CAPÍTULO 1

EL EMPERADOR LUIS I EL PIADOSO (LUDOVICO PÍO)

(814-840)

«El imperio de Luis tenía que ser de hecho un imperio de paz…

Lo cual, sin embargo, no excluía guerras contra los paganos, sino que las exigía precisamente, ya que se les tenía por aliados de Satán.»

HEINRICH FICHTENAU[3]

«¿Cómo se comportó la Iglesia durante todo ese triste período? Es interesante observar cómo la Iglesia consigue la supremacía en el momento en que empieza a decaer el poder imperial. Es seguro que los obispos francos jugaron ahí un papel decisivo… Según todas las apariencias, varones como Agobardo y Wala, Pascasio, Radberto, Bernardo de Vienne y Ebón de Reims tuvieron en sus manos los hilos de tan complicadas intrigas y aprovecharon la avaricia y la ambición de los laicos con el propósito nobilísimo y desinteresado de la mayor gloria de Dios.»

H. DANIEL-ROPS[4]

«Mas como cada uno, impulsado por sus malas pasiones, sólo buscaba su propio provecho, el imperio fue empeorando de día en día.»

NITHARDI HISTOMARUM[5]

«… y la miseria de los hombres se multiplicaba día tras día.»

ANNALES XANTENSES (834)[6]

Carlomagno, el santo, no sólo se mostró activo en los campos de batalla. Por lo que sabemos tuvo también diecinueve hijos, ocho varones y once hembras, y desde luego con nueve mujeres diferentes (de todos modos una cifra casi modesta, si se compara con los 61 hijos del obispo Enrique de Lüttich, aquel trabajador incansable en la viña del Señor que fue el papa Gregorio X del siglo XIII, el cual tuvo «14 hijos en 22 meses»).

Mas pese a la bendición carolingia de los hijos no hubo ningún problema en el asunto de la sucesión.

En caso de muerte Carlomagno había dividido el imperio entre sus tres hijos mediante la denominada Divisio regnorum. Además, cada uno debía asumir la defensio sancti Petri, la protección de la Iglesia romana. Mas de forma totalmente inesperada el padre vio bajar a la tumba a los dos mayores: Pipino en 810 y al año siguiente Carlos, al que como principal heredero le estaba asignada la corona imperial desde hacía largo tiempo. Todo ello afectó de tal manera al soberano, que hasta pensó en hacerse monje. De sus hijos «legítimos» sólo quedaba el menor y, como él bien sabía, el menos idóneo para el trono: se trataba de Luis, nacido el 778 en Chasseneuil cerca de Poitiers. Sería entronizado emperador ya a la edad de treinta y seis años, para luego ser depuesto y de nuevo entronizado, perdiendo una vez más el trono y recuperándolo más tarde.

¿Bien está lo que bien acaba? Como quiera que sea, Luis el Piadoso tenía lo que más vale: ya desde pequeño «había aprendido a temer y amar siempre a Dios», como informa hacia 837 uno de sus biógrafos coetáneos, el ilustre franco Thegan, el corepíscopo del obispado de Tréveris, pavorde o prepósito de la fundación de St. Cassius en Bonn. Desde 781 fue Luis virrey de Aquitania, habiendo sido ungido por el papa Adriano I. Y el domingo 11 de septiembre del 813 su padre le hizo proclamar su sucesor en Aquisgrán y le hizo coronar como coemperador, aunque renunciando a cualquier posible participación por parte del papa y de cualquier eclesiástico.

Pero todo ocurrió delante de un altar y ocurrió «para gloria de nuestro Señor Jesucristo» tras largas oraciones de ambos soberanos. Carlos exhortó al hijo y sucesor a amar y temer especialmente al Todopoderoso, guardar en todo sus mandamientos, regir sus Iglesias, honrar a los sacerdotes como a padres y amar al pueblo como a su hijo. A los hombres orgullosos y malvados tenía que forzarlos a entrar en el camino de la salvación, ayudar a los monasterios y procurarse servidores temerosos de Dios. Apenas hubo terminado su exhortación en el Señor, y después de que Luis hubiese prometido observar todo lo ordenado, le mandó que se impusiera él mismo una segunda corona imperial. Tras lo cual el pueblo gritó: «¡Viva el emperador Luis!», y acto seguido ambos monarcas oyeron misa.

A partir de aquella coronación Carlos, que ya estaba bastante decrépito y cojeaba de un pie, no hizo —si hemos de creer al obispo Thegan— más que rezar, dar limosnas y «mejorar» o «corregir magníficamente» (optime correxerat), como dice el propio Thegan, los cuatro evangelios, la palabra infalible de Dios, antes de morir el 28 de enero de 814. Dejaba a su hijo un imperio gigantesco, fruto en su casi totalidad de las rapiñas que tanto él como sus ilustres predecesores y antepasados habían llevado a cabo, y que constaba de cuatro unidades fuertes: Francia, el centro del Estado con las cortes regias y las grandes abadías, Germania, Aquitania e Italia.[7]

Matar y rezar

Dos campos que desde largo tiempo atrás definían a cualquier soberano cristiano y que durante muchos siglos continuarían definiéndolos de manera decisiva, marcaron también la vida del joven Luis: la guerra y la Iglesia.

Todos los cristianos nobles tenían que aprender desde su temprana infancia el denominado oficio de la guerra. De ordinario, ya antes de la pubertad debían estar entrenados en la lucha ecuestre y con 14 o 15 años, y a veces incluso antes, tenían que ser capaces de manejar las armas. Y naturalmente «los nobles ardían en deseos de entrar en batalla» (Riché).

También Luis, que contaba con un cuerpo vigoroso y brazos fuertes y que en el arte de cabalgar, tensar el arco y arrojar la lanza «no tenía parigual», pero que según los resultados de la investigación era un hombre pacífico, acompañó ya a su padre en su deseo de aniquilar a los ávaros al menos hasta el bosque de Viena. Poco después, en 793, y de nuevo por orden paterna, apoya a su hermano Pipino en una campaña de castigo por Italia meridional. Antes el joven católico celebró «la fiesta del nacimiento de Cristo en Rávena», como escribe el autor de la segunda biografía coetánea (la única completa) de Luis —estando a sus propios datos era un eclesiástico desconocido de la capilla palatina, que desde el 814 vivía en la corte imperial y que por sus conocimientos astronómicos había sido nombrado astronomus—; después, «habiendo juntado las fuerzas, irrumpen en la provincia de Benevento y doquiera llegan lo devastan todo…».

Y, sin embargo, Luis era un cristiano especialmente bueno, mejor aún que su santo padre. En una gran cantidad de testimonios coetáneos, entre los cuales figuran no menos de 28 documentos de Fulda pertenecientes a los años 819-838, se le llama «pius», «piissimus»: por lo demás un predicado de los soberanos convertido desde largo tiempo atrás en una muletilla rutinaria. Pero a menudo se habla con entusiasmo de la «piedad» de Luis; más aún, el clérigo franco Ermoldo Nigelo en su panegírico épico «in honorem Hludovici Christianissimi Caesaris Augusti» (del que ciertamente esperaba la anulación de su condena de destierro), cree que Luis hasta gobernaba «con ayuda de su pietas». Por otra parte, sabemos que el emperador no recibió en vida el sobrenombre de «pius» (el Piadoso, le Pieux, il Pio, the Pious, incluso Louis le Débonnaire, el Bonachón, una moderna deformación de los historiadores franceses), sino que habitualmente se le designaba Hludovicus imperator. Dicho apelativo de «piadoso» se le otorgó lo más pronto a finales del siglo IX.

Pero ya de niño había recibido Luis el virreinato de Aquitania junto con un consejo de regencia y allí reemprendió la campaña de Benevento en la primavera del 794, acompañado de algunos «comites» de su padre. De ese modo no sólo pudo recortar el poder de la nobleza nativa, sino penetrar a menudo en el vecino país meridional, aunque ciertamente que sólo por orden superior; requisito necesario para todas las acciones de política exterior y especialmente militares del virrey.

Por orden de Carlos también irrumpió de continuo en España el hijo piadoso y pacífico. Sometió y destruyó Lérida. «Desde allí —escribe el Astronomus—, y después de haber devastado y quemado las demás ciudades, avanzó hasta Huesca. El territorio de la ciudad, abundante en campos de frutales, fue arrasado, devastado y quemado por las tropas y todo lo que se encontró fuera de la ciudad fue aniquilado por la acción devastadora del fuego.»

Como casi siempre ocurría por entonces, únicamente el invierno impidió al joven Luis proseguir las acciones típicas de la cultura cristiana. Por lo demás, el héroe católico no sólo pegó fuego a las ciudades, sino que en ocasiones también quemó hombres, aunque únicamente «según el derecho del talión» (Anonymi vita Hludovici). Todo muy bíblico: ojo por ojo y diente por diente. Y, según la misma fuente, apenas «ejecutado esto, al rey y a sus consejeros les pareció necesario iniciar el ataque contra Barcelona». Y después que los sitiados, hambrientos durante semanas, habían devorado los viejos cueros que servían de cortina en las puertas y otros, impulsados por la desesperación y miseria de la guerra, se habían lanzado de cabeza desde las murallas, el malvado enemigo se rindió. Y Luis lo celebró «con una fiesta de acción de gracias digna de Dios», marchó con los sacerdotes, «que le precedían a él y al ejército, en solemne procesión y entre cantos de alabanza, entró por la puerta de la ciudad y se encaminó a la iglesia de la Cruz santa y victoriosa…».

Naturalmente el rey Luis volvió de continuo contra el malvado vecino español, pues nada le quedaba más cerca. El Astronomus informa de tales ataques cada nuevo año. «Pero al verano siguiente le pareció necesario marchar con gran poderío militar contra España y avanzando por Barcelona llegó hasta Tarragona haciendo prisioneros a cuantos encontró, poniendo en fuga a otros mientras el ejército destruía todos los lugares, castillos y ciudades hasta Tortosa entregándolos a las llamas devoradoras.» Una y otra vez caían por sorpresa y por la espalda contra el enemigo totalmente indefenso: «asolaron por completo el país de los enemigos…, combatieron valientemente y les obligaron con la ayuda de Cristo a emprender la huida. Cuando les echaban mano los mataban y cargaban alegres con el botín… Pero el rey Luis regresó a casa después de haber recibido alegremente a los suyos y de haber asolado por entero el país enemigo».

Un cristianismo genuino.

A este respecto se lee de Luis en una antigua obra estándar católica que «siempre andaba de buen ánimo», que su ánimo era «noble» y su corazón estaba «adornado de todas las buenas costumbres» (Wetzer/Welte). Una espada ensangrentada y un corazón de oro es algo que encaja perfectamente en esta religión; ¿no era incluso un reflejo lejano y modesto del buen Dios y de su manejo del fuego infernal?

Así se expresa, en efecto, con su teológica afilada como un cuchillo el doctor de la Iglesia y papa Gregorio I «Magno»: «El Dios omnipotente, en tanto que bondadoso, no siente ninguna complacencia en el tormento de los desdichados; pero en tanto que justo se define como no compasivo mediante el castigo del malvado por toda la eternidad».

Una religión cómoda. Algo que sirve para todos los casos.

Justamente con ese Dios, bondadoso pero «no compasivo por toda la eternidad» con los malvados —y todos los enemigos lo son—, se daba todo tipo de robos y asesinatos, como ocurría ya en tiempos de los dichosos merovingios y de los pipínidas y se repetía de continuo en el Occidente cristiano. Y de nuevo leemos: «Mas con la confianza en la ayuda de Dios, los nuestros, aunque muy inferiores en número, obligaron a emprender la huida a los enemigos y llenaron el camino de los fugitivos con muchos muertos y sus manos no cesaron en la matanza (et eo usque manus ab eorum caede non continuerunt) hasta que desapareció el sol y con él la luz del día y las sombras cubrieron la tierra y aparecieron las estrellas luminosas para iluminar la noche. Con la asistencia de Cristo partieron de allí con gran alegría y llevando muchos tesoros a los suyos».

Casi romántico, como una pequeña sangría. Y desde luego siempre con Dios, con su ayuda, su bendición y su protección. Cuando por ejemplo se colgaba a alguno, «a casi todos los demás se les quitaban las mujeres y los hijos», para añadir de inmediato: «Después el rey y su pueblo regresaron a casa con la protección de Dios».

A veces Luis no podía dirigir y llevar a cabo «en persona» una campaña militar. Pero al año siguiente marchaba de nuevo contra Tortosa, «y de tal modo sitiaba y dañaba la ciudad con arietes, disparos de honderos, tejadillos protectores y otras máquinas de guerra, que los habitantes de la tal ciudad perdían la esperanza…». O la emprendía de nuevo contra los vascos. Sólo con que corriese el «rumor» de que pretendían levantarse, decretaba el rey una nueva campaña de castigo «para el bien público» entregando «todas sus posesiones al pillaje del ejército; finalmente, cuando estaba arruinado cuanto parecía pertenecerles, acudían solicitando clemencia y terminaban considerando como un gran don, después de haberlo perdido todo, la obtención del perdón» (Anonymi vita Hludovici).

