LOS HIJOS Y LOS NIETOS
Sobre Luis II el Germánico: «Fue un príncipe muy cristiano, de fe católica… celosísimo cumplidor de cuanto exigían la religión, la paz y la justicia. Era de espíritu muy astuto (callidissimus)…, en las batallas salió muchas veces victorioso y fue solícito como un anfitrión en el apresto de las armas, pues los instrumentos de la guerra fueron su tesoro más grande».
REGINONIS CHRONICA[83]
Sobre Carlos II el Calvo: «Carlos marchó a Aquisgrán en la cuaresma y allí permaneció hasta después de la fiesta de Pascua; pero su ejército no hizo más que saquear, incendiar y tomar prisioneros, sin que ni las mismas iglesias y altares de Dios escaparan a su codicia y desvergüenza».
ANNALES BERTINIANI[84]
Sobre Carlos III el Gordo (hijo menor de Luis II): «Y cuando ya debía marchar, cayó enfermo, viéndose forzado a poner al menor de sus hijos, Carlos, al frente de aquel ejército y encomendando al Señor el éxito de la causa… confiando en la ayuda de Dios redujo a cenizas todas las casas de aquella región; lo que había sido escondido en el bosque o enterrado en los campos, lo encontró él con los suyos y expulsó o mató a cuantos se toparon con él. Carlomán devastó asimismo a sangre y fuego el reino de Sventiboido».
ANNALES FULDENSES[85]
Sobre Carlomán (hijo mayor de Luis II): «Pero este rey ilustrísimo fue muy instruido en las ciencias, devoto de la religión cristiana, justo, pacífico y adornado con toda nobleza de costumbres… llevó a cabo muchísimas guerras junto con su padre y más aún sin él en los reinos de los eslavos y siempre obtuvo la palma de la victoria en ellas; agrandó y amplió con la espada las fronteras de su imperio».
REGINONIS CHRONICA[86]
Apenas desaparecido Luis el Piadoso en 840, su hijo mayor reclamó el derecho a la soberanía universal y amenazó a los enemigos con la muerte.
Y entonces estallaron guerras sangrientas entre Lotario I (fallecido en 855), Luis II el Germánico (fallecido en 876) y Carlos II el Calvo (fallecido en 877). Los tres eran hermanos, eran cristianos y católicos. Todos perjuraron. Todos maniobraron «con donaciones, promesas y amenazas» (Tellenbach). «Cada uno espiaba cualquier signo de debilidad en los otros para caer sobre la parte de la herencia de sus hermanos o, tras la muerte de éstos, de sus sobrinos» (Fried). Y entretanto se armaban, se juraban mutuamente «paz» y «amistad» y proclamaban su «nostalgia y amor». Antes de finalizar el siglo aquellos reyes se encontraron alrededor de unas cien veces.
Son muchas las cosas que recuerdan la era de los merovingios, las matanzas que siguieron a la muerte de Clodoveo y las contiendas entre sus hijos y nietos. También el embrutecimiento extremo se parece al de aquella época horrorosa, aunque en la Bizancio cristiana las cosas se desarrollaron de forma muy similar. Pierre Riché encuentra entre los carolingios un catálogo completo de todos los tipos de empleo de la violencia física y encuentra cada caso descrito con detalle y perfectamente evaluado con vistas a la imposición de las penas legales. Y, entre otras cosas, se habla de «orejas cortadas con resultado de sordera o no sordera, de párpados arrancados, de ojos sacados, de narices rebanadas total o parcialmente, de lenguas cortadas, de dientes rotos, de barbas mesadas, de dedos machacados, de manos y pies cortados a hachazos, de testículos extirpados».[87]
Se habían hecho cristianos.
Eruditos conformistas quieren explicarlo todo por el espíritu de la época. Perfectamente. Pero el espíritu de la época era cristiano. ¿O todavía no era lo bastante cristiano? Eso es lo que dicen siempre los apologistas. Pero ¿cuándo fue lo bastante cristiano y católico? ¿Acaso en el siglo XX, cuando los católicos croatas en masa hicieron exactamente lo mismo?
Se habían hecho cristianos. Y los «guardianes del orden» vengaban tales monstruosidades de forma no menos brutal, según el viejo y acreditado principio bíblico de mal por mal, ojo por ojo y diente por diente (Levítico 24,20; Deuteronomio 19,21). El registro de penas va desde el hecho de cortar la lengua, sacar los ojos o castrar hasta el hecho de quemar viva a una persona o ahogarla por inmersión. Y aunque algunos clérigos aislados protestaron, en general —según escribe Riché— «los mismos eclesiásticos impusieron castigos terribles a sus iguales», no ciertamente a los príncipes de la Iglesia.
Tampoco entre los diversos grupos nobiliarios cesó ni un momento la lucha por los cargos. Y como entre los merovingios, se dieron también entonces las traiciones, estando a la orden del día los cambios en las constelaciones políticas. Se emitían los juramentos de lealtad para romperlos y volver a perjurar. Todo giraba en torno a la acumulación de posesiones y dominio, en torno al afán de poder y de gloria. Todos aquellos potentes, maiores, optimates, nobiles, como entonces se llamaba a los personajes ilustres (porque destacaban sobre los demás y les arrebataban muchas cosas), querían siempre más, ser aún más ricos, más «ilustres» y lograr feudos cada vez mayores con los que todo tipo de injusticia les estaba permitida, aunque preferían la astucia y cualquier forma de alevosía a la fuerza bruta, la contienda o la guerra. ¡Y todo ello entre príncipes cristianos y católicos, entre hermanos carnales!
Los reyes son de una avidez insaciable, cierto. Mas no piensan sólo en sí mismos. El pueblo, la «masa», aún tardará mucho tiempo en jugar un papel, y no digamos ya los siervos de la gleba, enteramente sometidos. Incluso parece que este último grupo aumentó entonces, debido sobre todo a los incontables fugitivos que se ajustaban como jornaleros asalariados; pero a los que sus amos terratenientes los convertían en siervos de la gleba o simplemente se los donaban a un magnate. Y esa clase social, la más pobre y más numerosa, en la cual se daban a su vez diversos grados de limitación de la libertad, de esclavitud, y que seguía excluida de la mayor parte de los derechos de los hombres «libres», de la nobleza, esa clase que sin embargo lo sostenía todo, absolutamente todo, no aparece en las fuentes. Como una rara excepción, en un texto del abad inglés Elfrico de Eynsham se abre paso a finales del milenio el lamento de un campesino: «¡Ay!, ¡ay! Es una gran desgracia que yo no sea libre».
Cierto que el propio Carlos I se lamentaba «de que muchos, que evidentemente son libres, se vean violentamente oprimidos por los grandes». También Luis el Piadoso sabía de «una muchedumbre incontable de oprimidos, a los que les había sido arrebatada la herencia paterna o la libertad». Pero en ambos casos se trataba de personas libres, que habían perdido su libertad; no de siervos que, como la mayoría, eran esclavos desde siempre. Por ello, cuando en la Alta Edad Media se habla de «pueblo», no hay que imaginar una muchedumbre anónima en toda regla de gentes más o menos siervas y no pertenecientes a la nobleza. No, aquellas gentes no existían en modo alguno para los gobernantes. «Por lo general —subraya Karl J. Leyser— el populus, el pueblo, que actuaba en las contiendas legales, elegía obispos, ponía o deponía reyes, estaba compuesto por nobles y su séquito, por pequeñas jerarquías, en las cuales ocupaban a su vez la primera posición los más ilustres y los de mejor alcurnia.»
Los reyes apenas tenían tiempo para pensar en las clases más bajas. En cambio pensaban en sus aliados y cómplices, especialmente en la alta nobleza, que no se contentaba con el honor correspondiente a su servicio y que buscaba los bienes y los feudos reales, sobre todo cuando a su vez tenía que preocuparse de sus secuaces. De ahí que prevaleciese por doquier una competencia y rivalidad incesante, que no tenía en cuenta más que el propio interés y la propia hambre de tierras. Pero el suelo y las fincas rurales escaseaban desde las gigantescas correrías de Carlomagno.[88]
Lotario heredó en exclusiva la dignidad imperial, aunque con la imposición de asegurar el derecho hereditario de sus hermanos. Así, a su regreso de Italia, donde había dejado a su hijo Luis II, Lotario reclamó para sí todo el imperio, «su» imperio. El clero alto también se pasó en su mayor parte al «sucesor del padre en el imperio franco»: los arzobispos Hetti de Tréveris, Amalwino de Bisanz. Otgar de Maguncia, enemigo mortal de Luis el Germánico, los obispos de Metz, Toul, Lüttich, Lausana, Worms, Paderborn, Chur, el abad de Fulda y más tarde arzobispo de Maguncia Rabano Mauro, entre otros. También fue restituido a todos sus cargos y honores el arzobispo Ebón de Reims, partidario de Lotario, que había sido expulsado y permaneció encarcelado durante años; pero huyendo de Carlos tuvo de nuevo que buscar refugio en Lotario, el cual le donó los monasterios de Stavelot y de Bobbio, hasta que cayó en desgracia de su protector y perdió las abadías, si bien Luis el Germánico le otorgó el obispado de Hildesheim.[89]
Mas no sólo se pasaron a Lotario los combatientes de viejas luchas; lo hicieron hasta los prelados del entorno más cercano al antiguo emperador.
Y sobre todos Drogo, hijo de Carlomagno, obispo de Metz y archicapellán de Luis el Piadoso, que entregó a Lotario la corona, la espada y el cetro de su difunto padre.
Como los grandes, «empujados por la esperanza o el temor», acudían de todas partes a Lotario, mientras que Luis y Carlos perdían muchos vasallos, aquél tensó demasiado el arco sopesando «con qué medios podría adueñarse sin estorbos de todo el imperio». Para ello resolvió «lanzarse» primero contra Luis y «destruir su poder» (Nithard). Mas cuando éste le enseñó los dientes, ajustó con él un acuerdo de moratoria y decidió arremeter contra Carlos y «perseguirlo hasta la aniquilación» con un ejército poderoso, como escribe el historiador de las guerras fratricidas, conde Nithard, nieto «ilegítimo» de Carlos, que luchó con la pluma y la espada por la causa de Carlos el Calvo y que cayó en 845 siendo uno de los pocos escritores laicos de la Alta Edad Media.[90]
Gracias a los manejos incesantes de su madre, ahora ya derrocada, Carlos el Calvo tenía a la muerte de Luis el Piadoso la probabilidad de hacerse con la mitad del imperio. Pero Lotario avanzó primero hacia el Sena y después hacia el Loira y en el otoño del 840 puso en aprietos a Carlos. Además, éste no sólo tenía a su hermano por enemigo, sino que también Pipino de Aquitania y los bretones, cada vez más conscientes de su fuerza, se alzaron en armas contra él. Más aún: doquiera llegaba Lotario las gentes se pasaban a su bando; lo que no era más que una muestra del habitual oportunismo del clero y de la nobleza. Así, una hija de Carlomagno, Rotilde, abadesa de Faremoutier, se hizo confirmar por Lotario su posesión monástica. Y así corrieron a él, entre otros, «el abad Hilduino de Saint-Denis y el conde Gerardo de París abandonando a Carlos y rompiendo el juramento que le habían hecho». Y, como ellos, también otros «prefirieron a la manera de los esclavos quebrantar su lealtad y librarse de sus juramentos antes que abandonar por algún tiempo sus posesiones y bienes» (Nithard).
Pero Carlos no quiso renunciar «al imperio que Dios le había otorgado»; sobre todo cuando «Dios y su padre se lo habían otorgado con el asentimiento del propio Lotario». De ahí que las embajadas se sucedieran de una parte y de la otra; y entre los emisarios figuró también Nithard, a quien Lotario le privó inmediatamente de sus bienes y derechos por haberle fallado. El nuevo emperador era, en efecto, un hombre que sólo buscaba, al decir del partidario de Carlos, «las trazas para poder engañar y superar a Carlos sin entrar en batalla»; mientras que, naturalmente, el propio amo de Nithard perseguía «la paz por pura justicia». Como quiera que fuese, por el momento ambos se abstuvieron de guerrear.
Sin embargo, apenas logrado el acuerdo provisional con Carlos, ya se puso Lotario a preparar de nuevo la guerra contra Luis «pensando con toda su alma en someter a Luis por la astucia o por la fuerza o aniquilarlo por completo, que era lo que más deseaba». Pero Luis, abandonado y traicionado por muchos de sus seguidores, hubo de retirarse a Baviera, donde llegó a un pacto con Carlos. En el ínterin éste había aprovechado el tiempo para pequeñas matanzas y grandes plegarias, por ejemplo en Saint-Denis, en Saint-Germain y últimamente en Aquisgrán, donde la víspera de «la sagrada fiesta de Pascua» del 841 unos enviados de Aquitania le llevaron milagrosamente «una corona y todos los ornamentos regios, así como vasos litúrgicos» y, otro milagro, «tantas libras de oro y tan increíble cantidad de piedras preciosas intactas», pese a que «por doquier se cernía el peligro de robo» (!). Lo que sin duda fue «una gracia especial», «una demostración especial del dedo de Dios» (Nithard).
Quién de los dos, Carlos o Luis, pidió ayuda, no lo sabemos, porque las fuentes se contradicen. Pero ambos acabaron «unidos tanto por su amor fraterno como por sus campamentos» (Annales Bertiniani) en una gloriosa fusión cristiana. En aquel perpetuo vaivén de frentes, vasallajes y juramentos cambiantes, cada uno de los tres soberanos se había esforzado mediante el empleo de la fuerza, los dones, las promesas y las amenazas porque los grandes y nobles irresolutos tomaran conciencia de su obligación. Y es que entre aquellos católicos de la alta nobleza los juramentos de fidelidad resultaban ya tan baratos «como las zarzamoras» (Mühlbacher).
Pero después Luis el Germánico golpeó duramente el 13 de mayo del 841 en el territorio de Ries a los partidarios suabos de Lotario. La mayor parte de los derrotados sucumbió en la huida. (¡Ay, cómo suena todo esto a datos «fríos», a retórica familiar! Pero habría que escuchar los gritos, los llantos y lamentos y habría que ver la catástrofe y el supremo espanto mortal…) Y el 25 de junio del mismo año se libró la batalla aún más sangrienta de Fontenoy (Fontanetum) cerca de Auxerre, y por ello entendida sin duda como un juicio de Dios. Fue una batalla con decisiva intervención de la caballería, como desde mucho tiempo atrás venía ocurriendo entre los francos. Allí degollaron católicos a católicos, francos a francos, parientes a parientes. Entre el séquito de Lotario «con tesoros inauditos» y tres emisarios del papa Gregorio IV se encontraba el arzobispo de Rávena Jorge, que quería arrastrar a Carlos el Calvo a su obispado e imponerle la tonsura forzosa; pero cayó prisionero en la huida y según parece fue maltratado.[91]
Antes de la matanza se sucedieron las embajadas enviadas por ambas partes, se había conjurado al Señor, la Iglesia y el cristianismo y también, como era ya costumbre inveterada, se había consultado «el parecer» del clero, «para estar gustosamente dispuestos a ir a donde la disposición divina conduzca la causa».
Poseemos un extenso relato sobre el encuentro de los dos hermanos, cristianos y católicos, perfectamente atestiguado por todos los bandos (una de las raras batallas en campo abierto de la historia de la Alta Edad Media). El relato se debe a Nithard, en el libro segundo de sus Historiae. Personalmente combatió en el bando de Carlos el Calvo, «prestando no poca ayuda con la asistencia de Dios…».
Inmediatamente después de la agrupación de sus fuerzas armadas Luis y Carlos habían lamentado sucesivamente «todas las miserias», «aquellas circunstancias desesperadas» provocadas por Lotario y más tarde le hicieron ver a éste insistentemente por medio de mensajeros «que se acordase del Dios omnipotente y garantizase a sus hermanos y a toda la Iglesia la paz de Dios…, de lo contrario podrían sin duda esperar asistencia de la mano de Dios»; lo que Lotario por lo demás, partiendo apresuradamente de Aquisgrán a Aquitania, consideró como «sin importancia». Tras varias embajadas, unas eficaces y otras meramente exploratorias, hubo movimientos sucesivos aunque siempre fatigosos por el recorrido, la falta de caballos y las luchas. Mas todos «preferían soportar cualquier miseria y aun la misma muerte» antes que perder «su nombre glorioso».
Así se procedió en todo caso con «nobleza de ánimo» y «avanzando alegremente a marchas forzadas», hasta que ambos bandos se encontraron en Auxerre. De nuevo los emisarios cambiaron de frente y los aliados persistían en degollarse unos a otros; eso sí, haciéndolo de un modo cristiano. En consecuencia, «invocando primero a Dios con ayunos y oraciones y después… encontrándose en lucha abierta, sin ningún engaño ni alevosía…». Un asunto limpio.
