EL PAPADO A MEDIADOS DEL SIGLO IX
«¡Luchad virilmente contra esos enemigos de la santa fe, contra esos enemigos de todas las religiones!»
EL PAPA LEÓN IV (847-855) ANTES
DE UNA BATALLA CONTRA LOS ÁRABES[144]
«Porque si alguno de vosotros tuviera que morir, el Omnipotente sabe que muere por la verdad de la fe, por la redención de su alma y la defensa del territorio cristiano. Por ello obtendrá la recompensa mencionada», la vida eterna.
EL PAPA LEÓN IV EN UNA PROCLAMA
«AL EJÉRCITO FRANCO»[145]
La obra falsificada de las Seudoisidorianas (hacia 850) «elevó la posición y el prestigio de la Santa Sede de forma insospechada» (Manfred Hellmann); fue «el regalo más valioso que el papado había recibido jamás» (Walter Ullmann), la «falsificación de mayor éxito de toda la historia de la Iglesia» (Hans Kühner, historiador católico de los papas); «la mayor falsificación legal de la historia» (Grotz, jesuita).[146]
«Se impuso a los reyes y a los tiranos y los dominó con su prestigio, cual si fuese el soberano del orbe terráqueo.»
ABAD RECIÑO DE PRÜM
REFIRIÉNDOSE AL PAPA NICOLÁS I (855-867)[147]
«Con el perverso nombramiento de varios papas» la situación en Roma «era de gran desorden», comentan los anales oficiales del imperio el año 824. Tras la muerte de Carlos I el santo papa León III había condenado implacablemente a muerte a centenares de personas en 815, un año antes de que él mismo expirase. Su sucesor Esteban IV se presentó al año siguiente en Reims con una falsa «corona de Constantino». A la muerte de su sucesor Pascual I, un papa duro y odiado, en 824 estallaron tales tumultos que no pudo llevarse a cabo su planeado enterramiento en San Pedro, teniendo que permanecer su cadáver insepulto (de todos modos dicho papa fue canonizado, aunque su fiesta se eliminó en 1963). La elección de su sucesor Eugenio II (824-827) provocó tumultos durante meses, porque nobleza y clero habían presentado dos candidatos rivales. Después al menos discurrieron en paz las elecciones de los dos santos padres inmediatos: Valentín (agosto-septiembre del 827) y Gregorio IV (827-844).[148]
A la muerte de ese papa se sucedieron una vez más las acciones violentas. Pues antes de que la nobleza pudiera nombrar a su hombre, el pueblo había tomado el palacio papal y había sentado al diácono Juan en la sede ambicionada. Toda una aventura, ya que sólo por breve tiempo disfrutó del éxito, un solo día según parece. Después la nobleza lo barrió de Letrán, se deshizo de la oposición y nombró Pontifex maximus a un anciano arcipreste enfermo de gota. Sergio II (844-847), que hizo encerrar a su rival en un monasterio (sin que se sepa nada más de su destino), era un representante de la clase superior a la vez que el quinto papa de la casa Colonna, que el Espíritu Santo parecía preferir. La aprobación imperial, requerida por la Constitutio Romana de 824, se eliminó con las prisas.
Irritado por ello, Lotario I envió a su hijo Luis, entronizado poco antes en Pavía como virrey de Italia, y al arzobispo Drogo de Metz, hijo «natural» de Carlomagno y hermanastro de Luis el Piadoso, con un ejército franco contra Roma. El ejército asoló el Estado de la Iglesia con la misma crueldad que si se tratase de una guerra y de una expedición de castigo. Pero el anciano papa supo domar al joven rey hasta casi humillarlo, a lo que pudo contribuir un incidente: el horror que provocó un caballero del séquito real, que murió entre convulsiones espasmódicas en las escaleras de acceso a San Pedro. Tras una investigación sinodal de varias semanas fue refrendada la elección de Sergio. Por lo demás hubo de admitir que el papa designado sólo podía ser consagrado por orden del emperador y en presencia de sus embajadores; tuvo que prestar un juramento de lealtad a Lotario y coronar y ungir al joven Luis como «rey de los longobardos».
Mas no quiso Sergio actuar simplemente al dictado: cuando se tratase de la unidad del imperio, de la cohesión de Occidente, cuando alguno de los tres hermanos gobernantes rompiese la «unidad lograda con la fe en la Trinidad» o cuando alguno de ellos «prefiriese seguir al autor de la discordia», el papa amenazaba: «Nos nos esforzaremos por castigarle merecidamente con la ayuda de Dios y de acuerdo con las disposiciones canónicas tan bien como podamos».
Sólo tres años duró el pontificado de Sergio II. La simonía fue tan manifiesta como el nepotismo. Benito, hermano del papa, fue nombrado obispo de Albano; era un hombre sin escrúpulos, ávido de poder y dinero. Probablemente arrebató las riendas de manos de Sergio, que estaba enfermo aunque era un hombre de extraordinario carácter y energía; mediante soborno había conseguido el puesto de un enviado imperial en Roma y contra el pago de grandes cantidades había asignado sedes episcopales y otros cargos eclesiásticos. Y todo… «tan bien como podamos…».
Probablemente tales noticias, procedentes de los círculos clericales romanos, puedan exonerar al papa personalmente. De todos modos, cuando en agosto del 846, por ejemplo, aparecieron en la desembocadura del Tíber setenta y cinco naves sarracenas, cuando alrededor de 11.000 hombres y 500 caballos cayeron sobre los barrios de Roma a la derecha del Tíber, que saquearon por completo la iglesia de San Pedro situada fuera de la muralla de Aurelio así como la basílica de San Pablo y se llevaron prisioneros a cuantos no habían huido, «incluidos los moradores de los monasterios, hombres y mujeres» (Annales Xantenses), los coetáneos lo vieron como un castigo de la Providencia contra la corrupción que invadía Roma. Pero en modo alguno se aceptó el castigo divino mano sobre mano. Más bien hubo una respuesta de resistencia al mismo: se expulsó a las tropas intrusas francas así como a las milicias de Spoleto y de la Campagna, y a las flotas de Nápoles y de Amalfi. Y cuando en su regreso precipitado cayó una parte de los salteadores con el botín aprehendido, también entonces se reconoció sin dificultad la mano castigadora del Señor.[149]
Tras el ataque por sorpresa fue la derrota, la desgracia provocada por sarracenos y paganos, la que enardeció a los fieles. ¿Por qué no se había defendido mejor a «san Pedro»? Una capitular echa la culpa a los pecados de la cristiandad y señala los remedios: ¡arremeter contra las propias maldades, contra los pecados de la carne y contra el robo del patrimonio eclesiástico! Además Lotario I mandó recoger limosnas en todo el imperio e impuso un impuesto especial para la reconstrucción de la iglesia de San Pedro y su protección; a ello contribuyeron el emperador y sus hermanos «con no pocas libras de plata».
Entretanto había muerto Sergio II. Y el mismo día de su muerte fue elegido su sucesor: un romano educado desde niño en el monasterio benedictino de San Martín y «religioso ejemplar» (Lexikon für Theologie und Kirche). Era León IV (847-855), a quien tras un «interpontificium» de seis semanas se le consagró papa, y de nuevo sin la aprobación imperial, necesaria desde 824. Según parece, la crisis desatada por los piratas árabes no permitía ninguna demora, aunque con posterioridad se le reclamó el juramento de lealtad al emperador.
Este santo padre alcanzó como maestro de obras de fortificación una fama, que puede decirse se ha mantenido hasta hoy. Transformó, en un empeño que fue importante durante siglos, los arrabales de Roma en la orilla derecha del Tíber, todo el barrio del Vaticano, en un castillo. Era un plan que ya había acariciado León III; pero que sólo León IV llevó a término. En un trabajo de años, inspeccionado personalmente por él a pie o a caballo, reforzó las antiguas murallas de la ciudad, creó nuevas fortificaciones convirtiéndose así en el creador de la civitas leonina, a la que modestamente dio su nombre de «ciudad de León». Entre los años 848 y 852 levantó una muralla de casi cuarenta pies de altura y otros tantos de espesor, reforzada con 44 torres. También hizo fortificar otros lugares, como el Centumcellae de los romanos y actual Civitavecchia, que asimismo se llamó Leópolis. (De acuerdo por lo demás con esa modestia personal, en sus bulas antepone regularmente su nombre al de los destinatarios, y a los príncipes ni siquiera les da el habitual título de dominus.)
Los trabajos de fortificación de León exigieron abundantes materiales y numerosos operarios, que hubieron de aportar ciudades y monasterios del Estado pontificio, dominios y milicias. Pero el baluarte papal costó también importantes sumas de dinero, que salieron sobre todo del imperio franco —cosa que el biógrafo papal silencia por completo— por orden del muy complaciente Lotario, ¡con el extraño efecto de que todo ello redundó en prestigio del papa y de su posición frente al emperador! En la bendición de la ciudad leonina el 27 de junio de 852 se roció con abundante agua bendita el cinturón fortificado del santo en el curso de una procesión (de siete obispos cardenales)… y en los siglos siguientes abundó aún más la sangre. Y es que una cosa va estrechamente unida a la otra.
Pero el devastado San Pedro se decoró de nuevo con toda suntuosidad. En el altar mayor se colocaron láminas de oro esmaltadas de piedras preciosas, cada una de las cuales pesaba 216 libras; una cruz de oro, repujada de perlas y esmeraldas, pesaba 1.000 libras, y un ciborium o baldaquino de plata sobre el altar pesaba 1.606 libras. Como también se decoraron costosamente San Pablo y muchos templos incluso de provincias, se puede sopesar lo inmensamente rica que era la Iglesia, para la que ya entonces se hacían colectas en todas partes, a causa de su pobreza (como se hacen todavía hoy…).[150]
Se comprende que los «hijos de Satán», llegados desde Cerdeña, aparecieran ya el año 849 en el desembocadura del Tíber, mucho antes de que se alzase la fortificación de León. Por fin habían visto lo que se escondía en aquellos templos cristianos y lo que se amontonaba en San Pedro. «La imaginación no alcanza a comprender la riqueza de los tesoros allí amontonados» (Gregorovius).
A toda prisa pudo el santo padre movilizar las armadas de Nápoles, Amalfi y Gaeta —la primera liga de ciudades marítimas meridionales en la Edad Media— hacia donde zarparon las naves de guerra de Su Santidad, el representante de Cristo. Y él mismo acudió personalmente. No para combatir, sino para celebrar la santa misa, bendecir la flota de guerra, dar a los guerreros la sagrada comunión el día de la batalla y orar después de rodillas: «Oh Dios, que sostuviste a Pedro caminando sobre las olas para que no se hundiera, y que a Pablo, que sufrió triple naufragio, lo sacaste del mar profundo, escúchanos clemente y por los méritos de ambos [apóstoles] otorga fuerza a los brazos de estos fieles, que luchan contra los enemigos de tu Iglesia, a fin de que la victoria conseguida glorifique tu santo nombre entre todos los pueblos».
Con fervor espoleó el sumo sacerdote a sus combatientes: «¡Luchad virilmente contra esos enemigos de la santa fe, contra esos enemigos de todas las religiones!».
Para los heraldos de la buena nueva, los predicadores del amor a los enemigos, era un negocio indispensable. A la pregunta de los búlgaros sobre la guerra en tiempo de cuaresma respondió el propio León que la guerra era siempre una astucia del diablo y que, cuando no era necesaria, había que abstenerse de la misma. «Mas cuando no se puede evitar y cuando se trata de defender la patria y las leyes paternas, no hay duda de que está permitido prepararse para la guerra incluso durante la cuaresma.»
Pero antes de la batalla naval de Ostia León IV había prometido a sus combatientes la «recompensa celestial» en caso de muerte, siendo ésta la anticipación más temprana de la indulgencia de las cruzadas; una promesa con la que muchos otros santos padres seguirían engañándose a través de los tiempos. Ocurrió aquí por vez primera que un papa garantizase generosamente el cielo a todos aquellos que murieran «por la verdadera fe, la salvación de la patria y la defensa de la cristiandad».
El resultado fue un éxito total. No tanto debido a las ciudades marítimas católicas de Nápoles, Amalfi y Gaeta con las galeras pontificias, cuanto por una tempestad, que las naves mayores de los cristianos superaron pero que hundió a las naves más ligeras del enemigo. Pero los fieles piadosos abatieron a los náufragos que vagaban desarmados por la costa, los ahorcaron en Ostia «para que su número no pareciera tan grande» o los enviaron encadenados a Roma, donde en su condición de esclavos de guerra fueron utilizados para la construcción de las fortificaciones vaticanas. Y todo ello se celebró como un milagro del príncipe de los apóstoles.[151]
Para los propios subordinados se tuvo entonces una especie de salvoconducto. Y así el papa León en una proclama «al ejército franco» (852), con ocasión de una campaña militar de Luis II contra los sarracenos de Italia meridional, de nuevo aseguró sin más ni más a cada uno de los que cayesen la entrada en el reino de los cielos: «Pues el Omnipotente sabe que si alguno de vosotros tiene que morir, lo hará por la verdad de la fe, la redención de su alma y la defensa del territorio cristiano. Por ello obtendrá la recompensa citada».
También el santo padre obtuvo su recompensa: fue canonizado, celebrándose su fiesta el 17 de julio, aunque después fue eliminada. Efectivamente, el moro había cumplido con su obligación. Y la ingratitud es la paga del mundo. Pero en los mismos comienzos de su pontificado León ya había obrado un milagro grandioso: libró a Roma de un monstruo subterráneo, tan arrogante como peligroso, que habitaba junto a la iglesia de Santa Lucía. Se trataba de un basilisco (una mezcla espantosa de dragón y gallo, un animal fabuloso cuya mirada era mortífera, ¡la proverbial mirada del basilisco!). Otra vez apagó un fuego devastador simplemente con su oración y la señal de la cruz…
El León IV de la historia (al que sin embargo también pertenece esta gigantesca inundación del globo terráqueo con leyendas y mentiras, que quizá contribuyó a forjar la historia más que ninguna otra cosa, esa locura que, como dice Friedrich Schiller refiriéndose al cristianismo en general, «corrompió todo el mundo») fue un papa consciente de su poder y decidido, que se impuso a todas las Iglesias del mundo y sobre todas quiso tener la autoridad suprema. Mas no sólo adoptó aires de soberano con sus «hermanos», los prelados más influyentes, como el patriarca Ignacio de Constantinopla, los arzobispos Hinkmar de Reims, Juan de Rávena y el cardenal presbítero Atanasio, que pronto sería antipapa… No, también se encaró con los príncipes, y muy especialmente con el joven emperador, hijo mayor de Lotario y «protector de la Iglesia romana».
Luis II, nacido hacia 825, ejerció cargos oficiales desde 840 como virrey de su padre en Italia, donde el papa Sergio II le coronó rey de los longobardos el 15 de junio de 844 y en 850 León IV lo ungió en Roma como coemperador. Allí gobernó con autonomía y pudo estabilizar mucho más el país —en el que las bandas de salteadores caían en plena calle sobre los peregrinos romanos y sobre los mercaderes y hasta llegaban a devastar aldeas enteras—, cuando a la muerte de su padre renunció en favor de sus hermanos Lotario II y Carlos de Provenza a los territorios del reino central al norte de los Alpes.
Luis II pudo así afianzar también su dominio sobre Roma y el Estado de la Iglesia, y se comprende que las relaciones con León IV a menudo fueran tensas, como certifica la muy escasa correspondencia de éste que nos ha llegado. En alguna ocasión León no quiso ver, por motivos de seguridad, a los enviados del emperador, en alguna otra fue asesinado un legado pontificio y por ello hizo él condenar a muerte a tres plenipotenciarios imperiales; por lo demás, bajo su predecesor Pascual I dos altos funcionarios profrancos fueron ejecutados en Letrán «como traidores de lesa majestad».