Así se educa a los suyos. En una palabra, cada vez se afianza más la opinión del investigador Fichtenau de que con Ludovico Pío «la doctrina cristiana llegó a las capas más bajas…».

Pues para que la sangre de todos los asesinados bárbaramente no salpicase demasiado, para que esta crónica de la crueldad no se desbordase por completo, se pondera siempre con mayor énfasis lo espiritual y divino, para embadurnarlo después dignamente con la sangre. Y así como Luis «no tuvo parigual en tensar el arco o en arrojar la lanza» ni en el empleo de las técnicas militares y de los instrumentos de muerte, así también quien había sido educado en el severo espíritu monástico, el «Adjutor Dei», el ayudante y por así decirlo cómplice de Dios, lo que siempre quiere decir cómplice de la Iglesia, poseyó una dignidad curiosamente sacerdotal y hasta diríase que unas rodillas de propiedades eclesiásticas. Por ello en el mismo contexto el corepíscopo Thegan dice de él: «Nunca levantó la voz para la risotada». Y asimismo: «Cuando cada mañana acudía a la iglesia a orar, doblaba siempre las rodillas y tocaba el suelo con la frente orando humildemente por largo tiempo y a veces con lágrimas…». Y el biógrafo episcopal agrega a continuación: «y siempre le adornaban todas las buenas costumbres». Más aún, «impulsado por una piedad sagrada no dejaba de llevar a cabo nada de cuanto pensaba que podía redundar en honor de la santa Iglesia de Dios», enfatiza a su vez el Anonymus.

Luis el Piadoso estuvo desde su infancia bajo la influencia del clero.

Por lo cual desde muy temprano estuvo tan sujeto a la Iglesia, que de no haberlo impedido su padre se habría hecho monje. Y, como celebra también el Astronomus después de su muerte, «tan solícito fue del servicio divino y de la exaltación de la santa Iglesia, que a juzgar por sus obras se le podría llamar sacerdote más que rey». Piadoso, superclerical y hasta más bien hostil a la cultura impuesta por su padre, Luis no sólo sustituyó en Aquisgrán a los cortesanos sensuales por clérigos, sino que expulsó también a todas las prostitutas y encerró a su hermana en un monasterio.

De acuerdo con ello sus medidas de gobierno estuvieron marcadas por concepciones eclesiásticas y propulsadas en parte, y a menudo por entero, por prelados de la Iglesia. También cuando a partir del 819 se dieron cambios personales entre sus consejeros, cuando murió el arzobispo Hildebaldo de Colonia y el abad Helisacar se retiró, los nuevos consejeros y sobre todos el capellán mayor y director de la capilla palatina, abad Hilduino de Saint-Denis, abad asimismo de Saint-Germain-des-Prés, de Saint-Médard en Soissons, Saint-Ouen en Rouen y Salonne, no sólo estaban naturalmente cercanos a la Iglesia, sino que a su vez eran clérigos en su mayoría y en los asuntos eclesiásticos representaban una «orientación todavía más radical que la de sus predecesores» (Konecny) y más tarde serían los enemigos más encarnizados de su segunda mujer Judit.[8]

«Nueva acometida a la reforma…», hasta cinco litros de vino y cuatro litros de cerveza por día y canónigo

Especialmente en los primeros años después de asumir el gobierno general Luis mandó convocar una serie de sínodos en Aquisgrán y pronto hizo que se reuniera el alto clero para aconsejar los detalles de una gran reforma eclesiástica. Porque para su programa de la «renovado regni Francorum» la unidad de la Iglesia venía a ser el requisito indispensable para conseguir la unidad del imperio.

Así, por ejemplo, en la asamblea de Aquisgrán de finales del verano del 816 en las «Institutiones Aquisgranenses» se establece una regla para las canonesas; pero sobre todo se renovó la Regla de los canónigos de Chrodegang de Metz, que este santo obispo, descendiente de una de las «primerísimas» familias «de la nobleza franca», había fundado hacia el 755 en el sentido de la «vita communis». Frente a su «reforma» en el marco local se siguió de hecho una reforma que afectaba a todos, y muy especialmente «se persiguió entonces una orientación mucho más fuerte incluso de los canónigos hacia el ideal monástico» (W. Hartmann).

Una cierta idea de todo ello nos la proporcionan, por ejemplo, las prescripciones acerca de la comida y de la bebida del gran sínodo de Aquisgrán de 816. Cada canónigo —tan «iguales» eran todos ya en aquella época de comienzos del feudalismo— recibiría la misma cantidad de alimentos y de bebidas, consistente no sólo en cuatro «libras» diarias de pan, sino también entre uno y cinco litros de vino según las regiones. ¡Y hasta un suplemento de cuatro litros de cerveza, asimismo diarios! Por descontado que los investigadores ven «combatido» por vez primera el «ideal» monástico. (O como titula Wilfried Hartmann a este respecto: «a) Nueva acometida a la reforma». En el siglo XII la comida del domingo que hacía el cabildo de Bamberg constaba de ocho platos, en el XVIII la comida de aniversario del abad Ebracher constaba de veintiocho.)[9]

Lo que entonces (como hoy) estaba en el centro de interés del alto clero lo reflejan con bastante fidelidad los documentos, a saber: que su reino es «de este mundo».

Lucha por el «patrimonio eclesiástico» y contra la iglesia propia

Ya en 813 una gran cantidad de cánones de los cinco «concilia» francos (en Arles, Reims, Maguncia, Chalón y Tours) había recordado el patrimonio eclesiástico, los edificios de los templos y las donaciones a las iglesias; más aún, cada uno de los cinco sínodos trató el tema de los diezmos. Por lo demás, el afán de dinero de los eclesiásticos lo ilustra el hecho de que hubiera que prohibir (aunque no sólo en aquella época) ¡el establecimiento de mercados en la iglesia! Hay que pensar, sin embargo, que ya en los tiempos bíblicos la casa del Señor había sido convertida en «una cueva de ladrones». Nada tiene pues de extraño que después de la Navidad del 818 un «conventus» celebrado en Aquisgrán «tratase ampliamente sobre el estado de la Iglesia y de los monasterios»; ni que ya el capítulo 1 de la asamblea imperial de 818-819 se dedicase a la protección del patrimonio eclesiástico; ni que los capítulos 7 y 8 versasen sobre las donaciones a la Iglesia; mientras que el capítulo 12 entendía sobre los diezmos de las aldeas de nueva fundación y el 14 volvía una vez más sobre los diezmos y novenos de la Iglesia. Tampoco tenía nada de extraño que el capítulo 29 y último insistiera en el tema de los bienes eclesiásticos así como en el problema de las iglesias propias, que ya habían sido tratados a lo largo de los capítulos 6-14.

Una iglesia propia (ecclesia propria) era una denominada casa de Dios (monasterio), que estaba sujeta al derecho de propiedad privada, formando parte de la propiedad de un terrateniente civil o eclesiástico, la cual le estaba enteramente sometida tanto en el orden económico como en el espiritual. Así como a cada iglesia rural ya en el siglo IX le pertenecían por entero sus ingresos y fincas, así también el terrateniente de una iglesia propia disponía del edificio del templo como del resto de sus posesiones privadas. Disponía del usufructo completo de todos los bienes de la iglesia en cuestión junto con sus rentas, sus bienes, edificios, esquilmo y sobre todo tipo de impuestos, especialmente los diezmos, las regalías, los señoríos, etc. A él correspondían el nombramiento y destitución de los clérigos o (en los monasterios propios) de los abades.

La institución de las iglesias propias, iniciada ya en la Antigüedad sobre suelo romano, acabó difundiéndose por toda Europa y alcanzó su apogeo en los Estados germánicos de los siglos IX y X. Así pues, desde que se impuso la obligación general del diezmo y valía la pena construir una iglesia y convertirse en su propietario, las iglesias propias resultaron cada vez más lucrativas trocándose en objetos deseados de especulación económica, de compra, trueque, préstamo, donación, herencia, etc. En una palabra, las «casas de Dios» llegaron a ser «una inversión de capital rentable» (Schieffer), una «empresa productiva» (Nylander).

A ello se debió sin duda el que la Iglesia combatiera progresivamente en la Baja Edad Media la institución de las iglesias propias, que al principio había soportado por largo tiempo y que desde el período carolingio había conseguido el reconocimiento de hecho y de derecho. Sin embargo, curiosamente empezó por combatirla para guardar las apariencias, cuando se puso de manifiesto la especial perversidad de que los laicos dispusieran de los cargos eclesiásticos en las iglesias propias; más tarde combatió el usufructo privado por parte de los seglares, ciertamente más importante, hasta amenazar con la excomunión y acabar prohibiendo radicalmente la institución ¡mientras que permanecía incólume el señorío de los obispos y los monasterios sobre las iglesias propias![10]

Así, Luis el Piadoso, sometido como estaba a una fuerte influencia eclesiástica, también ensayó ciertas innovaciones radicales de política agraria respecto del patrimonio de la Iglesia, debiendo los laicos terratenientes renunciar a unas fuentes esenciales de ingresos y renunciar sobre todo a cualquier influencia sobre la ocupación de los ministerios eclesiásticos. El resultado de todo ello fue un enfrentamiento frontal del emperador con la nobleza.

Una y otra vez, sin embargo, los obispos recuerdan el «patrimonio eclesiástico» utilizado en provecho del Estado y la «injusticia» cometida contra tal patrimonio insistiendo en su devolución. Así lo hicieron en la dieta imperial de Attingny del 822, volviendo sobre el tema al año siguiente en Compiégne, al igual que en otras declaraciones precedentes y posteriores.

En un discurso ante el sínodo del 822 también abogó enérgicamente en favor del patrimonio eclesiástico el venerable Agobardo, arzobispo de Lyon, cuya gran misión vital fue la «cristianización del mundo» (Boshof) y —evidentemente sin la autorización del emperador— la lucha contra los judíos (a los que Agobardo ataca en cinco tratados ¡adelantándose a la consigna nazi de «No compréis a ningún judío»!). Pero el patrimonio eclesiástico tenía que ser sacrosanto en la medida de lo posible. En consecuencia el arzobispo declaraba inviolables todos los cánones, pues habían sido dictados por los concilios en consonancia con la Sagrada Escritura y bajo la inspiración del Espíritu santo. Luego cualquier transgresión de los mismos era una resistencia a Dios y cualquier secularización del patrimonio eclesiástico representaba una violación de los derechos divinos.

Ello hace que todo cuanto el clero quiera tener, arrebañar y retener, pertenezca a Dios. ¡Y a Dios no se le puede estafar en ningún caso! (Y el mundo creyente debe aprender que en la práctica Dios es siempre la cuadrilla de prelados afanosos de dinero y de poder.)

Luis el Piadoso también reforzó y fomentó la posición excepcional de los monasterios en la economía nacional mediante el otorgamiento de numerosas franquicias, derechos de moneda y exenciones de aranceles, y mediante la renuncia a las prestaciones de servicio militar. Esa política la continuaron sus sucesores, haciéndose cada vez más frecuentes sobre todo las concesiones mercantiles y monetarias.[11]

Reforma matrimonial y eclipses lunares, o de la superstición del emperador

Apenas puede sorprender que el código virtuoso y moral de la Iglesia se difundiera aún más bajo aquel soberano clerical, aunque a menudo sólo sobre el papel, como suele ocurrir. Especialmente vale esto para el derecho y la política matrimoniales de Luis. Se identificó por completo con los deseos del clero, y aquí no precisamente en favor del Estado. En efecto, si los merovingios cristianos todavía se habían entregado resueltamente a la poligamia, comportándose de manera parecida los primeros carolingios, hasta el punto de que durante largo tiempo la concubina llegó a tener casi el mismo rango que la esposa, de modo que la misma Iglesia la toleró en ocasiones, según lo certifica por ejemplo el sínodo de Maguncia (852, c. 15), Luis el Piadoso ya ni siquiera toleró el concubinato monógamo.

Al principio él mismo había vivido en abierto concubinato. Ya en 794, rondando los dieciséis años, se le había emparejado con Ermengarda, hija del conde Ingram de la familia de los Robertinos, para preservarle sin duda de los desenfrenos, de «los ardorosos impulsos de su carne», como anota un biógrafo anónimo. Efectivamente, según parece ya antes había tenido relaciones con mujeres, de las que nacieron Alpais y Arnulfo. Pero desde que se hizo con el gobierno soberano vivió tanto en su matrimonio primero como en el segundo de acuerdo con el derecho canónico, sin tomar ninguna manceba ni anular a capricho ninguno de sus matrimonios. De igual modo también a sus hijos los casó en matrimonios monógamos, al menos a los que le habían nacido de Ermengarda: Lotario (795), Pipino (hacia 797) y Luis (hacia 806), mientras que alguna de sus hijas tal vez sólo posteriormente contrajo tal matrimonio monógamo.