Pero ambos ejércitos cambiaron una vez más de posición y en Fontenoy en Puisaye se enviaron nuevas palabras de saludo y apaciguamiento. Luis y Carlos recordaron a Lotario «su posición como hermanos, a la Iglesia de Dios y a todo el pueblo cristiano». Y también Lotario solicitó una «suspensión de las hostilidades», aunque aseguró a varios de sus grandes mediante juramento que con todo aquello —y con la habitual palabrería cristiana— buscaba simplemente «lo mejor para todos, el bienestar de los hermanos y de todo el pueblo, como lo exigían la justicia entre hermanos y el pueblo de Cristo». En realidad lo único que aguardaba era la llegada del grueso del ejército de Pipino II desde Aquitania. El 24 de junio se encontraron y el 25 se cumplió «el juicio del Dios omnipotente».
Un «juicio de Dios» prometía de antemano algunas cosas. Así, parece que en el bando de Lotario, el de los vencidos, cayeron 40.000 hombres, número ciertamente exagerado. Pero también el ataque por sorpresa de sus enemigos al amanecer se saldó con el enorme sacrificio de miles de jinetes. Y esto en un episodio de armas que no tuvo efectos inmediatos. Por lo demás, la unidad del imperio quedó irremediablemente rota, desapareciendo asimismo por largo tiempo cualquier hegemonía en Occidente, porque el imperio dejó de dominar a los reyes; emperador y rey tendrán en adelante exactamente el mismo rango.
En cierto modo fue la hora del nacimiento del «Estado nacional». Y, como todos sabemos, los Estados nacionales son los que hasta hoy han guerreado con más frecuencia, o al menos con guerras de dimensiones por lo general mucho mayores. Ya Fontenoy, su grandiosa fecha de nacimiento, reportó a todos pérdidas terribles, y muy especialmente a la clase dirigente franca. Los Anales de Fulda hablan de «un baño de sangre por ambos lados, con pérdidas en el pueblo franco como las que nadie recordaba hasta entonces». Y algunas décadas después Regino de Prüm veía en aquella matanza la causa de la debilidad del tardo imperio carolingio y advertía que la «gloriosa nobleza» franca ya no era capaz en modo alguno de defender el imperio «y no digamos ya de ampliarlo».
Eso era lo peor: ¡no hacer trizas a otros, a eslavos, paganos y sarracenos! Así, por ejemplo, a un coetáneo le turbaba «aquella guerra civil lamentable para todos los cristianos» (omnibus christianis lamentabile bellum), porque la espada de los francos, «otrora terrible para todas las naciones, se había cebado en sus propias heridas». Así fue, ¡cuando de un modo auténticamente cristiano y evangélico debería haberse cebado en las heridas de los otros! De hecho hasta el día de hoy se sigue asesinando tanto a no cristianos como a cristianos, aunque especialmente a éstos. Ya en su tiempo Angilberto, un combatiente del ejército de Lotario que había luchado en una serie de batallas anteriores, escribía: «Nunca hubo un asesinato peor, ni siquiera en el campo de Marte, jamás la ley de los cristianos había sido tan violada por un baño de sangre». En realidad, sin embargo, venía ocurriendo esencialmente lo mismo durante siglos. Y así continuó.
Dígase otro tanto de la mojigatería beata.
Pues al final de la matanza brotaban sin tardanza los sentimientos cristiano-católicos más edificantes. «En todas partes los fugitivos fueron abatidos a golpes, hasta que Luis y Carlos, impulsados por una fervorosa piedad, detuvieron el derramamiento de sangre» (Annales Bertiniani). Y entonces los vencedores celebraron el día del Señor, la santa misa y «los propios reyes tuvieron compasión de su hermano», ¡del que ciertamente no se esperaban «intenciones injustas»! Sino más bien armonía «en verdadera justicia», «en verdadera lealtad». Y por supuesto, todavía en el mismo campo de batalla, los obispos establecieron de común acuerdo que «los aliados únicamente habían combatido por el derecho y la justicia, cosa que había sido claramente demostrada por el juicio de Dios; por lo que en aquella circunstancia había que tener por instrumento inocente de Dios tanto al consejero como al ejecutor». Con lo cual atestiguaban en favor de sí mismos, como siempre a través de los tiempos, la más hermosa de las inocencias, la inocencia ante Dios, aunque en la confesión querían juzgar a cada uno «según la medida de su culpa» (Nithard).[92]
Por el contrario, los clérigos del bando de Lotario no vieron en el derramamiento de sangre ningún «juicio de Dios». Se ocultó su derrota con todo tipo de rumores falsos: que Carlos había caído en la batalla, que Luis había sido herido dándose a la fuga… En todo caso Lotario, que ciertamente había sido vencido pero no había sido destrozado por completo ni estaba dispuesto a abandonar, parece que llamó entonces en su ayuda a los normandos daneses, que precisamente antes habían incendiado Rouen y su región, y «les sometió una parte de los cristianos» y hasta les permitió que «saqueasen a los restantes pueblos cristianos» (Nithard).
De hecho dio en feudo al rey vikingo Harald Klak la isla de Walcheren y otros territorios frisones, aunque al parecer volvió a quitárselos a los daneses para donárselos de nuevo. Además aprovechó las diferencias de clases, la feudalización de Sajonia, y desencadenó la sublevación de Stellinga, una rebelión de las clases baja y media, de los semilibres y de los libres de la tribu, que se había opuesto de la forma más continuada y dura a la soberanía extranjera de los francos. Según Hans K. Schulze, podría verse en ella «con un poco de imaginación el primer movimiento popular revolucionario en suelo alemán».
El emperador prometió a los amotinados contra la aristocracia hasta el retorno al paganismo. En el caso de que le siguieran recuperarían su derecho, «como lo habían tenido en el tiempo en que todavía eran adoradores de los ídolos» (Nithard).
Pero Luis el Germánico no sólo temía un desarraigo de la fe cristiana, sino también «una colaboración de normandos y de sajones rebeldes». Así que hizo aplastar de un modo sangriento «a los siervos soberbiamente envalentonados» (Annales Xantenses), «sofocó con rigor» la sublevación de Stellinga, como dicen los Anales de Fulda o, como bellamente dice otra fuente, mandó aniquilarla «de una manera honrosa para él, mas no sin un justificado derramamiento de sangre, con un terrible baño de sangre»: hizo ahorcar a 14 de sus enemigos y mandó decapitar a 140 cabecillas, «mutilando a una muchedumbre incontable y no dejando con vida a ninguno que aún pudiera levantarse de algún modo contra él».[93]
Mientras Luis el Germánico ampliaba hacia el norte con tanto honor y justicia el ámbito de su soberanía, Lotario se armaba, reunía en Diedenhofen un ejército numeroso contra Carlos y avanzaba rápidamente sobre París, de modo que Carlos conjuró a Luis para que le ayudase militarmente con la mayor celeridad posible. Mas como entonces Lotario se hallaba en un aprieto por su guerra en dos frentes y por otras circunstancias, envió a decir a su hermanastro que pactaría con él si «Carlos rompía la alianza que había establecido y refrendado mediante juramento con su hermano Luis; a cambio de ello él quería liberarse de la alianza que había cerrado y refrendado asimismo mediante juramento con su sobrino Pipino» (Nithard).
Pero Carlos no quiso, y así Lotario se reunió en Sens con Pipino de Aquitania, a quien precisamente poco antes había querido sacrificar como su enemigo mortal. Y avanzó hasta Le Mans «devastándolo todo con saqueos, incendios, destrozos, robando iglesias y arrancando juramentos, de modo que ni siquiera perdonó los lugares sagrados, pues tomó sin escrúpulo cuantos tesoros pudo encontrar, aunque para salvarlos los hubieran depositado en las iglesias o en las cámaras de sus tesoros, por cuanto él personalmente forzaba a los sacerdotes y a los clérigos de otras categorías a hacer declaraciones juradas; incluso impuso el juramento a las sagradas monjas dedicadas al servicio de Dios», según cuentan los Anales francooccidentales de Saint-Bertin.
Carlos, por el contrario, marchó de París a Chalons «para celebrar allí la fiesta del Nacimiento del Señor». Tan piadosa era la gente de este bando.[94]
Aquí y allá los secuaces de Lotario fallaban. Fueron sometidos por la fuerza, viéndose obligados a ceder o a emprender la huida, como ocurrió con el arzobispo Otgar de Maguncia, quien con su soldadesca había querido impedir junto con otros la reunión de Luis y Carlos en Coblenza. Y poco después también Drogo, hijo de Carlomagno y obispo de Metz, que había seguido el partido de Lotario y había dirigido su capilla palatina, se pasó al enemigo.
Los reyes asociados se encontraron en Estrasburgo (la antigua Argentoratum) y allí emitieron los juramentos, que Nithard transmitió al pie de la letra. El 14 de febrero de 842 se juraron un pacto de asistencia mutua en forma solemne: lo que hizo Luis en lengua románica y Carlos en lengua alemana (franca). Tales juramentos constituyen el monumento lingüístico francés más antiguo y uno de los testimonios más antiguos del antiguo alto alemán (la lengua oficial, la lengua del Estado, de la Iglesia y de la literatura era el latín en todo el Occidente cristiano; la lengua alemana, «thiudisca», era tenida por «bárbara»).
Así sonaba el francés antiguo: «Pro Deo amur et pro Christian poblo et nostro commun saluament…». Y así el alemán o antiguo alto alemán (el alemán formado por varios dialectos lo designan las fuentes como lingua theotista; de ahí la palabra deutsch, «alemán»): «In Godes minna ind in thes Christianes folches ind unser bedhero gealtnissi…». Con anterioridad ambos reyes habían hablado a los guerreros reunidos del sentimiento cristiano, de la «compasión con el pueblo cristiano», del mayor bien común y, naturalmente, también de la misericordia de Dios, del juicio del Omnipotente, etcétera. Y entretanto, bellamente envuelto en un lenguaje patético, se acusó al hermano malvado ante los cantaradas de ambos ejércitos de «destruir a nuestros pueblos con incendios, robos y asesinatos».[95]
Cada vez eran más los grandes que abandonaban a Lotario. Por su parte Luis y Carlos partieron de Estrasburgo por separado camino de Worms, donde se volvieron a encontrar apenas diez días más tarde y juntos marcharon a Maguncia después de «haber asolado el campo del cantón de Worms» (Annales Xantenses). Allí Carlomán, el hijo mayor de Luis, reforzó el ejército de ambos con tropas bávaras y alamanas. Una vez más partieron por separado aguas abajo del Rin uniendo sus fuerzas militares en Coblenza. Allí escucharon la santa misa en la iglesia de san Castor y rápidamente cruzaron el Mosela. Entretanto huyó el arzobispo de Maguncia Otgar y Lotario cruzando por Aquisgrán —donde saqueó todo el tesoro imperial, incluido «el de santa María» (Annales Bertiniani)— y Chalons se encaminó a Troyes, donde el 2 de abril del 842 celebró la sagrada fiesta de Pascua antes de continuar su marcha hacia Lyon.
Luis y Carlos avanzaron sobre Aquisgrán incendiando el territorio de Lotario. Y allí hicieron que el numeroso clero congregado confirmase, «como por una señal de Dios», todo lo egoísta, perjuro y corrupto que era el corazón cristiano de su hermano Lotario. Cómo él —¡y no ellos a la vez!— «había expulsado del imperio a su padre, la frecuencia con que por su afán de dominio había hecho perjurar al pueblo cristiano, las muchas veces que él personalmente había quebrantado los juramentos hechos a su padre y a sus hermanos, cómo repetidas veces tras la muerte del padre había intentado desheredar y arruinar a sus hermanos, y cuántos asesinatos, adulterios, incendios y vilezas de toda índole había tenido que soportar toda la Iglesia por su insaciable avidez. Proclamaron asimismo que ni poseía la capacidad para regir el Estado ni se podía descubrir rastro alguno de benevolencia en su gobierno. Por tales razones, declararon, no de forma inmerecida sino por justo juicio de Dios omnipotente, había tenido que abandonar primero el campo de batalla y después su imperio. Y todos ellos compartieron la opinión unánime y estuvieron de acuerdo en que el castigo de Dios lo había golpeado por sus pecados habiendo entregado justamente su imperio a sus hermanos como más idóneos para el gobierno» (Nithard).
Mas no habrían sido unos mojigatos si de inmediato no hubieran entregado a los reyes la «plena potestad de gobierno» y si no se lo hubieran otorgado todo sin empezar por lo más evidente: por preguntarles «si querían gobernar a la manera del hermano rechazado o según la voluntad de Dios».[96]
¡Pero la voluntad de Dios era la de ellos! Siempre y en todas partes. Ni más ni menos. (¿O es que se ha escuchado jamás a Dios algo que sea diferente de lo que dicen los papas y los obispos?)
La situación de Lotario se agravó aún más. Sus seguidores lo abandonaron en masa quebrantando viejos juramentos de lealtad al tiempo que emitían otros nuevos en favor de los nuevos señores, asegurando así nuevas ventajas frente a las antiguas, siempre inseguras… Es la marcha eternamente igual de la historia. Por lo demás, con el permanente cambio de poder y las continuas luchas por la soberanía, la alta nobleza se fue fortaleciendo siempre más y más hasta el punto de que los reyes cayeron bajo su presión consiguiendo y conservando su poder gracias a ella.
En nuestra fuente más importante sobre los continuos vaivenes dinásticos, en los cuatro libros de las Historias de Nithard, éste lamenta el desgarro interno, la ruptura del Estado unitario y ve el auténtico ideal en el gobierno de su «gran» antepasado. Así, al final de la obra lamenta el «demencial abandono del bien público», «la persecución egoísta del propio provecho», le irrita el hecho de que «los dos bandos extiendan el robo y la desgracia por todas partes» y recuerda nostálgico el tiempo del «gran Carlos, de feliz memoria». Reinó entonces «por doquier la paz y la concordia… mientras que ahora por doquier pueden verse la desunión y las desavenencias, porque cada uno sigue el camino particular que le agrada. Por todas partes reinaban entonces la abundancia y la alegría, cuando ahora no hay más que miseria y tristeza…».[97]
Estas frases, en la línea de la visión histórica todavía predominante, celebran el Estado de Carlos I como el Estado unitario, el floreciente poder mundial, el imperio universal cristiano como una especie de desarrollo de la idea imperial romana. Y son frases que no dejan de llamar la atención al afirmar «la paz por doquier». En realidad los 46 años del reinado de Carlos fueron una guerra casi ininterrumpida con cerca de cincuenta campañas militares. Por sólo referirnos a los sajones, los «superpaganos», ¡los combatió mortalmente durante treinta y tres años! Por consiguiente lo que acontecía en la periferia del gran imperio depredador en expansión permanente no era algo que afectase a la «paz» interna. Todo lo contrario. Cuanta más «tranquilidad y orden» hubiese dentro, tanto mejor funcionaban las matanzas, los esclavizamientos y las anexiones fuera de las fronteras. Sin embargo, el «por todas partes la abundancia y la alegría» no se dio ni siquiera en el interior del reino. De eso sólo disfrutó el estrato ridículamente pequeño de los poseedores, la nobleza y el clero, que nadaban en las riquezas ajenas sangrientamente arrebatadas, mientras que la desnutrición crónica se cebaba en el propio pueblo ignominiosamente despojado; la miseria y la hambruna eliminaron en 784 un tercio de la población de Galia y de Germania.
Bajo los nietos de Carlos la guerra exterior fue simplemente sustituida por la guerra interna, por la denominada guerra civil (lo que no deja de ser un pleonasmo, pues cualquier guerra es una guerra civil).
Naturalmente la visión de Nithard no era algo excepcional.
Su coetáneo Floro de Lyon, un diácono poeta y servidor infatigable de la Iglesia, ve las cosas del mismo modo. También él lamenta la triple división del imperium, el gobierno de un reyezuelo en vez de la autoridad de un rey. También él glorifica «el imperio en esplendor de la excelsa corona, / uno era el señor y uno también el pueblo, que obedecía al señor… / Allí reinaba la paz y la valentía aterraba a los enemigos». Y después de haber ensalzado el Estado idóneo, el «Estado santificado», con toda la humildad cristiana, exalta Floro con gran elocuencia los avasallamientos en el este, la colocación de «las riendas de la salvación a los vencidos». «Aquí el pueblo pagano se sometió pese a todo al yugo de la Iglesia, / allí el desvarío herético se hundió pisoteado.»[98]
Efectivamente, eso es lo que ha gustado siempre a los cristianos: ¡los paganos bajo el yugo y sus creencias pisoteadas!