Naturalmente en Roma alentaron sentimientos y manejos antifrancos y quizá hasta hubo contactos de alta traición con Bizancio. En cualquier caso no existió ninguna confianza entre el papa y el emperador. Desde el 855, año de la muerte de León IV, Luis II fue soberano único. Y desde el 860 —para resumir aquí su vida en una breve ojeada previa— pudo también el emperador hacer valer su autoridad, al menos temporalmente, sobre los principados longobardos de Benevento y Salerno, que desde hacía largo tiempo gozaban de autonomía. Y por fin, tras un asedio de varios años, en 871 hasta pudo conquistar Bari, sede del emir árabe.
A decir verdad, Luis II, el cuarto emperador carolingio, no pasó de ser un soberano limitado a Italia, que ni siquiera consiguió adueñarse de todo el territorio meridional. Adelchis, príncipe de Benevento (fallecido en 878), que luchó por su independencia primero contra los francos, después contra los bizantinos y finalmente contra los sarracenos antes de caer víctima de una conjuración de su propia chusma, provocó la ruina del poder imperial en Italia con la captura temporal de Luis. En definitiva dicho emperador fue víctima en Italia meridional no tanto de las inestables condiciones políticas cuanto de las relaciones dinásticas.[152]
Bajo el pontificado de León IV ocurrió también un escándalo de proporciones y consecuencias sin igual en su género. Se tramó en efecto una falsificación eclesiástica, ante la cual palidecen todas las mentiras, fraudes y falta de escrúpulos en que tanto abunda la Edad Media cristiana, exceptuando desde luego la «donación constantiniana».
Con toda razón se ha dicho de las falsificaciones seudoisidorianas que «fueron sin duda la falsificación más importante del período carolingio, aunque en modo alguno constituían una excepción» (Dawson), porque el clero católico desde siempre falsificó a más y mejor. Para el jurista protestante Emil Seckel (fallecido en 1924), tal vez el mejor conocedor de las Decretales Seudoisidorianas, éstas representan «la falsificación más audaz y desconcertante de las fuentes del derecho canónico que jamás se haya llevado a cabo». Para Johannes Haller constituyen «las falsificaciones más osadas y más graves jamás cometidas»; más aún, el eminente historiador de los papas (fallecido el 24 de diciembre de 1947) las calificó como «el mayor fraude de la historia universal».
Todavía en el siglo IX Hinkmar de Reims sospechó y quizá conoció la falsificación; pero prescindiendo de algunos fragmentos no la descubrió. El venerable arzobispo de Reims —quien como uno de los consejeros más importantes de los reyes francos occidentales, y especialmente de Carlos el Calvo, no sólo jugó un papel político relevante, sino al que también debemos una animada producción literaria, en la cual destacan «sobre todo dictámenes judiciales ricos en contenido» (Schieffer)—, sí, incluso el príncipe de la Iglesia, falsificó con enorme virtuosismo en cantidades industriales. Y todo ello hasta con una justificación aparente, pues no quería ser víctima de otras falsificaciones eclesiásticas, y entre ellas las seudoisidorianas.
Y hubo falsificaciones por doquier. También falsificó el predecesor de Hinkmar, el arzobispo Ebón (fallecido en 853). Y falsificó un sobrino de Hinkmar, Hinkmar el Joven, obispo de Laon, educado en la corte y en sus comienzos protegido por su tío. Fue él incluso el primero en defender en gran medida las falsificaciones seudoisidorianas y probablemente estuvo en conexión con el taller falsificador. Así provocó un violento altercado con su tío y Carlos el Calvo y fue depuesto en 871, aunque siete años después sería en parte rehabilitado.
Pese a las tempranas dudas sobre la autenticidad del colosal fraude católico (ya en el siglo IX y luego en el XIV por el jurista Marsilio de Padua, que fue condenado como «hereje»), la impostura se mantuvo a lo largo de toda la Edad Media, pues la primera demostración contundente de la falsificación sólo llegó con los Centuriatores de Magdeburgo en 1559, que la expusieron en su historia protestante de la Iglesia (1559-1574), financiada por príncipes evangélicos. La falsedad fue definitivamente desvelada en 1628 por el teólogo reformado David Blondel, que después sería profesor de historia en Amsterdam. Como ningún otro antes del siglo XIX distinguió él con admirable agudeza mental lo auténtico de lo falso, aunque todavía en su tiempo hubiera piadosos defensores de la falsificación.
Cierto que aun después de descubrirse el fraude en el siglo XVI los católicos todavía continuaron por largo tiempo haciendo todo lo posible por minimizarlo, cohonestarlo y hasta casi celebrarlo. Hablaron de «leyenda», de «ficción poética» o «de mentira piadosa», como hace el cardenal Bona (fallecido en 1674), habituado «a tener en cuenta los altos objetivos de la ciencia» (Mast). Una «fraus pia», un fraude piadoso, seguía siendo para el famoso teólogo católico Johann Adam Móhler (fallecido en 1838), que exaltó sin rodeos al Seudoisidoro como «un hombre muy piadoso, de fe profunda, virtuoso y sinceramente procupado por el bien de la Iglesia». Tampoco para Rosshirt (1849), compañero de Möhler, es el Seudoisidoro un falsificador en sentido estricto sino «un enamorado del derecho canónico», cuyas inauditas mentiras no tuvieron otro objetivo «que el erudito y científicamente histórico de lograr una colección lo más completa posible de fuentes del derecho canónico».
Un católico como Luden sabe ciertamente que esa colección «está llena de mentira y falsedad»; pero ello afectaría únicamente a los primeros tiempos. Por lo que respecta al siglo IX, en el que apareció, «las más de las veces contiene la verdad» incluso en sus falsedades. No habría creado un derecho canónico nuevo, sino que habría expresado simplemente «lo que ya estaba arraigado en las almas de los hombres», les habría «dado una orientación… y abreviado el camino hacia la meta. Pero a lo que aspira es a la plena soberanía papal…». Y la plena soberanía papal es naturalmente una cosa buena, al margen de cómo se logre ni con qué fines. Wilhelm Neuss todavía en 1946 pensaba de los timadores eruditos que «sus propósitos eran evidentemente buenos». Otros historiadores católicos distinguieron a su vez, en la forma que les caracteriza, entre el falsificador «noble» y el falsificador «común», siendo noble el que falsifica en favor de la Iglesia, y común el que lo hace fuera de ella o directamente contra ella. Cierto que recientemente hasta el historiador jesuíta Grotz califica las Decretales Seudoisidorianas como «la mayor falsificación legal de la historia». Porque en el ínterin realmente se ha divulgado el asunto…[153]
Las Seudoisidorianas aparecieron hacia el 850 (no antes del 847 ni después del 852) en el reino franco occidental, tal vez en Sens o en Tours, probablemente en el arzobispado de Reims. Se pretendía reforzar el poder de los obispos y del papa frente al Estado, y como no se contaba con bases jurídicas, o al menos bases jurídicas suficientes, se crearon simplemente, se falsificaron. Pero los bribones clericales (si esto no constituye un pleonasmo) presentaron su gigantesco engaño como la obra del doctor de la Iglesia Isidoro de Sevilla, fallecido en Sevilla en 636. Era uno de los autores más conocidos en la Alta Edad Media y el santo más prestigioso de Occidente desde los tiempos de Agustín. Se sabía además que había dejado un voluminoso libro de derecho canónico, por lo cual aquellas falsificaciones jurídicas se consideraron durante toda la Edad Media como obra auténtica de Isidoro, con la influencia que a su autoridad correspondía.
a) Contenido y peculiaridades
El contenido de aquel acto criminal es tan extraordinario que los manuscritos y fragmentos conservados hasta hoy llenarían, reducidos a octavo, varios miles de páginas de texto. Probablemente no se trata del trabajo de una sola persona, sino de toda una central de falsificaciones teológicas, de un grupo de clérigos francooccidentales perfectamente informados. A todas luces eran unos «reformadores», a quienes no agradaba el derecho civil y canónico entonces vigente en el imperio franco y que pese a todas las investigaciones continúan siendo desconocidos hasta el día de hoy. Eruditos sin duda alguna y bien formados en derecho y en archivística, consiguieron reunir con más o menos habilidad un material increíble en el que se mezclaba lo auténtico con lo falso.
La obra seudoisidoriana consta de cuatro grandes grupos:
1) La Hispana Gallica Augustodunensis, reelaboración falsificada de una colección de cánones hispánicos del siglo VII.
2) Los Capitula Angilramni, una colección de leyes conciliares, papales e imperiales auténticas y apócrifas, que supuestamente el papa Adriano I (772-795) había entregado el 14 de septiembre de 786 al obispo Angilram de Metz. un pastor de almas que murió el año 791 en una campaña de Carlos I contra los ávaros. El objetivo de estos capítulos de Angilram respondía al deseo de los prelados francos de evitar en lo posible las acusaciones contra ellos y someterse únicamente al tribunal eclesiástico, pues de herrero a herrero no saltan chispas. Los Capitula Angilramni acabaron simplemente por hacer que papas y obispos no pudieran ser acusados y que, como escribe el historiador católico Hans Kühner, «pudieran permitirse todo género de crímenes», ampliando así aún más las grandes falsificaciones sammachianas aparecidas en el siglo VI.
3) El Benedictas Levita, un montón enorme de decretos reales e imperiales desde Pipino a Luis el Piadoso, una colección de capitulares en tres libros con un total de 1721 capítulos ¡de los que tres cuartas partes largas son falsos o apócrifos! Las ordenanzas eclesiásticas fueron transformadas en leyes imperiales francas para dotarlas de autoridad estatal y se le atribuyeron a un supuesto diácono de Maguncia, llamado Benedictas Levita, quien en 847 las habría recopilado por encargo de su arzobispo Otgar como continuación de la colección oficial de capitulares del abad Ansegis de Fontenelle (Saint-Wandrille), fallecido en 833.
4) Las Decretales Seudoisidorianas (Decretales Pseudo-Isidorianae), la colección más amplia e importante de los cuatro grupos, por cuanto alcanzaron la mayor influencia y éxito: una antología de cartas pontificias y de actas conciliares desde el siglo I hasta el VIII, desde aproximadamente el año 90 hasta el 731. Bajo la apariencia hábilmente preparada de una autenticidad antigua, la colección quiere presentarse como un código completo de derecho canónico de la Iglesia católica. Aquí se falsificaron sin excepción las decretales de los papas de los primeros siglos desde el supuesto Clemente hasta san Milcíades (311-314) sin solución de continuidad, mientras que sólo en parte se falsificaron las decretales desde san Silvestre (314-335) hasta san Gregorio II (714-731). Mediante intercalados se adulteró una larga serie de resoluciones conciliares, desde el celebérrimo concilio de Nicea (325) hasta el sínodo XIII de Toledo (683). Especial atención merece el hecho de que los clérigos incorporasen a su rotunda falsificación otra aún mayor: la «Donación constantiniana», que con toda probabilidad es un producto de la cancillería del papa Esteban II, lanzado un siglo antes.
Esta pieza infame de la historia universal consta aproximadamente de unas diez mil citas y extractos, en cuyo mosaico no siempre se combinan con habilidad lo verdadero y lo falso, aunque incluso lo falso no es totalmente inventado sino que viene a ser un bricolaje de textos auténticos de papas, sínodos y escritores eclesiásticos, con numerosas omisiones, adiciones y cambios. Así y todo figuran más de un centenar de cartas pontificias falsas o falsificadas, por lo general de los tres primeros siglos, en los que no se conocieron decretales romanas. Edictos imperiales del siglo V, de Teodosio II por ejemplo, aparecen como decretales pontificias del siglo I, y algunos pasajes del sínodo de París (829) figuran al pie de la letra en un texto del doctor hispano de la Iglesia fallecido casi dos siglos antes.
«En toda la historia difícilmente podría encontrarse otro ejemplo de una ficción tan completamente falsa y presentada de un modo tan tosco.» Así había enjuiciado en tiempos este asunto el historiador de la Iglesia Ignaz von Dollinger (que tras su excomunión en 1871 apoyó a la Altkatholische Kirche, aun sin adherirse formalmente a la misma). Seppelt, historiador de los papas, habla por el contrario de una «falsificación a su modo grandiosa», preparada y apuntalada «con gran perspicacia». El historiador de los papas Kühner la califica sin más como «la falsificación de más graves consecuencias en toda la historia de la Iglesia».[154]
b) Objetivo
Como objetivo de su fraude, que contiene todos los materiales imaginables de tipo litúrgico, dogmático, moral y edificante, señalan los propios embaucadores la compilación sistemática de las dispersas fuentes canónicas. Mentira pura, naturalmente. Su propósito era más bien crear e imponer un nuevo derecho, dado que el antiguo resultaba inservible para el clero; con ello pretendían sobre todo reforzar al máximo el poder de los obispos frente al Estado y también frente a la enorme influencia de los arzobispos metropolitanos.
Con ello se limitaba fuertemente la posibilidad de acusar a los obispos y se dificultaba extraordinariamente, si es que no se hacía imposible en la práctica, su condena y deposición. A quienes de forma panegirista son celebrados como «ojos del Señor», «supremos sacerdotes», «santos», «dioses», etcétera, ningún laico, ningún clérigo inferior, ningún subordinado podía acusarlos, y menos aún ante un tribunal civil, bajo pena de degradación y excomunión. Mas si la acusación se lleva a cabo, serán necesarios 72 testigos de cargo; lo que en la práctica casi excluía de hecho la condena de un obispo. A éste sólo podía juzgarlo un sínodo eclesiástico sancionado por el papa. Con ello la competencia de la justicia civil quedaba descartada por completo. Y es que no sólo el pueblo, también los príncipes están sometidos al obispo. Y tienen que obedecerle, como se exige con gran énfasis, pues está por encima de todos los príncipes y únicamente puede ser juzgado por Dios y el papa o por sus delegados; exigencia que se repite a menudo.
Y lo que aprovecha a los obispos aprovecha también y sobre todo al obispo de Roma. De hecho fue él quien más se benefició del monstruoso montaje clerical. Sólo a él pertenece en efecto la plenitud de poder. No es sólo sacerdote, sino también rey. Y si ya la dignidad episcopal está por encima de la real, la dignidad papal se alza como una torre impar. El papa viene a ser «la cabeza de todo el mundo», con palabras que se ponen en boca de Félix II. De ahí que los falsificadores le otorguen hasta el derecho de promulgar leyes estatales.
Pero si subordinaban al papa la mismísima potestad de los reyes, le reconocían sobre todo la «dictadura» dentro de la Iglesia. Todos sin excepción insistían en que el papa es el único legislador y juez de la Iglesia, en que sin su permiso ni un metropolitano ni un sínodo pueden decretar nada válido, en que sin su aprobación ni siquiera podía reunirse un sínodo… Más aún, según aquellos bandidos clericales, los papas de la primera época gozaron de competencias jurídicas como las que jamás tuvieron mucho más tarde sus sucesores.