Con su reforma del derecho matrimonial, inspirada únicamente en las normas de la Iglesia, ciertamente que el monarca fracasó, por cuanto que la renuncia a la precedente pluralidad de formas matrimoniales así como a las formas especiales de matrimonio del soberano puso en peligro la unidad del imperio a la que aspiraba y comportó una notable inseguridad jurídica. Y después de él se volvió a las viejas concepciones jurídicas. En el imperio del Luis el Germánico y de Carlos el Calvo prevaleció con mucho el propio provecho sobre la doctrina eclesiástica, de la que las más de las veces sólo se tuvo un recuerdo, para eliminar a rivales políticos o a socios malquistos.[12]

El emperador fomentó asimismo la superstición cristiana, como por lo demás había hecho ya antes una larga serie de sus predecesores.

De continuo se habían llevado de Roma cadáveres sagrados, incluso hurtándolos, como el de san Marcelino y el de san Pedro (por mediación de Ratleik, el escribano de Einhardo, a través de Michelstadt en Odenwald); cadáveres que, según aseguran los anales imperiales, «se hicieron famosos por muchas señales y virtudes milagrosas». También llegaron «los restos del bienaventurado mártir Sebastián», el «santo del ejército», patrón de los soldados, además de protector contra la peste y las epidemias del ganado. Y asimismo «las reliquias del santo combatiente de Cristo» pronto proporcionaron «una cantidad tan grande de bendiciones que superan todo número. Y su calidad las hizo casi increíbles…». Pero, agrega el Anonymus eclesiástico —y esto ni siquiera por su propio ingenio, como ocurre a menudo, sino plagiando los anales imperiales—, «todo es posible para aquel que cree» (omnia possibüia esse credenti).[13]

Pronto reaccionó también el soberano de todos los francos, cuando inquietaron su ánimo algunos «signos», cosas de las que «se ocupó… mucho», como movimientos de los astros, cometas terribles, terremotos, eclipses lunares, grano caído del cielo, «sonidos increíbles… durante la noche», «relámpagos frecuentes y desacostumbrados, caída de piedras con el granizo, contagios de personas y ganado». No menos le conmovió el ayuno de una muchacha de unos doce años de la aldea de Commercy cerca de Toul, quien, naturalmente, «después de haber recibido la sagrada cena» de manos de un sacerdote, no comía ni bebía; ocurrió más bien, según refieren los anales imperiales, que «mientras persistía en el ayuno, no tomó ningún alimento corporal ni experimentó ningún deseo de alimentos, pasando así tres años enteros». Tales cosas le quitaban el sueño al atento emperador. Por lo mismo apenas pegaba ojo durante toda la noche, sino que aguardaba la mañana «entre cantos de alabanza y oraciones a Dios», y así tuvo claro «que tales signos maravillosos anunciaban una grave desgracia para el género humano». Por ello ordenó ayunos y oraciones incesantes a la vez que abundantes limosnas para obtener la reconciliación con la divinidad irritada por los pecadores que ni se arrepentían ni hacían penitencia. Las limosnas no sólo para los pobres, sino también evidentemente para los servidores de Dios, sacerdotes seculares y monjes, «y mandó que cuantos pudieran hacerlo celebrasen misa; no tanto por miedo a su bienestar cuanto por solicitud hacia la Iglesia que le estaba confiada», pese a que muchos signos, como él mismo sabía, «apuntaban a un cambio del imperio y a la muerte del príncipe…». Después de todo ello, «se entregó a la caza en las Ardenas» (Anonymi vita Hludovici).[14]

Año tras año guerras, asesinatos, mortandades, esclavizamientos. Y día tras día asistencia a misa y oraciones humildes y prolongadas. Mas todo se completa aquí —y no sólo aquí— como la cosa más natural del mundo «para gloria de la santa Iglesia».

A lo cual se añadía además la caza.

«… ese juego asesino que es la caza»

Para Luis el Piadoso la caza arrinconaba todos los años durante algunos meses hasta la guerra y la diplomacia, aunque por lo demás representaba una posibilidad de prepararse para la guerra. Con ello las gigantescas selvas de comienzos de la Edad Media quedaron empobrecidas de caza, «vacías hasta la inedia», de modo que un antiguo poeta sajón hasta pudo hablar de la «tumba del bosque» (waldes hleo). Sin embargo, «en el mes de agosto, cuando los ciervos están más gordos, se entregaba a la caza hasta que llegaba la temporada de los jabalíes». Esto ocurría simplemente «según la costumbre de los reyes francos». También de Pipino, hijo de Luis y rey de Aquitania, se relata la misma pasión. Incluso el clérigo Ermoldo Nigelo, que vivía en la corte aquitana, exhorta a Pipino para que no abandone los deberes de su alta vocación a causa de su desmesurada pasión por la caza y los perros.

Y la caza continuó siendo un ejercicio feudal y principesco a través de los siglos (para cometer el supuesto pecado de «anacronismo» histórico). Pues, como dice Christian Weisse, «de todos los placeres caballerescos no hay ninguno que agrade más a los grandes señores que ese juego asesino que es la caza». Y Friedrich Heer, que ha puesto de relieve la estrecha conexión entre caza y guerra, entre la caza de animales y la caza de hombres especialmente entre los nobles desde los tiempos de Carlos «el Grande», intenta analizar desde la psicología profunda y la metapolítica el «placer asesino de la caza de aquellos grandes señores».[15]

Cierto que la gente se entregaba y entrega a la caza sobre todo por el «placer» que produce, mas también en razón del provecho, pues por ejemplo a comienzos de la Edad Media un cierto Othere en dos días y sólo con seis auxiliares («lanzas») abatió 60 caballos salvajes. «Los occidentales aniquilan bosques, destruyen “biotopos” y exterminan la mitad de la población animal», escribe Johannes Fried en su valiosa obra Die Formierung Europas.

Tampoco a Luis el Piadoso le detuvo nada, ni milagros ni signos ni epidemia alguna. Incluso cuando en 820 estalló una epidemia singularmente fuerte entre hombres y animales, que en todo el imperio franco apenas perdonó «una franja del territorio», el apasionado Nemrod no renunció a «su habitual cacería de otoño». «Cacería de otoño», una suavización historiográfica. Porque el acoso de los animales hasta herirlos y matarlos en el coto de caza (brolium, foresta, forêt, bosque) celosamente protegido —incluso de los monjes— se prolongaba a menudo desde finales de verano hasta el invierno (especialmente con cetrerías para la caza de aves) preferentemente en Aquisgrán, en los Vosgos, las Ardenas, Eifel, en Franconia, como por ejemplo la hacienda Frankfurt en Kreuznach. Pero los merovingios también eligieron como estancia la región cercana a París en razón de sus extensos bosques; siglos más tarde el bosque aún se mantenía allí incólume.

A ello se sumaban especiales cotos de muerte en la inmediata proximidad de los palacios —los carolingios tenían sus propios «palacetes de caza» (más tarde hubo también especiales tratados venatorios)— con vistas a la caza con un séquito pequeño, y en ocasiones con invitados estatales y grandes festines. Así, en la visita del rey danés Harald a Ingelheim Luis le invitó a una cacería en una isla del Rin, con los consiguientes asados de ciervos, corzos, jabalíes y osos abatidos, «obteniendo también el clero algunas porciones excelentes». Y todo ello en medio del bosque, bajo una tienda airosa. Efectivamente, primero «la cacería de otoño» y después, «según la costumbre heredada que cada vez le resultaba más querida», de nuevo «la Natividad del Señor y la fiesta de Pascua» con la subsiguiente guerra del verano. A continuación los ciervos cebados. Y luego los rijosos jabalíes… El emperador «se divertía en otoño con la caza como de costumbre»; «se divertía hasta el período invernal en los… bosques con la caza»; «allí cazaba hasta que le apetecía y mientras se lo permitía el inminente frío del invierno»; practicaba «la pesca y la caza, a las que era aficionado desde hacía tanto tiempo». Y de nuevo celebraba «dignamente, cual correspondía» diversas fiestas, y en especial «la festividad del Nacimiento del Señor y las restantes» y sobre todas la de su Resurrección. Seguía entonces una nueva y festiva guerrita. «Pero en el mes de agosto, cuando los ciervos…»

Todo esto se lee como una sátira; pero no es un montaje mío, es el montaje de los propios soberanos. Son los puntos culminantes del año cristiano imperial. Y en ocasiones la caza domina todo el año, como ocurrió por ejemplo en el año 825. Apenas había celebrado en Aquisgrán «la sagrada fiesta de Pascua», a primeros de abril, «con la riente primavera marchó a cazar a Nimega». A mediados de mayo, vuelta a Aquisgrán para una asamblea imperial; después «partida hacia Remiremont en el bosque de los Vosgos para cazar»; «concluida la caza, marcha hacia Aquisgrán» para otra asamblea imperial en agosto; una vez más viaje a Nimega y «al terminar la cacería de otoño regresó a Aquisgrán a comienzos del invierno».

Gobernar resulta agobiante. Es necesario el esparcimiento. No sólo mediante la matanza de ciervos, corzos, ciervas y jabalinas, también con la matanza de lobos, osos, búfalos (bubalus), bisontes (urus), etcétera. En los bosques alemanes había muchas especies de animales. Y allí aguardaban simplemente para derramar su sangre para el emperador. Y para la aristocracia, naturalmente, que también acosaba a muerte a la «caza», la perseguía a caballo y la remataba, la asaeteaba y alanceaba en batidas con jaurías de canes especiales de persecución, presa y despedazamiento.

Todo hace suponer que ya a comienzos de la Edad Media los nobles monteros habían desarrollado «una técnica formal de caza con traíllas» (Schwenk) con muchos tipos de perros: pachones, perros de jauría, sabuesos, galgos, perros pastores, perdigueros, zarceros, lebreles, perros pajareros, perros de castor. Desde los terrier, los spitzer y pintscher, que se cuentan entre los perros de caza más antiguos, pasando por los pointer, setter, wachtel, spaniel, hasta los dogos, se creó y perfeccionó al máximo todo tipo de perros para satisfacer el placer asesino de los nobles, incluso en los monasterios, como el de Saint-Hubert en las Ardenas; perros que aparecían amorosamente reproducidos en los manuscritos monásticos y hasta en los altares de las iglesias. En efecto, la nobleza eclesiástica se mantuvo aquí firme, pese a las prohibiciones de los concilios. Y así. obispos, abades y simples sacerdotes hasta se procuraron costosas traíllas prefiriendo siempre el alboroto de la gran jauría a la misa dominical, pues «estimaban en menos los himnos de los ángeles que el ladrido de los perros» (obispo Jonás de Orleans).

Ya desde su infancia los hijos de los nobles eran educados para la caza. También Carlos, hijo de Luis, acompañaba a su padre ya a los tres años, junto con su madre Judit, como ocurrió el año 826 en Ingelheim. Y tan pronto como el pequeño Carlos divisaba la pieza —lo cuenta Ermoldo Nigelo, un clérigo franco, tal vez monje—, quería «perseguirla a toda costa, siguiendo el ejemplo de su padre». Suspiraba por un caballo y por tener armas. «Pero otros jóvenes dan caza a la cría que huye y se la llevan incólume a Carlos. En seguida la atrapa con sus armas de juguete y golpea al animal tembloroso.»