Pero el cansancio de la guerra se generalizó. Eso significa que para los poderosos los inconvenientes de la guerra eran mayores que las ventajas. Lo cual le ocurría también al clero alto, cuyas grandes posesiones habían sido el objetivo preferido de los incendios y las destrucciones. Tras largas y difíciles negociaciones marcadas por la desconfianza —comisiones mixtas, 120 delegados viajaron antes e inspeccionaron las fronteras— y tras unas conversaciones previas celebradas en junio del 842 en una isla del Saona cerca de Macon y otras tenidas en octubre en Coblenza y en noviembre en Diedenhofen, al año siguiente se llegó a un nuevo reparto.
En virtud del tratado de Verdún, cuyo texto se desconoce, en agosto de 843 el imperio de Luis el Piadoso fue dividido según el derecho hereditario dinástico, el viejo principio de la igualdad de derechos entre los hermanos. Excluyendo Baviera, Aquitania e Italia, en presencia de los grandes se estableció la división en imperio occidental, oriental y central, en tres territorios de igual extensión, «quisiéranlo los reyes o no lo quisieran».
Luis el Germánico obtuvo su país de origen y todo el imperio oriental, la Francia orientalis, todavía designada a veces con sus nombres anteriores Austria, Austrasia (alemán «Ostarrichi» en el «Heliand»). Recibió asimismo en Baviera los territorios al este del Rin y del Aare, los de los sajones, turingios, francos orientales y alamanes (sin los alsacianos), así como Espira, Worms y Maguncia a la izquierda del Rin. Con lo que, más allá del reino francooriental, diríase que la «historia alemana» se independiza desgajándose de los otros dos imperios fragmentados.
Carlos el Calvo heredó Francia occidental, la Francia occidentalis, que se extendía desde el norte del Loira hasta el Mosa y el Escalda. A ello se agregaron Aquitania y la Marca Hispánica, creando las condiciones para la formación del pueblo francés, aunque en su tiempo ni la lengua ni las fronteras de nacionalidad y de origen dieron el impulso decisivo, ya que las fronteras se habían trazado más bien de manera totalmente caprichosa sin ni siquiera tener en cuenta los grupos étnicos asociados o las asociaciones de obispados. Carlos también tuvo más o menos en su contra, aunque no de forma armada pues personalmente era un hombre pusilánime, muchos de los países que le fueron asignados: Aquitania, Bretaña, Septimania, la Marca Hispánica.
El territorio central, encajado entre los otros dos regna, que históricamente no tuvo ninguna influencia y geográfica y políticamente carecía de organización, el regnum de la Francia Media, estaba habitado tanto por romanos (borgoñones y provenzales) como por germanos (alamanes, francorrenanos, frisones). Era una franja de territorios alargada, que se extendía desde Italia hasta Frisia y que, a través de los desfiladeros principales de los Alpes orientales, a través de Provenza, Borgoña y Francia central, la posterior Lotaringia, los territorios del Mosa, el Mosela y el bajo Rin, enlazaba el territorio mediterráneo de Benevento con la región septentrional del mar Báltico. Este territorio lo había elegido Lotario I, que a la vez obtuvo el título de emperador junto con las ciudades imperiales de Roma y Aquisgrán. Mas también los otros dos reinos tenían parte en las regiones centrales francas: Luis el Germánico obtuvo el territorio entre el Rin y el Main poblado por francos, en tanto que Carlos el Calvo recibió la Neustria franca entre el Sena y el Escalda.
Por su parte Pipino II —hijo de Pipino I, hijo a su vez de Luis el Piadoso, que ya había muerto—, que reclamaba el trono de Aquitania y que durante largos años se opuso a Carlos el Calvo, quien por su parte «castigó al país con numerosas incursiones» aunque a menudo no sin «grandes pérdidas en su propio ejército» (Annales Fuldenses), fue hecho prisionero en 864 y encerrado en un monasterio.
Lotaringia, el reino central, no duró mucho (855-900) y a la muerte de Lotario I (855) quedó dividida entre sus tres hijos: Luis II, Lotario II y Carlos. Éste último murió tempranamente, y tras la desaparición asimismo de Lotario II (869) sus tíos Carlos el Calvo y Luis el Germánico, mediante el tratado de Meersen (870), y haciendo caso omiso de las pretensiones de Luis II, se adueñaron del reino central. Pero cuando el carolingio francooriental Arnulfo de Carintia restableció Lotaringia en 895 poniendo allí como rey a su hijo Sventiboldo, éste encontró la muerte el año 900 peleando con la aristocracia local y el reino lotaringio independiente llegó a su fin.
Así, el imperio de Luis el Piadoso, dividido de forma bastante equitativa en las tres porciones correspondientes, presentaba notables diferencias cualitativas, sociales e histórico-culturales a la vez que desde el punto de vista de la organización.
El Occidente e Italia representaban unos países impregnados todavía por la cultura antigua. Comparativamente los pueblos tenían más exigencias. Al menos en algunos puntos había regiones urbanas de población más densa. De una u otra forma existía una cierta cultura literaria, con libros y escuelas. Nos encontramos también aquí con un mayor empeño económico, con comerciantes y artesanos y con clanes aristocráticos más o menos poderosos. Por el contrario, extensos territorios del imperio oriental estaban «subdesarrollados», «cubiertos de bosques, despoblados, “sin cultura” y sin centros intelectuales» (Fried). Cierto que también vivieron allí algunos representantes del llamado «Renacimiento carolingio»: Rabano Mauro, que sólo en la Edad Moderna fue tenido por «praeceptor Germaniae»; Wallafrido Estrabón, embajador de Luis, que se ahogó en el Loira en 849, y Notker Balbulo, el monje de Sankt Gallen.
Tal vez el tratado de Verdún no fuera todavía, como creyeron algunos historiadores antiguos (Waitz, Droysen, Giesebrecht), una especie de «fecha de nacimiento» de las nacionalidades alemana y francesa, de dos pueblos en cuyo interés ciertamente que no se pactó. Pero una historia alemana y una historia francesa se abren paso, empiezan a surgir naciones de tribus más antiguas, de las poblaciones de determinados países, y la conciencia prenacional de las tribus acabará por convertirse en la conciencia nacional; y curiosamente por obra sobre todo del ejército «creador de solidaridad» y reunificador de todos los hombres sujetos al servicio de las armas y oriundos de diferentes tribus y regiones.
Por lo demás también la aparición de otros reinos nacionales, por ejemplo en Inglaterra, España, Escandinavia, Polonia, Bohemia y Hungría, marca políticamente la Alta Edad Media. Sin duda que a lo largo de todo el siglo IX aún no se piensa en categorías nacionalistas, ningún pueblo se siente todavía como «unidad nacional» y ninguna persona se siente «alemán» o «francés»; quizá ni aun en el siglo X, aunque es la fase de transición inmediata.
Aquella división del imperio carolingio, a la que siguieron durante el siglo IX nuevas divisiones y reunificaciones, fue un compromiso impuesto por las circunstancias. Por el momento es cierto que acabó con la tradición de abalanzarse unos contra otros; pero también provocó que el imperio fuera perdiendo progresivamente su posición de preeminencia frente al papado, que se preparase la triple división de Alemania, Francia e Italia y que ya nunca más reapareciera la antigua unidad, si dejamos aparte el episodio de Carlos el Gordo.[99]
A Luis II el Germánico (843-876) se le llama repetidas veces en las fuentes coetáneas (francooccidentales) «rex Germanorum» y «rex Germaniae», el territorio que gobernaba, designado por su propia cancillería como «orientalis Francia». Pero su sobrenombre «el Germánico» no se generalizó hasta el siglo XIX.
Hijo tercero de Luis I el Piadoso, nacido hacia el 805, Luis II había pasado su infancia en la corte y en 817, en la Ordinatio imperii, obtuvo el reino de Baviera bajo la autoridad suprema del emperador; allí entraban también, como el padre precisó a su tiempo, «los carintios, bohemios, ávaros y eslavos, que habitan al este de Baviera…». Como el muchacho tenía unos doce años y era demasiado joven para gobernar por sí mismo, lo hizo de hecho apenas diez años después. Pero a más tardar desde el 830 aparece en los documentos como «Luis, rey de los bávaros por la gracia de Dios». Objetivos capitales de su política fueron la expansión hacia el este y la ampliación dentro del imperio carolingio.
Durante el invierno prefería Ratisbona como residencia y allí celebraba las dietas y las asambleas imperiales, mientras que la residencia veraniega era Frankfurt, donde también fundó el monasterio del Salvador. Además del núcleo central, su auténtica base de poder, que controló su «general en jefe», el conde Ernesto, «el primero entre los amigos del rey» hasta su caída en 861 (Annales Fuldenses), el monarca gobernó también sobre los suabos, los francos del Rin y del Main, los turingios y los sajones; en una palabra, sobre la mayor parte de los pueblos germánicos del imperio.
Luis II el Germánico no fue un soberano «importante», pero sí que fue el más importante entre sus hermanos.
Su largo período de gobierno resultó ya un factor estabilizador en el imperio francooriental, pues siguiendo las huellas sangrientas de su «gran» antepasado Carlos I mantuvo una guerra casi ininterrumpida contra los eslavos de Bohemia y Moravia y contra los territorios del noreste. Al tiempo cooperó estrechamente con el episcopado, como lo hicieron también los demás príncipes carolingios, todos los cuales interesaron al alto clero en el logro de sus intereses y en la consecución de sus objetivos. Con lo cual se lo sometieron fuertemente, aunque también ellos acabaron dependiendo cada vez más de la Iglesia; mucho más de cuanto nunca lo hicieron los merovingios.
Luis el Germánico llegó casi a convertirse en el guía y defensor de la Iglesia. Se preocupó por la misión en Moravia, Bohemia y en el norte, desde Bremen y Hamburgo hasta Suecia, donde por lo demás se invocó al ídolo cristiano exclusivamente a causa del fracaso de los dioses antiguos; diríase que se le reconoció simplemente como un dios auxiliar, como un remediador eventual. Luis convocó sínodos, tomó parte en los mismos y sólo con su refrendo tenían fuerza legal las decisiones sinodales. En cualquier caso ésa fue la única legislación del imperio franco oriental, del que en su tiempo sólo se habla de una ley estatal.
Hasta el final ejerció el monarca bávaro una influencia decisiva en la ocupación de las sedes episcopales, que como era de esperar otorgó preferentemente a sus favoritos. Así, en 842 hizo obispo de Würzburg al abad Gozbaldo de Niederaltaich (que disponía de abundantes reliquias de mártires romanos). Y para sucesor de Gozbaldo nombró al bávaro Arn, que en total sirvió a cuatro príncipes y (con reliquias sobre el pecho heroico) combatió al menos en cuatro campañas como general en jefe (hasta que en 892 —todo sea por Cristo— murió luchando contra los eslavos). En 845 Luis nombró al expulsado Ebón de Reims obispo de Hildesheim y en 847 puso en la sede arzobispal de Maguncia al erudito abad de Fulda Rabano Mauro.
Los prelados dominaron también en su «consilium»: por ejemplo el abad Ratleik de Seligenstadt; el abad de Herrieden, Liutberto, arzobispo de Maguncia desde 863 a instancias del rey; el obispo Salomón I de Constanza; Altfrido, obispo de Hildesheim, quien como consejero del soberano se ocupó de política más que de su diócesis, aunque en diversas fuentes figura como santo y, según la Crónica de Hildesheim, en su tumba se realizaron muchas curaciones milagrosas.
El rey estuvo siempre rodeado por miembros del clero alto. Y además de que los carolingios emplearon siempre a eclesiásticos como notarios y que, a diferencia del período merovingio, toda la administración palaciega por escrito estuvo en manos de sacerdotes, también los jefes de la cancillería (cancilleres) o los archicapellanes —la composición de ambos cargos se organizó en su tiempo—, es decir, gentes que ocupaban los puestos más relevantes en su consejo, fueron por supuesto prelados eclesiásticos: el abad Gozbaldo de Niederaltaich, el abad Grimaldo de Weissenburg y Sankt Gallen, pariente de los arzobispos de Tréveris Hetti y Thietgaud, el consultor más importante de Luis. Finalmente, como nuevo director de la cancillería y de la capilla, el archicapellán y arzobispo Liutberto de Maguncia, quien bajo los dos hijos de Luis continuó ocupando el cargo que los arzobispos de Maguncia conservaron permanentemente desde el siglo X, desde Guillermo (965) hijo del emperador Otón I.
Pero la capilla palatina, «un típico producto de la gracia divina» (Fleckenstein), no sólo constituía entonces en la Franconia oriental «el punto de contacto más importante entre la política carolingia y el episcopado bávaro» (Glaser); también bajo los hijos de Luis continuó representando la influencia decisiva de la Iglesia sobre la política. Los obispos siguieron actuando en la cancillería y tomando parte en el gobierno.[100]
Luis el Germánico fue también personalmente un hombre piadoso. En las procesiones públicas caminaba descalzo detrás de la cruz. En su palacio de Frankfurt se hizo construir una capilla (852), en la que servían doce clérigos. Fundó el monasterio femenino de St. Félix y Regula en Zurich. Y todas sus hijas se hicieron monjas: Ermingarda, abadesa del monasterio suabo de Buchau; Hildegarda, abadesa del monasterio de Schwarzach en Würzburg; Berta, abadesa de St. Félix y Regula en Zurich.
En octubre de 847 se reunieron en el monasterio Alban de Maguncia obispos, abades y otros eclesiásticos de Franconia oriental. Para la prosperidad del rey y de su familia y para la seguridad del imperio, el sínodo mandó celebrar 3.500 misas y leer 1.700 veces el Salterio de David; y así se lo comunicó al rey. El sínodo le rogó asimismo que, siguiendo el uso de sus antepasados, protegiese a los servidores de la Iglesia y sus posesiones y no prestase oídos a quienes le aconsejaban que se ocupara de los bienes de la Iglesia menos que de sus propios bienes.
No es casual que el tal sínodo dedicase dos cánones a los pobres, tres a la fe y seis a los bienes de la Iglesia y a los diezmos.
Aquel mismo sínodo ordenó la flagelación pública contra una mujer llamada Thiota, de la región de Constanza; una predicadora (pseudo-prophetissa) tan sospechosa que, según cuentan los Anales de Fulda, hasta algunos «varones del estado sagrado la siguieron… como a una maestra inspirada por el cielo». Según parece la mujer cayó en la demencia.
Y el mismo sínodo de Maguncia amplió también a sangre fría —según una serie de manuscritos— las atribuciones jurisdiccionales del episcopado respecto de las que le había otorgado el sínodo del 813 celebrado en la misma ciudad. Según éste, en efecto, los obispos eran todavía auxiliares de los condes y los jueces en la administración de justicia; pero el sínodo de 847 establecía que «los condes y jueces debían asistir a sus obispos en la administración de justicia, como lo ha establecido el derecho divino…» (!).[101]
De ese modo la clerecía participó de forma intensa en la política de Luis el Germánico. Hubo una unión perfecta entre el trono y el altar: «los obispos están siempre detrás de su rey y el rey detrás de su episcopado». El alto clero llevó a cabo negociaciones políticas y estableció pactos mucho más a menudo que los condes. Los prelados actuaron como emisarios reales, como embajadores ante las potencias extranjeras. E incluso en la guerra ayudaron al rey con nutridas compañías de vasallos y hasta por encargo suyo «figuraron personalmente al frente de su ejército en el campo de batalla, solos o al lado de algunos condes» (Schur). El año 845 hubo de interrumpirse el sínodo de Meaux (continuándolo en París al año siguiente) por cuanto se requirió la ayuda de los obispos en la batalla contra el príncipe bretón Nominoe, quien más tarde, en el mes de noviembre, infligió una severa derrota a Carlos el Calvo en Ballon, cerca de Le Mans.
No existe la menor duda de que el clero aunó su poder siempre creciente y su conciencia de clase cada vez más clara, sobre todo desde los días de Luis el Piadoso, con las correspondientes exigencias. «Con gran énfasis se exige la subordinación y obediencia incluso de los príncipes a los obispos y se rechaza la intervención de los laicos en el ámbito clerical» (Voigt).
Luis II, casado desde 827 con la hija menor de la emperatriz Judit, segunda esposa de su padre, la güelfa Hemma, no parece que tuviera asuntos dignos de atención con las mujeres. En todo caso sus relaciones sexuales nunca dieron que hablar. Por eso mismo se dedicó con mayor intensidad a la guerra, un asunto que en el Occidente cristiano solía estar por encima de cualquier reproche y que los investigadores describen, por lo general de una manera seria, como «su política activa y perseverante en el este» (Reindel). La extensa frontera septentrional de su imperio y la oriental, todavía más larga, con más de mil quinientos kilómetros que se prolongaban desde el mar Báltico occidental hasta el mar Adriático, hasta las marcas de Istria y de Fríuli, casi provocaron esa política. Y ello tanto más cuanto que, en comparación con Franconia occidental o con Italia, debido por una parte al desarrollo económico de su país no tan avanzado y, por otra, a su establidad político-militar y a la autoridad de su rey en círculos de la nobleza y de la Iglesia, estaba claramente en mejor posición. A ello contribuyó en buena medida la hábil política matrimonial de Luis, que casó a sus hijos, el mayor Carlomán, el mediano Luis y Carlos III el menor, con mujeres de la alta nobleza franca. A Carlomán en concreto lo casó con una hija del conde Ernesto.