San León IV se sirvió ya de la falsificación, que los clérigos de Reims le presentaron completa o en extracto. Con mucha más frecuencia la utilizó como código legal el asimismo santo pontífice Nicolás I, que se sirvió de la misma desde el año 864, pues rápidamente comprendió sus enormes ventajas para la sede romana. Y así declaró auténtica una obra, que el arzobispo Hinkmar de Reims reconoció como falsa inmediatamente después de su aparición. Lo cual no impidió que el propio Hinkmar se sirviera repetidamente de ella en la medida en que sus disposiciones le beneficiaban.[155]
Las Decretales Seudoisidorianas a la larga aprovecharon por lo general al papado. De todas las obras que falsamente se atribuyeron a Isidoro de Sevilla fueron las que mayor influencia histórica ejercieron y sin duda la obra más difundida en todas las colecciones medievales de derecho canónico. Una y otra vez se citaban para apoyar y ampliar el poder de Roma, siendo naturalmente los propios papas los que insistían en el valor de tales textos. Nicolás I, Adriano II, Gregorio V, León IX, Gregorio VII, etcétera, las explotaron con fines políticos. El tristemente célebre Dictatus papae de Gregorio se apoya en gran medida en este engendro monstruoso. En la querella de las investiduras fue plenamente aceptado y en las luchas entre los emperadores y papas de los siglos XI y XII jugaron un papel extraordinario. La obra de falsificación, escribe Manfred Hellmann, «elevó de una forma insospechada la posición y el prestigio de la santa sede». Fue «el regalo más valioso, que jamás ha recibido el papado», dice Walter Ullmann. Se comprende que fueran por lo general los papas y los obispos, quizá aún más favorecidos por los falsificadores, quienes se aprovecharon y sacaron ventaja de todo ello.
La influencia de las Decretales Seudoisidorianas sobre la Iglesia y el derecho canónico fue enorme a más tardar ya desde comienzos de la Alta Edad Media y persistió hasta el siglo XIX, cuando de la gran fantasmagoría Pío IX obtuvo, por ejemplo, un gran provecho de cara al dogma de la infalibilidad. Por lo que también dicho papa, todavía después de 1870, al cabo de siglos del descubrimiento de la grandiosa patraña, ¡tuvo palabras de elogio para los autores que seguían insistiendo en la misma! (Merecidamente en 1985 se dio el primer paso para la canonización de Pío IX con el reconocimiento oficial de su «virtud heroica», cuando en tiempos los obispos católicos, los historiadores y diplomáticos católicos le habían calificado de necio y demente; véase al respecto mi obra Politik der Papste im 20. Jahrhundert, I, pp. 23 y ss.)
Pero el fabuloso golpe de las Seudoisidorianas se ha dejado sentir casi hasta nuestros días, hasta el Codex Iuris Canonici de 1917, que por ejemplo reservaba al papa en exclusiva el derecho de convovar un concilio ecuménico. Cuando en 1962 Juan XXIII convocó uno, pudo apoyarse en no menos de seis autoridades: tres de ellas tomadas de las Decretales Seudoisidorianas y tres derivadas de las mismas.[156]
Mas como para los predicadores del más allá nada hay más importante que el dinero y los bienes de este mundo, en las grandes falsificaciones tampoco se olvidan los diezmos, las prestaciones de servicio en domingos y días festivos, la protección del patrimonio eclesiástico, la inviolabilidad y el carácter inalienable de los bienes eclesiásticos. Lo que el clero ha obtenido una vez, campos, libros, casas, vestiduras, ríos…, todo tipo de bienes muebles e inmuebles, pasa a ser patrimonio de la Iglesia y cualquier ataque al mismo se castiga con la excomunión, la pérdida de todos los cargos y las penas más severas ante los tribunales civiles.[157]
Ya León IV, en cuyo reinado aparecieron las falsificaciones seudoisidorianas, las había aprovechado. Cuando murió el 17 de junio de 855, se quiso elegir como sucesor suyo al cardenal presbítero Adriano. Mas como éste, caso raro en la historia del papado, se negase —quizá porque previese mejores oportunidades más tarde, en lo que de ser así habría atinado de lleno—, la mayoría eligió a Benedicto III (855-858), natural de Roma.
Cierto que el cardenal Benedicto ya había marchado en solemne procesión a Letrán, y el clero y la nobleza habían firmado asimismo el decreto de elección, que había sido enviado al emperador con el ruego de su visto bueno. Pero justamente un grupo leal al emperador había escogido para papa al cardenal Anastasio (bibliotecario), un hombre que pertenecía a la alta nobleza, gozaba de grandes dotes y hasta poseía una buena formación. Y según Wattenbach no sólo era «un hombre sabio y un zorro astuto», sino que también era hijo del rico obispo Arsenio de Orte, a quien por lo demás el propio Anastasio (en una carta al arzobispo Ado) llama tío suyo, como todavía lo siguen haciendo los historiadores católicos del siglo XX —Seppelt, por ejemplo—, mientras que otros ignoran el hecho.
Pero el cardenal Anastasio estuvo en oposición al último papa y evidentemente por miedo a su venganza había permanecido alejado cinco años de su iglesia romana. Como rival tan influyente como hábil y preparado fue combatido por León IV durante casi todo su pontificado y fue excomulgado, desterrado y depuesto en varios sínodos a finales del 850 y en los meses de mayo, junio y diciembre de 853; una condena inmortalizada en San Pedro mediante una estatua con comentario.
Anastasio había encontrado protección en el territorio de soberanía del emperador Luis II y éste rechazó varias veces entregar al fugitivo, tal como el papa reclamaba incesantemente. Y cuando ahora los emisarios romanos de Benedicto pretendían presentar como era de obligación el decreto de elección al emperador, fueron apresados en el camino cerca de Gubbio por uno de los cabecillas imperiales, el obispo Arsenio de Orte, padre de Anastasio, quien les hizo cambiar de opinión de modo que en la corte intercedieron por él.
Después de declarada inválida la elección de Benedicto, Anastasio, que había sido expulsado oficialmente de la Iglesia aunque un tanto al margen de la legalidad, fue elegido papa en Orte. Regresó a Roma acompañado de los emisarios imperiales y allí muchos se pasaron a su bando mientras que hacía encadenar a los nuevos emisarios de Benedicto. Después de lo cual inició su gobierno en San Pedro retirando el insulto grabado en la pared y con la destrucción y quema de imágenes de santos rompiendo con un hacha (a fin de cuentas era un magnífico conocedor de la historia de la Iglesia) incluso las figuras de Cristo y de María. Después mandó abrir las puertas de Letrán, se sentó en la silla papal y ordenó la expulsión de su enemigo, que estaba sentado en la basílica sobre otro trono.
Ese cometido lo realizó el obispo Romano de Bagnorea. Con una banda armada hasta los dientes irrumpió en el templo, golpeó a Benedicto de Sessel y entre burlas e insultos lo despojó de las vestiduras pontificias. Mas gracias al favor popular y a un cambio de opinión de los imperiales —después de tres días de ayuno general—, el maltratado pudo endosarlas de nuevo, mientras que al papa Anastasio le arrancaban sus insignias y lo expulsaban ignominiosamente del palacio, aunque gracias a los enviados (missi) imperiales sólo se le impuso un arresto domiciliario. Benedicto mandó sí restablecer el documento condenatorio en San Pedro, pero readmitió en la Iglesia al ex papa, aunque sólo fuese como laico, y poco a poco se encumbró de nuevo.
Ya Nicolás I, sucesor de Benedicto, hizo abad a Anastasio. Y asimismo, como pequeña compensación por todas las injurias recibidas de la madre Iglesia, le confió la dirección y los ingresos del monasterio de Santa María in Trastevere y lo tomó incluso como «una especie de secretario particular» y de asesor, especialmente en asuntos bizantinos. Anastasio aprovechó la oportunidad para destruir los materiales del archivo papal que lo inculpaban.[158]
Nicolás I (853-867) era hijo de un clérigo y casi puede decirse que se crió en Letrán. Bajo los reinados de tres papas —Sergio II, León IV y Benedicto III— logró una influencia cada vez mayor. Y cuando murió Benedicto y el cardenal presbítero Adriano se negó a ser candidato papal, Nicolás ocupó el puesto del papa difunto, aunque según los Annales Bertiniani —la continuación más importante de los Anales imperiales interrumpidos en 829—, «más a consecuencia de la presencia y del favor del rey Luis y de los grandes que por elección de la clerecía».[159]
En efecto, el emperador Luis II, que había partido de Roma poco antes de la muerte de Benedicto, regresó inmediatamente después y había ayudado al diácono Nicolás a satisfacer su ambición de honores. Y Nicolás se tomó de inmediato el desquite a su manera con una visita de despedida a Luis, que de nuevo partía de Roma. Rodeado del clero y de la nobleza, hizo que a la llegada el emperador llevase su caballo de las riendas durante un tramo, se hizo después agasajar en la tienda imperial con magníficos presentes y en la despedida mandó repetir el homenaje humillante.
Con tamaño orgullo se abría aquel pontificado.
Según parece ya en enero de 754 Pipino III había celebrado el denigrante ritual en su palacio de Ponthion como homenaje a Esteban II después de su travesía invernal de los Alpes. Pero la fuente franca (los Annales Mettenses Priores) ignora el hecho. Más bien muestra al papa y su comitiva cubiertos de saco y ceniza postrados en tierra y suplicantes ante Pipino… Cosa que confirman otras informaciones.
Entretanto habían cambiado las relaciones de poder. Principados y reinos se habían hundido y, no sin su intervención, los prelados romanos habían alcanzado cotas cada vez más altas. Montones de violencias, contiendas y guerras habían contribuido al esclavizamiento y al engaño. Se consiguieron los denominados derechos con privilegios e inmunidades, se fueron esquilmando las magníficas regiones del Estado pontificio desde Rávena a Terracina, se reclutaron fuerzas de choque terrestres y marítimas, se montaron las falsificaciones más grandes de la historia, como la tristemente famosa Donación constantiniana y las apenas menos famosas Seudoisidorianas, de las que precisamente ya se sirvió el papa Nicolás y que incluían expresamente aquellas pretendidas donaciones gigantescas de tierras.[160]
Nicolás I (858-867), a quien especialmente los católicos gustan de dar el apelativo de «el Grande» —lo que siempre promete algo—, no es casual que para Leopold von Ranke figure entre aquellos personajes a los que cabe considerar «como sistemas vivientes». Y esto casi promete aún más.
Nicolás enlaza con otros «Grandes», con las ambiciones papales de León I, Gelasio I y Gregorio I.
Con León I, quien con su obligada y sin igual modestia pone al papa junto a Dios y a Cristo, el «sumo sacerdote eterno», «semejante a él e igual al Padre» (!). Con el papa Gelasio I, quien, pese a ser «el menor de todos los hombres», una y otra vez reclama abiertamente que se le rinda homenaje como «al apóstol Pedro», como «al vicario de Cristo»; quien pone la autoridad del papa por encima de la potestas del emperador y exige que también el emperador cumpla las órdenes de la sede pontificia, de «la sede angelical» e incline «piadoso la cerviz» ante él (!). Y con Gregorio I, quien a su vez demuestra con toda humildad cómo la Sagrada Escritura llama «a los sacerdotes en ocasiones dioses y en ocasiones ángeles»; pero a quien hasta su sucesor el papa Sabiniano le reprocha «la pasión de la propia fama».
Ahora bien, las pretensiones y arrogancias de sus «grandes» predecesores no pasaron de ser puras ilusiones, que la historia en modo alguno confirmó —como queda probado especialmente en el volumen II—. Nicolás, sin embargo, no sólo aprovechó ocasionalmente la tan anhelada plenitud de poder imperial —para lo que se sirvió ya de las Seudoisidorianas sin mencionarlas—, sino que recogió abundantemente lo que había sido sembrado, potenciándolo aún más con un lenguaje retórico, aunque no por su propio ingenio sino por el de su brillante e íntimo compañero de lucha, Anastasio (el Bibliotecario), quien desde 861-862 había recuperado su influencia y que evidentemente redactó muchos de los augustos escritos.
El papa Nicolás I desarrolló el primado de jurisdicción papal, que aparece por vez primera en los planteamientos de León IV. Aspiraba a un poder universal. Si el señor papa «se lo ha confiado todo, no falta nada que le haya entregado». (Wenn, «si», no es sólo la más alemana de todas las palabras, como piensa Hebbel.) Y en tanto que otorgados por Dios, nadie puede recortar los privilegios de la «sede apostólica». Pues bien, Nicolás atribuía a los papas el «principado del poder divino» y con renovada humildad les llamaba «los príncipes de toda la tierra», identificando simplemente toda la tierra con «la Iglesia». Más aún, por primera vez se autotituló «representante de Dios». El papa no puede ser juzgado por nadie, ni siquiera por el emperador, en tanto que él puede juzgar a todos, incluidos por supuesto los concilios, los Estados y los soberanos. Pues aunque a éstos les compete una cierta autonomía, tanto en la política exterior como en la interna han de regirse por los principios eclesiásticos, deben mantener alejada de la Iglesia cualquier desdicha y han de cumplir sus órdenes y sanciones bajo la amenaza de castigos terrenales y eternos, de la excomunión eclesiástica y del infierno.
No basta con eso. Si no se obedece a la autoridad civil de la Iglesia, los fieles tienen el deber de desobedecer a la autoridad civil. Y es que nunca se tiene en cuenta —¡hasta hoy mismo!— el mandamiento paulino de ¡Estad sujetos a la autoridad! No, lo que ahora cuenta para ellos es su vieja artimaña de: Tenéis que obedecer a Dios antes que a los hombres. ¡Y en la práctica, conviene recordarlo siempre, Dios son ellos! Todos tienen que bailar al compás que ellos marcan. Con la autoridad civil sólo se puede estar mientras ella está con la Iglesia, o al menos no va contra ella. De lo contrario se cometería una grave injusticia, injusticia que nunca puede darse del lado papal ¡porque Dios está siempre de su parte! Piensan que jurar por el derecho en el fondo es lo mismo que jurar por Dios. Así escribe el papa Nicolás al reino franco: «Advertid si gobiernan según derecho; de no ser así, hay que verlos más como tiranos que como reyes, a los que debemos resistir y oponernos en vez de estarles sujetos».
¿Fue Nicolás I, a quien muchos llaman el primer papa —tras un centenar aproximado de predecesores—, un teócrata, un precursor de la hegemonía universal de los pontífices? El tema lo discuten los intérpretes. Pero sí que constituye una especie de puente hacia Gregorio VII y hacia Inocencio III, aunque muchas de las citas pertinentes en modo alguno sean originales y las cartas estén las más de las veces marcadas por Anastasio, no tan sólo en lo relativo al lenguaje, también por lo que hace a la ideología, con lo que no dejan de ser controvertidas.[161]
Es un hecho el proceder altivo de este papa, su estilo marcadamente monárquico y autoritario. «Se impuso a los reyes y a los tiranos y los dominó con su prestigio, cual si fuese el soberano del orbe terráqueo» (dominas orbis terrarum). El ambicioso pontífice se aprovechó en la práctica de la continuada erosión del poder imperial, de la debilidad de los carolingios, que le permitió más que cualquier otro acontecimiento reforzar y fortalecer siempre más y más el papado; que le permitió, como se exalta desde el lado católico, «elevarse a la altura excelsa de una posición mundial, que dejó muy por detrás todos los otros poderes», mientras que para los Centuriatores de Magdeburgo con él se inicia el dominio del Anticristo sobre la Iglesia.
Nicolás, ensalzado y temido, reivindicó en virtud de la autoridad de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo la potestad suprema y la inviolabilidad de sus dictámenes. Nada estaba por encima de su dignidad, nada por encima de sus derechos, a los que ni siquiera alcanzaba. En todas partes quiso imponer la supremacía de su ministerio. Para ello recopiló en una repetición frecuente cuanto de alguna manera, aunque sólo fuese aproximada, habían dicho o hecho sus ambiciosos predecesores, aunando en un coro las que antes sólo habían sido voces sueltas. El procedimiento era poco original, pero resultaba imponente. Incluso el Handbuch der Kirchengeschichte, aparecido con Imprimatur, se ve obligado a admitir que «un gobierno central de la Iglesia como el que persiguió Nicolás era algo que el derecho canónico tradicional ignoraba; el primero en desarrollarlo como un sistema fue el Seudo-Isidoro». Es decir, que una falsificación fantástica prefabrica el futuro.