El entrenamiento empieza pronto. Así se educaba en el Occidente cristiano. Eso era «lo decoroso»…

Matar hombres y animales. Y rezar. Para ambas cosas había sido adiestrado Luis el Piadoso desde pequeño. Una actividad resultaba tan connatural como la otra. El mentado Astronomus escribe: «El sentimiento piadoso del rey había sido ya educado desde su primera infancia para el servicio divino y para la exaltación de la santa Iglesia, de modo que a juzgar por sus obras se le podría haber designado como un sacerdote más que como un rey». Consiguió, en efecto, que «todo el clero de Aquitania», que hasta entonces «estaba más entregado al ejercicio de cabalgar, al servicio de la guerra y a blandir la lanza», se comportase después en forma casi opuesta. Pues desde entonces floreció, gracias a Luis —quien, sin embargo, ni siquiera en período de ayuno (!), abandonaba por completo la práctica ecuestre—, el servicio divino a la vez que la ciencia profana «más rápidamente de lo que hubiera podido creerse». En efecto, aquel clero, que antes de Luis «estaba hundido por completo» (conlapsus erat), floreció por obra del joven rey, quien también reformó, restauró o fundó de nueva planta muchos monasterios —supuestamente 25 hasta el 814— en el ámbito de su jurisdicción, de modo «que personalmente quiso imitar el ejemplo memorable de su tío abuelo Carlomán y con ello pensaba alcanzar la cima de la vida devota».[16]

Ahora bien, de todo ello no resultó nada. El poder supo mejor. Porque cuando ya habían muerto sus dos hermanos mayores, Pipino y Carlos, «despertó en él la esperanza de la soberanía de todo el imperio» (Anonymi vita Hludovici). Y el pío potentado ya no se atribuyó el simple título de «rex Francorum», sino que desde el mismo comienzo se llamó «imperator Augustus».[17]

Purificación de Aquisgrán de «reos de alta traición» y de prostitutas

A la muerte de su padre tenía Luis treinta y seis años; se hallaba entonces precisamente en el palacio de Doué-la-Fontaine (Saumur), en Aquitania, el vasto territorio entre el Atlántico y el Ródano, entre el Loira y la cadena de los Pirineos, que no había sido sometido de forma definitiva hasta el 768 tras largos y encarnizados combates. Para empezar ordenó un funeral religioso con oraciones, himnos y una misa cantada. Después marchó a Orleans, donde el obispo local Teodulfo, un experto cortesano, lo ensalzó en una oda compuesta para la ocasión en un tono tan ampuloso como exaltado; y siguió por París hasta Aquisgrán, visitando ante todo los templos y monasterios de Saint-Aignan, Saint-Mesmin, Sainte-Geneviéve, Saint-Germain-des-Prés y Saint-Denis, tumba de su abuelo Pipino. Y en todas partes, dice el Astrónomo, la alta nobleza corría a su encuentro «apostando por él en número cada vez mayor». Incluso Wala, primo de Carlos I y uno de sus consejeros más influyentes, el hombre del que tal vez menos se lo había esperado, prestó de inmediato a Luis el juramento de fidelidad.

Todavía de camino ordenó el nuevo soberano limpiar de elementos indignos el palacio de Aquisgrán, donde el clero palaciego, rodeado de prostitutas, se había entregado bajo san Carlos a una vida de desenfreno; y a la vez mandaba «mantener cuidadosamente arrestados hasta su llegada a algunos que se habían hecho culpables por actos de lascivia particularmente espantosos y por el orgullo insolente del crimen de lesa majestad».

Supuestamente en la corte y en las aldeas circundantes se encontraba una chusma de «rameras, ladrones, asesinos y otros criminales» (Simson). Durante esa medida profiláctica fue asesinado en Aquisgrán un mensajero de Luis, el conde Warnar, y su primo Lamberto fue herido gravemente; también pereció su adversario Hoduino. Por su parte, el monarca piadoso, aunque en ocasiones iracundo, el «emperador siempre bondadoso para con los demás», en su «clemencia» hizo que al «casi» indultado Tulio «únicamente le sacasen los ojos», como anota enfáticamente el Astronomus.[18]

Y todavía antes de que Luis entrase en Aquisgrán se eliminó allí a algunas personas como «reos de alta traición». Pronto desaparecieron quienes precisamente en los últimos tiempos habían ejercido una influencia decisiva en la corte de Carlos, como fueron los hijos de Bernardo, un hermano del rey Pipino. A un primo segundo de Carlos, llamado Adalhardo, que era abad de Corbie en la Somme y que para entonces era ya un anciano, lo depuso sin interrogatorio ni juicio alguno, le despojó de sus bienes y lo hizo desembarcar en el monasterio de Saint-Filibert, en la lejana isla atlántica de Herí frente a la costa aquitana; y a su hermana Gundrada, la amiga de Alcuino, que a su vez era abadesa de media docena de monasterios, la hizo encerrar en una casa de freilas de Poitiers. Su hermano, el conde Wala, tomó la iniciativa y, adelantándose a la cólera de Luis, se retiró de inmediato al monasterio de Corbie, del cual expulsó el emperador a Bernar, que era el tercero y menor de los hermanos y que allí vivía como un simple monje, desterrándolo al monasterio de Lérins en una isla frente a las costas de Provenza.

También Bertha y Gisla, las hijas amadísimas de Carlos I y hermanas carnales de Luis, con numerosos cortejadores y con una vida amorosa muy airada, «la única mancha en la corte imperial», y que «desde largo tiempo atrás» venían irritando al Piadoso, fueron encerradas en diversos monasterios. Todo ello en contra frontalmente de la disposición paterna de que se les permitiese elegir entre matrimonio y velo, y frontalmente en contra de la promesa jurada que el propio Luis hizo en 813 de «ejercer siempre una clemencia inmutable» con sus hermanas y hermanos, los sobrinos y demás parientes. Sin embargo, el alejamiento de palacio de las hermanas, a las que después apenas se menciona, con destino desconocido, fue una de las primeras medidas de gobierno de Luis. Y probablemente la conducta «inmoral» de las mismas sólo fue un pretexto para el novato en Aquisgrán. En realidad lo que más temía era sin duda su injerencia, su rebeldía y su familiaridad con los funcionarios que desde hacía mucho tiempo dirigían lo asuntos del Estado: las temía porque podían manejar el poder mejor que él mismo.

Pero mientras el emperador no siempre se mostró indulgente dentro del círculo familiar, ni tampoco con parientes cercanos —como sus hermanastros Drogo, Hugo y Teoderico, «bastardos» de su santo padre habidos de las concubinas Regina y Adalindis y arrinconados desde el primer momento—, se mostró muy solícito con sus propios descendientes. A los hijos ya mencionados Lotario y Pipino los nombró virreyes de Baviera y Aquitania; a su retoño ilegítimo Arnulfo lo hizo conde de Sens y a su yerno Bego de Toulouse, de la familia de los Gerhardinos, que desde aproximadamente el 806 estaba unido a su hija Alpais, habida asimismo antes de su matrimonio, le otorgó el condado de París.

Más tarde fueron también preferidos los Güelfos, parientes de la ambiciosa emperatriz Judit, su segunda esposa. Su madre Heilwig recibió como obsequio la aristocrática abadía real de Chelles; su hermano Rodolfo, los monasterios de Saint-Riquier y de Jumiéges; su hermano Conrado, que se alzó como magnate en Alamania, obtuvo Sankt Gallen y como esposa a Adelaida, hija del conde Hugo de Tours, suegro de Luis.[19]

Apenas asentado el monarca en el palacio aquisgranense, no sólo asumió «todos los reinos, que Dios había dado a su padre» —bella expresión para referirse a uno de los grandes depredadores de la historia universal—, sino que se hizo mostrar, como era de suponer, «ante todo y con gran premura todos los tesoros de su padre, en oro, plata, piedras preciosas», etcétera, y naturalmente envió «la mayor parte del tesoro a Roma en tiempos del bienaventurado papa León…», según refiere el corepíscopo Thegan. Allí siempre había más necesidad que en cualquier otra parte. Y también el padre de Luis había enviado a la «Santa Sede» con gran generosidad bienes masivamente robados. Pues, como bien sabe el Fausto de Goethe:

La Iglesia tiene un buen estómago, ha devorado países enteros y así y todo nunca se ve harta…[20]

El emperador, el clero y la unidad imperial

Luís el Piadoso se mostró aún más complaciente con la clerecía que su padre, y los numerosos historiadores que le llaman devoto, clerical y mojigato llevan toda la razón. Ya a comienzos de su reinado renovó el joven monarca «todas las ordenanzas que en tiempos de sus antecesores se habían dictado en favor de la Iglesia de Dios». Para ello se apoyó casi exclusivamente en clérigos, en su mayoría «aquitanos», refiriéndose a los cuales dice una vez más el obispo Thegan, personaje bienquisto al emperador, que «se fió de sus consejeros más de lo necesario».[21]

Con excepción del archicapellán Hildebaldo de Colonia, Luis no dejó en su puesto a ninguno de los hombres que hasta entonces habían dirigido el Estado, nombrando para casi todos los cargos de responsabilidad de la corte a gente nueva y muy en especial a quienes ya habían ejercido una influencia decisiva en Aquitania.

Entre ellos figuraba el sacerdote Helisacar, que ya desde el 808 había presidido la cancillería aquitana y que ahora, en Aquisgrán, se hizo cargo de la cancillería imperial. Pronto se vio generosamente recompensado con la abadía de Saint-Aubin, más tarde con la de Saint-Riquier y quizá también con la extraordinariamente rica de Saint-Jumiéges junto con sus amplias posesiones, que se extendían desde el Loira al Escalda. En agradecimiento el sacerdote y abad en la sublevación del 830 se pasó al bando de los enemigos de Luis.[22]

Pero el que probablemente llegó a ser el consejero más importante del emperador fue el visigodo Witiza, a quien él veneraba grandemente, con su programático nombre monacal de Benito, y que era hijo del conde de Maguelone, uno de los temidos espadones. Como quiera que fuese, el tal Benito, educado en las cortes de Pipino III y de Carlos I (su fiesta se celebra el 11 de febrero), tomó parte como buen cristiano —como «buen cristiano», ciertamente, a la vez que como «gran soldado»— en las campañas militares de Pipino y de Carlos, antes de que la muerte trágica de su hermano lo empujase a vestir la cogulla monacal. Pero fracasó una y otra vez en su carrera de asceta. Abandonó el monasterio de Saint-Seine en Dijon, porque le pareció demasiado laxo. Después, en la heredad paterna de Aniane, en Montpellier, ahuyentó con su rigorismo a los primeros discípulos. Profesó entonces las reglas monásticas de Pacomio y Basilio, pues la Regla de Benito de Nursia sólo la encontraba útil «para débiles y principiantes». Mas cuando de nuevo entró en una crisis «vocacional», ensalzó precisamente dicha Regla, denostada «para débiles y principiantes», como la única norma válida de una existencia monacal.

Pero difícilmente puede hablarse de debilidad en la Regla benedictina. Cuando los monjes eran reprendidos por un prelado, tenían que postrarse a sus pies hasta tanto que él les diera permiso para levantarse.

Y si un monje huía, ordenaba Benito devolverlo a rastras con las piernas trabadas y azotarlo. También ordenó el santo disponer una cárcel en cada monasterio; y las cárceles monacales de la Edad Media eran bárbaras, siendo las condiciones de existencia en las mismas «extremadamente duras», pues la prisión «se equiparaba en las consecuencias a un castigo corporal» (Schild). Además aquella reforma monástica contenía «siempre una punta de acritud contra la ciencia y la cultura humanas» (Fried).[23]

El abad Benito de Amane —a quien Luis confió primero el monasterio de Maursmünster en Alsacia y después, muy cerca de Aquisgrán, el monasterio de Inden (Kornelimünster), una nueva fundación generosamente dotada con bienes de la corona, una especie de «monasterio modelo» en todo el imperio— permanecía mucho más tiempo en la corte que en su monasterio. El soberano acudía de todos modos con frecuencia al mismo, por lo que se le dio el nombre de «el Monje». Benito, que mandaba sobre todos los monasterios francos, continuó siendo hasta su muerte (821) el hombre clave de la corte, donde se ocupaba de menudencias, memoriales y reclamaciones a la vez que de las cosas importantes y graves, aconsejando sobre todo al emperador en la vasta reforma político-eclesiástica iniciada en 816.

El movimiento reformista del abad, inspirado en la Regla de Benito de Nursia, perseguía la formación de un único pueblo cristiano a partir de los numerosos pueblos del imperio —lo que respondía exactamente a la política estatal—; pretendía hacer del cristianismo la base de toda la vida pública; más aún, quería establecer la «Civitas Dei» sobre la tierra: un Dios, una Iglesia, un emperador, cuyo cargo contaba siempre dentro de la Iglesia más que cualquier ministerio conferido por Dios.

Por ello los prelados estaban fuertemente interesados en la unidad del imperio y precisamente sus caudillos defendieron con pasión la idea de tal unidad. Pero en modo alguno les interesaba en primer término el imperio, sino la Iglesia, teniendo ante los ojos el provecho de ésta sobre todo. Porque el principio de división, profundamente arraigado en la concepción del Estado y del derecho, condujo en su aplicación consecuente a un número cada vez mayor de reinos fraccionados según que un soberano dejara mayor número de hijos y herederos legítimos, y en consecuencia condujo también a unos reinos separados cada vez más pequeños, es decir, a una mayor fragmentación. Pero con la ruptura de la asociación estatal se rompió también la asociación eclesiástica: los bienes raíces, numerosos y a menudo muy dispersos, de iglesias y monasterios pertenecían a distintos señores, la administración del patrimonio eclesiástico y su control se hicieron más difíciles, mientras que su confiscación, especialmente en tiempos de crisis, podía llevarse a cabo de forma más fácil y rápida. En una palabra, para nadie fueron mayores los inconvenientes de la fragmentación y las ventajas de la unidad del imperio que para los obispos.