Las fronteras orientales del imperio, escribe Johannes Fried, «ciertamente que nunca estuvieron pacificadas por completo, pero no representaron ningún peligro especial» porque los eslavos no contaban con centros políticos poderosos. Sólo al formarse el «Gran Reino de Moravia» la situación fue cambiando poco a poco, debiéndose también en buena parte a que «la misión avanzaba precisamente desde Baviera». Al parecer, según Wilhelm Stormer, Luis también «habría intervenido con gran energía» en las zonas fronterizas orientales, donde «las iglesias (obispados y abadías) fueron para él un elemento de organización importante, pues obtuvieron señoríos feudales sobre todo en la zona del Danubio, en el territorio de despliegue de los ejércitos. También parece que Luis delegó muy hábilmente la misión de los eslavos en iglesias bávaras».
Pero los eslavos defendieron naturalmente sus creencias, mientras que los cristianos no parecían conocer ningún objetivo más sublime que expandir su fe a sangre y fuego. «Los francos podían desfogarse sin ningún tipo de freno, cuando combatían con paganos» (Riché). Con ello, por lo demás, el primer rey francooriental seguía la «práctica de sus predecesores», a fin de «mediante repetidos ataques intimidatorios mantener el respeto al status quo» (Schieffer), como se dice en el lenguaje eufemístico de la historiografía alemana sobre todo. A este respecto los investigadores germanos han preferido durante siglos expresiones como «movimiento hacia el este», «reconstrucción del país», «“crecimiento firme” respecto de las posesiones». Incluso cuando hablan sin rodeos de «anexión» o de «incorporación», casi suena como un inocente y natural deslizamiento hacia el cuerpo imperial; se trata simplemente de una «fusión».
Luis el Germánico operó sobre todo en el territorio bohemio-moravo; pero guerreó también contra los obodritos y los sorbios, que habitaban más al norte: en 844 contra los obodritos, cuyo pueblo «se lo sometió Dios», en el lenguaje noble y cristiano de los Anales de Fulda, muriendo en el proceso su rey Gostemysl. Los Annales Bertiniani dicen en cambio lacónicamente: «El rey Luis devastó casi todo el territorio de los eslavos y lo sometió a su dominio». En el año 851 marchó contra los sorbios, a los que venció más con la destrucción de sus campos y cosechas y con el hambre que con las fuerzas militares. En 856 sometió a los dalemincios entre el Elba y el Mulde. Y todavía en sus últimos años, después del 867, envió de nuevo a su hijo Luis con tropas sajonas y turingias contra los obodritos.
Era, según el expresivo Engelbert Mühlbacher, «una tarea difícil, pero muy importante para el futuro, el mantenimiento y ampliación de la soberanía sobre los eslavos más allá del Elba, el Saale y el Bosque de Bohemia, que poco a poco, a medida que la influencia del poder alemán se afianzaba y extendía, también abrió libre cauce a la penetración de la realidad y de la cultura alemanas en los territorios alpinos del sureste y el avance de la colonización; tareas que a la vez abrían nuevos caminos a la ambición de gloria y la proscribían del círculo de las agitaciones internas».
Está claro de lo que se trataba: de un afianzamiento, ampliación y extensión, de «la penetración de la realidad y de la cultura alemanas». Dicho más claramente: se trataba de otra rapiña asesina; o, utilizando una expresión científica (con Schieffer), de «un movimiento más político (y misionero)». Suena noble y neutral. No hagáis daño a nadie… sobre el papel. Y en buena medida con ello se frenaba y paralizaba «la ambición de gloria» en el ámbito intraestatal. En el fondo es la estrategia criminal que a menudo utilizan todavía hoy las grandes potencias. (¿Anacrónico una vez más?)
Y a todos esos ataques en el este, a los que nos referiremos después más detalladamente, se sumó el ataque de Luis al reino franco occidental, a la herencia de su hermanastro Carlos, debilitado no tan sólo por los constantes asaltos de los enemigos exteriores sino también por fuertes «disturbios» y luchas internas, especialmente en Bretaña v Aquitania.[102]
El reino franco occidental se vio entonces especialmente sacudido por guerras y situaciones parecidas a una guerra civil y por revueltas de la nobleza. Desde el sur, desde España y África, irrumpían los sarracenos, y desde Escandinavia acometían los normandos. Sus piraterías en el mar y aguas arriba de los ríos representaban un sacrificio cada vez mayor de vidas humanas, dinero, pagos tributarios y tesoros eclesiásticos. Pero en el propio territorio florecieron las bandas de ladrones y salteadores, contra las que Carlos dictó la capitular de Servais; y algunos dignatarios eclesiásticos y aristócratas inmensamente ricos, empujados por su afán de botín, a menudo hacían causa común con los bandidos o les recompensaban por sus asesinatos… En todas las épocas resulta más difícil imaginar el mundo subterráneo que las estructuras superpuestas al mismo. Tampoco el rey es mal ejemplo al respecto. Carlos el Calvo, nacido el 13 de junio de 823 en Frankfurt del Main del segundo matrimonio de Luis el Piadoso, desposó a los diecinueve años (842) a Irmintrude, hija del conde Odón de Orleans, muerto algunos años antes luchando contra Lotario. Se trataba a todas luces de un matrimonio puramente político, porque de esa manera Carlos «esperaba ganarse a la gran mayoría del pueblo», como escribe Nithard. «Ese mismo año —concluyen los Annales Xantenses sus escasas informaciones— en la ciudad de Tours dejaba este mundo la emperatriz Judit, madre de Carlos, después de que su hijo le hubiera arrebatado todos sus bienes».[103]
Irmintrude dio a Carlos una hija de nombre Judit y cuatro hijos: Luis, Carlos, Carlomán y Lotario. A los dos menores les obligó el padre a que abrazaran el estado clerical; decisión que alabó el arzobispo Hincmaro. El tullido Lotario murió en la adolescencia como abad de Saint-Germain-d’Auxerre. Así se le ahorró el destino del príncipe Carlomán.
Las dificultades familiares las solucionó Carlos II a la manera de muchos potentados (y no sólo de su tiempo). Cierto que cuando su hija Judit en 861, después de dos matrimonios en las cortes reales inglesas, escapó con el conde flamenco Balduino I y (tras una intervención papal) en 863 se convirtió en su mujer, Carlos no tuvo más remedio que resignarse. Pero cuando en un breve espacio de tiempo, entre los años 865 y 866, murieron sus hijos Lotario, tullido de nacimiento, y Carlos el Niño, subnormal a causa de una lesión, el rey empezó por reconciliarse de un modo muy cristiano con su esposa Irmintrude y la hizo ungir como reina. Pero al hermano de ésta, Guillermo, que inmediatamente después conspiró contra él, Carlos lo hizo decapitar, mientras que Irmintrude entraba en un monasterio.
Carlos, que en una ocasión recibió como regalo del obispo Frechulfo de Lisieux la obra del escritor militar Vegecio sobre el arte de la guerra (¡con la que el cristiano ya hacia el 400 quería oponerse a la decadencia del poder militar romano!), estuvo muy lejos de sentirse personalmente contento pues no le gustaba para nada luchar. En cambio propendía a la crueldad.
Así se echa de ver en su comportamiento con Carlomán. Por consideraciones políticas había obligado al príncipe, que gozaba de muchas simpatías, a que entrase en el estado eclesiástico. O, para decirlo mejor, ya muy joven lo hizo tonsurar como monje, al igual que al tullido Lotario, siendo sucesivamente abad de Saint-Médard, de Saint-Germain-d’Auxerre, de Saint-Armand, Saint-Riquier, Saint-Pierre de Lobbes y Saint-Aroul.
Por encargo del rey el abad Carlomán marchó en 868 al frente de un ejército contra los normandos. Pero en 870-872 se sublevó contra su padre; fue encarcelado en Senlis y en 873, en virtud de un escrito de demanda del regente, fue despojado de toda «dignidad» eclesiástica por un sínodo allí congregado. El proceso debió de darlo por bueno, sobre todo porque le abría de nuevo unas perspectivas al trono, aunque también al padre le daba la posibilidad de castigar al hijo con mayor severidad. Por ello cuando los partidarios de éste preparaban su liberación y exaltación a la dignidad de rey, Carlos lo llevó de nuevo ante un tribunal y le hizo sacar los ojos «para que se desvaneciera la demencial esperanza, que los perturbadores de la paz habían puesto en él, y para que la Iglesia de Dios y la cristiandad no se vieran turbadas en el imperio por una sublevación alevosa, además de por la hostilidad de los paganos». Aquel mismo año aún pudo el ciego de Corbie huir a Franconia oriental y acogerse a la protección de su tío Luis el Germánico, quien le dio el monasterio de Echternach, en el que murió algunos años después como abad laico.[104]
Carlos el Calvo sólo pudo mantenerse a la larga con grandes dificultades. No sólo hubo de pasar por crisis notables, originadas por las maquinaciones de su madre para dotarle del mayor territorio posible. A ello se sumaron también los desequilibrios del propio reino, tan diverso por geografía, etnias e historia, así como las tensiones en el sur con los godos hispano-septimanos y con los vascos y las dificultades con los francos del norte. En los comienzos tampoco obtuvo el apoyo de muchos magnates, que prefirieron a Lotario. Sólo tras la derrota de éste en Fontenoy pudo mejorar lentamente su posición.[105]
Pero fueron los independentistas bretones y las pretensiones de su sobrino Pipino II de Aquitania los que enfrentaron a Carlos con los conflictos más peligrosos.
Bretaña fue castigada por los francos al menos desde los tiempos de Pipino III el Joven (ya en 753) y de su hijo Carlos «el Grande» con incursiones militares en 786,799 y 811. Y asimismo por el hijo de Carlomagno, Luis el Piadoso, en 818, 824 y 830. En la campaña antibretona del 824 estuvo también presente el hijo de éste, Luis el Germánico. Ab bove majori discit arare minor, del buey viejo aprende a arar el buey joven…
Los ocasionales sometimientos de los bretones fueron siempre seguidos por sublevaciones y deserciones. Sin embargo, cuando en 831, en la asamblea palatina de Ingelheim, Luis constituyó al príncipe bretón Nominoe (831-851) como «missus imperatoris» en Bretaña, éste mantuvo la lealtad. Sólo cuando en tiempos de Carlos el Calvo algunos magnates carolingios intentaron expandirse, llegaron los enfrentamientos militares con los mismos y posteriormente también con el rey. De resultas Nominoe logró la plena independencia de su tierra y probablemente en 850 se hizo ungir rey por el metropolitano de Dol, a quien él mismo había nombrado. Fue el primer rey de Bretaña nunca sometido de hecho a los francos. Cierto que reconoció la soberanía suprema del lejano emperador Lotario I, pero no las pretensiones de Carlos el Calvo.
Mas en una de sus incursiones bélicas Nominoe murió de forma repentina al año siguiente. Carlos creyó poder eliminar rápidamente a su único hijo y sucesor Erispoe (851-857). Pero éste, que ya el 843 había derrotado a los francos en Messac, aniquiló ahora su ejército —«pereciendo incontables caballos»— aun antes de cruzar el río fronterizo en la triple batalla de Jengland-Beslé (en Anjou) durante los días 22-24 de agosto de 851. Al segundo día de batalla Carlos emprendió una huida precipitada y abandonó a sus tropas, que «ya no pensaron más que en darse a la fuga». Y los bretones «o abaten a espada a cuantos se topan o los hacen prisioneros…» (Regino de Prüm).
Mediante la paz de Angers, Erispoe se reconcilió con Carlos, se encomendó a él como fidelis regis (leal al rey), fue a su vez reconocido como rey y pudo duplicar la extensión territorial de su reino mediante la cesión de toda la Marca Bretona en torno a Nantes y Rennes. En 856 su hija fue prometida al hijo mayor de Carlos, Luis II el Tartamudo, que por entonces tenía diez años. Con ello Bretaña se perdía de momento para los francos.
Erispoe procuró asimismo solucionar la crisis eclesiástica, que ya venía de largo tiempo atrás, desde su padre. Éste depuso a los obispos profrancos de las diócesis de Dol, Vannes, Quimper y Léon con el apoyo de san Conwoion (que por ello viajó a Roma) y también eclesiásticamente independizó por completo Bretaña mediante el nombramiento de obispos que le eran leales. Pero en 857 Erispoe fue asesinado por su primo Salomón, que se apoderó del país, expulsó al joven Luis y se autotituló rey «por la gracia de Dios», consiguiendo la suprema independencia para los bretones. Obligados por la necesidad, los francos lo reconocieron en 863, pero murió en 874. También sus dos sucesores, que reinaron y se combatieron mutuamente, murieron al poco tiempo.[106]
Apenas algo menos turbulento resultó el campo de batalla aquitano.
De primeras, Carlos II no tuvo ningún éxito contra su sobrino Pipino II. Cierto que por el reparto de Verdún el país pertenecía a Carlos; pero el país, al menos por voluntad de la mayor parte de su población, no quería pertenecerle. Así que lo castigó «con numerosas incursiones», pero a menudo sufrió «enormes pérdidas» (Annales Fuldenses), como en junio de 844 en Angulema a manos de Pipino y Guillermo, el hijo apenas mayor de edad del margrave Bernardo. A su tiempo se decantaron por Carlos, entre otros, su tío y primer archicanciller Hugo, hijo (ilegítimo) de Carlos «el Grande», abad de Saint-Quentin y Saint-Bertin, y un nieto de san Carlos, el abad Richbodo de Saint-Riquier. Entre los prisioneros se encontraban el archicapellán de Carlos, el obispo Ebroín de Poitiers, el obispo Ragenar de Amiens, el abad Lupo de Ferrieres y numerosos condes. Carlos había perdido la soberanía sobre casi toda Aquitania.[107]
Sólo una acción heroica alegró entonces al rey. Atrajo alevosamente a su campamento y mató de inmediato al conde Bernardo, «que era ingenuo sin que se sospechase de él maldad alguna» (Annales Fuldenses), aunque según otro analista había sido un «salteador público» y el amante de la mujer de Carlos.
Sólo después de un modesto éxito contra los normandos que asediaban Aquitania, la mayor parte de la nobleza, que reprochaba a Pipino una protección deficiente, se pasó a Carlos. Y así pudo éste hacerse elegir en Orleans (848) rey de Aquitania por la aristocracia eclesiástica y civil y hacerse ungir y coronar por el arzobispo Wenilo de Sens, y no por el papa. Era un concepto tradicional tomado del arzobispo Hinkmar, pues éste confirió a Carlos la autoridad sagrada y soberana e hizo de la catedral de Reims el lugar de coronación de los reyes francos.[108]
En colaboración con la Iglesia Carlos reforzó su autoridad mediante la idea del rex christianus y sobre todo mediante la constante sacralización de esa autoridad con ayuda de actos ceremoniales y religiosos como la coronación y la unción. En una breve ojeada podemos ver que así ocurrió en el nombramiento de Carlos el Niño, su hijo mayor (855), en la exaltación de su hija Judit a reina de Inglaterra con ocasión de su boda (856) y en la exaltación de su propia esposa Irmintrude (866). Personalmente, después de su coronación en Orleans como rey de Aquitania (848) y en Metz como rey de Lotaringia (869), Carlos se hizo coronar emperador en Roma (875). Y en el año 859, con ocasión de un intento de derrocamiento, demostró su dependencia del clero mediante la declaración de que nadie podía deponerlo si no era «por juicio y sentencia de los obispos» con cuya colaboración había sido consagrado rey; «porque ellos son el trono de Dios, sobre el que Él se sienta y desde el que pronuncia la sentencia. A sus reconvenciones y castigos paternos me someto en todo tiempo…». Una prueba más de la influencia siempre creciente de los sacerdotes sobre la política.
No hay duda de que también Carlos sacó provecho de todo ello. Como los demás carolingios hasta reclamó ocasionalmente la dignidad abacial, como en el caso de Saint-Denis, no sólo protegió el «trono de Dios», sino que también cooperó estrechamente con él. Nadie más que el antiguo canciller de Pipino I, el obispo Ebroín de Poitiers, dirigió a la clerecía palatina como archicapellán de Carlos. Y a Hugo, hijo ilegítimo del mismo Carlos (y de su concubina Regina), abad de Saint-Quentin y Saint-Bertin y último canciller de Luis el Piadoso, le hizo Carlos su primer canciller antes de que el abad cayera defendiendo su causa en Angulema.