Entretanto Nicolás afirma y no sólo propala sino que también actúa de forma coherente y apremia a la puesta en práctica. Y sus principios, exigencias, negativas y protestas contra cualquier tipo de intervención de emperadores y reyes en la Iglesia, su rechazo de cualquier especie de Iglesia nacional o estatal representaron, según el historiador católico Seppelt, «una lucha incansable y enconada».[162]
Nicolás empezó por imponer su autoridad a los metropolitanos, pues afirmaba: «El papa tiene el derecho de regular los asuntos de todas las iglesias, todos los sínodos han de convocarse únicamente por orden suya, los metropolitanos están sujetos a su autoridad; donde el derecho canónico calla, puede él crear derecho nuevo».
Cierto que los metropolitanos poco quisieron saber de todo esto. Y menos aún el arzobispo Juan de Rávena (850-861), una ciudad que como residencia de los emperadores, de los reyes godos y de los exarcas, había sido desde siglos atrás una rival de Roma y después de ésta la sede metropolitana más poderosa de Italia. En el año 666 sus príncipes eclesiásticos habían obtenido del emperador Constante II un privilegio de autogobierno («autocefalia»), aunque habían vuelto a perderlo. Más tarde, con ayuda de los carolingios, habían esperado en vano un Estado eclesiástico propio; en una palabra, ya no cesó la lucha por la influencia, las posesiones territoriales y la independencia de Roma. Más bien se agudizó cuando el belicoso arzobispo Juan ocupó la sede ravenatense y con él colaboró vigorosamente su hermano el dux Jorge, el caudillo civil en aquel territorio. El prelado Juan aspiraba a la autonomía y al dominio del país, ambicionaba los bienes pontificios, se hizo con ellos, extorsionó con impuestos, depuso a los clérigos de tendencias prorromanas, intentó impedir la comunicación de los obispos de su archidiócesis con el papa así como los negocios de sus empleados, a los que afrentó. Al final se le imputaron todo tipo de agravios y desmanes y naturalmente también la «herejía», de modo que Nicolás, que despreciaba la resistencia del obispo «como una telaraña», emplazó tres veces al protegido del emperador y acabó lanzando contra él la suspensión de los cargos eclesiásticos y la excomunión. Mas sólo cuando el emperador evitó al ahora ya excomulgado pudo Nicolás imponerse y obligar a Juan a la sumisión y a numerosos tributos y sobre todo a la devolución de «las posesiones arrebatadas a san Pedro». Se logró una paz aparente, que no iba a durar mucho.[163]
Y naturalmente también en otros lugares se levantaron los hermanos en el episcopado contra san Nicolás. Con especial virulencia lo hizo Hinkmar de Reims (845-882), el metropolitano más poderoso no sólo en el reino franco. Inútilmente había soñado con convertirse en vicario del papa y, con la ayuda del rey, separar de Roma la Iglesia franco-occidental, bajo el primado de Reims por supuesto.
El arzobispo Hinkmar vivió en abierto conflicto con su respondón sufragáneo, el obispo Rothad de Soissons. Apoyándose en las falsificaciones seudoisidorianas, quiso éste conservar algunos derechos, ciertos o supuestos, que Hinkmar le negaba. Derecho antiguo y nuevo, o mejor injusticias viejas y nuevas se enfrentaban. Pero como Rothad —también en esto de plena conformidad con las Seudoisidorianas— rechazaba asimismo todas las intrusiones del poder civil en el ámbito eclesiástico, en los bienes y beneficios clericales, se granjeó también la enemistad del rey, y así en el otoño del 862 pudo Hinkmar deponer «de acuerdo con las leyes canónicas» al insubordinado obispo y encerrarlo en un monasterio. Ocurrió «junto a la tumba martirial de los santos Crispín y Crispiniano en Soissons», según cuenta el analista de Saint-Bertin, que para esas fechas lo era el mismísimo arzobispo Hinkmar. Y así no nos sorprende para nada que su hermano en Cristo, el obispo Rothad, figure «como un nuevo faraón y como un hombre transformado en animal». Pero el papa Nicolás, tras un intercambio de escritos eruditos entre Roma y Reims, consiguió el sometimiento de Hinkmar y la reposición de Rothad en 865. Lo más interesante es que «el procedimiento discurrió de acuerdo por completo con las reglas de las falsas decretales…», para decirlo una vez más con palabras del Handbuch der Kirchenges-chichte ya citado.
En sus discusiones con Hinkmar el propio papa no sólo se refiere a las mismas sino que las califica de válidas desde mucho tiempo atrás fundamentando en ellas tanto el procedimiento como su sentencia. Se supone incluso que el obispo Rothad habría sido el portador de la falsificación a Roma y quizá uno de los falsificadores, aunque queda abierta la cuestión de si el papa había conocido el carácter espúreo de las decretales.
Como quiera que sea, al papa Nicolás le agradaba, como a todos los pregoneros de la humildad cristiana, el que alguien se le sometiera por entero; como cuando un prelado, consciente de su culpa, suplicaba anhelante la gracia de Su Santidad con estas devotas palabras: «Al Dios omnipotente, a san Pedro y a la incomparable clemencia de Vuestra Alteza encomiendo mi pequeñez, a Vos que lleváis la representación de Dios y que os sentáis en la venerable silla del príncipe supremo como verdadero apóstol… En todo quiero obedecer vuestras órdenes como a Dios, en cuyo lugar y en cuyo nombre lo ejecutáis todo».[164]
Repugnante.
Pero si ya el hecho de someterse de esa forma a Roma no era del gusto de todos los prelados, fueron muchos los príncipes que se rebelaron contra los pontífices prepotentes. Esto lo ilustra muy bien la disputa, que corresponde en gran parte al pontificado de Nicolás I; disputa en que tras las aparentes implicaciones de teología moral lo que realmente se descubre no es más que una descarada política de poder.
El hijo mayor de Luis el Piadoso, el emperador Lotario I, murió el 29 de septiembre del 855 en el monasterio doméstico carolingio de Prüm (en Tréveris) con la tonsura y entre ejercicios monacales. Todo ello después de haber vivido los últimos años de su vida en concubinato con dos muchachas de su servidumbre. Sólo seis días vistió el hábito penitencial. Por su alma debieron de combatir también encarnizadamente los espíritus de la luz y de las tinieblas; pero los ángeles buenos obtuvieron la palma, gracias a la intercesión de los monjes de Prüm, generosamente agraciados con tesoros y tierras (a cambio de lo cual el cielo se mostraba reconocido).
Poco antes de su muerte había repartido su imperio entre sus tres hijos; lo que debilitó aún más el poder imperial, ya tocado. A Luis II, el mayor (855-875), que desde el 840 era virrey de Italia en representación de Lotario, le tocó ese territorio y la corona imperial. Pero el imperio quedó prácticamente limitado a Italia, transmitiéndose a través de la coronación por el papa, en contra de la idea que había prevalecido hasta entonces.
Lotario II (855-869), hijo mediano de Lotario I, recibió el territorio carolingio originario, los territorios centrales francos en torno a las ciudades de Aquisgrán y Metz, con Borgoña septentrional, el regnum Hlotharii, que más tarde recibió su nombre por el que todavía se conoce, así como el territorio renano limítrofe por el norte hasta Frisia. Lotaringia, por la que se combatió violentamente durante el resto del siglo, haciéndolo primero los hermanos de Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo, la obtuvo finalmente en 925 el rey Enrique I como elemento firme del reino francooriental alemán, aunque no sin una primera campaña militar.
Carlos de Provenza, el hijo menor del emperador, que sufría de epilepsia y del que no se esperaba que tuviera descendencia ni una larga vida, obtuvo Provenza, Borgoña meridional y el ducado de Lyon. Su hermano Lotario quiso encerrarlo de inmediato en un monasterio, pero los grandes se lo impidieron. Carlos murió de hecho rondando los 23 años en enero del 863 en Lyon, y los dos hermanos mayores se repartieron su herencia. Las relaciones entre ambos empeoraron de continuo, sucediéndose los ataques mutuos aunque sin resultados definitivos.
El escandaloso asunto matrimonial de Lotario II, que a lo largo de una década marcó la historia franca, tuvo una especial importancia tanto en la política eclesiástica como en la profana. Hizo del papado la última instancia en las causas matrimoniales y, por otra parte, contribuyó a que el imperio francooriental, Alemania, incorporase la Lotaringia.[165]
Según el testimonio del obispo Advencio de Metz, el menor de edad Lotario ya había estado prometido formalmente por su padre con Waldrada. Estaba unido con ella en un matrimonio germánico «Friedel» (antiguo alto alemán friedila, «querida», «esposa»), que se estipulaba especialmente cuando se daba diferencia de estado, parentesco del marido por casamiento o rapto de la mujer. Pero inmediatamente después de la muerte de su padre, y por motivos puramente políticos, Lotario II había desposado a Teutberga, hija del conde borgoñón Bosón, cuyo hermano el conde Hucberto dominaba como abad de Saint-Maurice el paso de los Alpes desde Italia al valle del Ródano; y el control de los pasos alpinos más importantes procuró a Lotario una posición para eventuales ataques contra Borgoña. Sin embargo, el matrimonio no tuvo hijos y con vistas a asegurar la continuidad de su reino Lotario II repudió al cabo de un año (857) a Teutberga para desposar a su anterior querida Waldrada. Al igual que Teutberga, procedía de la alta nobleza franca y, según varias fuentes, debió de ser hermana del arzobispo Gunther de Colonia. Ya antes de subir al trono Lotario (855) ella le había dado un hijo, Hugo, y dos hijas, Berta y Gisla, que más tarde fueron considerados de igual condición.[166]
Ahora bien, desde los tiempos de Luis el Piadoso (Ludovico Pío), y evidentemente bajo la influencia de sus consejeros clericales, se habían abierto paso por vez primera determinadas concepciones cristianas de tipo moral. Lotario alimentó de por vida una pasión ardorosa, que los cristianos de la época sólo podían entender como producto de oscura brujería. Regino de Prüm consideraba al rey «encendido por el diablo» y hasta el sabio arzobispo Hinkmar aplicaba todo su saber para dilucidar la cuestión de «si puede ser cierto, como muchos aseguran, que haya mujeres que con sus encantamientos son capaces de despertar un odio inextinguible entre marido y esposa y asimismo de encender un amor indecible entre hombre y mujer, de modo que el hombre ya no puede tener comercio carnal con su esposa y sólo suspira por otras mujeres». Se entiende que el arzobispo diera una respuesta afirmativa y hasta la confirmara con una historia espeluznante y toda una lista de encantamientos y brujerías, sabiendo además que como existe un demonio especial para cada vicio, también hay demonios especiales para la lascivia.
A lo largo de doce años y hasta su muerte luchó Lotario por conseguir el divorcio; empeño en que contó con el apoyo de los arzobispos de Colonia y de Tréveris así como de la mayoría de los prelados lotaringios. Y naturalmente con ese motivo hizo donaciones piadosas, como las otorgadas al monasterio de San Pedro, donaciones por todos los motivos imaginables, como la salvación del alma de su hermano menor, que estaba allí enterrado, la salvación de su hijo Hugo, de su querida mujer Waldrada, la expiación de sus propios pecados… Son muchos los motivos para enriquecer monasterios e iglesias.
Con vistas a conseguir el divorcio Lotario acusó entonces a Teutberga —con la divulgación de numerosos detalles— de incesto con su propio hermano el abad Hucberto y de un aborto provocado artificialmente. En respuesta inició el abad una vasta campaña de robos y asesinatos con «una banda de criminales», llevó una vida escandalosa de trato con mujeres y en «prostitutas, perros y halcones de caza» dilapidó los ingresos de una abadía que era muy famosa por las reliquias de la Legión tebana: 6.600 hombres que habían sufrido martirio bajo Dioclecia-no, aunque el dato se conoció por vez primera sólo casi siglo y medio después. (¡Y una cifra que por sí sola supera varias veces la supuesta suma de todos los mártires cristianos en los tres primeros siglos!) Pero la especial incriminación del prelado mujeriego era ciertamente falsa. En vano asimismo emprendió Lotario dos campañas contra el abad, que habitaba seguro en sus fortalezas alpinas.
Como incluso un «juicio de Dios», una «prueba del agua», en la que el traidor de Teutberga sacó del agua hirviendo la mano y el brazo «sin escaldarse», redundase en favor de ella, se echó de ver que ni siquiera bastaba el «juicio de Dios» (ya entonces eran muchos los que lo consideraban una mala artimaña con la que se podía engañar a otros; la Iglesia, sin embargo, toleraba abiertamente dicha práctica del iudicium Dei, pese a la oposición de no pocos teólogos; probablemente hasta desarrolló nuevas formas y en especial la «prueba cruzada»). En todo caso el archicapellán real y arzobispo Gunthar de Colonia (850-870), que había dilapidado el rico patrimonio de la iglesia local, incluidos los vasos sagrados «de oro y plata de todo tipo» (Annales Xantenses) en beneficio de su numerosa parentela feudal de hermanos, sobrinos, hermanas y sobrinas, el tal prelado lanzó la mentira de que Teutberga le había revelado su pecado en confesión.
Un sínodo regional, cargado de dolor y paroxismo, convocado en Aquisgrán en febrero de 860 por Gunthar y por los arzobispos Teulgaud de Tréveris y Wenilo de Rouen, la condenó. Y ella hizo una confesión forzada y por escrito, que confirmó después oralmente, aunque la revocó de inmediato: «Yo, Teutberga, conducida a la perdición por la curiosidad y la debilidad femeninas, atormentada por los remordimientos de conciencia, para salvación de mi alma y en lealtad a mi Señor, delante de Dios y de sus santos ángeles hago una confesión verdadera de que mi hermano, el clérigo Hucberto, me sedujo en mi primera juventud y realizó con mi cuerpo impureza antinatural. Lo testifico por mi conciencia, no movida por insinuación malévola ni empujada por coacción violenta, sino conforme a la simple verdad; así me ayude el Señor, que vino para salvar a los pecadores y que ha prometido el perdón verdadero a quienes confiesan sus pecados de forma sincera y según verdad. Yo no invento nada, yo confieso la verdad con mi boca y la refrendo con este escrito de mi puño y letra, porque para mí, mujer poco inteligente y engañada, confesar abiertamente mi culpa ante los hombres es una desgracia menor que tener que sonrojarme ante el tribunal de Dios y caer en la condenación eterna».
Según Regino de Prüm, el rey había procurado ganarse «a cualquier precio» el beneplácito del príncipe de la Iglesia de Colonia, entonces su archicapellán, y hasta había prometido al gran patrocinador de su parentela desposar a su sobrina. Refiere el abad que en 864 la muchacha fue conducida a palacio y «según se cuenta, después de haberla violentado (constupratur), entre las risas y burlas de todos se la devolvió a su tío». Pero la cura de almas nunca ha sido fácil…
La sucia comedia se complicó cada vez más. Los venerables padres conciliares quedaron profundamente impresionados por la confesión de Teutberga. Quisieron saber si «aquella mujer» había sido extorsionada por él, cosa que él negó con juramentos y sollozos. Y asimismo aseguró Teutberga que todo lo había confesado con plena libertad y que no quería lamentarlo nunca. Después se le prohibió sí la consumación del matrimonio con Lotario, pero no se anuló dicho matrimonio. La reina desapareció inmediatamente en una cárcel monacal, para que expiase y llorase de por vida su pecado según el deseo de los sinodales. Pero aquel mismo año Teutberga huyó al reino occidental, donde también su hermano del alma Hucberto, sacerdote casado y que más tarde siendo ya abad cayó en combate, habiendo sido expulsado de su abadía, encontró refugio y protección bajo Carlos el Calvo. Éste a su vez empezó ya a acariciar la esperanza de obtener al menos en parte la herencia del sobrino, el territorio de Lotario, aunque sólo en el caso de que continuase su matrimonio con la esposa estéril, en favor de lo cual intervino naturalmente Carlos. Y asimismo lo hizo su influyente prelado Hinkmar de Reims en su escrito Sobre el divorcio del rey Lotario, de finales del 860.