En efecto, la reforma monástica de Benito, su «principio de una regula», no sólo afectó a la vida monacal, a los denominados asuntos espirituales. Tan importante al menos, si es que no más, era el patrimonio eclesiástico. El emperador no quería que se dividiera ni mermase ni en su reinado ni en el de sus sucesores. Por lo demás prohibió también la ya largamente floreciente caza de almas, la atracción con halagos de niños y niñas al monasterio para poder así llegar a su fortuna; con ello prohibía un negocio muy en boga desde la Antigüedad y, dentro de lo que cabe practicado todavía hoy, como era el de desheredar a los parientes en favor de las iglesias.[24]

Además del hasta entonces canciller aquitano, el presbítero y abad Helisacar, y además del abad Benito de Aniane, el hombre que sin duda ejerció la máxima influencia sobre el emperador, especialmente desde el 819, fue Hilduino, abad de Saint-Denis, Saint-Médard en Soissons y Saint-Germain-des-Prés en París (¡un monasterio que en su entorno inmediato poseía más de 75.000 hectáreas de terreno!). Después de muerto el archicapellán y arzobispo Hildebaldo de Colonia, el abad Hilduino dirigió la capilla palatina, la clerecía cortesana e impuso poco a poco el título de «archicapellán» (archicapellanus). En una primera sublevación contra Luis en 830 cierto que el abad Hilduino, como el abad Helisacar, se pasó al bando de los enemigos del emperador, en el que se encontraba entre otros el caudillo del episcopado galo, el arzobispo Agobardo de Lyon, el gran enemigo de los judíos, que precisamente había destacado de manera especial bajo el rey Luis.[25]

La Ordinatio Imperii (817) y la ironía de la historia

El cambio básico constitucional, adoptado en la asamblea imperial que se celebró en Aquisgrán en julio del 817 y a la que asistieron numerosos grandes civiles y eclesiásticos y que —según el uso franco— fue precedida de un triduo de ayunos, oraciones y misas, ordenaba la unidad indivisible de la soberanía en el imperio franco. La nueva ley de sucesión al trono, la Ordinatio imperii, sustituía a la Divisio regnorum, la ley de división de los reinos y del ordenamiento sucesorio, dictada por Carlos I el 6 de febrero del 806 (la cual, de acuerdo con el derecho hereditario franco, preveía la repartición del imperio entre todos los hijos del emperador) y ordenaba algo nuevo en la historia de los francos y contrario al uso hasta entonces vigente de las divisiones del imperio y del tradicional derecho hereditario de todos los hijos legítimos del rey: configuraba ahora la imitas impertí sobre el modelo de la unitas ecclesiae, condenando cualquier división como un crimen contra el Corpus Christi. Con ello quedaban anuladas antiquísimas ordenanzas de sucesión al trono y viejos principios jurídicos, no sin favorecer los intereses de la Iglesia y «especialmente a los círculos del clero alto» (Schieffer).

Naturalmente todo el asunto se había discutido en todos sus detalles al nivel más alto. Mas como todo ello era contrario a unas concepciones imperiales profundamente arraigadas y resultaba nuevo por completo, se imponía «como ocurre siempre en tales casos», al decir de Bernhard Simson, «revestir el nuevo derecho, que quería crearse, con un nimbo religioso, con la aureola de la inspiración y la providencia divinas». Con una gazmoñería bien ensayada, con tres días de largos ayunos generales, con rogativas, celebración de misas, etcétera, se procedió a conocer la voluntad del Altísimo y finalmente el piadoso príncipe anunció algo que estaba decidido desde largo tiempo atrás, y que afectaba principalmente «al santo interés de la Iglesia», como una inspiración repentina de Dios. Así, ahora ya no se debía dividir el imperio obedeciendo al amor de Luis por sus hijos, sino que por obediencia a «Dios» sería más bien el hijo mayor, Lotario, quien se convertiría en el único soberano. Y así, también «por inspiración divina», fue elegido coemperador y coronado inmediatamente después, inculcándole ahora Luís —como en tiempos lo había hecho su padre con él— la protección de la Iglesia y en especial la de la Sede apostólica. Por lo demás, Lotario recibió la corona de su propia mano, sin intervención alguna papal o episcopal, y también recibió la mayor parte del imperio.

Los hijos menores, Pipino y Luis, obtuvieron el título de reyes a la vez que algunos territorios relativamente pequeños, aunque tampoco insignificantes: Pipino obtuvo Aquitania, Vasconia y la Marca de Toulouse con algunos otros condados, mientras que Luis recibía la mayor parte de Baviera, la Marca Oriental, Panonia y Carintia. Con vistas a prevenir tras la muerte de Luis el desmembramiento del imperio en reinos fragmentarios, ambos quedaron expresamente sometidos a Lotario, con notables recortes en los ámbitos más importantes de dominio restringiendo su autoridad a la política interna y, como reyes vasallos, estaban obligados a informar al emperador cada año. Sólo con la anuencia del emperador podían casarse, teniendo además que obedecer a la asamblea imperial. Para decirlo en pocas palabras, los hermanos menores fueron excluidos de cualquier participación igualitaria en la regencia.

Por otra parte, los reyes vasallos tenían el derecho de proveer a discreción todos los cargos en sus reinos, y no sólo los cargos civiles, como los condados, sino también los cargos eclesiásticos como eran las sedes episcopales y las abadías. Y por supuesto los obispados y monasterios francos (Saint-Denis, Saint-Germain-des-Prés, Reims, Tréveris, Fulda, etcétera) conservaban sus más bien extensas posesiones en Aquitania, Italia y otros territorios dependientes.

En la asamblea imperial de Aquisgrán del 817 los reinos fragmentarios se convirtieron así en partes del imperio. No formaban Estados autónomos, sino que estaban sometidos a Lotario, el soberano de todo el imperio, quedando excluida cualquier partición ulterior consecuente por ejemplo a otros herederos legales de sus hermanos. Todos juraron observar las disposiciones, que el emperador firmó de su propia mano.[26]

La ironía de la historia: la Divisio regnorum de Carlos I, dictada el 806, preveía la partición del imperio entre sus tres hijos. Mas como los dos hijos mayores murieron, quedó Luis como único soberano y el imperio permaneció indiviso. La Ordinatio imperii de Luis, promulgada el 817, intentaba asegurar la unidad del imperio en cualquier circunstancia. Pero la empresa fracasó —no obstante la inspiración divina— y el imperio se dividió. Y ello no sólo porque Bernardo, rey de Italia y sobrino del emperador, pasó por alto la Ordinatio imperii sin llamar la atención, sino también porque ninguno de los hijos menores del emperador estuvo de acuerdo con ella. El nuevo ordenamiento sólo condujo —como suele ocurrir— a una nueva contienda, a continuas rivalidades dentro de la casa imperial y con ello al comienzo de la gran crisis del Imperium carolingio.

Luis el Piadoso manda desollar y tonsurar a sus parientes y hace una confesión pública de sus pecados

La primera rebelión contra el nuevo ordenamiento de Luis, que había de asegurar la unidad del Imperio y de la Iglesia, del trono y el altar, partió de Bernardo de Italia. El hijo único del rey Pipino, el depredador del tesoro de los ávaros, educado tras la muerte de su padre (810) en el monasterio de Fulda, adoptó oficialmente después de la asamblea imperial de Aquisgrán (septiembre del 813) el título de «rey de los longobardos». Con el cambio de soberano había prestado vasallaje al nuevo emperador y «de nuevo incólume», como dice el corepíscopo Thegan, había regresado a Italia, pero sin haber sido incluido en la ley de división del imperio y ni siquiera haber sido mencionado en la misma. Mas cuando en virtud de la Ordinatio imperii hubo de someterse a Lotario I, hijo de Luis, como antes lo había estado a Carlomagno, su abuelo, y al emperador Luis, se rebeló con numerosos magnates de su reino. Por lo demás, y según refieren las fuentes de forma unánime, tal iniciativa no partió del joven soberano, que por entonces frisaba en los 20 años, sino de sus consejeros.

Algunos meses después de publicada la Ordinatio imperii del 817 Bernardo, olvidado por entero en la misma, junto con «algunos hombres perversos» (Annales regni Francorum) —entre los que figuraban el poeta de la corte, obispo Teodulfo de Orleans, los obispos Anselmo de Milán y Wolfoldo de Cremona así como algunos abades, según una fuente antigua—, montó una «sublevación», muy extendida aunque mal organizada. Se pretendía destronar a Luis y poner a Bernardo en su puesto. Mas todo hace suponer que no se trataba tanto de un destronamiento cuanto de asegurar la persistencia del pequeño reino de Bernardo.

El emperador movilizó grandes contingentes de tropas, exigió además a los abades y abadesas que «prestasen el servicio militar», porque «por astucia de Satán el rey Bernardo se había aprestado a la sedición», partió hacia el sur a marchas forzadas e hizo ocupar los pasos de los Alpes hacia Italia. Pero ya antes de que la sublevación hubiera empezado propiamente y sin ni siquiera haber cruzado las espadas, Bernardo se presentó con sus leales en Chalons-sur-Saone al parecer por su libre decisión. Depuso las armas y se arrojó a los pies del emperador. De forma parecida actuaron los grandes de Bernardo, quienes «apenas iniciado el primer interrogatorio declararon abiertamente y motu proprio todo el curso del asunto». Pero en vano. Luis los hizo apresar, los envió a Aquisgrán y allí, en la primavera del 818, durante la asamblea imperial, de manera delicada —como repite el analista imperial— y sólo después de que «hubiera pasado el tiempo de ayuno de la cuaresma» los hizo condenar a muerte, al menos a todos los considerados civiles, para después «indultarles» la pena de muerte por el cruel castigo de arrancarles los ojos: «simplemente se les privó de la vista»; lo que «jurídicamente era irreprochable» (Boshof).

Como verdugo del «rey siempre bondadoso con los demás», del monarca «que siempre solía ejercitar la clemencia», «de sentimientos misericordiosos por naturaleza», actuó el conde Bertmundo de Lyon. El rey Bernardo, a quien antes Luis había llamado hijo suyo, y que a su vez acababa de ser padre de un niño con el nombre del abuelo Pipino, se vio duramente castigado, y con razón. Se defendió y murió con las cuencas de los ojos vaciadas, «no obstante la manera clemente de actuar del emperador», dos días después, el 17 de abril del 818. También su tesorero y asesor Reginardo, al igual que Reginhar, hijo del conde Meginhar, cuyo abuelo Hadrad había tramado en 785 la conspiración de los turingios contra el emperador Carlos, se defendieron y sucumbieron al terrible procedimiento, por «no haber soportado con la suficiente paciencia el que les sacasen los ojos» (Anonymi vita Hludovici).

Los demás lo superaron. Y los obispos, abades y demás sacerdotes implicados escaparon como siempre mucho mejor librados, pues sólo fueron juzgados por el sínodo de sus iguales y el estado clerical —lo que debería animar abiertamente a la criminalidad— siempre protegía de lo peor. Desgraciadamente no protegía a los «laicos» de lo peor del clero. Sus rebeldes fueron conducidos a diversos monasterios el 17 de abril de 818, mientras que otros cómplices seglares o fueron desterrados o se les impuso la tonsura monacal, siéndoles confiscados sus bienes.[27]

Todos sospecharon de la crueldad de Luis el Piadoso, en especial contra el joven y alegre Bernardo, a quien sus consejeros engañaron. Pero ahora se hizo desconfiado, de modo que hasta a sus pequeños hermanastros, los hijos de Carlos I no nacidos de «matrimonio legítimo», les obligó a hacerse la tonsura encerrando a Drogo en Luxeuil, a Hugo en Charroux y a Teuderico en un lugar desconocido. Todo ello contra la voluntad de los mismos y contra su propia promesa jurada de ser inmutablemente misericordioso con sus hermanas, hermanos y demás parientes. Pero así frenaba cualquier eventual aspiración al imperio, cualquier participación en el gobierno. Más tarde se reconcilió con ambos y mediante la concesión de cargos y prebendas eclesiásticas compró su lealtad permanente. Su hermanastro Drogo fue obispo de Metz ya a los 20 años; su hermanastro Hugo fue abad del rico monasterio de Saint-Quentin y abad asimismo de los de Saint-Omer (Sithiu) y Lobbes; Teuderico parece que murió a edad temprana.[28]

Al brutal comportamiento del emperador contribuyó probablemente su influyente amigo el abad Benito de Aniane. En todo caso no deja de sorprender el que, apenas fallecido el santo en 821, ya en la asamblea imperial de Diedenhofen celebrada en el otoño perdonase Luis a los rebeldes supervivientes. Más aún, a los hermanos Adalhardo y Wala, que languidecían en un destierro de años, los devolvió de nuevo a la corte y los convirtió en sus consejeros importantes.

En agosto del 822 Luis hizo una confesión pública de sus culpas en la dieta imperial de Attigny del Aisne. Lamentó su crimen contra su joven sobrino Bernardo, muerto miserablemente; lamentó la dureza de su corazón contra sus pequeños hermanastros, a los que impuso la tonsura clerical, y contra Adalhardo y Wala, primos de su padre. Fue aquel un procedimiento singular en la historia de los francos, una humillación del emperador procedente del clero, detrás de la cual estaban tal vez de manera muy especial los primos de Carlos profundamente humillados en el pasado. En cualquier caso el acto penitencial impuesto por los prelados no disminuyó a los ojos del pueblo el prestigio del soberano, mientras él exaltaba el de los obispos, aun cuando ellos reconocieran de paso su negligencia tanto respecto de la doctrina como del ministerio «en muchos lugares, que no sería posible enumerar».[29] No, ahí se impone la discreción.