Pero por encima de todos elevó Carlos al noble Hinkmar, monje del monasterio de Saint-Denis a sucesor de Ebón de Reims (845). El arzobispo Hinkmar, sin duda el prelado franco más influyente de su tiempo (y que escribió los Annales Bertiniani entre los años 861-882 en un tono muy subjetivo y orientados por entero a sus objetivos episcopales; en ellos el hábil falsificador ni siquiera titubeó en falsificar el texto de su predecesor), apoyó sí la fracasada tentativa de Carlos para anexionarse el reino central; pero se opuso enérgicamente a su política imperial y a sus incursiones italianas.
Ya al año de la coronación del rey en Orleans (848) cayó en sus manos Carlos, hijo menor de Pipino. El monarca no sólo era tío suyo, era también su padrino de bautismo (patrem ex fonte sacro), al que el muchacho, que por entonces tenía unos doce años, estaba especialmente vinculado tanto por parentesco como por lazos eclesiásticos. Sin embargo, en la asamblea imperial de Chartres presionó al joven príncipe y eventual pretendiente para que proclamase desde el púlpito que «por amor y sin coacción alguna quería hacerse clérigo al servicio de Dios». Inmediatamente después de lo cual los prelados lo tonsuraron y lo encerraron en el monasterio de Corbie.
Y cuando en el otoño de 852 el monarca tuvo en su poder al rey Pipino II, hermano de Carlos, también «con el consentimiento de los obispos y los grandes» (Regino de Prüm) hizo que le impusieran la tonsura en la misma iglesia de Soissons, en la que también se había obligado a Luis el Piadoso a llevar la cruz, encarcelándolo después en el monasterio de san Medardo.[109]
Fracasó un primer intento de fuga de Pipino con ayuda de dos sacerdotes, monjes de la casa; y en un sínodo celebrado en Soissons (853) tuvo que formular un juramento de lealtad a Carlos, hubo de emitir un voto monástico formal, vestir de nuevo la cogulla y volver a la cárcel del monasterio. Fue el año en el que casi todos los aquitanos desertaron de Carlos y al año siguiente, atendiendo a la llamada de aquéllos, Luis el Germánico envió a su hijo Luis III el Joven, quien penetró hasta el territorio de Limoges. Carlos cayó asimismo sobre Aquitania, incluso «durante la cuaresma y la fiesta de Pascua», como censuran los Annales Bertiniani: «Pero su ejército no hizo más que devastar, incendiar y llevarse a gentes prisioneras, sin que ni las iglesias ni los altares de Dios escapasen a su codicia y maldad».
El príncipe Luis, durante un breve tiempo elevado por su padre a rey de Aquitania, tendría que haberse impuesto claramente con sus turingios, alamanes y bávaros al malquisto Carlos. Pero la invasión de los francos orientales fracasó en el momento en que el ex rey Pipino, al que probablemente Carlos había dejado fugarse, apareció en escena. Y es que el pueblo, al menos en su mayoría, estaba de parte de Pipino, y de nuevo le hizo rey. Recuperó algunas comarcas de Aquitania; pero, tras la retirada de Luis, al año siguiente (855) fue de nuevo atacado por Carlos. Y a mediados del mes de octubre éste otorgó en Limoges a su hijo Carlos el Niño, menor de edad, el título de virrey de Aquitania e hizo que los obispos lo ungieran. Sin embargo, un año después los aquitanos volvieron a declararse en favor de Pipino, que ahora buscó ayuda entre bretones y normandos; pero en 864 de nuevo cayó en poder de Carlos. Éste lo condenó como «traidor a la patria y al cristianismo a prisión severísima» en el monasterio de Senlis, la prisión imperial de Occidente en la que probablemente murió poco después.[110]
Entretanto Luis el Germánico aceptó una oferta para gobernar el reino de Carlos, que la nobleza francooccidental le había hecho en 854 y que renovó en 858-859. Y al menos la segunda vez el rey, que ya había huido a Borgoña, pudo afianzarse sin más gracias a la actitud resuelta de los obispos francooccidentales capitaneados por Hincmaro de Reims.
Desde que Aquitania les fue arrebatada a los hijos del rey y legítimos herederos, Pipino y Carlos, las cosas fueron allí mal y la corrupción llegó a todos los rincones. El país se vio sacudido por una serie de revueltas y Carlos el Calvo, en otro tiempo deseado por los aquitanos, fue perdiendo cada vez más su favor hasta ser tenido por un tirano holgazán y cruel. Cuando en 853 mandó decapitar al conde Gozberto de Maine, un hombre que hasta entonces le había sido leal, no sólo se hizo odioso a la influyente parentela de éste sino también a la nobleza, que en buena parte simpatizaba con él. Y así, según refieren los Anales del imperio franco oriental rigurosamente coetáneos, los embajadores de Aquitania acudieron «frecuentemente al rey Luis con el ruego de que asumiese personalmente la soberanía sobre ellos o enviase a su hijo para librarlos de la tiranía del rey Carlos (a Karli regis tyrannide) y no se vieran forzados a buscar por ejemplo entre gentes extrañas al reino y enemigas de la fe, con el peligro que ello comportaba para la cristiandad, una ayuda que no podían encontrar entre los soberanos ortodoxos y legítimos».[111]
En febrero de 854 Carlos el Calvo estipuló con Lotario en Lüttich un pacto especial, refrendado de nuevo con un juramento solemne. El pacto iba dirigido contra Luis, cuyo hijo homónimo, Luis el Joven, había caído entretanto sobre Aquitania, pero con la aparición de Pipino hubo de abandonar el país a toda prisa. Luis el Germánico por su parte también estableció entonces un pacto especial con Lotario, quien sin embargo a instancias de Carlos también renovó el pacto especial con él. Y cuando Lotario, que en su viudedad aún había tomado dos concubinas entre las mujeres a su servicio, enfermó de muerte, los hermanos Luis y Carlos se coaligaron como buitres al acecho, seducidos por el gran botín.[112]
Una semana antes de su muerte el emperador Lotario entró como monje en el monasterio de Prüm. Y antes de que allí el 29 de septiembre de 855 «se despojase del hombre mortal» y alcanzase «la vida eterna», repartió el reino central entre sus hijos: el mayor Luis II recibió Italia y la corona imperial; Lotario II obtuvo los territorios que después se llamaron «Lotaringia», desde el Ródano hasta las costas del mar del Norte; y el pequeño Carlos de Provenza consiguió en conjunto unas posesiones importantes, que Carlos el Calvo acabó engullendo paso a paso.[113]
Pronto estallaron las rivalidades, como era de norma tras los repartos; por algún tiempo hasta pareció que Carlos de Provenza, todavía un muchacho, fuera a recibir la tonsura clerical con la consiguiente división del país. La decidida oposición de los magnates borgoñones, que aspiraban a un país autónomo, lo impidió.
Mas pronto volvieron a crearse unas situaciones hostiles entre los hermanos mayores.
El 1 de marzo de 856 Lotario II estableció en Saint-Quentin un pacto formal con su tío Carlos el Calvo, que se veía enfrentado a dificultades crecientes: unos normandos incendiarios, unos bretones victoriosos, unos aquitanos levantiscos, con los que incluso se coaligaron sus propios grandes, y casi todos los condes del país. Por lo demás, éstos apenas devastaban y robaban menos que los salteadores normandos, que en 856-857 entre otras hazañas incendiaron por dos veces París y pasaron a sangre y fuego regiones enteras a orillas del Loira. Y tras el pacto de Carlos el Calvo con su sobrino Lotario II, también Luis el Germánico buscó y encontró un aliado en su sobrino el emperador Luis de Italia.
De ese modo los reyes carolingios volvían a estar fuertemente enfrentados entre sí. Y en el verano de 858, cuando Carlos había acabado encerrando a los normandos durante semanas en Oissel, una isla del Sena, y cuando en el este Luis el Germánico tenía listos tres ejércitos de moravos, liones abodritos y sorbios para combatir a los eslavos, justamente entonces dos grandes de la nobleza franca occidental, el conde Otón y el abad Adalhardo de Saint-Bertin, solicitaron su intervención armada en el reino de su hermano, cuya corona le ofrecían. Reclamaban la supresión de su «tiranía», pues «con su malvado furor aniquilaba» cuanto los paganos que acometían desde fuera les habían dejado; «en todo el pueblo no había nadie que otorgara crédito a sus promesas o juramentos» (Annales Fuldenses).
De hecho una gran parte de la nobleza franca occidental pertenecía al partido opositor. En él figuraba también Roberto el Bravo, antepasado de los Capetos, abad laico de los monasterios de Marmoutier y de Saint Martin en Tours. En 852 Carlos le había nombrado conde de Anjou y de Turena; pero ahora se pasó al bando de Luis el Germánico. Y éste prometió «apoyado en la pureza de su conciencia (buena o mala que fuese) ayudarle con la asistencia de Dios». En el otro bando, Hinkmar de Reims advirtió al rey que con la guerra fratricida «corría a su condenación» e impidió la deserción de los obispos. Pero en el verano Luis cruzó Alsacia «para librar al pueblo» penetrando profundamente en el reino franco occidental, donde la nobleza, infiel como de costumbre, lo acogió con los brazos abiertos. En ella figuraba el arzobispo Wenilo de Sens, que tantas mercedes recibió después. ¡Apenas un decenio antes había ungido y coronado personalmente en Orleans a su soberano franco occidental después de que hubiera sido elegido rey!
Carlos rompió el cerco de los normandos y el 12 de noviembre los ejércitos de los dos hermanos se enfrentaron en Brienne del Aube. Primero quiso Carlos «mejorar con el consejo y asistencia de Luis y con la ayuda de Dios lo que hubiera de malo». Después exigió de sus obispos —igualmente en vano— la excomunión eclesiástica contra Luis. Por último abandonó secretamente con unos pocos (cum paucis latenter) a sus propias tropas dispuestas ya para la batalla y huyó a Borgoña, por lo que su ejército se pasó a Luis. También Lotario, rompiendo su pacto de alianza, dejó a Carlos en la estacada y se unió al vencedor sin lucha alguna.
Luis, al que tan sin esfuerzo se pasó una gran parte del reino franco occidental, repartió generosamente entre quienes le habían llamado honores y tierras, condados enteros, monasterios, bienes y alodios reales (denominación jurídica de los «bienes de plena propiedad» y libres de toda carga) y pasando por Reims se encaminó a Saint-Quentin, donde, siempre piadoso, celebró la fiesta del Nacimiento del Señor en el monasterio del santo mártir Quintín.[114]
Por lo demás, el episcopado franco occidental resistió al intruso. Los prelados de las provincias eclesiásticas de Reims y Rouen —el propio responsable arzobispo Hinkmar— hablaron a la conciencia de Luis y le recriminaron haber provocado una miseria mayor que los paganos. Lamentaron la ruina derivada de la guerra de cristianos contra cristianos, cuando el primer deber del rey habría sido ¡volver la espada contra los condenados paganos…, además de proteger los derechos y privilegios eclesiásticos!
Y entonces Luis, demasiado seguro de la victoria, licenció rápidamente a su ejército, aunque había recibido el aviso de una sublevación sorbía, además de que en el oeste muy pronto fracasó la «liberación». Los hijos del conde güelfo Conrado se pasaron al bando de Carlos y le incitaron contra su hermano, ahora casi indefenso. Éste huyó precipitadamente a Worms «después de haber arruinado todo el reino y no haber mejorado ninguna cosa» (Annales Xantenses), mientras que la victoria de Carlos en una situación más difícil en apariencia fundamentó sorprendentemente su ascensión. Lotario cambió una vez más de campo y al poco de la huida de Luis se pasó de nuevo a Carlos, al que acababa de traicionar, reforzando con un nuevo juramento en Warq, cerca de Meziéres, la antigua alianza. Hasta que por fin en junio del 860 Luis y Carlos se garantizaron mutuamente la paz mediante un juramento solemne en la fortaleza de Coblenza, en la que también se encontraba Lotario. Como en 842, el juramento lo formularon en dos lenguas, «de conformidad con la voluntad de Dios y para la estabilidad, honra y defensa de la santa Iglesia…» y también, evidentemente, «para el bien y la paz del pueblo cristiano que nos ha sido confiado», a la vez que «para el mantenimiento de la ley, la justicia y el orden…»[115]
Se vivía justo en unos tiempos de fe profundamente cristiana, cuando poco antes «en muchísimos lugares había caído nieve tinta en sangre», cuando justamente Liutberto de Münster, «el bienaventurado obispo», llenó el monasterio de Freckenhorst con «muchas reliquias» de santos mártires y confesores y hasta con «una parte del pesebre del Señor y de su sepulcro…». No quedaba ahí lo milagroso: se tenía «asimismo polvo de sus pies cuando subió al cielo…». Inmediatamente después leemos que los reyes (cristianos) «devastaron todos los alrededores» de Coblenza. Y al poco tiempo el rey Lotario II habría abandonado «a su legítima esposa» para vivir «públicamente con la concubina». Y el rey Luis habría nombrado conde «al impío Hughardo». Sin duda eran tiempos de profunda fe cristiana. El cronista cierra su informe anual: «Sería harto laborioso relatar la discordia de nuestros reyes y la desgracia que los paganos trajeron a nuestros reinos».[116]
Algo de todo ello contaremos ahora.
Los eslavos, a los que algunos eruditos romanos del primer imperio (Plinio el Viejo, Tácito, Tolomeo) llamaron venedi y más tarde los germanos conocieron como wendos, jamás se autodesignaron así, sino como eslovenos (slove nin, mz. slovene), según consta desde el siglo X El nombre eslavo de sklabenoi, atestiguado desde comienzos del siglo VI, se resiste a una explicación etimológica pese a los esfuerzos realizados. Por el contrario, la equiparación de sclavini, sclavi (árabe saqaliba) derivada de dicho nombre y varios siglos más joven, con prisioneros de guerra eslavos, con esclavos, está en relación con el mercado esclavista que prevaleció en los países mediterráneos (católicos e islámicos) y especialmente en España. Y aquí (a diferencia, como se cree, de la «Alta Edad Media intraeuropea») se da una continuidad de la vieja esclavitud que se extiende desde la antigüedad hasta la esclavitud colonialista de la Edad moderna. Y quizá se dé esa continuidad hasta más allá del límite indicado.
Si hasta el presenta la etnogénesis eslava sólo se ha aclarado en sus rasgos generales, la investigación más reciente y en cierta medida unánime afirma que la patria original de los eslavos se encontraba «en algún punto al norte de los Cárpatos» (Vána): en la región del Dniéper medio, en el territorio del Oder-Weichsel, entre el Oder, el Weichsel y el Dniéper medio, tal vez en Ucrania occidental, en las proximidades de los grandes pantanos de Pripjet. Más tarde los eslavos se dividieron en tres grandes ramas. Los eslavos orientales (rusos, ucranianos, rutenos blancos) se establecieron a orillas del Dniéper; los eslavos occidentales (checos, eslovacos, polacos, eslavos del Elba y del mar Báltico), en las proximidades del Weichsel y del Oder; los eslavos meridionales (serbios, croatas, eslovenos, búlgaros) se asentaron en los Balcanes. Un espacio gigantesco, que se extiende entre el mar Negro, el Báltico, el Adriático y el Egeo.[117]
En los siglos V-VI los eslavos fueron dominados primero por los kut(r)igures y después por los avaros. Éstos habían conquistado la llanura occidental siberiana de Irtysch; pero en el 557 alcanzaron las fronteras orientales romanas y en el 561 también el Elba. Tras la emigración de los longobardos, que abandonaron Panonia a las órdenes del rey Alboín y cayeron sobre Italia en 568, los avaros ocuparon el curso medio del Danubio, que ahora pasó a ser el centro de su reino, al que servían como pueblos auxiliares los búlgaros y numerosas tribus eslavas.
Desde mediados del siglo VI los eslavos occidentales cruzaron el Weichsel y lentamente fueron infiltrándose en los territorios germánicos del noreste y del centro —que al tiempo de la invasión de los bárbaros habían quedado vacíos en buena medida—; finalizando ya el siglo VI avanzaron hasta las cuencas de los ríos Elba, Saale, Naab y alto Main. Y acabaron por asentarse en el Holstein oriental, el «Wendland» de Hannover y en Turingia, así como en la caldera bohemia, Carintia, Tirol oriental, Estiria y Carniola; regiones en las que poco a poco fueron surgiendo los pueblos polaco, wendo, checo, eslovaco y moravo.[118]
Como demuestran las nuevas excavaciones sepulcrales, la penetración de los eslavos desde el sur de Polonia, a través de Bohemia y Moravia, hasta los Balcanes se realizó de forma pacífica. En parte del territorio habitaban todavía campesinos germánicos y en parte eran tierras despobladas, como ocurría entre los cursos medios del Elba y del Oder a mediados del siglo VI. Hacia el año 600 informa una fuente bizantina que los eslavos dejaban habitualmente a sus prisioneros que comprasen su rescate o que continuasen entre ellos «libres y como amigos». Los eslavos no eran antibelicistas, como a veces se supone. Más bien mejoraron poco a poco su armamento, su arte de guerrear y sus fortificaciones; especialmente los eslavos fronterizos no iban en ello a la zaga de los pueblos europeos occidentales.