Lotario, profundamente amargado, habría preferido silenciar el oprobio de Teutberga; pero ya se había difundido por todas partes. Sin duda que «de buena gana la habría retenido junto a sí»; Teutberga «habría sido idónea para el lecho conyugal, de no haber estado ensuciada por la funesta mancha del incesto» (Reginonis chronica). Así, otro sínodo regional, celebrado en Aquisgrán a finales de abril del 862 (con los obispos de Metz, Verdún, Toul, Tongern, Utrecht y Estrasburgo y bajo la presidencia una vez más de los arzobispos de Colonia y Tréveris) volvió a resultar beneficioso para el rey. Declaró nulo su matrimonio con Teutberga y permitió otro matrimonio canónico. Ya para Navidad Lotario, «embrujado según se dice por artes de encantamiento» (Arnnales Bertiniani), se casó oficial y solemnemente con la concubina de su juventud, y un obispo del reino de Luis II. Hagen de Bérgamo, coronó reina a Waldrada.[167]
Hasta entonces, y pese a la manifiesta injusticia de la que Teutberga fue víctima, el papa había callado durante años ignorando sus repetidas llamadas de socorro. Y es que en la práctica el papa dependía del emperador Luis II, hermano de Lotario, soberano de la mayor parte de Italia, incluidos Roma y el Estado de la Iglesia. Sólo cuando en 863-864 Lotario se indispuso con Luis por la herencia del hermano de ambos, Carlos de Provenza, actuó (con mayor energía) Nicolás contra Lotario. Convocó entonces a todo el episcopado franco, el oriental y el occidental, a un sínodo imperial en Metz, que también se reunió en junio del 863, aunque sólo con la asistencia de los obispos favorables a Lotario.
Al mismo acudieron dos legados romanos, que ocuparon la presidencia y a los que el papa nombró sus «asesores de confianza»: eran los obispos Juan de Ficocle (actual Cervia, cerca de Rávena) y Radoaldo de Porto; este último sobornado ya por los bizantinos, como era notorio. Lotario aprovechó al momento la ocasión y sobornó a entrambos. Los legados, en parte ni presentaron las credenciales de su señor y en parte las falsificaron «y no hicieron nada de cuanto se les había encomendado de acuerdo con el mandato sagrado» (Annales Bertiniani). Y así los obispos declararon por unanimidad nulo el matrimonio de Lotario y de nuevo condenaron a Teutberga, que no se hallaba presente; lo que iba abiertamente contra el derecho canónico que prohibía juzgar a las personas ausentes.
Se decidió recabar su autorización, cuando el papa no la había reclamado. Con los legados viajaron a Roma los dos metropolitanos: Gunthar de Colonia, que como especial conocedor de la Biblia y del derecho canónico había preparado las citas escriturísticas en favor del divorcio real, y el muy sencillo pero a la vez muy noble Teutgaud. Ambos viajaron «a la sede del bienaventurado Pedro, que jamás engañó ni se dejó engañar por ninguna herejía…», como afirma intrépido el abad Regino.[168]
Entretanto en Roma el episcopado del reino occidental había intervenido para lanzar nuevos reproches contra Lotario y hasta había recriminado la indiferencia del papa, que sólo entonces tuvo conocimiento de la coronación de Waldrada. Y como creía reforzar su propio poder a través de Carlos el Calvo, se identificó con la política de éste. Por primera vez intervino decididamente contra Lotario, calificó de adulterino su matrimonio y abrió un proceso disciplinario contra los propios legados, con lo que sacrificó a la nueva política al obispo Radoaldo, que hasta entonces había gozado de su confianza.
Nicolás hizo esperar tres semanas a los dos príncipes eclesiásticos de Colonia y Tréveris, a los que en el otoño de 863 había recibido amistosamente, y mediante un sínodo romano aunque sin la convocatoria de los obispos de la misma provincia —lo que iba contra toda la tradición— los declaró depuestos y excomulgados. Algo inaudito por completo, sin un verdadero proceso judicial, sin acusación ni defensa, sin interrogatorios ni testigos; una violación escandalosa del ordenamiento jurídico, pero que fue recibida con estruendosos aplausos. El mismo castigo recayó sobre los legados de Metz.
Por el momento Nicolás no condenó al rey. Pero calificó al sínodo de Metz de «sínodo de salteadores» y «negocio de prostitutas», cuyo protocolo, el «profanum libellum», fue desgarrado y quemado. El papa no aportó ninguna fundamentación jurídica para su sentencia; pero su oposición convirtió el reino de Lotario, ya en vida de éste, en el objeto de discusión entre los fronterizos del este y del oeste.[169]
Cuando en el verano de 864 el papa excomulgó a Gunthar, Lotario, que debía a éste algunos favores, le privó también de su arzobispado y de la dignidad aneja a un archicapellán lotaringio y entregó la sede de Colonia, hecha a su medida, a un güelfo como era el abad Hugo. Pero éste «irrumpió como un lobo rapaz en el rebaño de Dios». Cierto que se le volvió a expulsar rápidamente, pero sólo «después de que hubiera matado a muchísimos en aquel obispado» (Annales Xantenses).
El único príncipe eclesiástico que se opuso fue Hinkmar, arzobispo de Reims desde 845 gracias al favor del rey franco occidental. Como solía ocurrir, procedía de círculos feudales y había sido educado en el monasterio de Saint-Denis. Pasaba por ser uno de los personajes más cultos de su tiempo, y mientras defendía celosamente sus derechos arzobispales frente al papa, aspiraba a su vez con no menor celo a ampliar los propios privilegios frente a sus obispos, y entre ellos a unos títulos jurídicos «en los que sus antecesores ni siquiera habían pensado» (Grotz, S. J.).
Como metropolitano de los obispados lotaringios Hinkmar pertenecía a los obispos de Lotario, pero su diócesis personal estaba en el reino fronterizo de Carlos el Calvo, de quien era el primer estadista y el consejero más influyente. Mas para poder disponer más a su arbitrio como metropolitano, Hinkmar perseguía la anexión de Lotaringia al reino occidental. Por eso precisamente tuvo un enorme interés político en la querella matrimonial de Lotario e hizo de ella la «cause célèbre». Y se comprende tanto mejor que el rey Carlos II, olfateando de inmediato su provecho, lleno de «compasión» por la «desgracia» de Teutberga, se opusiera tan resueltamente a la separación de su sobrino Lotario, por cuanto su matrimonio sin hijos le garantizaba a él una herencia magnífica.
Así, no sólo acogió a Teutberga sacándola de la prisión monástica y a su mujeriego hermano Hucberto, que había sido depuesto, le otorgó la abadía más famosa del país, Saint-Martin-de-Tours, sino que acabó denegando a Lotario la comunión eclesial y poniendo en duda su realeza. Y el arzobispo Hinkmar se convirtió naturalmente en el fiel portavoz de su señor, buscando cada vez más su provecho en el provecho de su rey, anatematizó el proceder de Lotario en parte con irritación y en parte con burlas y quiso que un sínodo imperial entendiese en el pleito.[170]
Pero en su irritación los dos arzobispos partieron de común acuerdo a toda prisa hacia Benevento, donde se hallaba precisamente con un ejército el emperador Luis II, cuyas buenas relaciones iniciales con el papa hacía tiempo que se habían enfriado. «Ciego de cólera» marchó de inmediato sobre Roma, topándose allí con una procesión de rogativas, ordenada por Nicolás profilácticamente con otras procesiones y un ayuno general para pedir la conversión del emperador en su manera de pensar. El papa no salió al encuentro del príncipe, como era habitual. Y los veteranos del emperador cayeron sobre los integrantes de la procesión, maltrataron a los clérigos, tiraron a la basura los estandartes eclesiásticos, destrozaron cruces, incluida la de santa Helena con las supuestas reliquias de la cruz de Jesús. Saquearon y destruyeron iglesias, demolieron casas y cometieron atrocidades contra hombres y mujeres, con heridos y hasta muertos. Y cuando a los pocos días el noble carolingio abandonó Roma, sus tropas no sólo dejaron tras de sí viviendas saqueadas y destruidas, sino también iglesias profanadas, mujeres y monjas violadas… Y la católica Majestad «se dirigió a Rávena y allí celebró la fiesta de Pascua…» (Annales Bertiniani).
El papa, a quien probablemente todo aquello le había venido muy bien, se refugió ocultamente en San Pedro donde ayunó a pan y agua dos o tres días. Y aguardó paciente, jugando un poco al mártir. Después el exaltado emperador, impresionado por un caso de muerte, por una afección personal y por los remordimientos de conciencia, cesó ya en su actitud.
Por su parte los arzobispos de Colonia y Tréveris anatematizaron a Nicolás I, «que se llama papa, se cuenta como apóstol entre los apóstoles y querría convertirse en el emperador de todo el mundo». Le reprochaban su «arrogancia», su «hipocresía», su «furor tiránico», su «desvarío», y le recriminaban el haber convocado «una especie de sínodo de salteadores a puerta cerrada», que había emitido una «sentencia maldita», «una obra mal hecha, maldita y nula». Y como Nicolás se negase a aceptar tales acusaciones, por intermedio del obispo Hilduino de Cambray, hermano de Gunthar que había sido depuesto por el papa, y con el apoyo de un tropel de gentes armadas depositaron sobre la tumba de San Pedro dicho escrito de acusación sorprendentemente audaz, aquellos «capítulos diabólicos y hasta entonces inauditos» (Hinkmar), que empezaban con «Escuchad, señor papa Nicolás…». Para ello mataron a un centinela de la tumba, abriéndose la retirada a punta de espada.[171]
Con posterioridad los dos respondones fueron muchísimo menos osados y tras haberse esforzado en vano una y otra vez por ser repuestos en sus cargos murieron desterrados en Italia: Teutgaud en 868 y Gunthar en 871.
Pero el papa Nicolás, a quien los dos obispos habían reprochado no sin cierta parte de verdad el que actuase como emperador de todo el mundo, instigaba a los prelados francos a la desobediencia a su rey —haciendo caso omiso del capítulo 13 de la carta a los Romanos—. Proclamó el derecho de resistencia contra los soberanos incómodos, contra los depravados y los tiranos; idea sobre la que volvería gustosa la Edad Media católica. En 866, «con celo divino», al decir de los Anales de Fulda, excomulgó a Waldrada «con todos sus cómplices, participantes y protectores», amenazó asimismo a Lotario con la excomunión y rechazó los intentos de separación de Teutberga amedrentada en grado sumo así como su anhelada entrada en un monasterio, ¡a no ser que el rey se comprometiese a guardar celibato! «Porque tú cediste a tus impulsos corporales y diste rienda suelta al placer», le escribía el papa en cierta ocasión, «hasta caer en un charco de miseria y hundirte en la más sucia inmundicia».
Como las cosas pintaban cada vez peor para Lotario, sus tíos se lanzaron ahora sobre el botín largamente acechado. En realidad el único heredero legítimo de Lotario era su hermano, el emperador Luis, a quien todavía Lotario había visitado en Benevento poco antes de su muerte. Pero en mayo del 867 Carlos el Calvo y Luis el Germánico concertaron sobre la tumba de Luis el Piadoso, en el monasterio de Saint-Arnulf de Metz, un «tratado de reparto» singularmente vergonzoso del territorio de Lotario. Con asistencia de numerosos obispos del reino occidental y del oriental, se adjudicaron a partes iguales —y en el territorio de la víctima— el esperado incremento «en verdadera fraternidad». Y naturalmente también prometieron protección y defensa a la Iglesia católica. Pero Lotario, cuyo reino corría el peligro de caer en manos de sus tíos, renovó inmediatamente después en Frankfurt un viejo pacto especial de alianza con Luis el Germánico, que parecía ser beneficioso para Luis, pues éste buscó en seguida la mediación del papa y encontró apoyo en los propios obispos, que hasta lo celebraron como a un héroe de la guerra porque acababa de expulsar a los normandos.
Pero el papa Nicolás se mantuvo inflexible. Y gravemente enfermo, apenas dos semanas antes de su muerte, envió al norte un escrito implacable. Murió el 13 de noviembre de 867 «después de muchos trabajos sufridos por Cristo…».[172]
Su actitud, que respondía a la doctrina de la Iglesia, reportó desde entonces a Nicolás una gran fama. Pero dejando aparte el hecho de que, por ejemplo, ningún papa y ningún obispo protestaron cuando Carlomagno disolvió su matrimonio y contrajo otro nuevo, hubo evidentemente explosivos motivos políticos que decidieron el proceder de Nicolás. Pues, al esperar más de Carlos el Calvo para su propio poder, cambió de frente, pasándose a su campo y abandonando al emperador Luis II. Para decirlo con el lenguaje de épocas posteriores, de un papa imperial se convirtió en un papa francés. Hizo concebir al soberano franco occidental esperanzas de la dignidad imperial, alentó resueltamente sus planes sobre la herencia del sobrino y hasta «mostró a Carlos la posibilidad de, habida cuenta de las circunstancias, echar mano al imperio ya en vida de Lotario» (Haller). Cierto que Carlos el Calvo, sobornado por Lotario con la cesión de la rica abadía de Saint-Vaast, momentáneamente había cambiado de rumbo, pero rápidamente regresó al bando del papa.[173]
También conviene recordar lo siguiente.
En aquella época el matrimonio estaba todavía muy lejos de tener la importancia eclesiástica que alcanzaría después. Cierto que el moralista católico Bernhard Haring en su teología moral Das Gesetz Christi repite en una sola página que el matrimonio fue ya «instituido en el paraíso»; pero en la prueba de «la elevación del matrimonio a sacramento» por Cristo no señala ningún pasaje bíblico que lo demuestre. De hecho la monogamia se tomó del paganismo —¡como todo lo que no se les sustrajo a los judíos!— y durante siglos nadie se preocupó de la bendición nupcial. El propio Nicolás I no exigía la correspondiente ceremonia eclesiástica. Sólo en la Baja Edad Media se da la declaración del consentimiento por parte de la pareja en presencia del sacerdote. ¡Y sólo en el siglo XVI pasa a ser el matrimonio un sacramento regular!
Por ello apenas debe sorprender que en el imperio franco los obispos nada tuvieran que hacer jurídicamente con los problemas matrimoniales y que durante mucho tiempo tampoco quisieran hacerlo. Cuando Luis el Piadoso sometió o intentó someter al arbitraje del sínodo episcopal de Attigny (822) la solución de una querella entre dos matrimonios, ¡los obispos encomendaron el asunto a los laicos, que hubieron de decidir de conformidad con la ley civil! Según Wilfried Hartmann, en el imperio franco parece que todavía hacia 860 «las querellas matrimoniales eran competencia de un tribunal civil». Sólo a finales del siglo IXX fueron los prelados los únicos jueces en cuestiones de separación matrimonial, siendo también éste un derecho que consiguieron.[174]
Mientras Nicolás I agonizaba, uno de sus parientes, el magister militum Sergio, saqueó el tesoro de la Iglesia. Y el duque Lamberto de Spoleto y príncipe de Capua aprovechó las honras fúnebres para saquear a finales del 867 los palacios, iglesias y monasterios de Roma y raptar a las muchachas nobles. Los abusos y violencias fueron tales que muchos huyeron de la ciudad.