La avaricia de los grandes y los que nada tenían

Con el desarrollo de tales acontecimientos, lejos de mejorar, la situación del Estado más bien se agravó. El egoísmo, la insatisfacción y la desobediencia cundían por doquier. Las campañas militares cada vez reportaban menos éxitos en tanto que crecían las intrigas en la corte, las violaciones del derecho y la explotación por parte de los funcionarios, aumentando asimismo la venalidad y la brutalidad de la nobleza.

Cierto que las continuas querellas de dentro y las guerras de fuera a menudo habían hecho más ricos a los ricos; pero los pobres seguían siendo pobres o se empobrecían aún más. Se vieron por añadidura más explotados, oprimidos y humillados por la avidez de los magnates y de los sacerdotes. Los señores civiles y eclesiásticos dictaban los precios, desollaban a sus siervos y les hacían pasar hambre. Incluso, según un biógrafo de Luis, sus emisarios reales encontraron «una muchedumbre incontable de oprimidos», a quienes la injusticia de los funcionarios había privado de la herencia o de la libertad. Mas las intrigas de los grandes, sus luchas y rivalidades, su afán por explotar a los demás y procurarse prebendas cada vez más sustanciosas, la corrupción que reinaba en la Iglesia y la simonía que se daba sobre todo en Roma contribuyeron a incrementar más todavía la miseria de las masas.

Y mientras tanto muchos poderosos y ricos se entregaban a la caza, al juego, a la borrachera y la intemperancia; se abandonaban a la venganza de sangre y a todo tipo de excesos sexuales, mientras que en ocasiones vivían bajo el mismo techo con ladrones y criminales, sobornaban y se dejaban sobornar, apaleaban a quienes dependían de ellos casi como a personas sin ningún derecho, los azotaban, les hacían cortar la lengua y los mataban. Y mientras que los obispos nadaban en la abundancia, el lujo y la borrachera de poder, mientras que sacerdotes y monjes abandonaban sus casas y monasterios vagando de un lado para otro en busca de placeres y operaciones usurarias y mientras que dilapidaban el patrimonio eclesiástico, se emborrachaban, fornicaban y predicaban que «los derechos de los señores eran iguales por naturaleza», empujaban a la masa del pueblo a una pobreza cada vez mayor, la engañaban con falsos pesos y medidas y con precios que les chupaban la sangre. No pocos de los explotados emigraron o se defendieron formando bandas de salteadores, con lo que se multiplicaron los atracos, robos y asesinatos.

En su Historia de la Iglesia medieval Karl Kupisch escribe que también «salieron mal» los diferentes intentos de reforma eclesiástica apoyados por Luis el Piadoso; y ello porque «en la Iglesia tales esfuerzos tuvieron poco éxito, debido a que después de la muerte de Carlomagno el alto episcopado aspiró a la independencia y al aumento de las riquezas. También en los monasterios los resultados fueron muy modestos».

Fue una época, se lamenta Pascasio Radberto, abad de Corbie y testigo presencial, que «rompió los lazos de la fraternidad y de la sangre, hizo brotar por doquier las enemistades, separó a los lugareños, apagó la fe y el amor, dañó incluso a las iglesias y provocó corrupción en todas partes…». En una palabra, fue una época cristiana, una época como la que ya conocemos en lo esencial desde los primeros siglos. Y, de nuevo en lo esencial, también la conocemos en todos los siglos posteriores. Fue una época, como señala el franco Nithard, uno de los pocos escritores laicos de la primera Edad Media, en la cual el imperio fue empeorando de continuo, «porque cada uno, empujado por sus malas pasiones, sólo buscaba el propio provecho». Y esto último volvería a contar desde luego en muchos períodos históricos, hasta hoy mismo.

A los males dominantes empujaron las catástrofes naturales: lluvias casi interminables, riadas, grandes incendios, como ocurrió el año 823 cuando sólo en Sajonia ardieron por el rayo 23 aldeas «de día y con un cielo claro». Los terremotos sacudieron el mundo, las epidemias se desataron sobre todas las criaturas, y en ocasiones «apenas una franja de tierra» se vio libre de las mismas en todo el imperio. Hicieron estragos algunos inviernos duros, largos y con mucha nieve, en los que sucumbieron hombres y animales, y hasta las grandes vías de agua del Rin, del Danubio y del Elba se helaron, a veces durante muchas semanas, de modo que podían cruzarlos carros cargados de mercancías «como por un puente»; a comienzos de la primavera seguía el deshielo devastador. Hubo veranos extraordinariamente secos y calurosos. Fueron frecuentes las hambrunas. La producción agrícola de la Alta Edad Media está «lejos de mostrar un alto grado de dominio de la naturaleza, sino más bien un bajo nivel de cultivo» (Bentzien). La mortandad fue en aumento. Y la miseria creció de continuo en aquellos primeros veinte años.[30]

Y a ello se sumó, como siempre, la política exterior.

Luis el Piadoso hizo la guerra casi año tras año cual convenía a un soberano cristiano y creyente, debido sobre todo a conflictos dinásticos y a problemas de política interna. Pero una y otra vez traspasó también las fronteras o las hizo traspasar, aunque ya como soberano universal casi nunca participó personalmente en las campañas sino que hacía que otros combatiesen por él; en efecto, ése era ya desde hacía largo tiempo el método de todos los gobernantes en unas matanzas para entonces mucho mayores.

Apenas interesaban ya los pactos.

Poco después de la subida al trono del emperador, por ejemplo, el rey sarraceno Abulaz, padre de Abderramán, emir de Córdoba (796-822), solicitó una paz de tres años. «Ésta se observó al comienzo —informa el biógrafo anónimo de Luis—, pero más tarde volvió a ser rechazada cual poco ventajosa y se proclamó la guerra contra los sarracenos.» «Tras la derogación de la paz ficticia, se declaró la guerra», según él mismo comenta otra vez. Ni los merovingios ni los carolingios supieron utilizar la paz. Y así, bajo aquellos príncipes cristianos las matanzas eran casi tan regulares como las oraciones; y en cualquier caso tan pronto como los caballos encontraban forraje, «seguían los amables alicientes del verano…», anota la misma fuente poco después. Entonces apenas se dejaba pasar ninguno de tales alicientes sin golpear en alguno de los puntos cardinales, en varios y a veces en todos al mismo tiempo. Y, naturalmente, «con la ayuda de Cristo…».[31]

Finalmente, la guerra contra los paganos y los enemigos de la santa Iglesia era un deber sagrado. Y así como ya los clerizontes guerreros acompañaban a la primera Majestad cristiana, también lo hicieron los monarcas carolingios. «Cada obispo debe celebrar tres misas con tres salmos: una por el rey, otra por el ejército de los francos y la tercera por la tribulación momentánea.» Con ello los espadones francos saqueaban sin freno alguno el territorio enemigo; antes el saqueo estaba prohibido. Pero después se aplicó «una política de tierra quemada…; y quienquiera que caía en manos de la leva era eliminado. Aquitania, Bretaña, Sajorna, Septimania y muchas otras regiones fueron hasta tal punto devastadas, que las secuelas pudieron rastrearse durante siglos» (Riché).[32]

Guerra contra daneses, sorbios y vascos

La investigación más reciente atribuye sí a Luis el Piadoso el «intento de una fundamentación ética general para su política» (R. Schneider). Pero, además de que el intento no es todavía una realidad, la política no la hacían únicamente el emperador y su corte. Y cuando al comienzo de su reinado ordenó Luis hacer indagaciones en todos los territorios de su imperio, como el corepíscopo Thegan escribe con ingenuidad casi conmovedora, de «si alguien había cometido algún desafuero», sus hombres encontraron «una multitud innumerable de oprimidos, bien fuese porque se les había privado de la herencia paterna o porque se les había arrebatado la libertad; cosa que funcionarios, condes y delegados solían hacer de forma maliciosa…». ¡Con lo que se trataba ya a los propios súbditos como después se trató sólo a los enemigos!

En 815 un ejército sajón-abodrito atacó a los daneses; pero, tras una serie de devastaciones «por doquier», regresó con cuarenta rehenes sin haber logrado nada. En 816 Luis envió a sus tropas contra los sorbios. Esta vez «cumplieron eficazmente» (strenue compleverunt, Anales imperiales) las órdenes del emperador y les atacaron, como dicen las fuentes, «con tanta rapidez como facilidad con la ayuda de Cristo», y «con la ayuda de Dios obtuvieron la victoria». El emperador, sin embargo, «se entregó a la caza en el bosque de los Vosgos». Asimismo en el otro extremo del imperio, en las pendientes septentrionales de los Pirineos, se sublevaron los vascos que fueron sometidos «por completo» (Annales regni Francorum), aunque sólo tras dos campañas militares. Después de lo cual, según el Anonymus, «desearon ardientemente la sumisión», que precisamente intentaban rechazar.[33]

Guerra contra los bretones

Repetidas veces llevó a cabo Luis campañas devastadoras contra los levantiscos bretones, cuyos príncipes pretendieron en varias circunstancias el título de rey. En varias ocasiones atacó al «pueblo mendaz, orgulloso y rebelde», que ni siquiera su padre había logrado dominar enteramente y que ya los merovingios, antes de Carlos y Pipino, quisieron someter en repetidos intentos.

En el verano del 818 marchó en persona —casi su única campaña militar como emperador— con un ejército de francos, borgoñones, alamanes, sajones y turingios contra los «rebeldes bretones, que en su audacia osaron nombrar rey a uno de los suyos, de nombre Marmano, rechazando cualquier obediencia» (Anonymus). Los altivos cristianos, que miraban por encima del hombro a las gentes que les resultaban tan extrañas, reclamaban la «soberanía» con sumisión y tributos. El rechazo del homenaje, del tributo (cincuenta libras de plata «desde antiguo»), les bastó ciertamente como motivo de guerra. Así y todo puede que también movieran a Luis motivos clericales. La Iglesia bretona seguía siendo todavía bastante autónoma; es decir, estaba regida principalmente por la Iglesia escocesa, que se apartaba de las normas benedictinas y escapaba de forma notable a la influencia de Roma. El clero franco abominaba sobre todo de la mayor libertad del derecho matrimonial bretón y de la celebración de matrimonios entre parientes cercanos.

Ya al comienzo de la marcha peregrinó Luis en París de un templo a otro. Y de camino visitó monasterio tras monasterio y, según la costumbre, fue abundantemente agasajado por los abades Hilduino de Saint-Denis, Durando de Saint-Aignan, celoso funcionario de su cancillería, por el abad Fridugis de Samt-Martin-en-Tours, etcétera. Después continuó devastando el país, pero todo «sin gran esfuerzo» al decir del analista imperial. El piadoso soberano, del que su coetáneo el obispo Thegan exalta cuidadoso que «progresaba de día en día en virtudes sagradas, cuya enumeración llevaría demasiado lejos», aplastó a los bretones con su prepotencia. Redujo a cenizas el conjunto de las construcciones a excepción de las iglesias, y en medio de todos los incendios y asesinatos se hizo informar ampliamente sobre el monaquismo del país por el abad Matmonoco de Landevennec.

Matar y rezar, rezar y matar; así todo iba bien y todo estaba permitido, al menos en la guerra, con tal de que ocurriera en favor del bando «ortodoxo». El rey Mormano, que degolló a una parte del séquito franco, cayó a manos de un guarda de los caballos imperiales, Choslo, que le hundió la lanza en las sienes y después le cortó la cabeza con la espada antes de sucumbir a su vez a manos de un bretón, el cual por su parte murió a manos del escudero de Choslo, al que todavía consiguió atravesar el bretón, ya agonizante: vistas interiores de la guerra, cabría decir que una instantánea de la muerte dulce y honrosa por la patria… Una gran multitud fue hecha prisionera, se les arrebató abundante ganado y los bretones se sometieron «a las condiciones impuestas por el emperador, cualesquiera que fuesen… Y fueron seleccionados y tomados los rehenes que él ordenó y todo el territorio se organizó a su voluntad», escribe el Astronomus.[34]

Guerra contra abodritos y vascos

En 819 envió Luis un ejército a través del Elba contra los abodritos. A su príncipe desertor Sclaomir (809-819) lo apresaron y condujeron a Aquisgrán, ocuparon su territorio y a él lo desterraron. Poco después volvieron a derrotarle; pero estando todavía en Sajonia sucumbió a una enfermedad administrándole en el ínterin el sacramento del santo bautismo. El pueblo eslavo de las riberas del Elba era todavía totalmente pagano y la supremacía de Luis aún se vio expuesta a graves sublevaciones durante los años 838 y 839.