En los siglos VIII y IX todo el territorio al este del Elba estaba habitado por eslavos. Pero se encuentran también en muchas regiones densamente pobladas desde el Holstein oriental y Hamburgo hasta el noreste de Baviera. Allí florecieron la agricultura, la ganadería, la apicultura, la artesanía y el comercio, de modo que a ellos «les corresponde una parte inmensa en la formación de la civilización europea» (Fried). Incluso el proceso de «la formación de la conciencia nacional» empieza entre ellos, como entre los germanos, antes que entre los pueblos románicos, los italianos y los franceses.
En el norte se asentaron las tribus eslavas del Elba, desde el Báltico hasta el curso inferior del mismo río los obodritos, más al este los liutizos (wilzos) y, entre el Elba y el Saale, los sorbios y los daleminzios. Los checos, así llamados sólo en siglos posteriores, habitaban en las montañas bohemias, parte de los moravos en el valle del Morava, los eslovenos (carantanos) y eslavos meridionales en el Danubio y sus afluentes.
En el territorio de los Alpes orientales la zona de asentamiento de los eslavos alpinos en el siglo VIII comprendía aproximadamente la actual Carintia. Carniola, Estiria y la baja Austria con el Danubio como frontera septentrional; su asentamiento occidental lo constituía el Tirol oriental de hoy, donde llegaron hasta el valle de Puster y casi hasta las fuentes del Drave. Naturalmente aquí y allá había también campesinos bávaros, con lo que hubo zonas de población mestiza y, tras las luchas de finales del siglo VI, una coexistencia pacífica.
En general los eslavos habían avanzado en el siglo VII hacia el oeste, alcanzando aproximadamente la línea Elba-Saale —región boscosa de Bohemia—. Y hasta el siglo VIII se dieron unas relaciones relativamente pacíficas entre eslavos del Elba y francos. Al menos los eslavos del Elba —sorbios, liutizos (o wilzos, weletabi en eslavo) y obodritos—, que habitaban entre Elba/Saale y Oder, es decir, en lo que luego sería territorio alemán (recientemente también designado como «Germania Slavica»), fueron durante siglos independientes en su política y en su economía.[119]
Empieza así ya en el siglo VIII lo que más de un milenio después Droysen llamó la lucha con aquella «furia y crueldad», con aquel «odio contra los alemanes, como es el eslavo hasta el día de hoy»; empieza lo que para el sajón Treitschke, hijo de un general, y lo que para el punto de vista de los dominadores alemanes significa el «derecho de los pueblos civilizados contra la barbarie»; y para Franz Lüdke (1936) «la poderosa prestación de nuestro pueblo en el pasado». En una palabra, empieza la «Ostkolonisation» alemana, que perdura hasta el siglo XIX.
Se trata de una constante adquisición de terreno, que se opera sobre todo con tres avances poderosos: en el período carolingio, cuando los eslavos intentan protegerse mediante numerosas fortalezas al otro lado de la frontera franca, especialmente en tiempos de Carlomagno, quien en 789 emprendió la primera campaña militar contra los wilzos y las tribus de Havel-Spree a la vez que sometía a sajones y turingios asentados al oeste del Elba. Pero también en el siglo siguiente, y muy en especial durante el reinado de Luis el Germánico, hubo asimismo guerras mayores en la línea Elba-Saale con abodritos, wendos y sorbios los años 844, 846, 858, 862 y 874.
En la parte central de la frontera eslava también avanzaron los ejércitos francos en 805-806, asimismo con Carlos I, sobre Bohemia, región que ya en su tiempo pagó tributo al imperio franco formando parte de los «Estados tributarios adelantados». Y también aquí intervino de nuevo Luis el Germánico, que sobre todo en el territorio fronterizo suroriental de Baviera impulsó una expansión militar y eclesiástica, con la cual consiguió que el 13 de enero del 845 se bautizasen en Ratisbona 14 caudillos (duces) bohemios con sus adeptos (cum hominibus suis), porque «deseaban abrazar la religión cristiana», pero difícilmente aceptar la soberanía franca. Bohemia, anexionada desde entonces al obispado de Ratisbona, se había adherido por algún tiempo a la Gran Moravia, pero de nuevo fue sometida al «imperio alemán».[120]
En aquel mundo cristiano apenas ocurre que no se combata en algún lugar o en algún tiempo, por ello llama la atención lo que anotan los Annales Fuldenses para el 847: «Aquel año no hubo guerras». Se pasman los cronistas de que los cristianos dejen de matarse. Así, en los Anales Xantenos del 850 se dice: «Ese año reinó entre los dos hermanos, el emperador Lotario y el rey Luis, una tal paz, que se reunieron en Eisling —una zona de la región de las Ardenas— durante muchísimos días con una pequeña comitiva dedicándose a la caza, hasta el punto de que muchos se maravillaban del hecho (ut multi hoc jacto mirarentur), y en paz se separaron».[121]
Efectivamente, la paz es algo que sorprende, algo raro e infrecuente en grado sumo; y no sólo entre cristianos y paganos, sino precisamente entre cristianos. ¿Y hoy? A lo largo de dos mil años reina la guerra entre cristianos. ¡Nunca hubo más guerras en el mundo! ¡Y nunca mayores!
En los últimos cuarenta años del siglo IX se repitieron las revueltas de los bohemios, que «a la manera habitual» quebrantaron la lealtad. En los años 848 y 849 Luis el Germánico envió ejércitos contra los checos; en la incursión del 849 intervinieron también muchos abades y se combatió con fiereza. Los francos hubieron de entregar rehenes para poder regresar sanos y salvos a casa.
Los historiadores mencionan con particular simpatía las guerras de Luis en el este y en el norte, las tentativas de pacificación, la protección de las fronteras, los afianzamientos conseguidos, las consolidaciones, estabilizaciones e integraciones logradas así como las cristianizaciones llevadas a cabo. Hablan de un cinturón de marcas fronterizas, de un sistema de protección extraordinariamente flexible, de una frontera exterior muy móvil del mundo cristiano desde el mar Báltico hasta el Adriático, del asentamiento, organización, etcétera, de lo conseguido gracias a la amplia visión estratégica de Carlos I.
Mas, por hermoso que todo esto pueda sonar, no fue así. Las continuadas incursiones militares más allá de las fronteras hablan un lenguaje tan claro como no pocos castillos fronterizos francos, que siempre fueron también puertas de salida, especialmente los situados en puntos estratégicos clave. Por ejemplo, en el norte contra los daneses la fortaleza de Esesfeld en Itzehoe; en el este, a orillas del Elba, el castillo de Hohbeck, en la ribera alta frente a Lenzen o en Magdeburgo y también en Halle del Saale.[122]
Los eslavos eran paganos y aun en países cristianos como Turingia, Hessen y los cantones francoorientales continuaron siendo «infieles» por más tiempo que el resto de la población. Consta que su cultura era más alta de lo que a veces se supone. Hemos de tener en cuenta —y no sólo en este punto— que durante mucho tiempo, desde el siglo VII hasta el XI, los relatos francoalemanes sobre los eslavos proceden casi sin excepción de sacerdotes cristianos, que además con frecuencia no fueron testigos presenciales sino que manejaban noticias de segunda o tercera mano. Y, como casi siempre, los cristianos se encontraban en guerra con los eslavos y se mofaban de ellos. Mas cuando se les tenía por aliados, de repente resultaban bienquistos y en ocasiones hasta se resalta que eran «maravillosamente dignos» de cualquier simpatía.
También difieren en su enjuiciamiento las historiografías carolingia y otoniana, aunque desde largo tiempo atrás prevalece un cierto odio popular, cuando no una hostilidad hereditaria, debida en buena parte a motivos religiosos, a la oposición de paganos y cristianos. Y esto ya desde la época merovingia. Más tarde gustosamente se condena a los eslavos de una manera global. Cuanto más cristiano se hace el mundo tanto peores se hacen los demás. De hecho todos son «malos», es decir, son gentes separadas de Dios; todos son «infieles», que en la visión medieval derivada de Agustín equivale a «secuaces del diablo, a los que hay que aniquilar con todos los medios, si no se convierten a la causa de Dios» (Lubenow).
A los ojos de los cristianos, los eslavos no eran útiles más que como «esclavos» —palabra que deriva directamente de «slavus»— o como puros objetivos de muerte; gentes que eran escarnecidas como «gusanos» y «segadas como la hierba del prado» por los católicos piadosos, para quienes eran justamente eso, seres infrahumanos, animales. «¿Qué queréis con esos sapos? —hace fanfarronear el monje Notker de Saint-Gallen a un gigantón cristiano—. Siete, ocho y hasta nueve de ellos solía yo ensartar en mi lanza y los zarandeaba murmurando algo para mis adentros.» Los eslavos eran también radicalmente falsos y alevosos. «Los wendos faltaron a su palabra en su habitual deslealtad a Luis», comentan no sólo los Anales de Saint-Bertin.[123]
Por el contrario, los francos —que como cristianos deberían haber sido «humildes de corazón», como se ordena en Mt 11,29 y con palabras similares en incontables pasajes bíblicos—, en tanto que «pueblo superior», se sentían como algo muy especial. Ya el prólogo de la «Lex sálica», que se remonta a Clodoveo I (el código germano occidental más antiguo) lo señala de forma lapidaria: «La famosa tribu de los francos, que fue creada por Dios mismo valerosa en la guerra y constante en la paz. […] de noble figura, resplandor sin mancha y belleza extraordinaria, audaz, rápida y arrojada, se convierte a la fe católica y está inmune contra cualquier herejía […]. Viva Cristo, que ama a los francos».
Y según Otfrido de Weissenburg (nacido después del 870), el primer poeta conocido en lengua alemana, puer oblatus y teólogo y que probablemente trabajó por algún tiempo en la capilla palatina de Luis el Germánico, los francos son un pueblo temeroso de Dios y Dios está siempre con ellos; todo cuanto piensan y hacen lo piensan y hacen con Dios, nada emprenden sin su consejo, y no sólo quieren aprender y cantar su palabra sino también cumplirla. Pero el objetivo de Otfrido era, como él mismo confiesa a un metropolitano de Maguncia, reprimir la poesía oral pagana de su tiempo.[124]
Según la concepción eclesiástica cada príncipe cristiano tenía que combatir a los paganos dentro del país y en las fronteras. En efecto, según la doctrina agustiniana dominante relativa a la expansión del reino de Dios sobre la tierra había que conquistar el este eslavo para «convertirlo». No es casual que la lectura preferida de Carlomagno fuera el magnum opus de Agustín, La Ciudad de Dios. Y el propio Carlos, los carolingios, la aristocracia franca a una con la restante clase de los terratenientes, todos sin excepción estuvieron por lo mismo tanto más interesados en el «expolio», el robo y los tributos del este, cuando en el interior del propio país la productividad agrícola era escasa e insignificantes las perspectivas de incrementar los bienes raíces y las fincas. También los territorios de los eslavos fueron siempre un vivero de tropas auxiliares y esclavos.
Cierto que la nobleza cristiana no siempre veía la misión eslava con alegría sin reservas; y naturalmente por un motivo muy egoísta. Con la aceptación del cristianismo por parte de los paganos, al menos por lo que se refería a la clase noble sajona que limitaba directamente con los territorios cristianos, desaparecía un pretexto para atacar, someter y despojar. «Aunque la cristianización de los eslavos no comportaba el agotamiento completo de una importante fuente de ingresos…, ciertamente que al menos dificultaba a los sajones el saqueo de sus vecinos» (Donnert). Y por supuesto que para los cristianos su sangría siempre era más importante que el evangelio; a los príncipes católicos les importaba ante todo el poder, la codicia, el incremento de sus posesiones agrarias y de sus rentas feudales, pues como decía el abad Regino «los corazones de los reyes son codiciosos y siempre insaciables». El arzobispo Guillermo de Maguncia dijo que la afirmación de su padre Otón «el Grande», que se trataba de la difusión del cristianismo, era una excusa. Y sin rodeos de ningún género se dice después en la crónica eslava de Helmhold refiriéndose a Enrique el León: «Nunca se habló de cristianismo, sino únicamente de dinero…».
Mas no se trata simplemente «de que el cristianismo hiciera pie por primera vez más allá del Elba y del Saale asociado a los enfrentamientos bélicos» (Fleckenstein). No, la Iglesia cristiana, y naturalmente la Iglesia alemana, fue también una «fuerza impulsora» de toda aquella expansión hacia el este altamente agresiva; una fuerza, para la cual la fe era asimismo un medio al servicio de un fin; una fuerza, escribe Kosminski, que «iba a la caza de diezmos, bienes y prestación personal y que en la “conversión de los paganos” veía un negocio sumamente rentable. En ello la ayudó de la manera más enérgica el papado, que fue uno de los principales organizadores de las campañas militares contra el este de Europa, pues esperaba poder extender su esfera de influencia y aumentar sus ingresos».
Pero eso se podía enmascarar justamente de forma magnífica con ayuda de la propaganda misionera cristiana, con el permanente parloteo sobre «lo superior», sobre el «Señor»… Especialmente cuando los señores, los obispos y los abades, habían ya participado en aquellas acciones de rapiña y conquista, que se presentaban como cruzadas, al menos desde los carolingios si es que no ya desde los merovingios, en aquellas incursiones militares de los emperadores sajones y sálicos hasta la época de las cruzadas propiamente dichas.[125]
Había dos formas de ganarse a los eslavos.
Una, la misión eclesiástica independiente, como la del obispo Ansgar, que compró muchachos en Dinamarca y Suecia para hacer de ellos clérigos; la misión del obispo Adalberto de Praga a finales del siglo X o la de Günther de Magdeburgo entre los liutizos en los comienzos del siglo XI.
Como esos intentos de conversión tuvieron escaso éxito, la Iglesia optó por la segunda forma: difundir la Buena Nueva a través de los ejércitos estatales, a sangre y fuego o mediante soborno. De todos modos la aceptación del cristianismo era para los eslavos «equivalente a esclavitud» (Herrmann), y tanto más fácil resultaría su aceptación cuanto más eficazmente pudieran demostrar las armas el poder del Dios de los cristianos y la impotencia de los viejos dioses.[126]
Pipino II (fallecido en 714) ya había emprendido sus conquistas de Frisia occidental y de Turingia en estrecha asociación con la Iglesia romana y católica, había incorporado su tierra a los territorios anexionados y así había hecho posible la «evangelización», como diría hoy el papa Wojtyla.
Las cosas no discurrieron de forma diferente en las espantosas guerras sajonas de Carlos. Robar y cristianizar eran cosas que pertenecían sin más a su política. Siempre se marchaba con banderas cristianas sobre los sajones, el clérigo y su «bendición» seguían siempre al militar y sus líneas de empuje, del baño de sangre salía siempre el baño del bautismo, y del asesinato masivo la misión. La extinción del reino ávaro en el flanco oriental del Imperium franco, el gran crimen puramente anexionista de Carlos, se llevó a cabo asimismo como una guerra santa y con ayuda de obispos castrenses. Por doquier colaboraron también aquí guerreros y clérigos, y los extensos territorios del sureste conquistados por la espada se «convirtieron» después principalmente por la acción del patriarcado de Aquileya y del arzobispado de Salzburgo.