A la muerte del papa se abrió una lucha singularmente enconada por la elección del sucesor; lucha que sostenían el partido imperial y el partido de los «nicolaítas», secuaces del último pontífice, con detenciones y desmanes de todo tipo; y a lo que parece también con renovadas ambiciones del anterior antipapa Anastasio. En medio de aquel caos no sólo retiró y destruyó las actas del archivo papal que lo inculpaban, sino que además hizo sacar los ojos a un enemigo personal suyo, que había buscado refugio en una iglesia.
Al final ocupó el anhelado trono pontificio un sacerdote casado de 75 años. Se llamó Adriano II (867-872) y ya en 855 y 858 había sido nombrado candidato papal; era el sexto papa de la dinastía nobiliaria de los Colonna y un vástago del obispo Talaro de Minturno-Gaeta, de cuya fama parece que supo aprovecharse. A las oraciones del santo padre, que era tuerto y cojeaba, se les atribuían efectos milagrosos. Antes de su ordenación había desposado a la joven Estefanía, con la que tuvo una hija cuyo nombre se desconoce y quizá también algunos hijos, llevando después una tranquila vida de familia en el palacio pontificio.
Repentinamente acabó todo el 10 de marzo de 868, cuando Eleuterio, uno de los hijos del obispo Arsenio, pidió la mano de la hija del papa, que ya había sido prometida a otro. En plena cuaresma Eleuterio raptó a la muchacha y a su madre Estefanía, esposa del santo padre, y las violó. Y no sólo eso. Cuando el emperador Luis acudió a la llamada de auxilio de Adriano, el decepcionado hijo del obispo asesinó en su furor a las dos mujeres, siendo a su vez degollado. El obispo Arsenio, que evidentemente no había sido ajeno a todo el asunto, huyó de Roma muriendo poco después. Todavía el 8 de marzo de 868, dos días antes del asesinato referido, el papa Adriano escribía una carta a Hinkmar de Reims en la que recordaba a su amadísimo Anastasio (el antipapa Anastasio, supuesto instigador del crimen y hermano del asesino), que había sido reintegrado a su dignidad sacerdotal y había sido nombrado bibliotecario de la Iglesia. Pero ahora, sin interrogatorio, testigos ni defensa, volvió a reducirlo al estado laical y lo excomulgó.
La condena del cardenal presbítero Anastasio la dictó el sínodo romano celebrado el 12 de octubre de 868 sobre la base de gravísimas acusaciones: maquinaciones para promover la discordia entre el emperador y la Iglesia de Roma, saqueo del palacio papal a la muerte de Nicolás I, sustracción de decretos sinodales dictados contra él bajo los papas León IV y Benedicto III, participación en el rapto y asesinato de la mujer y de la hija de Adriano II. En el sínodo el papa echó en cara otros reproches a Anastasio y declaró: «Pero últimamente —como muchos de vosotros lo habéis oído conmigo de un cierto sacerdote Ado, que incluso es pariente suyo, y como a mí me consta por otros cauces— con la más crasa ingratitud a los favores que Nos le hemos hecho, envió a un hombre a Eleuterio y le incitó a que cometiese algunos homicidios (exhortans homicidio perpetrari). Y, ay, se han cometido, como sabéis». Sin embargo, ya a finales del año 869 aparece de nuevo Anastasio como consejero del papa y de nuevo era al menos bibliotecario de la Iglesia romana; lo que proyecta una luz sospechosa sobre el santo padre.[175]
En apoyo de su poder papal frente a los obispos, Adriano, que era hombre profundamente piadoso aunque no de carácter especialmente firme, había recurrido en los mismos comienzos de su pontificado a numerosas sentencias de los padres de la Iglesia, exactamente 21, todas las cuales procedían de las falsificaciones seudoisidorianas.
Pero no era de la fibra de su predecesor. Vaciló, transigió y, por ejemplo, aunque con ciertas reservas pero apoyándose únicamente en sus promesas, anuló la excomunión de Waldrada y el 1 de julio de 869 dio la comunión en Monte Cassino a Lotario, que por ello le colmó de regalos, oro y plata. El rey había asegurado (y su séquito lo confirmó) que no volvería a tener ningún contacto con Waldrada. También «sus cómplices (fautores) recibieron junto con él la comunión de manos del papa». Entre ellos figuraba incluso el depuesto arzobispo de Colonia Gunthar, «el autor y promotor de aquel adulterio público»; eso sí, tras pronunciar una declaración especial «delante de Dios y de sus santos…» (Annales Bertiniani).
Durante el viaje de regreso, en el que su séquito fue víctima de una epidemia, Lotario sufrió en Lucca un ataque de fiebre y el 8 de agosto de 869 moría en Piacenza. La creencia común lo interpretó como un «juicio de Dios» por el perjurio cometido en Monte Cassino. Enterraron al rey en el pequeño monasterio de San Antonino, extramuros de la ciudad. Pero Teutberga, que pronto debió de visitar su tumba, hizo generosas donaciones al menos a los monjes del lugar, a fin de que orasen por el descanso del alma de su esposo (¡y es que todo tiene su precio!).
Ella terminó sus días como abadesa del monasterio de Santa Glodesinde en Metz, suntuosamente dotado por Lotario. Y su rival Waldrada se hizo monja en Remiremont, junto al Mosela.[176]
Apenas tuvo noticia del repentino fallecimiento de su sobrino Lotario II, Carlos el Calvo, que fue de por vida uno de los príncipes más ambiciosos, desleales, pusilánimes y afortunados de su tiempo, marchó sobre Lotaringia sin respetar para nada los compromisos contraídos.
La situación era favorable: muerto Lotario, su hijo Hugo era ilegítimo además de ser un niño, Luis el Germánico yacía gravemente enfermo en Ratisbona. Y sus hijos, como convenía a los buenos cristianos, estaban todos en campaña contra los eslavos: el príncipe Luis III combatía con sajones y turingios contra los sorbios, el príncipe Carlomán lo hacía con bávaros contra los moravos, y el príncipe Carlos III sostenía con tropas francas y alamanas al rey enfermo, que «encomendaba a Dios el éxito de la causa». Pero el emperador Luis, hermano de Lotario y el heredero más legítimo, no sólo estaba muy lejos sino que apenas estaba disponible. Desde hacía más de tres años luchaba contra los sarracenos en Italia meridional, donde por fin había cercado por tierra la ciudad de Bari, baluarte sarraceno, y con ayuda de una flota bizantina de 400 barcos recién aparecida también la había aislado por mar.
Por el contrario, Carlos el Calvo que desde años atrás seguía con atención los asuntos de Lotaringia, y especialmente el proceso matrimonial de Lotario II, se hallaba casi a las puertas y para la correría que entonces se iniciaba podía confiar plenamente en la complicidad de muchos obispos, como Hatto de Verdún, Advencio de Metz, Franco de Lüttich, Arnulfo de Toul y otros. También le acompañaba el arzobispo Hinkmar con dos de sus sufragáneos, lo que permite concluir que «desde el comienzo había apoyado» el plan de usurpación y que acompañó «decisivamente» el asalto (Reinhardt).
Cierto que en Attigny algunos obispos y algunos grandes lotaringíos rogaron a Carlos que no franquease la frontera. Pero otra embajada le invitó a marchar lo antes posible a Metz, donde estaba el obispo Advencio, que ahora trabajaba en favor de Carlos con el mismo empeño con que antes lo hiciera a favor de Lotario. El agresor avanzó sin escrúpulos. En Verdún le rindieron vasallaje el obispo del lugar y el de Toul, en Metz lo hicieron otros prelados. Y el 9 de septiembre de 869 Advencio exaltó allí, en la iglesia de San Esteban, al señor Carlos como el sucesor elegido y como el legítimo heredero. Advencio no se cansó de repetir la palabra maravillosa de Dios, el salvador en la tribulación, para hacer ver a todos que tan sólo se trataba de la voluntad de Dios para convertir en su rey y príncipe al señor Carlos allí presente, el heredero legítimo al que Dios mismo había elegido para la salvación de todos. Y como el prelado de Metz hablaron también muchos otros señores eclesiásticos.
Engelbert Mühlhaber habla de una «comedia de la justificación». «Los obispos, que un año antes tan solemnemente habían proclamado su patriotismo contra las veleidades anexionistas francooccidentales, no vacilaron ahora ni un instante en otorgar la bendición eclesiástica al quebrantamiento del derecho del sobrino, al quebrantamiento del tratado frente al hermano. La falsedad y la hipocresía no retrocedieron ante la perspectiva de mezclar el nombre de Dios con sus maquinaciones para ocultar el fin interesado y egoísta. ¿De dónde sacaron ellos, que por el momento no eran más que una minoría, el derecho a disponer de un reino cuya posesión estaba vinculada a la herencia y para instituir un rey extranjero en un reino que sólo conocía una monarquía hereditaria? ¿Obraban ellos de manera diferente a como lo habían hecho los grandes francooccidentales, cuando llamaron al rey alemán para que se adueñase de su país? ¿No era Carlos tan usurpador como el rey alemán en su ataque al reino occidental, al que Hinkmar de Reims y en parte los mismos obispos creían no poder condenar con la suficiente contundencia ni humillar con el suficiente rigor?»
Carlos, por su parte, insistió en su elección divina haciendo también hincapié en el consenso general de eclesiásticos y nobles; prometió preservar el honor y dignidad de la Iglesia y cuanto había que salvaguardar y proteger, como suele repetirse siempre en tales ocasiones. Que también el arzobispo Hinkmar afirmase solemnemente que el rey Carlos había acudido a Metz guiado por Dios es algo que se entiende por sí mismo. Según lo cual se conectaba con el «gran Dios, ¡bendito sea!», y el regio salteador mandó que cada obispo recitara una pequeña oración por su salud (y victoria) y se hizo ungir y coronar, para inmediatamente después distraerse en las Ardenas con la «noble» cacería y estar así entrenado para nuevas empresas.
Por ejemplo, el encuentro con Richildis, la concubina de su juventud y pariente del rey Lotario II, ya que precisamente el 6 de octubre había muerto en Saint-Denis su mujer Irmintrude, madre de ocho hijos. El conde Bosón, hermano de la querida, se la había proporcionado a toda prisa, recibiendo a cambio de aquella tercería amorosa la abadía de Saint-Maurice con otros feudos. Pero el príncipe católico, que no llevaba ni una semana de viudo, apenas tres días después de recibir la noticia de la muerte de su mujer, el 12 de octubre celebró su «reunión» con Richildis, mientras que simultáneamente los normandos, que ya se habían asentado en las orillas del Loira, incendiaban Le Mans y Tours según todas las reglas del arte de la guerra.[177]
Incontables veces habían atribuido los obispos la usurpación de Carlos a la acción divina y habían interpretado el robo del país casi como obra de Dios. Por el contrario, el papa Adriano II se empeñó por procurar la sucesión del trono a Luis II, su «amado hijo espiritual», a quien el abad Regino no sólo llama «piadoso» sino también «protector de las iglesias» y «lleno de humilde sumisión a los servidores de Dios», lo que entonces contaba más que cualquier otra virtud. Además, aquel emperador, en su perjuicio ciertamente, guerreó contra los sarracenos que embestían de continuo, los venció y por lo mismo no debía cesar en el empeño para asegurarse por ejemplo su herencia en el norte. De ahí que el santo padre amenazase con la excomunión eclesiástica especialmente a los obispos y a cuantos se alzasen contra su protegido y atentasen contra sus derechos hereditarios. Quería que a los tales los tratasen como a infieles y tiranos. Pero a nadie inquietaron los gritos del papa romano y el propio emperador estaba demasiado lejos y ocupado, como queda dicho.
Y naturalmente a quien menos inquietaron los deseos papales fue a Carlos el Calvo. Se alió más bien con Rorich, el caudillo de los normandos, que entretanto se había convertido al cristianismo, pese a lo cual continuó siendo «el azote de la cristiandad» —por lo demás, como también lo habían sido los cristianos unos para otros desde hacía siglos y siguieron y siguen siéndolo—. Cuando Luis el Germánico, sorprendentemente restablecido, amenazó al usurpador con la guerra y marchó de inmediato a su encuentro, Carlos cambió de actitud.
Tras largas prenegociaciones los dos monarcas se encontraron en Meersen (a orillas del Mosa en los Países Bajos, donde ya a mediados del siglo habían pactado repetidas veces los príncipes francos) y el 8 de agosto de 870, exactamente un año después de la muerte de Lotario, se repartieron sin más a partes iguales su reino al norte de los Alpes; los ríos Mosa, Mosela y Saona trazaban aproximadamente la frontera, hasta que diez años después, por los tratados de Verdún (879) y Ribemont (880), toda la parte occidental de Lotaringia pasó de nuevo a Franconia oriental.[178]
Otras protestas del papa sólo llegaron después de consumada la operación. Pero ni Carlos el Calvo, el «tres veces advertido», ni el sin duda más sermoneado arzobispo Hinkmar, a quien el papa romano tal vez con toda razón había increpado abiertamente como el iniciador de la maldad y del robo, ni el resto de los prelados se preocuparon demasiado. El santo padre más bien hubo de escuchar pronto a Carlos que los reyes francos, y no los obispos, reinaban en sus territorios, por lo que él se anexionó tranquilamente lo que le correspondía por el tratado de Meersen.
Pero al igual que Adriano había tenido ya que ceder frente a Lotario y Waldrada, también hubo de hacerlo en otros conflictos, en pleitos civiles y eclesiásticos del imperio carolingio, y especialmente en una desavenencia del obispo Hinkmar de Laon y de su poderoso tío Hinkmar de Reims así como de Carlos el Calvo. Protestaba contra las intromisiones, a las que no estaba dispuesto. Carlos suprimió por entero las órdenes romanas que atentaban a sus derechos. El papa hasta tuvo que desmentir algunas cartas personales, que había escrito su secretario. Declaró que se las habían ocultado durante su enfermedad y que eran pura invención. También un sínodo de 30 obispos francos tomó partido por el rey.
Pareció entonces que al menos en el sur de Italia se abría un horizonte luminoso. Tras un asedio de varios años, en 871 Luis II lograba por fin con ayuda de los bizantinos apoderarse de Bari, el centro sarraceno en la península itálica y sede de un emir árabe. Cierto que aquel mismo año el emperador pudo ser hecho prisionero en un golpe de mano por el duque Adelchis de Benevento, con lo que perdió su posición dominante, aunque no tanto por el incidente cuanto por las desgraciadas circunstancias dinásticas. Su mujer Angilberga, descendiente del clan franco de los Suponidos, había participado en su gobierno con un dinamismo extraordinario, interviniendo incluso en acciones militares (especialmente desde la enfermedad y el accidente de caza de Luis en 864), y sólo le había dado dos hijas. Tras la apertura del caso de la herencia, su intento de que Italia pasase con la corona imperial a los carolingios francoorientales fracasó por la resistencia de la nobleza del norte de Italia, que en su mayoría se decidió por Carlos el Calvo. Y entonces el papa, en un repentino cambio político, hasta ofreció la corona imperial a Carlos.[179]
El emperador Luis II (855-875), hijo mayor de Lotario I, había pasado casi toda su vida en Italia. En el sur del país rivalizaban los intereses políticos de bizantinos y longobardos, a lo que se sumaron numerosas contiendas locales, que no hacían más que llevar el agua a los molinos de los sarracenos. Contra ellos hizo Luis en 866 un llamamiento a todos los hombres libres de Italia. A menudo alabado y siempre alentado por los papas, guerreó con frecuencia, sometió a los duques de Salerno, Benevento y Capua, combatió durante largo tiempo en Apulia y pudo así naturalmente hacer valer su carácter de emperador únicamente en la Italia imperial, mas no al norte de los Alpes, donde en el «imperio central» gobernaban sus hermanos Lotario II y Carlos de Provenza, de modo que el arzobispo Hinkmar de Reims le llamaba desdeñoso «imperator Italiae». Y finalmente hubo incluso de abandonar el sur a sí mismo a causa sobre todo de la hostilidad de sus príncipes cristianos y muy especialmente del emperador romano oriental.