También contra los levantiscos vascos o sus parientes los vascones obtuvo el príncipe, tan a menudo exaltado como pacífico, una victoria sangrienta en 819.

Desde la derrota de Roncesvalles Gascuña fue para los francos una especie de tierra de nadie, sólo con gran esfuerzo vigilada por el conde de Toulouse. Cierto que ya emperador nunca más volvió Luis a visitar personalmente el territorio de su temprana experiencia de combatiente; pero en 816 puso la zona limítrofe con la España islámica bajo el reforzado control de un conde de Burdeos y duque de los vascones. Y en 819 su hijo Pipino, mediante una incursión militar contra Gascuña, que a comienzos de la Edad Media era un ducado independiente, «impuso la tranquilidad en aquella provincia de forma tan completa, que ya no se dio allí ningún rebelde o desobediente». Entretanto el soberano —según observan de nuevo el analista imperial y el Astronomus— «se entregaba a la caza en las Ardenas como de costumbre». Y desde luego durante los años veinte los choques con los moros fueron continuos.[35]

Guerra contra los croatas

El emperador sostuvo con gran esfuerzo una guerra de tres años contra los croatas.

Los croatas eran eslavos, que en los primeros siglos cristianos vivían como nómadas o seminómadas en la región de los Cárpatos y que en el siglo VII emigraron a Dalmacia y Panonia. Pero no sabemos casi nada sobre su historia en aquella época y en la inmediatamente posterior. Hacia el 800 fueron sometidos durante la matanza de los ávaros, aunque de forma aún no definitiva, mientras que eclesiásticamente la Croacia panónica y dálmata quedaba sujeta al patriarca de Aquileya.

En 819 el duque de la Panonia inferior, Ljudevit Posavski (fallecido en 823), que gobernaba los territorios entre el Drave y el Sava, se alzó contra derecho, instigado ciertamente por el patriarca Fortunato de Grado, quien puso a disposición de Ljudevit hasta los obreros, canteros y albañiles, forzados a la construcción de una fortaleza.

Cierto que en tiempos el patriarca había mantenido muy buenas relaciones con el poderoso emperador, había aparecido reiteradamente en el norte y por vez primera se había presentado en palacio ya en el verano del 803 con ricos presentes. El propio soberano había otorgado amplios privilegios a la ciudad de Salz del Saale (hoy Bad Neustadt), y entre otros un beneficio en el imperio franco. Pero ahora el acomodaticio príncipe de la Iglesia, cediendo a su ambición de riquezas y de poder, creyó en la potencia más fuerte de las tribus eslavas, en el futuro del vecino reino eslavo, allí olfateó que prosperaría, y prestó en consecuencia su colaboración. (Tales giros hacia el este se dan una y otra vez en el curso de los siglos entre prelados ambiciosos de poder, y naturalmente también y sobre todo en Roma… hasta por ejemplo el papa León XIII, que antes de la primera guerra mundial tuvo una trayectoria brillante no sólo en Francia sino asimismo y más aún en Rusia.)

Pero si en tiempos el patriarca Fortunato había buscado la protección de Carlos frente a la venganza de los bizantinos, ahora, al ser enviado a la corte del emperador Luis, huyó a Bizancio. Hay mentecatos y oportunistas, incluso ilustrados, que de continuo deslizan en los oídos de todo el mundo una frase superestúpida, que resulta muy útil para pescar en río revuelto: la historia no se repite. Pero todo lo que es típico y notorio en la historia, la traición, la opresión, la estupidez, la explotación, las crisis económicas, las oscilaciones de la moneda, los crímenes y los asesinatos cometidos en nombre del Estado, todo se repite incesantemente. El causante, sin embargo, quien abre la danza en torno al becerro de oro y quien se burla de los danzantes, es siempre el mismo, semper ídem.

Cierto que con su rebelión contra el poder central franco en 819 Ljudevit logró de momento afianzarse contra el margrave Cadolah de Fríuli; pero después fue vencido junto al río Drave por el sucesor de Cadolah, el margrave Balderico de Fríuli (quien a su vez no sobrevivió a su retirada ignominiosa) siendo expulsado del país. Sin embargo, Ljudevit aún pudo vencer a Borna, el soberano de los croatas costeros, con quien en 818 había viajado a la asamblea palatina de Aquisgrán. Allí sucumbió el propio suegro de Ljudevit, Dragamoso, como compañero de armas de Borna, aunque éste consiguió huir gracias a su escolta personal. El príncipe croata intentó también sacar provecho de los francos y desde las plazas fuertes de la costa presentó una resistencia eficaz al rival que había penetrado en Dalmacia. Le atacó unas veces por la retaguardia y otras por los flancos, según dicen de día y de noche, obligándole al final a una retirada desastrosa, «pues habían caído tres mil de sus soldados habiéndose apoderado de más de trescientos caballos», según cuenta el analista imperial, mientras que el soberano se recuperaba una vez más de las fatigas del gobierno en el coto de Eifel. En 820 de nuevo apareció Borna en Aquisgrán a fin de preparar allí una guerra total contra Ljudevit; pero falleció al año siguiente, probablemente de muerte violenta.

En 820, tan pronto como los caballos encontraron forraje fuera, tres ejércitos de Luis avanzaron a la vez desde tres puntos distintos, desde Italia, desde Carintia y desde Baviera y Panonia superior, sobre el territorio de Ljudevit, «del tirano» (Anonymi vita Hludovici) y saquearon «casi todo el país» (Annales regni Francorum), aunque sin obtener resultados duraderos. Más aún, una parte considerable de la tropa (que cruzó Panonia) sucumbió a una epidemia, mientras que Luis el Piadoso se dedicaba «como de costumbre a la caza» en las Ardenas. Y ya al año siguiente (821) de nuevo tres de sus huestes de degolladores arrasaban «todo el territorio» de Ljudevit, en tanto que su Majestad «pasaba el resto del verano y la mitad del otoño cazando en el lejano bosque de los Vosgos» (Anales imperiales).

Durante el 822 se combatió en casi todos los puntos cardinales.

En el sureste las tropas avanzaron desde Italia sobre Panonia. El croata tuvo esta vez que retirarse a Serbia, donde disfrutó de la protección y hospitalidad de un príncipe serbio, al que asesinó alevosamente para adueñarse de su fortaleza y de su ciudad. (Pero entretanto, y antes de que el propio Ljudevit se retirase en 823 al castillo de Srb, a orillas del Una, donde «fue muerto por alguien de forma artera», siendo por lo demás huésped de un tío del príncipe croata Borna, todo el territorio entre el Drave y el Save volvió a la soberanía franca.)[36]

En el norte, donde los sajones habían edificado por orden de Luis una fortaleza en Delbende, al otro lado del Elba, se estableció una guarnición, expulsando «del país a los eslavos, que lo habían habitado hasta entonces» (Annales regni Francorum).[37]

Y también en el suroeste y en el noroeste arreciaron los robos y los asesinatos.

Guerra en España y contra los bretones

Los condes de la Marca Hispánica penetraron por el Segre «hasta el interior de España» y «de allí regresaron felizmente con un gran botín», después de «haberlo asolado e incendiado todo», como escribe el Astronomus. El analista imperial anota asimismo la devastación de los campos, la quema de las aldeas y «el botín no pequeño», agregando a renglón seguido: «De igual manera, después del equinoccio de otoño los condes de la Marca Bretona llevaron a cabo una incursión en las posesiones de un bretón rebelde llamado Wihomarco y todo lo devastaron a sangre y fuego».

Y por qué no iban a hacerlo, cuando en definitiva la dignidad imperial se entendía «como una misión divina y como un ministerio eclesiástico» (Schieffer). Pero Luis se entregó después «a la caza en las Ardenas» y más tarde acudió a una dieta imperial en Frankfurt, donde tenía que «recibir de todos los eslavos orientales… embajadas con presentes»: de los abodritos, los sorbios, los wiltzos, los bohemios, los moravos, los predenecentros (un grupo oriental de los abodritos, en el cantón de Branitschevo) así como de los ávaros de Panonia, pueblo éste que después desapareció de la historia para siempre.[38]

Pues en la corte se hacían pagar espléndidamente dejando sentir todo su poder. Incluso al lejano príncipe Grimoaldo de Benevento le obligó el emperador desde su subida al trono «mediante pacto y juramentos (pacto et sacramentis) a que ingresase anualmente 7.000 sólidos de oro en el tesoro real» (Anonymi vita Hludovici)[39]

En 824 el monarca marchó de nuevo con tres grupos de ejército —él personalmente mandaba uno— contra los bretones y su príncipe Wihomarco, sucesor de Mormano. Los otros dos cuerpos de ejército estaban al mando de los hijos del emperador Pipino y Luis, a los que evidentemente se unieron de manera muy especial los caudillos de los cantones limítrofes, los condes de Tours, Orleans y Nantes.

Al igual que en el otoño los tordos y otros pájaros caen en apretadas bandadas sobre los viñedos para comerse las uvas, así también los francos irrumpían al comienzo de la cosecha y saqueaban los abundantes productos del país. Así lo cuenta en el canto cuarto de su epopeya el sacerdote franco Ermoldo Nigelo, quien armado de escudo y espada acompañó a la expedición militar contra los bretones, cantándola (no sin cierta ironía personal) como una gran proeza de Luis. «Buscan las riquezas escondidas en bosques, pantanos y tumbas. Se llevaron consigo a unos hombres desgraciados, ovejas y bueyes. Los francos lo asolaron todo. De acuerdo con las órdenes del emperador las iglesias fueron respetadas, pero todo lo demás fue pasto de las llamas.»

A lo largo de cuarenta días, informan las fuentes francas, Luis el Piadoso asoló «todo el país a sangre y fuego», «lo castigó con una gran devastación» (magna plaga), él que no dejaba de ser «el más piadoso de los emperadores», como lo ensalza el corepíscopo Thegan, «pues ya antes respetaba a sus enemigos, cumpliendo la palabra del evangelista que dice “Perdonad y se os perdonará”». Luis destruyó campos y bosques, aniquiló buena parte de los rebaños, mató a muchos bretones, se llevó a muchos prisioneros y regresó con rehenes «del pueblo desleal». (El rey Wihomarco fue cercado poco después en su propia casa por las gentes del conde Lamberto de Nantes, que lo mataron a palos.)

Menos «afortunadamente» terminó el mismo año una expedición militar contra Pamplona, cuando de regreso a través de los Pirineos parece que los francos tuvieron su merecido en el mismo desfiladero de Roncesvalles, donde según cuenta la leyenda, la retaguardia de Carlomagno fue aniquilada en 778 luego de haber destruido la ciudad vasca de Pamplona. Ahora, apenas medio siglo después, en aquella oscura garganta las tropas de los condes Aeblo y Asenario «fueron exterminados por los habitantes desleales de las montañas… casi hasta el último hombre». Los dos condes escaparon con vida «tras la pérdida de todo su ejército» (Astronomus)[40]

En su legislación el emperador empezó de nuevo a apoyarse claramente en la Iglesia, con cuyos representantes había tenido que vivir experiencias tan dolorosas sin haber podido o sabido sacar ninguna lección. Como quiera que fuese luchó abiertamente por el honor y la protección de aquella Iglesia, por su exaltación y naturalmente también por la dignidad de sus servidores, a quienes había que prestar reverencia y cuya predicación había que escuchar. Reclamó ayunos, la santificación del domingo, la erección de escuelas para la formación del clero, y también se vio obligado a exhortar a los obispos «para que cumplieran sus deberes pastorales en todo su alcance».[41]

Mas no podía abandonarse únicamente a Dios y a la Iglesia. De ahí que en aquellos tiempos siempre difíciles, cada vez que Luis imploraba la bendición del cielo sobre sus proyectos, nunca olvidaba lo que sobre todo confería a los mismos su eficacia decisiva. Así, cuando sólo algunos años después impuso a todos un ayuno de tres días y solicitó el apoyo del Altísimo, pensando en los enemigos de los cristianos ordenó al mismo tiempo que todos los sujetos al servicio militar estuviesen listos con caballos y armas, con ropas, carretas y provisiones, para que llegado el caso pudieran intervenir de inmediato. Así tenía que ser: a quien se ayuda. Dios le ayuda…[42]

Desde luego cuando en 826, estando en la corte real de Salz sobre el Saale, supo de la defección del ilustre Aizo y de la revuelta que había provocado en la Marca Hispánica, donde había puesto de su lado los castillos que poseía, a los condes sin ninguna lealtad y a la población enormemente explotada, y a menudo expulsada o esclavizada por sus cortes, el monarca decidió de inmediato reflexionar a fondo sobre el feo asunto y sobre todo empezó por dejar que su cólera se desvaneciese con la cacería de otoño («autumnali venatione»).