Tras la destrucción del gran reino ávaro siguieron incontables expediciones contra los pueblos eslavos que habitaban allí, algunas ya en la primera mitad del siglo IX pero sobre todo en la segunda. Los campos fueron devastados, los rebaños aniquilados y muchas personas asesinadas. Casi toda la vida de Carlomán, hijo mayor de Luis el Germánico y fallecido en 880, señor de bávaros, carintios, panonios, bohemios y moravos, estuvo llena de guerras. Y todas estuvieron asociadas a la misión. La cruz llegaba siempre con la espada. Mientras que Baviera, preferentemente desde Ratisbona, Palatinado central, se iba anexionando el sureste pieza a pieza, los prelados bávaros impulsaban la cristianización entre los eslavos sometidos. Pero el alto clero acompañaba también a las tropas y en ocasiones hasta las dirigía. Tal sucedió con el obispo Otgar de Eichstätt, quien en 857 al frente de un reclutamiento hizo algunas conquistas en Bohemia; con el obispo Arn de Würzburg en 871-872, que repitió incursión en 892, siendo derrotado con la mayor parte de su mesnada; y en 872 con el obispo Liutberto de Maguncia y el abad Sigehardo de Fulda.[127]
A comienzos del año 874 los sorbios y suslerios de la frontera turingia se negaron a pagar los impuestos habituales. En respuesta el arzobispo Liutberto de Maguncia y Ratolfo, margrave de la Marca sorbía, cruzaron en el mes de enero el Saale y aplastaron con incendios y destrucciones la rebelión de los pequeños pueblos fronterizos. Fue la última incursión eslava durante el reinado de Luis el Germánico. Pero ya en 877, bajo su hijo homónimo, se repetía un ataque muy similar contra los suslerios y sus vecinos; el rey se hizo «entregar algunos rehenes con no pocos obsequios y los redujo a la antigua servidumbre».[128]
La Iglesia apoyó naturalmente de forma continuada a todos los hijos de Luis el Germánico, como había hecho con éste. A la masa maltratada y exprimida como mera fuerza laboral esclavista se la alimentaba con reproches por sus pecados, con groseros engaños de reliquias, con las llamadas procesiones impetratorias; y tanto más frecuentes cuanto peor iban las cosas; precisamente en los años 873 y 874 hubo calamidades especialmente grandes, como ocurría a menudo: deshielos, inundaciones violentas, hambrunas, epidemias, plagas de langosta de modo que «apenas se podía ver el cielo como por un cedazo», y en muchísimos lugares «los pastores de la Iglesia y toda la clerecía les hicieron frente con los relicarios y cruces, invocando la misericordia de Dios». En efecto, «con diversas plagas golpeó el Señor constantemente a su pueblo y lo castigó con la vara de las injusticias cometidas y con los golpes de sus crímenes» (Annales Xantenses).
¡El Señor golpeaba sobre las nubes, no el señor sobre el caballo! El Padre amoroso del cielo golpeaba de continuo. Y hacía blanco de continuo. También los Anales de Fulda veían «al pueblo germánico no poco tocado a causa de sus pecados». Aquí los «pecados» y los «crímenes» son siempre los culpables, no la economía natural de la nobleza, su permanente explotación de ventosa. Parecía algo fatídico como las fuerzas de la naturaleza, que una y otra vez golpeaban sobre todo a las personas, de las que escribe el etnólogo Jeggle: «El propio cuerpo no conocía placer alguno, sólo trabajo, también la mujer y los niños eran simples herramientas. La socialización no era otra cosa que el aclimatarse a ese proceso laboral… El trabajo definía el curso del día, las fases del año, los períodos de vida… Trabajo y vida se identificaban». Sucumbió casi un tercio de la población del imperio franco oriental y occidental. Todavía en el verano siguiente sólo en Eschborn (al oeste de Frankfurt) una riada mató a 88 personas. Incluso «la iglesia local fue arrasada con su altar, de modo que no dejó rastro alguno de su estructura ni aun para quienes acababan de verla», y todo ello naturalmente «como consecuencia de nuestros pecados» (Annales Fuldenses).[129]
Como en tiempo de los carolingios. Estado e Iglesia colaboraron en los ataques de los Otones, de los salios contra los eslavos del Elba, de los duques polacos contra los pomeranios y en las empresas misioneras del arzobispado de Bremen-Hamburgo. Aquí lo «ideal y religioso… está muy estrechamente vinculado… con motivos profanos» (Bünding-Naujoks). La extensión del imperio cristiano más allá de las fronteras alemanas del este y del norte fue «siempre una obra común de la Iglesia y del Estado, de la predicación y de la coacción; el trabajo del sacerdote que enseña y bautiza seguía a la conquista bélica o se daba de acuerdo con la aprobación obtenida» (Bauer).
Se ha calculado que los francos y sajones católicos en un período de tiempo que no llega a los 400 años, a saber, desde la incursión de Carlomagno contra los liutizos en 789 hasta la acometida de Federico Barbarroja y Enrique el León contra Polonia en 1157, ¡llevaron a cabo 170 guerras contra los eslavos! De ellas 20 acabaron en un fracaso para las tropas imperiales, y en apenas un tercio de las mismas tuvieron éxito.
En los primeros siglos de la Alta Edad Media los eslavos apenas tuvieron una conciencia común eslava, que aunase a las numerosas tribus, clanes y «civitates». Pero su estructura social y política cambió notablemente, creció el poder de los príncipes y de la aristocracia tribales y poco a poco se llegó a la consolidación de unos Estados tribales.[130]
También en los siglos VII y VIII hubo ya principados eslavos. Una de tales federaciones la presidió por ejemplo el «duque» (dux) Dervano el Sorbio, que después del 632 se unió al comerciante franco Samo, fundador del primer reino eslavo (620-658) después de que éste en la batalla de Wogastisburg (a orillas del Eger), que se prolongó tres días, infligiese una derrota total al rey merovingio Dagoberto I. Y hacia 740 se formó en los Alpes orientales, entre los eslavos carintios, un ducado cuyo dux Boruth, amigo de los cristianos, pidió ayuda contra los ávaros al duque Odilo de Baviera, poco antes de que éste fuera derrotado por Pipino III, su cuñado, que en un alevoso ataque nocturno cayó sobre el ejército bávaro mientras dormía.
Pero en el siglo IX se formó en la parte eslava el gran reino de Moravia y en el X se desarrollaron otros dos grandes Estados eslavos: primero Bohemia, bajo la casa principesca checa de los Premslidas, y después Polonia, bajo los Piastos.
Especial importancia tuvieron para los francos del este los «moravos». Surgidos a comienzos del siglo IX de varias tribus pequeñas, una fuente franca los menciona por vez primera en 822. El analista imperial anota entonces que en la dieta de Frankfurt el emperador había recibido de todos los eslavos orientales —y en la lista figuran abodritos, sorbios, wilzos, bohemios, ávaros, predenecenteros (grupo oriental abodri-to del cantón de Branitschewo) y también moravos (marvanorum)— «embajadas con presentes (cum muneribus)». Y naturalmente tales «presentes» no eran ofrendas espontáneas sino gravámenes impuestos a todas las poblaciones y sentidos por éstas como opresivos y deshonrosos.[131]
A su tiempo, de algunas pequeñas tribus eslavas se habían formado dos principados rivales: uno en el valle del Morava, capitaneado por Mojmir I (830-846), y el otro en Nitra, la Eslovaquia suroccidental, con el príncipe Pribina a su cabeza. Éste, aunque todavía pagano, en 827-828 hizo que el arzobispo de Salzburgo Adalram consagrase la primera iglesia en su territorio de Neutra; pero en 833 fue expulsado por Mojmir, el primer soberano del reino de la Gran Moravia que las fuentes mencionan. El antepasado de la dinastía de los mojmíridas se anexionó el territorio de Pribina y, todavía sin enfrentamientos abiertos con los francos orientales, continuó gobernando sobre los dos principados, mientras que Pribina huía en 834 al territorio bávaro oriental, donde por orden de Luis el Germánico se hizo cristiano. Más tarde actuó como vasallo franco en Panonia inferior, en el territorio en torno al lago Balatón, donde con ayuda de Salzburgo pronto surgieron numerosas iglesias, se hicieron presentes misioneros salzburgueses y los campesinos bávaros, y muy especialmente las fundaciones y monasterios bávaros adquirieron posesiones territoriales: Altaich, St. Emmeram, Freising… Es decir, que la misión salzburguesa tuvo «un éxito especial» (Prinz) en el principado de Pribina; por cierto que hacia el 860 Pribina fue derrotado por los moravos.
El nombre de «Moravia» (Mähren) deriva de Morava (March), un afluente de la ribera izquierda del Danubio mencionado ya por Tácito como «Marus» (mar, mor, «pantano»). La expresión Gran Moravia se debe a Constantino Porfirogénito en su obra De administrando imperio y se ha generalizado entre los investigadores modernos, aunque algunos prefieren la designación de «Moravia antigua» (Altmähren). Como quiera que sea, dicho Estado, que constituye el núcleo del reino de Samos, mantuvo también contactos con los ávaros, un gran reino que surgió entre el Bosque bohemio y el río Gran, siendo el Estado tribal más antiguo de los eslavos occidentales y por entonces uno de los Estados de Europa más grandes y más poderosos, al tiempo que un emporio del comercio centroeuropeo. Abarcaba Bohemia, Moravia, Lusacia y los territorios de los obodritos.[132]
Sólo con una lejana dependencia del imperio franco, en los comienzos la Gran Moravia no fue ni favorable a los francos ni cristiana, aunque una y otra vez estuvo expuesta a la intervención militar del imperio franco oriental y a la acción misionera de la Iglesia franca oriental (de Passau sobre Moravia, de Ratisbona sobre Bohemia). Pero en ocasiones se expandió también a costa de sus enemigos, con lo que a los sangrientos conflictos bélicos se sumó la oposición político-eclesiástica entre el obispo de Roma y el patriarca de Constantinopla, y a corto plazo incluso entre el papa y el episcopado franco oriental.[133]
El cristianismo había penetrado en Moravia ya en los albores del siglo IX; algunas décadas después ya había allí iglesias de piedra. Las excavaciones en Mikulcice, metrópoli del gran reino moravo, han descubierto no menos de cinco templos en el interior de unas instalaciones fortificadas de 6 hectáreas, que se remontan a ese período. Y en la región que rodea la fortaleza, con una extensión aproximada de 100 hectáreas, se alzan al menos otras cinco iglesias dentro de los distritos fortificados de los palacios nobiliarios.
Evidentemente los eslavos se defendieron con la fuerza frente a la amenaza de la religión y de la opresión feudal de los francos orientales; y a medida que su resistencia crecía, los guerreros fueron haciéndose cada vez más duros y crueles. El verdadero objeto era la expansión del poder y la explotación, era «el trabajo de colonización». Se pretendía someter a los eslavos e imponerles tributos. La «cristianización» sirvió más o menos como pretexto y excusa. «El suave trabajo al amparo del estandarte de la cruz tenía que ennoblecer la creación sangrienta de la espada. La Iglesia bávara estaba especialmente capacitada para ese noble objetivo…» (Aufhauser).
La decisiva escalada eclesial partió de Ratisbona, de su palacio real y de su sede episcopal (donde se retenía a príncipes y señores bohemios como rehenes) y del cabildo catedralicio ratisbonense.
Ya antes del 833 operaba el comandante de fronteras (prefecto) Radbod hasta el lago Balatón. En 852 el sínodo de Maguncia da fe de «un cristianismo grosero en el pueblo moravo»… Pero, ya desde Constantino «el Grande», ¿dónde no fue grosero el cristianismo, desde un punto de vista político? En la segunda mitad del siglo IX la nueva religión se convierte ya en una «piedra angular ideológica» (Novy) del gran Estado moravo. Lo que un hagiógrafo anónimo describe honradamente así: «También el reino moravo empezó a ensanchar cada vez más sus territorios y a vencer a sus enemigos…». A comienzos del siglo X Bohemia entera pertenece ya a la diócesis de Ratisbona; en 973 Praga se convierte en sede episcopal y queda sujeta al arzobispado de Maguncia. Pero hasta la Baja Edad Media muchos eslavos no quieren saber nada de sacerdotes cristianos. Y todavía en el siglo XIV los sínodos de Praga arremeten contra los más dispares usos paganos.
Bajo Mojmir el gran reino moravo comprendía Moravia y Eslovaquia; pero según parece había reconocido la supremacía del poderoso vecino, aunque en los años cuarenta del siglo IX el partido pagano levantó cabeza una y otra vez contra el cristianismo y especialmente contra la estrecha anexión a Baviera, a lo que en ocasiones se forzó a Moravia. Luis se mostró cada vez más activo en el este desde el 843, desde el tratado de Verdún, que reforzó su dominio.
A la muerte de Mojmir se rebelaron los moravos, a los que Luis combatió una y otra vez; ya en 844-846 había atacado a los wendos, sometiendo «a todos los reyes de aquellos territorios por la fuerza o por la bondad» (Annales Bertiniani), y había matado a un príncipe. Pero cabría atribuirle el hecho de que por entonces aparecieran en Ratisbona catorce caudillos, procedentes de Bohemia que estaba amenazada por Moravia, y se hicieran bautizar. Como quiera que fuese, en agosto del 846 rompió las hostilidades, depuso a Mojmir y, para afianzar su propia soberanía, confirió el gobierno de Moravia a Rastislav (846-870), sobrino de Mojmir. Éste, que probablemente se hizo cristiano, parece que acogió a misioneros alemanes e italianos.
Luis creó así un «orden», según comentan los Annales Fuldenses, y «reguló la situación como le plugo… Desde allí regresó a casa a través de Bohemia con gran dificultad y con importantes pérdidas en su ejército». Esto lo leemos sin más de un modo estereotipado y casi formal; pero ¿caemos en la cuenta de lo que supone ese miserable reventar en el camino…?
Se sucedieron otras incursiones de Luis contra Bohemia, donde aparece por vez primera su segundo hijo, Luis el Joven. Ab bove majori discit… Y hasta el 850 continúan los ataques: por ejemplo, en 848, cuando estando enfermo el rey, envió a «no pocos condes y abades» con sus «numerosas» tropas y «abrió las hostilidades contra los enemigos que solicitaban la paz»; sin embargo, fue «vergonzosamente derrotado», como refieren sus propios cronistas, siendo muchos los francos que cayeron; los Anales de Fulda hablan de un «gran baño de sangre». Y los supervivientes «regresaron a su patria muy humillados; la gentilidad dañó desde el norte a la cristiandad como de costumbre, fortaleciéndose más y más. Pero referirlo más extensamente causaría fastidio» (Annales Xantenses).[134]
Como tantas otras veces la cristiandad sufría precisamente una hambruna terrible. El antiguo abad de Fulda y más tarde metropolitano de Maguncia, Rabano Mauro, parece que alimentó a más de 300 pobres. Al menos así lo cuentan los Anales de Fulda, que refieren entre otras cosas: «Llegó también hasta él una mujer casi desfallecida solicitando que la reconfortase; pero antes de cruzar el umbral la mujer se derrumbó por la extrema debilidad y expiró. Y como el niño sacase del vestido el pecho de la madre muerta, cual si todavía viviera, e intentase mamar, hizo que muchos al verlo rompiesen en sollozos y en llanto».
El analista sitúa este hecho en el año del Señor de 850. Y al siguiente escribe que el rey Luis atacó de nuevo a los sorbios, los «oprimió pesadamente y, tras la destrucción de los frutos del campo y la supresión de cualquier esperanza en la cosecha, los domó más por el hambre que por la espada».[135]
El año 852, habiendo estallado una nueva epidemia de hambre, un gran sínodo, convocado en Maguncia por el rey y presidido por Rabano Mauro, insiste naturalmente entre otras cosas en los bienes eclesiásticos y en los diezmos (¡y también permite el concubinato de los solteros, ya que no iba contra el precepto de la monogamia!). Pero según el concilio los moravos todavía no se han convertido al cristianismo sino de forma insatisfactoria: in rudem adhuc christianitatem gentes Maravonisium.
En todo caso el príncipe Rastislav no quería continuar siendo indefinidamente un vasallo sometido, no quería ser un permanente receptor de las órdenes del rey franco. Lo que pretendía más bien era volver a sacudirse su soberanía. Y, en efecto, él a quien Luis el Germánico había nombrado duque, se destapó como el principal enemigo del reino bávaro. Así se expresan con cierto laconismo los Annales Bertiniani al terminar el relato del año 855: «Luis, el rey de los germanos, se vio atormentado por la frecuente defección de los eslavos».[136]
¿Y la otra parte?
Ya en la primavera de aquel mismo año se reanudaron las incursiones hostiles. Al tiempo en que veinte terremotos sacudían Maguncia y ardían muchas casas, no librándose de las llamas ni la iglesia del santo mártir Kilian a causa de un rayo o «por el fuego del cielo», como dicen los Anales de Fulda (y concretamente «mientras el clero cantaba los himnos de vísperas»), y poco después se desencadenaba una tormenta que destruyó los muros de la iglesia «hasta los cimientos», todavía en la primavera de 855 un poderoso ejército de Luis atacó a Rastislav; en el mismo combatieron varios obispos al frente de un contingente bávaro, aunque inútilmente. Y durante el verano el propio Luis marchó sobre Moravia, asimismo «con escaso éxito», «sin ninguna victoria». «Sin embargo, su ejército castigó con saqueos e incendios una gran parte de la provincia y aniquiló por completo un número no pequeño de enemigos, cuando pretendían penetrar en el campamento del rey.» Rastislav se había retirado a una poderosa fortaleza, que Luis no se atrevió a atacar, supuestamente por evitar el sacrificio baldío de sus tropas (¡la consabida sensibilidad de los jefes de ejército!). Y cuando Luis se retiró sin alcanzar la victoria, Rastislav asoló a su vez los territorios bávaros fronterizos.
