo adoptivo y ya rey de Provenza, que pese a todas las tribulaciones y dificultades no representaba allí ninguna utilidad para él. Por el contrario, en enero de 880, en una asamblea imperial celebrada en Rávena y en presencia de los magnates y obispos del país, coronó como rey a Carlos III el Gordo. Todos los grandes, civiles y eclesiásticos, a excepción del papa, le prestaron juramento de lealtad. Mas, para enorme sorpresa del pontífice romano, Carlos no tenía empeño alguno en la corona imperial y menos empeño aún en pelearse «con los paganos y cristianos falsos». Así que en mayo volvió a cruzar los Alpes en su camino de regreso dejando para protección del papa únicamente a los duques de Tuscia y Spoleto, que no le eran demasiado bienquistos.
Realmente desesperado, Juan rogó entonces al rey que enviase a Roma a un missus (legado) con plenos podres para cuidar del Estado de san Pedro. Rogó y suplicó una y otra vez. Pero después, cuando la llegada del soberano era inminente, de repente le impuso condiciones en su última carta de 25 de enero de 880, le amenazó, le reprochó sus prisas y le prohibió que traspasase las fronteras del Estado de la Iglesia antes de que para bien de su alma le hubiera dado garantías, antes de que hubiera sancionado párrafo por párrafo y palabra por palabra los deseos del papa expuestos por un legado suyo.
Nada de esto impidió que Carlos emprendiese el viaje a Roma con mucha tranquilidad y deteniéndose algunos meses en el norte de la península. El 12 de febrero del 881 era coronado en San Pedro como emperador romano —con una corona perteneciente al tesoro de la basílica—, siendo el primer emperador de la línea francooriental de los carolingios. Triunfó sobre la política papal, aunque sólo después de que el papa hubiera obtenido ya en Rávena la trascendental promesa de Carlos de «respetar los tratados y privilegios de la santa Iglesia romana». Una promesa que el rey de Italia, el rex Romanorum como después se llamó, hubo de renovar a lo largo de la Edad Media antes de recibir la corona imperial.[210]
Pero Carlos, un soberano cuya acción consistía en poco más que aguardar y no hacer nada, lo que le reportó éxito sobre éxito, en posesión ahora de la dignidad cesárea emprendió el camino de regreso con más calma todavía, pasando un año entero en Pavía y en Milán y haciendo también una excursión al lago de Constanza, siempre perseguido por el clamor pordiosero de Juan. El pontífice romano no veía nada más que desgracias y luto por doquier. Los males crecían día a día, según le informaba en sus misivas, y sería preferible morir a tener que soportarlos. Deseaba la guerra contra cristianos y sarracenos y rogaba a Carlos que sin tardanza le enviase un ejército para poner orden de una vez. Pero en vano. Así continuaba Juan lamentando su desgracia (a la emperatriz y al archicanciller Liutwardo). El sueño huía de sus párpados y el alimento de sus labios. En medio de las tinieblas esperaba la luz; pero ya no osaba abandonar Roma temiendo ser hecho prisionero y estrangulado.[211]
Todas las acciones acomodaticias del papa estaban en definitiva al servicio de un objetivo: el de agrandar el poder de su casa, el Estado de la Iglesia, sometiéndole especialmente los territorios meridionales de la península itálica. Pero allí precisamente fueron menudeando poco a poco los ataques marítimos de los «piratas» desde el comienzo de la ocupación islámica de la Sicilia bizantina en 827. Eran ataques por sorpresa más o menos espectaculares, cuyo alcance evidentemente se desconocía en el palacio imperial franco. Sobre todo desde el derrumbamiento del poder del emperador Luis, los árabes avanzaban desde Sicilia y Tarento las más de las veces por la costa occidental. Las regiones de Sabina, Lacio y Tuscia fueron devastadas, los territorios papales y los monasterios fueron saqueados y hasta Roma y sus tesoros quedaban bajo amenaza. Juan VIII, por su «celo fanático», «pero sobre todo por su sagrado furor bélico una de las figuras más importantes de la historia tenebrosa de finales del siglo IX» (Eickhoff), acabó haciéndose a la vela como primer papa con una flota propia contra los mahometanos, a los que en el cabo de Circe les arrebató 18 naves y garantizó a cada uno de sus caídos la bienaventuranza eterna. A todo el mundo lo incitaba a la caza de sarracenos: a los italianos, al príncipe dálmata Domagoj, a Carlos el Calvo, a Bosón de Vienne y a muchos otros gobernantes.