Luis II, que «con absoluta generosidad se había agotado por la causa de Cristo» (Richeé), se extinguió en el extranjero, y cuando el 12 de agosto de 875 murió en Brescia, todas sus posesiones personales en Italia las heredó la Iglesia. Nada tiene de sorprendente que el obispo Antón de Brescia y el arzobispo de Milán, Ansberto, anduvieran inmediatamente a la greña por sus restos. El obispo Antón los había ya inhumado en la iglesia de Santa María de su ciudad, cuando el metropolitano milanés, acompañado de los prelados de Bérgamo y de Cremona y de todo el clero, los condujo entre himnos y cánticos a Milán.
Como el emperador no dejó ningún descendiente varón, los beneficiados tenían que ser los carolingios francoorientales y uno de los primos alemanes del difunto tenía que ser rey de Italia. Parece que el soberano había designado como su sucesor a Carlomán, hijo mayor del monarca alemán; también su viuda Angilberta y sus partidarios actuaron en ese sentido. Pero Luis el Germánico era ya anciano, su reino se enfrentaba al reparto entre tres hijos, los grandes italianos estaban desunidos y el papa Juan VIII había regalado la corona imperial a Carlos el Calvo, a quien al final se la había prometido secretamente Adriano II, predecesor de Juan. En su última actuación ministerial que se nos ha transmitido, Adriano coronó por segunda vez emperador a Luis II en San Pedro a mediados de mayo de 872. Pero este mismo año, que fue el de su muerte, el papa escribió a Carlos: «Nos os aseguramos de forma sincera y leal —aunque este discurso sea secreto y sea una carta que sólo ha de comunicarse a los más íntimos— que… en el caso de que Vuestra Alteza sobreviva al emperador en vida nuestra, y por muchas fanegadas de oro que alguien pudiera ofrecernos, Nos no desearemos ni reclamaremos ni aceptaremos libremente para rey romano y emperador que a ti… En caso de que sobrevivas a nuestro emperador, … todos nosotros no sólo te queremos como nuestro caudillo y rey, patricius y emperador, sino también como protector de la Iglesia presente…».
Sólo en el provecho de la Iglesia romana pensaba también Juan VIII, que fue elegido papa en 872 y que ahora ofrecía el trono imperial al rey de los francos occidentales, cosa que más tarde explicaría así: «Carlos se caracteriza por su virtud, sus luchas por la fe y el derecho, sus esfuerzos por honrar e instruir a los clérigos. Por ello le ha elegido Dios para honra y exaltación de la Iglesia romana».
Esto no era en provecho de Italia, ni podía serlo. Allí más bien se sucedieron a toda velocidad unos gobiernos inestables y cambiantes: Carlos el Calvo, Carlomán, Carlos III, Berengario I, Guido. Siglo tras siglo nadie como los papas impidió en el Regnum Italiae con tanta tenacidad y egoísmo el desarrollo de un verdadero Estado.[180]
Bajo Adriano II Roma había tenido que soportar todo tipo de compromisos y pérdidas penosas. Aunque la pérdida mayor la sufrió a propósito de la querella misionera, que de un conflicto de competencias derivó hacia una lucha entre el este y el oeste en la península balcánica y más allá.
En la difusión del cristianismo las iglesias del este y del oeste no trabajaron codo con codo sino enfrentadas en una competencia feroz. Cada una de las partes deseaba anexionarse lo más posible. Los francos de Bohemia y Moravia, de Croacia y Serbia, los griegos del territorio de los varegos (ruso antiguo: varjag = vikingos) de Kiev, unos señores escandinavos, que se habían establecido allí con su séquito a finales del siglo VIII o principios del IX. También en el reino moravo los predicadores griegos hicieron frente contra los francos. Y cuando el kan Boris de Bulgaria auxilió en 862 al rey franco oriental contra su rebelde retoño Carlomán y los francos tomaron en cuenta la cristianización de Bulgaria, Miguel III de Bizancio derrotó a los búlgaros y los forzó a que recibieran el bautismo de sus sacerdotes.
Los búlgaros, cuya nación surgió en el curso de la Edad Media de la mezcla de tracios, eslavos y protobúlgaros, eran asiáticos del curso medio y alto del Volga, donde habían fundado un kanato (que después se hizo mahometano); se afirmó con su capital Bulgar hasta finales de la Edad Media, en que fue arrollado por la oleada mongola.
Con posterioridad a los hunos algunos grupos nacionales búlgaros llegaron al Danubio y a los Balcanes, donde se asentaron poco a poco hasta convertirse en un vecino peligroso para Bizancio. Como baluarte contra ellos el emperador Anastasio I (491-518), un monofisita convencido, levantó a 65 kilómetros de Constantinopla una muralla desde el mar de Mármara hasta el mar Negro. En tiempos de Justiniano llegaron en continuas oleadas con otras tribus eslavas, en 557 irrumpieron en Tracia, hacia 589 alcanzaron el Peloponeso. En 592 el emperador Mauricio inició contra ellos una guerra, que se prolongó hasta mucho después de haber sido él asesinado. Y en los finales del siglo VII ya habían sometido a los soberanos bizantinos al pago de un tributo anual, forzando en 716 el reconocimiento de su independencia. Su primer reino, fundado en 681 con Pliska como capital, se mantuvo hasta 1018.
Por lo demás, los búlgaros se sobreestimaron cuando poco después de mediado el siglo VIII avanzaron por el sur y el suroeste sobre territorio bizantino. El emperador Constantino V Coprónimo a lo largo de veinte años llevó a cabo diez campañas militares por mar y tierra contra su kan Tervel, aunque sin lograr aniquilarlo. Aunque muy debilitados y pese a las frecuentes sacudidas del trono con asesinatos y destierros de sus príncipes, los búlgaros se repusieron y a las órdenes del kan Krum (803-814), uno de sus soberanos más importantes, realizaron nuevas conquistas, como en 809 la de Serdika (Sofía). Cierto que el emperador Nicéforo I respondió en 811 a la política exterior antibizantina de Krum con una invasión, con la que su poderoso ejército hasta conquistó y destruyó la capital búlgara Pliska; pero el 26 de julio Krum le obligó a emprender la retirada por el desfiladero de Verigava (actual Vurbiski prochod), donde le tendió una emboscada; el emperador perdió la batalla y la vida.
A partir de ese año los zares búlgaros, que ya desde los comienzos se habían denominado «príncipes de Dios», bebieron en la calavera del emperador bizantino, la calavera de Nicéforo repujada en oro, el propio Krum devastó casi todo el territorio de Tracia y llegó hasta las murallas de Constantinopla; pero murió repentinamente en abril de 814 en medio de los preparativos del asedio.
A uno de sus sucesores, el kan Boris I (852-859, fallecido en 907), la aproximación entre el imperio bizantino y el gran reino de Moravia bajo Ratislav le indujo a una alianza con Luis el Germánico, y también a una apertura frente a la Iglesia bávara francooriental. De primeras Bizancio lo estorbó, pues en 864, mediante una gran campaña y una imponente demostración de fuerza por tierra y mar, obligó al kan Boris I a renunciar a su alianza con los francos y a comienzos del otoño del 865 forzó a los búlgaros a que se hiciesen bautizar por sacerdotes bizantinos. Y como los grandes de Bulgaria se opusieran, Boris aplastó la sublevación de sus nobles paganos ejecutando a sus mujeres e hijos y aniquilando cruelmente linajes enteros. Motivo suficiente para que después de su muerte se le venerase como a santo. Y todavía durante seis siglos la Bulgaria cristiana y la Bizancio cristiana no dejaron de combatirse mutuamente.[181]
Cuando el kan Boris I abrazó la cruz en 865, cuando llevó a cabo el paso oficial a la confesión bizantina, recibió el nombre de su imperial padrino: Miguel.
Miguel III de Bizancio (842-867), en modo alguno un emperador tan licencioso como durante largo tiempo lo ha presentado la historia, es verdad que coleccionó caballos, mujeres y al hermoso mozo de cuadra Basileos, casado y deseado de las mujeres, al que convirtió en caballerizo mayor y primer gentilhombre de la corte así como en marido de la propia querida, con la que él sin embargo continuó teniendo relaciones, mientras que Basileos, que más tarde lo mató, se resarcía con la hermana del emperador. Quien gobernaba en realidad era Bardas, tío del emperador, hasta que Basileos también lo asesinó. Una corte imperial cristiana desde hacía ya siglos.
Bardas, nombrado César desde 862, era un hombre muy bien dotado y de gran formación, que llegó a fundar una escuela superior privada en Constantinopla y no dejó de estar implicado en el golpe de Estado ciertamente sangriento de 856 así como en la eliminación de Teodora, viuda del emperador. También él había expulsado a su primera esposa y vivía abiertamente en «incesto» con la viuda de su hijo. Esto desagradó tanto al patriarca Ignacio, que en 858 Bardas procedió también enérgicamente a su deposición y destierro nombrando a Focio para sustituirlo aquel mismo año. De ese modo, sexo y pastoral a menudo se superpusieron de la forma más perfecta, como mutatis mutandis ocurre a todas luces todavía hoy.
El patriarca Focio (858-867 y 877-886), pariente de la casa imperial, tras la renuncia obligada de su predecesor Ignacio (hijo del depuesto emperador Miguel I), en cinco días y en contra del derecho canónico pasó de laico a patriarca; era un teólogo laico, aunque eso sí, el erudito más importante de su tiempo. Naturalmente protestó contra la presencia de misioneros occidentales en el reino de Bulgaria, contra el celibato de los sacerdotes occidentales, contra la «herejía» occidental que era la inserción en el símbolo de la fe del inciso «Filioque» (la procedencia o emanación del Espíritu Santo a la vez del Padre «y del Hijo», que para la Iglesia griega iba a ser la causa principal del cisma de 1054) y contra varias cosas más.
El papa no podía naturalmente mantenerse al margen de la lucha que arreciaba en Oriente entre focianos e ignacianos, que respectivamente combatían la legitimidad del antiguo o del nuevo patriarca. Nicolás I negó el reconocimiento al peligroso rival Focio, y Focio declaró ilegítima la autoridad patriarcal de Ignacio mediante un sínodo. Dos legados papales, sobornados en Oriente, sancionaron la deposición de Ignacio y el nombramiento de Focio. El papa los excomulgó, reconoció como legítimo patriarca a Ignacio y en el sínodo lateranense de 863 pronunció solemnemente la deposición y excomunión de Focio, lo que provocó una irritada correspondencia entre éste, Nicolás y el emperador oriental. En 867 Focio condenó al papa y le declaró a su vez depuesto, cosa que nunca lamentó lo más mínimo, excomulgando asimismo a cuantos en adelante se pusieran de su parte. También en Oriente acabaron por excomulgarlo en el concilio de Constantinopla (869-870), se le restableció y la propia Roma lo reconoció. El papa sólo insistía en que Focio reconociera todos sus crímenes, exigencia que después incluso se dejó de lado, sin duda porque se esperaba la ayuda bizantina contra los árabes. Pero toda aquella contienda acabó por conducir al cisma y a la separación definitiva de Roma del imperio griego.[182]
Y a la vez agravó el enfrentamiento a propósito de la cristianización de los eslavos.
A una con el patriarca Focio, también el César Bardas fomentó la misión bizantina de los eslavos, a fin de poder resistir mejor a la presión tanto política como eclesiástica del oeste, especialmente en Bulgaria. Por otra parte, el príncipe búlgaro Boris I intentó a su vez escapar a la prepotente influencia del imperio y de la Iglesia bizantinos. Con ese fin aprovechó la inseguridad política de Oriente tras el asesinato de Bardas en 866 por obra del emperador Basileos I para una toma de contacto con Roma con la expectativa de una organización eclesiástica menos dependiente. Nicolás I, cuyas relaciones con Bizancio se habían ido deteriorando cada vez más, envió también en el otoño del 866 a los obispos Pablo de Populonia y Formoso de Portus, futuro papa, quienes bautizaron inmensas multitudes de búlgaros, expulsaron del país a los sacerdotes griegos y presionaron al kan para que admitiese exclusivamente a clérigos romanos y adoptase su liturgia.
Como no sólo la mayor parte de Bulgaria había caído bajo la autoridad eclesiástica de Bizancio, sino que también había sido cristianizada por bizantinos, un sínodo convocado por Focio a finales del verano de 867 condenó la misión latina en Bulgaria y depuso al papa Nicolás I, a quien por lo demás ya no llegó esta (buena) nueva. Pero sus misioneros vigilaban celosamente los logros conseguidos. También los portadores de la salvación franco-bávaros de Luis el Germánico, que llegaron algo más tarde, y entre los que se encontraba Ermenrico obispo de Passau (866-872) especialmente interesado en el sureste, tuvieron que regresar con gran disgusto, pues la misión romana del papa Nicolás no los valoraba demasiado, misión que ya «había llenado el país con prédicas y bautismos» (Anuales Fuldenses).
El papa personalmente instruyó a los búlgaros con un escrito titulado Responso, con 106 puntos sobre las cuestiones importantes de la vida humana. Por ejemplo, que el patriarca de Roma, que lo era él mismo, era más importante que el de Constantinopla, que debían guardarse de los ritos griegos, a los que atacaba y ridiculizaba, y que debían someterse a Roma. También les decía cómo habían de vestir, cómo desposarse, cuándo habían de comer, cuándo habían de consumar el acto matrimonial, etcétera. ¡Y hasta sonaba a revolucionario, cuando les decía que no habían de entrar en batalla con una cola de caballo como estandarte sino con la cruz! Así acabó por convencerse el kan de los búlgaros, que se confesó servidor de san Pedro y proclamó su sumisión… «¡La obediencia romano-occidental casi había alcanzado las puertas de Constantinopla!» (Handbuch der Europäischen Geschichte).
Tampoco el triunfo de Roma duró mucho. Pues como quiera que el príncipe Boris no obtuvo ningún patriarca búlgaro autocéfalo, como quiera que Nicolás I no envió al solicitado obispo Formoso, ni tampoco Adriano II, sucesor de Nicolás, envió al también reclamado diácono Marino, y como quiera que Boris debió de oír además que el papa de Roma y el patriarca de Constantinopla se habían depuesto y excomulgado mutuamente, la Iglesia búlgara siempre cortejada solícitamente por Bizancio pronto viró de nuevo después del concilio de Constantinopla (869-870) hacia aquel patriarcado, con lo que su territorio de misión pasó una vez más a la Iglesia griega. Y entonces, pese a todas las protestas papales, los sacerdotes latinos fueron expulsados. Y por mucho que también Juan VIII se esforzase de inmediato por exhortar y advertir al zar búlgaro, por amenazarle y seducirle con las llaves del reino de los cielos, pese a todos sus esfuerzos por obligar a Bulgaria a que continuase bajo la salvación romana y contra los «sub fide falsi», el país prosiguió bajo la influencia de Constantinopla, aunque preservando su autonomía. El año 928 la Iglesia búlgara fue reconocida como autocéfala por la Iglesia de Bizancio.