Pero el año 856 ya está el rey combatiendo de nuevo en el este, donde perdió una gran parte de su cuerpo expedicionario. En agosto empezó por someter sangrientamente «con todo el poder militar» a los daleminzios; desde allí recorrió «el país de los bohemios», perdiendo en la empresa a varios condes bávaros con numerosas tropas. Así y todo, al año siguiente llevó a cabo nuevas maniobras en territorio bohemio. Fue el año en que un rayo «como un dragón de fuego» cuarteó la iglesia de San Pedro de Colonia dejando «medio muertos» a dos clérigos, a un laico (con toda precisión, junto a un altar: el de los santos Pedro y Dionisio y de santa María) y a otros seis orantes, que «apenas sanaron» (Annales Fuldenses), cuando ya en 857 el obispo Otgar de Eichstätt con otros grandes invadió de nuevo Bohemia. Y en 858 lo hizo Carlomán, el hijo mayor de Luis, mientras un segundo ejército atacaba a los sorbios y un tercero, a las órdenes del hijo menor y homónimo de Luis, marchaba contra los obodritos, contra los cuales volvió a probar suerte junto con su padre en 862, aunque sin conseguir otra cosa que la pérdida, una vez más, «de algunos de sus grandes» (Annales Bertiniani).[137]
En agosto de 864 «el Germánico» volvió a cruzar el Danubio «con un fuerte contingente», sitió a Rastislav en Dowina y le arrancó a él y a sus nobles juramentos de lealtad al tiempo que tomaba «rehenes en la forma en que el rey lo ordenó» (Annales Fuldenses). Pero anno Domini 869, después de que los eslavos desde el Danubio hasta el curso medio del Elba se hubieran levantado contra sus opresores y hubieran devastado tanto el territorio bávaro como el turingio, los francos avanzaron de nuevo hacia el este con tres ejércitos comandados por los hijos de Luis, que había enfermado de repente: el hijo homónimo con turingios y sajones contra los sorbios; Carlomán con los bávaros contra Svatopluk (Sventiboldo), sobrino de Rastislav; y el hijo menor Carlos con francos y alamanes contra el propio Rastislav.
El rey enfermo encomendó «al Señor el éxito de la causa», y así en nada podía fallar. Carlos atacó al atrincherado príncipe bohemio y allí —lo cuentan los Anales de Fulda— «con la ayuda de Dios redujo a ceniza todas las casas de aquella región; lo que había sido escondido en el bosque o enterrado en los campos, lo encontró él con los suyos y expulsó o mató a cuantos se toparon con él. Carlomán devastó asimismo a sangre y fuego el reino de Sventiboldo, sobrino de Rastislav; y tras la devastación de todo el país los hermanos Carlos y Carlomán se reunieron deseándose mutuamente felicidad por la victoria que el cielo les había otorgado».
Mas también el hijo menor, Luis, había infligido entretanto dos derrotas a los sorbios, aniquilando en parte a las tropas mercenarias bohemias y en parte poniéndolas en fuga. Así que todos regresaron con botín abundante. Un año realmente feliz para los francos orientales, sobre todo cuando se anunció que también había muerto Gundacar, un vasallo desleal a todas luces en grado sumo de Carlomán (desleal asimismo). Por ello, tras recibir la noticia, el rey Luis mandó que «todos unidos alabasen al Señor por la muerte del enemigo aniquilado, con el repique de las campanas de todas las iglesias de Ratisbona…».[138]
Pese a todo Rastislav pudo rechazar con éxito durante largo tiempo los ataques francoorientales, pues ya disponía de poderosos centros fortificados, como refieren las fuentes y demuestra la arqueología. Esa estabilización sustrajo la Gran Moravia no tan sólo al reino franco sino también a la Iglesia imperial franca, cuyos obispos y abades a menudo degollaban en el este al frente de sus soldadescas: en 857 el obispo Otgar de Eichstätt, en 871 el obispo Arn de Würzburg, en 872 el citado obispo con Liutberto obispo de Maguncia y el abad Sigehardo de Fulda, en 892 de nuevo el antedicho Arn de Würzburg.
Para los moravos estaba a todas luces claro que sólo el éxito militar no podría librarlos de su poderoso vecino, sobre todo cuando su país estaba también expuesto a las garras de la Iglesia francobávara. Por ello aprovecharon hábilmente el juego de fuerzas geopolítico en la región danubiana y en los Balcanes, donde junto a los francos orientales y al poder hegemónico de Bizancio actuaba también el agresivo kanato búlgaro.
Pero mientras Luis el Germánico en sus ataques a Rastislav llegó a aliarse hasta con los búlgaros, cuyo kanato también solicitó misioneros francos, Rastislav combatió sucesivamente en alianza con checos, sorbios, condes francos y hasta con Carlomán hijo de Luis en 858.
Es evidente que por lo general el poder reclama más poder, político, económico, religioso y quizá poder de cualquier tipo. Y así también los condes fronterizos francoorientales se deslizaron de continuo hacia la insurrección. Y entre ellos y sobre todos el que sin duda era el más poderoso de la Marca oriental, el prefecto y conde Radbod, el personaje allí dominante a lo largo de dos décadas. Figuró al lado del conde Ernesto, que también se sublevó, y de algunos otros condes fronterizos de su tiempo. Y probablemente debido a su rebelión del 854 el rey Luis entregaba dos años después la Marca oriental (Marca orientalis, por primera vez así llamada) a su hijo Carlomán.[139]
Aunque todos aquellos hijos de un buen padre católico habían sido evidentemente bien educados en el catolicismo, todos estuvieron rodeados de clérigos de alta categoría y probablemente todos conocían también el cuarto mandamiento: Honrarás padre y madre, todos ellos, y no sólo una vez, se alzaron contra su progenitor. Cierto que las luchas dinásticas tenían en el imperio franco una larga tradición. Y precisamente Luis el Germánico debería haber recordado una y otra vez su propia juventud rebelde…
Primero, el año 861, se sublevó el mayor, Carlomán (hacia 830-880), que frisaba en los treinta años y gobernaba en Baviera y Carintia. Como certifica Regino de Prüm, su coetáneo algo más joven, no sólo era «muy ilustre» y «devoto de la religión cristiana», sino que también «amaba la paz», sin que sepamos muy bien lo que por tal entiende el abad Regino. Pues sólo dos líneas después lo exalta también con todo el candor de su religión y de su estado eclesiástico: «Llevó a cabo muchísimas guerras en compañía de su padre y muchas más sin él en los reinos de los eslavos y siempre reportó el laurel de la victoria; agrandó y ensanchó con la espada las fronteras de su reino…». Pero, como en la mayor parte de tales casos, debió de ocurrir simplemente así: justo porque Carlomán amaba la paz, tuvo que llevar a cabo tantas guerras, tuvo que agrandar y ensanchar con la espada las fronteras del reino, y aunque «manso» con los suyos, tuvo que ser «terrible» (terribilis) con los enemigos.
Como quiera que sea, Carlomán, «extraordinariamente hábil en el ordenamiento de los asuntos del reino» (Regino) y ambicionando evidentemente el poder desde los comienzos, no sólo combatió repetidas veces a los condes francos en las tierras orientales sino que también había preparado perfectamente su rebelión pues, siendo como era amante de la paz, en 858 firmó la paz con Rastislav de Moravia, el enemigo del país, para poder llevar a cabo la guerra contra su propio padre. Y con ayuda del moravo se apoderó «de una gran parte del imperio paterno hasta el Inn» (Annales Bertiniani).
En el empeño lo sostuvo su suegro, el poderoso conde Ernesto, «el primero entre los nobles», «el primero entre los amigos del rey», junto con todos sus secuaces, algunos otros condes y el abad Waldo. También el conde Ernesto había combatido antes en Bohemia, hasta allí había conducido en 849 un cuerpo de ejército y en 855 se le menciona otra vez como «ductor» de los guerreros que marcharon contra los bohemios. Pero entonces el conde Ernesto perdió sus feudos, sin duda a causa de su «deslealtad». Asimismo destituyó Luis a los hermanos Uto y Berengario, que eran condes, y a su también hermano el abad Waldo; los tres se pasaron al bando de Carlos el Calvo. Y al príncipe eslavo Pribina le costó la vida la alianza de Carlomán con Rastislav. El príncipe lo sacrificó a los moravos; el sucesor de Pribina en el principado del lago Balatón fue su hijo Kozel.
Pero el propio Carlomán, que con el apoyo de Rastislav había arrebatado al padre una gran parte de su reino, recuperó tras su sometimiento aquella parte del reino, aunque hubo de prestar un juramento de garantía a su padre en Ratisbona (862). Le juró «no acometer en adelante con mala intención nada contra su legítima autoridad». No parece que el juramento le preocupase mucho —el relato oficioso resulta un tanto confuso—, puesto que en 863 Luis marchó con un ejército contra él «para frenar a su hijo» (Annales Fuldenses). Mas éste fue traicionado por sus mejores tropas al mando del conde Gunakar. El conde, en efecto, mediante la entrega del paso del Schwarza en Semmering, abrió al rey el acceso a Carantania (Carintia). Un margraviato aquel que fue traidor al traidor.
De nuevo Carlomán prometió sumisión con juramento, permaneció más de un año en Ratisbona en «régimen carcelario libre», pero en 864 huyó una vez más haciéndose perjuro, hasta que definitivamente se reconcilió con su padre. Incluso le entregó a comienzo de los años setenta al «rey de los moravos», y Luis el Germánico más tarde muy cristianamente le hizo sacar los ojos haciéndolo desaparecer en un monasterio.[140]
En aquellos círculos de la alta nobleza católica la traición proporcionaba poder y abría puertas; por ello resultaba algo natural. Esto se echa de ver de nuevo en el dignatario político más encumbrado, su archicapellán y archicanciller, el arzobispo Thietmar de Salzburgo (874-907). «En Thietmar apoyó Carlomán sus planes políticos» (Schur). Pero en el complot de los grandes de Baviera, incluidos los obispos, dirigido sobre todo contra Arnulfo, hijo de Carlomán, el arzobispo Thietmar se pasó en 879 a Luis III, viviendo todavía aunque ya muy enfermo Carlomán.
A ese segundo hijo de Luis el Germánico, el príncipe Luis III el Joven (hacia 835-882) estuvieron sometidas Franconia oriental. Sajonia y Turingia. Luego de una temprana defección, ya en 862 se había obligado «con los juramentos más graves» (districtissimis sacramentis) «a permanecer fiel a su padre en el futuro» (Annales Bertiniani), por lo que fue recompensado con un condado y con la abadía de san Crispín. Pero después el joven Luis urdió tres sublevaciones contra su padre en 866, 871 y 873.
Finalmente el consejero de Luis III, el director de su capilla y cancillería, no fue otro que Liutberto, «el noble arzobispo de la ciudad de Maguncia» (863-889). Es verdad que los Anales de Fulda califican a ese noble de «amante de la paz»… Quizá porque en 874, en medio del invierno «mediante saqueos e incendios y sin lucha… redujo a la vieja esclavitud» a los sorbios y siusleros del otro lado del Saale. El metropolitano maguntino pudo también blandir la espada con toda belleza abatiendo por ejemplo en 883 «a no pocos» normandos y en 885 «a muchísimos», y todo ello llevando siempre «madera de la santa cruz».
Son cosas que no se excluyen para nada. Todo lo contrario. Y así el noble prelado de la ciudad de Maguncia, que también en los Anales de Fulda es celebrado como «paciente, humilde y bondadoso», dirigió por una parte la capilla y la cancillería palatinas de Luis, que se revolvió tres veces contra su padre. Y, por otra parte, en 866 mandó aplastar con crueldad una sublevación en Maguncia, en la que murieron algunas de sus gentes. «Algunos en efecto fueron ahorcados, a otros se les cortaron la extremidades de manos y pies, también se les privó de la vista, y algunos, que dejaron toda su hacienda en la baza para escapar de la muerte, fueron desterrados» (Annales Fuldenses).
El príncipe y su obispo eran caracteres rudos, pero no ciertamente más de lo que era habitual entre los cristianos. Y desde luego que también la Iglesia bajo Luis III el Joven «participó en los asuntos de gobierno de aquel soberano ambicioso y violento… y se mantuvo como fiel aliada en la política del rey en la guerra y en la paz» (Schur).
En el año 865 Luis el Germánico se había reconciliado casualmente con Carlomán, el hermano mayor de Luis el Joven. Y ya al año siguiente este último se rebeló «incitando a la vez al wendo Rastislav a que irrumpiese y saquease Baviera, a fin de que mientras su padre o sus leales estaban ocupados en aquellos territorios pudiera él llevar adelante su empresa sin estorbos» (Annales Bertiniani). Para ello el príncipe Luis incorporó también a sus planes a los condes que su padre había depuesto y que en parte se habían pasado al bando de Carlos el Calvo, y presionó sobre todo a Rastislav «a que fomentase sin titubeos aquella conjuración» (Annales Fuldenses).[141]
La segunda y la tercera rebeliones las llevó a cabo Luis III en unión con el príncipe Carlos III, tercer hijo de Luis el Germánico.
En 871 los dos hermanos «con una multitud no pequeña» ocuparon el cantón de Espira; al año siguiente subsanaron la ruptura con el padre y en 873 pretendieron apoderarse de él con ocasión de una asamblea imperial en Frankfurt. Para ello justamente antes de la dieta imperial de Forchheim, a mitad de la cuaresma «y en presencia de todo el ejército», habían jurado al rey «guardarle lealtad todo el tiempo de su vida». Y entonces partieron hacia Frankfurt «llenos de ideas inicuas, el homónimo (Luis) y Carlos para establecer un gobierno por la fuerza, desatender sus juramentos, despojar del imperio al padre y meterlo en prisión» (Annales Xantenses).
Pero el príncipe Carlos, que era el más joven, parece que no pudo resistir la tensión nerviosa y sufrió un ataque epiléptico o, para decirlo en el lenguaje de la época, ocurrió evidentemente «un gran milagro: ante los ojos de todos el espíritu malo entró en Carlos y lo atormentaba horriblemente con gritos estentóreos» (eumque horribiliter discrepantibus vocibus agitavit). (Digamos entre paréntesis que en el cristianismo —¡alabado sea Dios!— existió una gran familiaridad a lo largo de toda la antigüedad con los espíritus malos y su defensa. Y todavía hacía poco que desde Maguncia se había combatido en un lugar cerca de Bingen, el palacio Caputmontium, «Cabeza de los montes», y a lo largo de tres años, a uno de tales «espíritus malos» con sacerdotes, reliquias, cruces, oraciones y agua bendita, y sólo se le dio jaque mate después de que «hubiera destruido con el fuego casi todos los edificios»: Annales Fuldenses.)
Por lo que respecta al príncipe Carlos, que después sería conocido como el emperador Carlos III el Gordo y que por breve tiempo gobernaría todo el imperio de Carlomagno, ocurrió que en la dieta imperial de Frankfurt apenas pudieron sujetarlo seis de los varones más fuertes y amenazaba «con morder con la boca abierta (!) (aperto ore) a los que lo sujetaban».
Poco después ocurrió otro milagro (y es que un milagro raras veces se da solo): el mismo día los benditos hombres de Dios volvieron a expulsar al «malignas spiritus», haciéndolo con especial éxito el arzobispo Rimberto de Hamburgo-Bremen (que casualmente había sido el discípulo predilecto de su predecesor san Ansgar, el legado papal entre daneses, suecos y eslavos). Pero después el rey, los obispos y demás nobles condujeron al poseso a las tumbas de algunos santos milagrosos a fin de arrancarle para siempre de las garras del diablo. Cosa tanto más necesaria cuanto que «el propio Carlos confesó en voz alta delante de muchos oyentes» —lo que era un tercer milagro— «que había estado expuesto a la violencia enemiga tantas veces como las que había conspirado contra el rey» (Annales Fuldenses). Y por fin, otro milagro: el hermano mayor se arrojó a los pies de su padre en vez de arrojar a éste a la cárcel.[142]
Vida familiar católica en el nivel más alto. En cualquier caso, una lección bien aprendida: cuando no queda otra elección, la gente se arrastra hasta la cruz.
Pero a través de todas las contiendas familiares de la casa reinante persistieron las matanzas contra los moravos, hasta que Sventiboldo intentó detenerlas en la dieta imperial de Forchheim (874). Permanecería leal al rey todos los días de su vida y pagaría año tras año los impuestos fijados «con tal que se le permitiese vivir en paz y tranquilidad» (quiete agere et pacifice vivere).[143]
Una vida en paz y tranquilidad… Tal vez, quién sabe, en ocasiones hasta los santos padres de Roma la habrían deseado. Mas no se la concedieron ni a sí mismos ni a los demás.