La lucha papal, que en modo alguno apuntaba sólo a los sarracenos y a la protección del país, sino que secretamente perseguía también el sometimiento del sur de Italia, ciertamente que no fue muy brillante. Y tanto menos cuanto que los príncipes católicos y los príncipes eclesiásticos colaboraban con los enemigos de Cristo para protegerse contra los emperadores oriental y occidental y contra el santo padre, y también naturalmente en razón de numerosas ventajas comerciales (en el lenguaje apologético de Daniel-Rops: «también los obispos políticos intentaban gobernar de forma autónoma su pequeña embarcación».). Los cristianos establecían alianzas y pactos con los «infieles», reclutaban mercenarios entre ellos, los toleraban en vecindad inmediata, les proveían y protegían y hasta parece que muchos combatieron en las correrías sarracenas contra los cristianos. Nápoles, Gaeta, Amalfi y Salerno estuvieron de parte de los árabes. Y el papa, que luchaba por constituir en torno a sí una liga de Italia meridional, lanzó sentencias bíblicas y rayos de excomunión contra los desleales, a los que en ocasiones compró una alianza.[212]
Por ejemplo los amalfitanos.
Amalfi, ciudad costera en el golfo de Salerno, comprimida entre la montaña y el mar y los territorios vecinos de Sorrento, Nápoles y Salerno, sólo pudo asegurarse una cierta autonomía mediante una flota poderosa y con alianzas cambiantes. En 846 y 849 combatió del lado de Nápoles contra los sarracenos, más tarde se alió con el emperador Luis II contra Nápoles y luego pactó también con los árabes por intereses comerciales. Entonces Juan VIII para separarla de éstos intentó asegurarse la flota amalfitana (que durante todo el año protegía la costa entre Traetto y Civitavecchia, ambas ciudades pertenecientes a la Iglesia); los amalfitanos habían recibido de él 10.000 piezas de oro (mancusi), pero no causaron el menor daño a los sarracenos ni devolvieron al papa un triste denario. Más bien afirmaron pronto que les correspondían 12.000 según contrato y siguieron colaborando con los enemigos del Señor, aunque el papa Juan les había dado 10.000 en 879. Ni siquiera cuando el papa les dio mil piezas de oro suplementarias para el año en curso y prometió la plena exención aduanera de todas sus naves mercantiles en el puerto de Roma —promesa acompañada por otra parte de la amenaza de excomunión y anatema contra el obispo y el prefecto de Amalfi a finales de 879 así como el boicot comercial «en todos los países en que solían comerciar»—, pudo mover a los amalfitanos a la guerra en favor de Su Santidad.
También hubo dificultades con Capua.
La ciudad, sita en Campania, había sido destruida en 456 por los vándalos y en 841 por los sarracenos, durante algunos períodos había sido bizantina y por mucho tiempo longobarda. En 856 había sido construida de nueva planta bajo el obispo Landulfo, un poco alejada de la vieja ubicación en un recodo del Volturno. Al mismo tiempo instituyó Landulfo una dinastía, que desde el 900 llevó el título de principesca. El propio prelado ejerció también la autoridad civil en su territorio y colaboró persistentemente con los enemigos de Cristo, mientras que el santo padre iba a su caza. Los juramentos que Landulfo hizo al emperador, al papa y al príncipe de Salerno lo ataron tan poco como los dogmas eclesiásticos. Sólo el poder y el placer ataban al pastor de almas, que sostenía una corte como un sultán, rodeado de más eunucos que clérigos. Y mientras se aliaba con los sarracenos, pleiteaba con el monasterio de Monte Cassino declarando públicamente, cada vez que veía a un monje, que era del peor augurio para él.[213]
Más suerte tuvo Juan VIII con Salerno.
La visitó en 876, hizo que el duque Guaiferio rompiese su alianza con los árabes y lo armó contra Nápoles. El honrado católico no sólo hizo degollar a todos los musulmanes que estaban a su servicio, siguiendo el ejemplo de sus parientes en Benevento, sino que por orden del papa también mandó decapitar a 25 nobles napolitanos que tenía prisioneros.
En Nápoles se hicieron la guerra durante años el prefecto de la ciudad Sergio II y su hermano Atanasio, a quien el papa Juan había nombrado obispo del lugar. El duque, que a ningún precio quería que lo abandonasen los sarracenos, expulsó al competidor Atanasio y con ayuda sarracena intentó arrinconarlo de forma definitiva, pero fracasó.