Pero Focio, que superaba a todos los cristianos coetáneos, cayó por segunda vez en 886, retirándose tras los muros de un monasterio con un prestigio como teólogo y erudito que ha pervivido hasta hoy. También el kan Boris, el cruel degollador de su nobleza pagana, el asesino de mujeres y niños, se hizo monje (889) y fue canonizado, convirtiéndose en el santo patrón de los búlgaros (su fiesta se celebra el 2 de mayo).[183]
Merecido, merecido.
En Moravia Ratislav había comprendido claramente que una anexión a la provincia eclesiástica de Salzburgo representaría un peligro todavía mayor para su independencia. Así que en el esplendor de su poder luchó por la desvinculación eclesiástica de Baviera, buscó el apoyo de Roma invitando a misioneros italianos y pensó en una Iglesia nacional eslava vinculada únicamente al papa. Pero después de que Nicolás le rechazase por consideración a la Iglesia imperial y a Luis el Germánico, buscó un acercamiento a Bizancio, para él menos peligrosa políticamente que los vecinos francos. De modo que rechazó la misión bávara y rogó a Bizancio (862) que le enviase clérigos griegos. Y pronto César Bardas, sólo unos años antes de su asesinato y el del emperador Miguel por obra de su sucesor Basileos, le envió a los hermanos Constantino y Metodio con sus misioneros. Con ello el gran reino de Moravia no sólo conseguía una independencia de hecho respecto de los francos orientales ganosos de someterlo, sino que lograba un cristianismo eslavo y con el acercamiento a la Iglesia greco-bizantina conseguía ante todo una Iglesia nacional morava.
Constantino (más conocido por su posterior nombre de Cirilo) y Metodio, la pareja de hermanos conocida como «apóstoles de los eslavos», procedían de una noble familia de funcionarios de Tesalónica (Saloniki) y se habían formado en el círculo constantinopolitano de Focio. Metodio, el mayor, nacido hacia 815, había sido primero un estratega imperial para luego ser abad. Constantino, el menor, era diácono, tal vez sacerdote, había ocupado la cátedra de Focio y en 860 acabó siendo enviado como embajador imperial a los casares en la Ucrania actual. Ambos tenían ya experiencia en la misión eslava y cuando dos años después Ratislav rogó a Miguel III que le enviase maestros, capaces entre otras cosas de traducir los libros jurídicos bizantinos al eslavo, ambos hermanos marcharon al frente de la delegación misionera.
Los «apóstoles de los eslavos» podían hablar y predicar a los moravos en su lengua materna, eran capaces de celebrar la liturgia cristiana, la misa romana («Liturgia de San Pedro») en la lengua eslava y en la tradición eclesiástica oriental, y también tradujeron la Biblia a la lengua vernácula. De este modo crearon un idioma eclesiástico y litúrgico conocido como «antiguo eslavo eclesiástico». Pero todo ello condujo también a un grave enfrentamiento con el clero franco-latino, que desde hacía tiempo trabajaba en el territorio de Ratislav a lo largo del Danubio. Y más aún cuanto que rápidamente superaron a la misión bávara.
Naturalmente pronto siguieron el reproche de «herejía» y una invitación para que acudieran a Roma. Por lo que Contantino y Metodio en 866-867 se pusieron en camino después de aproximadamente tres años de labor. Marcharon a Panonia, entrevistándose con Kocel (el Chozilo, Chezilo, de las fuentes francas), hijo del príncipe eslavo Pribina, que para entonces ya había muerto. Kocel gobernó hasta su muerte hacia 875 en la fortaleza principal de Mosapurg (Zalavár) sobre el lago Balatón y desde entonces empezó a promover la liturgia eslava. Desde allí partieron los misioneros (868) para Venecia, continuando viaje hasta la corte papal a fin de obtener las bendiciones supremas para su empresa.
En efecto, en Roma (donde Constantino, que había adoptado el nombre de Cirilo, murió el año 869) Adriano II refrendó su práctica misional. Aprobó la liturgia eslava, aunque ordenó que las epístolas y los evangelios se leyeran en latín. Mas cuando en 870 Adriano, a ruegos de Kocel que quería librarse de la dependencia franco-oriental y deseaba una Iglesia independiente, nombró a Metodio legado pontificio y arzobispo de Panonia y Moravia, sometiéndole también Metrópolis Sirmium (actual Mitrovica, junto a Belgrado, recuperada desde el asalto ávaro de 582), encontró una enconada resistencia por parte de los obispos de Salzburgo y Passau. Y es que la disposición de Adriano afectaba a sus diócesis, y desde luego no tan sólo a su régimen eclesiástico sino también al avance de la «colonización» franca. Se agudizó así la querella eclesiástica, que ya se prolongaba unos quince años, y que a cada uno le afectaba de alguna manera: «A Metodio en la lengua eclesiástica eslava, a los bávaros en la inviolabilidad de su territorio misionero, al papado en la autoridad directa sobre la Iglesia morava, a los propios moravos en su independencia» (Zóllner). En el fondo a todos les afectaba en lo mismo: en el poder.[184]
Indisolublemente unido a la querella eclesiástica estuvo el conflicto político. Luis el Germánico irrumpió una vez más en el este avanzando con tres cuerpos de ejército. Después el príncipe Carlomán atacó desde Carintia el principado de Neutra en Eslovaquia, donde gobernaba Svatopluk, sobrino de Ratislav (870-894). Había empezado como príncipe asociado allí donde el arzobispo salzburgués Adalram había consagrado el primer templo cristiano (828) y evidentemente en favor de la Iglesia romana. La «gracia de Dios», «el justo juicio divino», lo libró así de todas las traiciones dinásticas que le amenazaban. Carlomán se lo atrajo a su bando y Svatopluk lo entregó a su tío. Carlomán hizo encarcelar a Ratislav en Ratisbona y ya «sin resistencia alguna penetró en su reino, sometió todas sus ciudades y burgos, ordenó y administró el reino con su propia gente y se enriqueció con el tesoro real».
Pero a finales del otoño Ratislav, «cargado de pesadas cadenas», fue llevado a la presencia del rey Luis y, a modo de gracia, le sacaron los ojos y ya ciego volvieron a encerrarlo en una cárcel monástica. (Hubo incluso presagios, «signos milagrosos», a lo largo del año: por las noches un aire como tinto en sangre flotaba sobre Maguncia, también hubo allí dos terremotos al tiempo que una peste bovina arrasaba «con enorme violencia en algunos lugares de Francia». Más aún, durante un sínodo celebrado en la iglesia de San Pedro de Colonia «se escucharon voces de malos espíritus, que hablaban entre sí lamentándose muy dolidamente de que hubieran de ser expulsados de lugares en los que habían habitado tanto tiempo», Annales Fuldenses.) El episodio recuerda al «mal espíritu» de Caputmontium.
Mas cuando Metodio perdió a su protector Ratislav, los obispos bávaros lo arrestaron también a él y le hicieron encarcelar durante un año en Baviera —aunque se desconoce el lugar preciso—, pero sin duda que detrás estaba «todo el episcopado bávaro en estrecho contacto con el poder político» (Mass). Y Moravia fue entonces administrada por mar-graves alemanes.
Antes, en 870, habían arrastrado a un sínodo de Ratisbona al arzobispo que acababa de ser aprobado por el papa, a un hombre que probablemente representaba un cristianismo más serio que el que proponía el clero franco misionero en Moravia, y se produjo un choque con los prelados bávaros, a quienes todo lo eslavo les resultaba odioso. «Tú enseñas en nuestro territorio» echaron en cara al arrestado, mientras que éste por su parte acusaba a los prelados de Salzburgo y Passau de haber traspasado las «viejas fronteras» por ambición y codicia.
El obispo Ermenrico de Passau tal vez había arrestado a Metodio. Y Ermenrico, un literato culto de la nobleza suaba, que en Fulda había sido discípulo de Rabano y de Rodolfo y en Reichenau de Walafrido Estrabón, habiendo permanecido también durante algún tiempo en la corte de Luis el Germánico en Ratisbona, arremetió incluso —según el papa Juan VIII— contra su hermano in Christo con una fusta de arrear a los caballos, durante largo tiempo lo tuvo a la intemperie y a la lluvia en invierno y probablemente también lo encarceló. Como quiera que fuese, desde finales de 870 hasta 873 el arzobispo Metodio permaneció en una cárcel monástica, ya fuese en Freising, en Ratisbona o en Ellwangen, donde Ermenrico había sido monje en tiempos.[185]
También el gran príncipe Svatopluk, el verdadero soberano del reino de la Gran Moravia, de todos los territorios de los Sudetes, incluidas Bohemia, Silesia y Hungría central, había conocido las prisiones francas; pero poco a poco se fue demostrando cada vez más útil, también para las cercanas tribus eslavas sometidas y «convertidas» y para los checos orientales. Neutra, la sede principesca, era ya en la segunda mitad del siglo IX sede episcopal, la más oriental de la Iglesia latina.
Pero en 871 Svatopluk fue acusado de deslealtad y de nuevo hecho prisionero por los francos, por Carlomán, a cuyo sobrino había sacado de la pila bautismal. Mas como resultó inocente a todas luces, de nuevo hubo que liberarlo recompensándole incluso «con dones regios». Y el príncipe tomó entonces cumplida venganza.
Reanudó la política antifranca de Ratislav, se levantó en armas y todavía en 871 infligió una terrible derrota al ejército bávaro. Los condes fronterizos, Guillermo y Engelscalco, que luchaban contra Moravia, cayeron con otros muchos. «Toda la alegría de los bávaros por tantas victorias conseguidas se trocó en tristeza y lamentos.» Los que no fueron abatidos dieron con sus huesos en la cárcel. Svatopluk, que para los asuntos políticos más importantes se sirvió de sacerdotes cristianos, como Juan de Venecia y el suabo Wiching, continuó siendo para los francos «el cerebro lleno de mentira y astucia», un hombre «inhumano y sanguinario como un lobo» (Annales Fuldenses).
Cierto que en 872 se atacó a moravos y bohemios desplegando todo género de violencias, pero de nuevo con escasa «fortuna». Turingios y sajones fueron puestos en fuga «con enormes pérdidas», «los condes fugitivos fueron apaleados por las mujerzuelas de aquella región y derribados de sus caballos a garrotazos». Por el contrario, y desde luego «con la confianza en la asistencia de Dios» (que al mismo tiempo «destruía con fuego del cielo» la catedral de Worms), el pueblo en armas a las órdenes del arzobispo de Maguncia persiguió de forma parecida a cinco duques enemigos, los mató ahogándolos en el Moldava y devastó «una parte no pequeña» del territorio, regresando «sano y salvo a casa; la dirección suprema de aquella expedición corrió a cargo del arzobispo Liutberto».
Otro contingente franco, acaudillado por el obispo Arn de Würzburg —constructor de una catedral en el lugar así como «caudillo responsable de cuatro campañas conocidas» (Lindner)— y el abad Sigehardo de Fulda, corrió «sembrando muertes e incendios» en ayuda de Carlomán, que operaba contra Svatopluk. Pero los bávaros sucumbieron y hubieron de «regresar con pérdida de la mayor parte de los suyos entre grandísimas dificultades». Y otro cuerpo de ejército bávaro, dejado para proteger los barcos a orillas del Danubio, fue enteramente destrozado por tropas de Svatopluk… «Ninguno escapó de allí, a excepción del obispo Embricho de Ratisbona…»
Con incursiones extraordinariamente sangrientas pudo Svatopluk afianzar su soberanía y en 874 la paz de Forchheim le aportó una relativa independencia, incluso en la política eclesial, aunque contra el pago de unos tributos anuales.[186]
Sólo en 873 había obtenido el papa Juan VIII la liberación de Metodio. Tras su regreso a la diócesis panonia hubo ciertamente de renunciar a la liturgia eslava, a la lengua «bárbara» y celebrar la misa únicamente en latín o en griego «como la canta la Iglesia de Dios expandida por todo el orbe terráqueo». Pero Metodio no se resignó y el papa revocó la prohibición en 880.
Políticamente Svatopluk, señor de la Gran Moravia, apoyó sí la postura de Metodio, aunque personalmente estaba más a favor de la «cultura» occidental, y sobre todo del papado. Así, hizo que su favorito el monje suabo Wiching, educado en el monasterio de Reichenau, fuera elegido por Roma para obispo de Neutra, la primera sede de Svatopluk. Después Wiching fue sufragáneo de Metodio. Sin embargo, intrigó de continuo contra el programa misionero de éste, pese a que en junio de 880 Juan VIII lo había aprobado con su bula «Industriae tuae» y sorprendentemente había resuelto contra Wiching después de que Metodio, convocado a Roma, pudiera rebatir de forma meridiana la acusación de «herejía».
Pero el papa Esteban V (885-891), que estaba bajo la influencia del clero francés, prohibió definitivamente el canon eslavo de la misa haciéndolo sustituir por el rito romano, siendo ésta «la última decisión eclesiástica importante de un papa de la época carolingia» (Handbuch der Europäischen Geschichte). Pues con ello una parte de los eslavos del sur y del oeste quedó incorporada para siempre al occidente latino. Esteban V rechazó «por entero la falsa doctrina» y recomendó de la forma más calurosa al «rey de los eslavos» al obispo Wiching como ortodoxo. Pero sólo tras la muerte de Metodio hacia 885-886 logró imponerse Wiching contra el sucesor favorito de Metodio.
La tentativa de Metodio por crear con el apoyo de Bizancio una Iglesia nacional eslava se derrumbó por completo. El episcopado bávaro había vencido en toda la línea. Se produjo una gran conmoción eclesiástica. La liturgia latina desplazó de nuevo a la eslava y la provincia eclesiástica franca sustituyó a la morava, eslovenos y croatas cayeron de nuevo bajo la férula romano-católica, y la misión bizantina acabó en Moravia para siempre. Al igual que en Bulgaria se había impuesto el este, en Moravia prevaleció el oeste. En lo sucesivo sería la línea divisoria entre la cristiandad griega y la romana, entre el gran sureste europeo eslavo y la parte occidental menor de los eslavos, a través de los eslavos meridionales, a través de los Balcanes. Allí se enfrentaron hostilmente Bizancio y Roma con todas las consecuencias catastróficas incluso en el siglo XX, y especialmente en la segunda guerra mundial así como en la guerra de los Balcanes de los años noventa.
El clero «eslavo», seguidor de Metodio, estuvo largo tiempo encarcelado y en parte encadenado en 886, debido sobre todo a la influencia del obispo Wirching; después fue expulsado de Moravia, desde donde huyó principalmente a Bulgaria, aunque también a territorio serbio y croata. Al mismo tiempo en Moravia desapareció de raíz la liturgia eslava y un precioso tesoro de manuscritos de la escuela eslava antigua fue destruido bárbaramente. En contra de la disposición de su predecesor, el papa Esteban decretó la prohibición absoluta de lo eslavo en el oficio divino y nombró al franco oriental Wiching arzobispo de Neutra. En ningún sitio se mantuvo la antigua tradición eclesiástica eslava, ni en Moravia ni en Bohemia.
Sólo en el siglo XIV Constantino-Cirilo y Metodio fueron nombrados patronos nacionales de Moravia convirtiéndose de repente en típicos «santos de moda». Consta, sin embargo, inequívocamente que antes de 1347 ni en Bohemia ni en Moravia recibieron veneración cúltica alguna los dos misioneros. Sólo entonces «se descubrieron» también sus reliquias, «de índole comprensiblemente muy dudosa», Grauss.[187]