El papa, en efecto, aprovechó el sínodo celebrado en Gaeta en marzo de 877 para alentar una sublevación en Nápoles y hasta financió con su oro la revolución. El obispo Atanasio sacó los ojos a su propio hermano Sergio y al así maltratado lo envió al santo padre, que lo recibió con grandes muestras de júbilo, haciendo encarcelar al «nuevo Holofernes» y dejando que muriese de hambre. Desde Roma llegaron el oro contante, las sentencias bíblicas y los grandes elogios por «la acción agradable a Dios» en honor del obispo fratricida, del «hombre de Dios», como le llamaba el papa, que amó a Dios más que a la propia carne y sangre y que ¡gobernaba al pueblo cristiano en justicia y santidad como un buen pastor! (Digamos de paso que, como en una revolución croata cayera un dirigente asociado de los griegos y el culpable y sucesor se puso del lado de Roma, también Juan VIII ensalzó al magnicida y le prometió la victoria sobre todos los enemigos visibles e invisibles.)
Pero el obispo Atanasio de Nápoles, que ahora también era el duque del lugar, llegó a ser un discípulo aventajado de su señor romano. Inmediatamente cambió de frente, pasando a representar ahora el papel del hermano liquidado y estableciendo con los musulmanes lazos más estrechos de los que aquél había mantenido. Ni el oro ni el anatema del papa, que éste manejaba sin tino como ningún otro, fueron suficientes para apartarlo de la alianza con los «infieles». Los acogió como guarnición en el puerto de Nápoles, permitió que se establecieran ante los muros de la ciudad y en el Vesubio y después ellos incendiaron Gaeta, Salerno con los ducados longobardos hasta Spoleto y Benevento.
Sólo cuando asediaron la misma Nápoles, requisaron armas, caballos y mujeres y el papa sobornó al obispo con dinero, expulsó éste a sus aliados y se vio libre del anatema junto con su ciudad. Pero excomulgado de nuevo acogió a nuevos sarracenos de Sicilia, para cambiar después de campo y ponerse otra vez con el papa y, a una con los reclutamientos de Roma. Capua y Salerno, arremeter contra quienes durante años habían sido sus cómplices. Mas para su readmisión en la Iglesia Juan le había puesto como condición la entrega o la ejecución de los jefes musulmanes apresados. Exigió del obispo que le entregase una lista de sarracenos eminentes y que al resto los pasase por las armas. Al final, sin embargo, el propio papa sufrió una humillación profunda: hubo de aceptar el pago anual de unos tributos a los sarracenos y comprar la paz provisional por una suma de 25.000 denarios de plata.
Pero los diablos infieles se establecieron en Paestum. A otros los llamó el duque Docibilis I de Gaeta por temor al papa y se asentaron a su vez en la desembocadura del Careliano, y desde un castillo poderoso devastaron durante años Campania, Tuscia y Sabina hasta la zona de Roma. Y como ya hiciera con Amalfi, aunque en forma mucho más costosa, Juan compró ahora Gaeta, importante por su posición y su flota, otorgándole en 882 una ampliación de su escaso terreno con el Hinterland cercano a la costa, que comprendía las ciudades de Fondi y Traetto (actual Minturno).
En 881 y 883 los sarracenos redujeron a polvo y ceniza hasta los monasterios más grandes de Italia meridional, como San Vincenzo de Volturno y Monte Cassino. No así, aunque a menudo se afirme lo contrario, el monasterio imperial de Farfa en Sabina ni el lombardo de Nonantula, por entonces el monasterio más hermoso de Italia y rico como un principado. Durante siete años lo defendió el abad Pedro, puso sus tesoros a buen recaudo y abandonó la abadía. Y mientras los árabes respetaban el monasterio por su belleza, los salteadores cristianos de la región le pegaron fuego dejándolo treinta años en ruinas. «De ese modo el temor de los príncipes católicos a los planes terrenos de un papa fue una de las causas más esenciales que permitió a los sarracenos instalarse en Italia meridional» (Gregorovius). O como resume Johannes Haller: «La política del papa en Italia meridional se vio coronada con el fracaso más rotundo»; «el mundo había comprendido que en aquello que él exigía y reclamaba al igual que sus predecesores, de lo que en realidad se trataba era de derechos civiles y de dominio terreno, no de la fe y de la Iglesia, y no debería haber pensado en prometer el paraíso como eterna soldada feudal para aquella lucha».[214]
Las luchas por el poder que Juan VIII llevó a cabo de fronteras afuera también las efectuó de fronteras adentro, tanto contra clérigos influyentes como contra linajes nobiliarios.
Juan tuvo especial aversión, a la vez que miedo, al obispo Formoso de Porto (864-876). Éste había ya destacado con papas anteriores. Bajo Nicolás I como misionero y fundador de la Iglesia búlgara, aunque fracasó en su intento de ser nombrado arzobispo de la misma. Bajo Adriano II como legado en Constantinopla y en otras misiones. Pero el 19 de abril de 876 Juan excomulgó al obispo por supuestas conjuraciones contra el emperador y contra el papa, con sentencia varias veces renovada. También lo separó de su obispado y de todo cargo eclesiástico. Tal vez fue Formoso un competidor en la elección papal de Juan, que ambicionó resueltamente y que hasta consiguió.
Cuando Formoso escapó a su condena refugiándose en el imperio francooccidental también abandonaron Roma otros personajes; gentes, que habiendo ocupado los cargos más importantes de la corte habían estado durante años en el círculo más estrecho de Juan y que de algún modo se habían convertido en figuras a fuerza de malversaciones, asuntos de faldas, robos y asesinatos.
El tesorero del papa, y tal vez señor de toda la administración, un tal Jorge de Aventino, había matado a su propio hermano por asuntos de mujeres, había saneado sus finanzas desposando a una sobrina del papa Benedicto III para después asesinarla casi públicamente y, tras quedar impune por soborno del juez, casó con Constantina, que le dio estabilidad, siendo como era hábil en el manejo de los hombres y del dinero. A fin de cuentas era hija de Gregorio, maestro de ceremonias papal, el cual ya bajo Adriano II parece que se había enriquecido enormemente con engaños y robos y que como apocrisiario representaba al papa. A tan ilustre círculo pertenecía también Sergio, el jefe de las milicias. Por motivos pecuniarios desposó a una sobrina de Nicolás I, pero la repudió luego para convivir con su concubina franca de nombre Walwisíndula.[215]
Todos estos honorables señores católicos y muchos otros fueron acusados bajo Juan VIII de connivencia con los árabes y con otros enemigos del papa, como el duque de Spoleto y Camerino y Adalberto de Tuscia. Y como circulase el rumor de su inminente liquidación o mutilación, una noche de primavera del año 876 escaparon de la ciudad eterna con una llave falsa por la Porta San Pancrazio. Antes, sin embargo, Jorge y Gregorio habían saqueado Letrán y otros templos, llevándose el tesoro eclesiástico. Juan los excomulgó así como a Formoso, que supuestamente ambicionaba la dignidad papal y que con ayuda de los dineros de las iglesias y los monasterios de su obispado había preparado su fuga.
En el sínodo de Troyes del año 878 los obispos en presencia del papa («uniendo nuestras lágrimas a las Vuestras») se volvieron de nuevo contra todos aquellos «hombres malvados y servidores del diablo» y en un lenguaje pomposo decretaron una vez más su «aniquilación con la espada del Espíritu Santo» y una vez más «con el corazón y con la boca, con voluntad unánime y con la autoridad del Espíritu Santo» llevaron «a efecto» su condena y declararon por lo mismo que «como queda dicho, a cuantos Vos habéis excomulgado, los tenemos por excomulgados, y a cuantos Vos habéis expulsado de la Iglesia los tenemos por expulsados, y a cuantos Vos habéis anatematizado los tenemos también por anatematizados». Y después de haber acudido así en socorro de su «santísimo y venerabilísimo señor y padre de los padres, Juan», reclamaron inmediatamente su ayuda «contra los saqueadores de nuestras iglesias», «contra los indignos saqueadores y devastadores de las posesiones y bienes eclesiásticos, así como contra quienes desprecian el sagrado ministerio episcopal…».
Por lo demás, cuatro años más tarde también le tocó el turno al papa romano. El 16 de diciembre de 882 y en una revuelta palaciega, un pariente piadoso, que a su vez quería ser papa y rico, lo envenenó; pero como el veneno no actuase con la suficiente rapidez —según refieren los Annales Fuldenses con palabras breves pero impresionantes—, «le golpeó con un martillo hasta que éste se le quedó clavado en el cerebro» (malleolo, dum usque in cerebro constabat, percusus est, expiravit). Era el primer asesinato papal. Y el ejemplo creó escuela.[216]
Mientras los cristianos se acometían así unos a otros, no sólo en el estrecho círculo de los papas y no sólo en Italia, mientras sus grandes se extorsionaban mutuamente y mientras en el sur robaban, mataban y quemaban a los sarracenos, en el norte seguían presentes los normandos. En efecto, el peligro normando se había agravado. Hasta el rey franco Carlomán preguntaba el año 884: «¿Puede extrañar que los paganos y pueblos extranjeros se enseñoreen de nosotros y se lleven nuestros bienes temporales, cuando cada uno de nosotros priva con violencia a su prójimo de lo necesario para vivir? ¿Cómo podemos luchar con confianza contra nuestros enemigos y los de la Iglesia, cuando en nuestra propia casa guardamos el botín robado a los pobres [Isaías 33,1] y cuando entramos en campaña para llenar el vientre con lo robado?».[217]