Entretanto Aizo puso guarniciones en los castillos tomados, conquistó otros, tanteó a los moros, que contaban en la península con un Estado que funcionaba bien y con los que la población de godos y autóctonos —que ya bajo Carlos I se habían lamentado amargamente de la opresión que sufrían por parte de los condes cristianos y de sus esbirros— se entendía mejor de cuanto hubiera podido esperarse. Día tras día trataban y negociaban entre sí con la plata acuñada por los francos y las monedas de oro árabes. Y Aizo, que evidentemente intentaba arrancar a los francos la Marca Hispánica, no dejó de contactar con el emir de Córdoba Abderramán II (822-852), y a fe que con gran éxito.

Luis el Piadoso, por su parte, envió primero (827) hacia el sur al abad Helisacar, su antiguo canciller, y después a su hijo Pipino, rey de Aquitania, «con innumerables tropas francas». Pero los moros, que habían cruzado el Ebro. que habían saqueado las regiones de Barcelona y Gerona, que habían pegado fuego a las iglesias y asesinado cruelmente a los sacerdotes llevándose consigo a muchos cristianos, pudieron regresar a Zaragoza sin ni siquiera haber visto el cuerpo de ejército franco, que por los motivos que fuese llegó demasiado tarde; lo que ciertamente permitía barruntar «imágenes de matanzas horribles en un futuro inmediato», como advierte el Astrónomo. En consecuencia el monarca, tan piadoso como supersticioso, cuando tuvo noticia de los signos terribles envió «tropas auxiliares para proteger el mencionado margraviato y hasta que llegó el invierno se entretuvo con la caza en los bosques cercanos a Compiegne y Quierzy». En 828 otra expedición de su hijo Lotario «con un numeroso ejército franco» tampoco obtuvo resultado alguno. Y Aizo desaparece de la historia sin dejar rastro.[43]

Guerra contra los búlgaros

También estalló un conflicto con los búlgaros.

Su kan Omurtag (815-hacia 831), que fue el primer soberano búlgaro en negociar directamente con los francos, había enviado a Luis desde el 824 repetidas embajadas —también con presentes— buscando unas delimitaciones de fronteras a la vez que el establecimiento de unas relaciones pacíficas. Pero una y otra vez Luis había hecho esperar a los embajadores de forma inadecuada y había dado largas al kan. Finalmente, y tras el fracaso de todas sus tentativas, en 827, avanzó en barco por el río Drave hasta la Panonia inferior, devastó el país y hasta puso allí funcionarios búlgaros. Ante la pérdida de Panonia el joven Luis acometió al año siguiente una expedición militar contra los búlgaros; pero evidentemente sin éxito, aunque los monjes de Fulda alardeasen de haber cantado durante la cuaresma (del 19 de febrero hasta el 4 de abril) mil misas y otros tantos salmos por la prosperidad de las tropas imperiales. Ya al año siguiente los búlgaros volvieron a remontar el Drave «y pegaron fuego a algunas aldeas de los nuestros cercanas al río» (Annales Fuldenses). La corte imperial calificó «las acometidas y devastaciones de los infieles» —también los sarracenos hicieron estragos en la Marca Hispánica— al igual que otras calamidades como «justos castigos de Dios».[44]

Algo más de «fortuna» tuvo evidentemente en su tiempo el margrave de Tuscia, Bonifacio, a quien el emperador había confiado la protección de Córcega. ¡Y en la «caza» de los corsarios infieles el celoso defensor de la isla avanzó hasta las costas de África!

Desembarcó entre Útica y Cartago, atacó a grandes masas de aborígenes, «los puso en fuga cinco o más veces y abatió a una gran multitud de africanos», aunque también perdió «un número considerable de su propia gente». De todos modos dejó tras de sí «un gran temor con aquella acción» (Annales regni Francorum).[45]

Especialmente en el último decenio del gobierno de Luis los conflictos externos disminuyeron notablemente. La casa soberana católica bastante tenía ya que hacer con las revoluciones de palacio. Esto era ya algo que ocurría también desde largo tiempo atrás en otras cortes del Occidente cristiano, ya desde los comienzos de esta soberanía universal.

Y eso sucedía, por ejemplo, en Roma.

La situación romana: Por qué se canonizó al papa asesino León III

A la muerte del viejo emperador Carlos había soplado en el Tíber un viento mañanero. Apenas desapareció el 28 de enero del 814, a la edad de setenta y dos años, y le hubo sucedido Luis en el gobierno, el alto clero de más allá de los Alpes descubrió que frente al hijo podía comportarse de otro modo. De nuevo se aspiraba ahora a una mayor autonomía y poder, se quería «libertad de acción» especialmente dentro del Estado de la Iglesia. Y se consiguió.

Cuando todavía aquel mismo año la Ciudad Eterna combatía al papa León III, que era profundamente odiado, hizo que inmediatamente cayesen a montones «los criminales de lesa majestad» —en 1673 lo canonizaron centenares de asesinos de escritorio en virtud de una curación milagrosa de sus ojos y su lengua ¡tras una mutilación que, según las fuentes, nunca pasó de mera tentativa!—. Hasta al piadoso Luis le desconcertó «que el primer sacerdote del mundo impusiera unos castigos tan severos» (Anonymus). En tiempos su mismo padre, Carlos, había cambiado en destierro las numerosas sentencias de muerte dictadas por León contra sus enemigos de la nobleza romana. Y el año 815, cuando León llevaba más de dos décadas sobre la silla que Pedro nunca había ocupado, estando ya enfermo de muerte sacudió el gobierno del santo una nueva rebelión que comportaba la revuelta nobiliaria a la vez que la insurrección de los campesinos. Había arrebatado violentamente bienes para «la cámara apostólica» y había hecho decapitar a los propietarios cuyos bienes había confiscado pronunciando montones de sentencias capitales. Y naturalmente también su preciosa vida era objeto de persecución.

Los romanos se amotinaron, escribe el analista imperial, «y empezaron por saquear las fincas rústicas, que el papa se había procurado en los últimos tiempos en el territorio de las distintas ciudades, y después les pegaron fuego. En seguida decidieron marchar sobre Roma y tomar por la fuerza lo que les había sido arrebatado, según lamentaban». Avanzaron sobre la ciudad; pero fueron rechazados por el duque franco Winigis, aunque ya anciano y débil como el papa. Cual consuelo en su tribulación (no para sus súbditos) el enfermo pontífice acabó celebrando misa varias veces al día. Y el duque Winigis se hizo monje algunos años después, muriendo asimismo al poco tiempo.

Pero ¿por qué León III entró en el martirologio romano en el siglo XVII? ¿Por qué se declaró santo a este asesino monstruoso? (¡Un papa, entre paréntesis, que durante los 21 años de su pontificado no convocó por propia iniciativa ningún sínodo que dictase cánones para el afianzamiento de la disciplina eclesiástica!) No se le canonizó por su brutalidad, ni por sus liquidaciones y menos aún por su genuflexión frente a Carlos «el Grande» —si no la primera, sí que fue la última proskynesis de un papa ante un emperador occidental—, al que en exclusiva debía su supervivencia (más en el cargo que en la dignidad). No, se le canonizó, porque en la Navidad del 800 había colocado la corona sobre la cabeza de Carlos; porque forzó de forma tan impresionante la pasión de dominio, el afán de supremacía nunca saciado de los papas; porque con esa señal irradiante a través de los tiempos, con ese «rasgo de genio» (de Rosa), había inscrito de una vez para siempre en el triste libro de la historia la aspiración de caudillaje absoluto de los papas. Sólo por eso también Franz Xaver Seppelt, historiador católico de los papas, ve resplandecer el nombre de León III en el «catálogo de los santos», pese a todas las fatalidades de su largo pontificado y de todos los cadáveres que cubren su camino: ¡Santo, santo, santo!, (su fiesta, el 12 de junio).[46]

Fraude con la corona y la coronación imperial: Esteban IV (816-817) y Pascual I (817-824)

León había muerto el 12 de junio del 816.

Su sucesor Esteban IV, un noble romano educado desde niño en Letrán, al que se eligió papa al cabo de diez días sin consultar al emperador, sólo gobernó unos meses; pero su ilustre familia proporcionó en el curso del siglo otros dos papas. Todavía en el mes de agosto Esteban partió de Roma y, acompañado del rey Bernardo, cruzó «con la mayor celeridad» los Alpes encaminándose a Reims, donde en los primeros días de octubre Luis, cubierto de oro y piedras preciosas, se prosternó tres veces ante el papa entre los cantos de alabanza del clero y siguiendo el ceremonial bizantino; tras lo cual saludó al pontífice con las palabras del salmo: «Bendito el que viene en nombre del Señor». El abrazo, los besos, la procesión por la iglesia, el Tedeum y nuevos cantos de alabanza. Y durante los dos días siguientes «muchos regalos recíprocos» y «banquetes suculentos» (Anales imperiales). El emperador ofreció al príncipe eclesiástico plata, copas con incrustaciones de piedras preciosas, una vajilla de oro, caballos cargados de tesoros, etcétera. Esteban fue moderado en sus regalos, con algo de oro y ropas, de modo que «recibió cien veces más regalos de cuantos él había llevado de Roma» (Ermoldo Nigelo). No hay duda de que las dádivas producen gozo, y el propio papa lo experimentó personalmente.

Y Su Santidad, que no se olvidó de calificar a Luis como «un segundo rey David» (Thegan), se obstinó en coronar emperador al emperador durante una misa solemne en la catedral de Notre Dame de Reims, donde se decía que había sido bautizado Clodoveo. Todo ello pese a que tres años antes, en 813, Luis se había coronado a sí mismo como emperador en Aquisgrán por orden de su padre y de nuevo en la misma ciudad, tras la muerte de Carlomagno, había sido aclamado solemnemente emperador, siendo «ya “emperador” indiscutible» (Eichmann) incluso desde la perspectiva curial. Sin embargo, aquello no podía ni debía bastar. La cooperación de Roma podía y debía ser necesaria para el crédito de la dignidad cesárea. Los papas querían conferir coronas imperiales, por mezquinos que pudieran luego mostrarse con los emperadores. Pero Esteban tenía ya una corona en su maleta de viaje, «una corona de oro de admirable belleza, adornada con las piedras preciosas de mayor valor» (Thegan), ¡una corona que el papa presentó como la corona del emperador Constantino! (El Manual católico de la historia de la Iglesia presenta honradamente entre comillas esa «corona de Constantino».)

El fraude, que jurídicamente no tenía ningún alcance, podía y debía por supuesto recordar el origen romano del imperio así como la relación de los dos soberanos en una especie de «eje» Aquisgrán-Roma. Pero sobre todo era una vinculación con la jugada de su predecesor, una prolongación y con ello un nuevo avance en favor de la visión romana de las cosas, de los aspectos supremos de la historia y, en cierto modo, de la concepción papal «de la dignidad del emperador…, del derecho del papa a la coronación imperial y de la transmisión papal del imperio» (Seppelt). El imperio se legalizaba ahora solemnemente como el «Sacro Imperio».

En su tiempo Esteban IV ungió también al joven monarca y a su esposa Ermingarda, con lo que por vez primera unió la coronación de un emperador con la unción. Curiosamente la unción personal apareció en la Iglesia de Occidente, cuando en la Iglesia oriental, en la que mucho antes que entre los occidentales sólo se ungían el altar y la casa de Dios, era aún desconocida y sólo más tarde la tomó de Occidente.

Después de la bendición el papa Esteban oró de forma bien significativa: «Oh Cristo, soberano del mundo y de todas las edades, que has querido ver Roma como la capital del orbe terráqueo…». Luis, por su parte, emitió públicamente un juramento de protección a la Iglesia romana, que pronto fue conocido bajo el nombre de Paclum Hludowicianum y que enlazaba con generosos servicios de amistad anteriores de los francos al tiempo que aseguraba la elección interna del obispo romano y su jurisdicción ordinaria enumerando asimismo todas las posesiones territoriales del papa. En una palabra, le otorgaba privilegios de enorme alcance garantizando sus bienes eclesiásticos a la vez que sus derechos soberanos, aunque buscando claramente asegurar la exigencia de supremacía franca.

El afán de poder y de posesiones estuvo como siempre en el primer plano, mientras que la política de reforma de la Iglesia tan fomentada por Luis continuó «curiosamente sin una participación reconocible de los papas» (Schieffer). No obstante: «Mientras el papa estuvo presente solían conversar cada día sobre lo mejor para la santa Iglesia de Dios (de utilitate sanctae Dei aecclesiae). Pero después que el emperador le hubo cargado de grandes e incontables regalos, tres veces más de los que él mismo había recibido de él, según solía hacer siempre, que daba más que recibía, le permitió volver de nuevo a Roma…» (Thegan). «El papa… regresó a Roma, habiendo conseguido todo lo que deseaba» (Astronomus). Efectivamente llegó allí con una carga abundante de oro y plata, y sobre todo con la garantía de sus posesiones y la confirmación de privilegios e inmunidades. También había obtenido una donación imperial complementaria: el territorio de la corona franca de Vendeuvre (en Bar-sur-Aube). Pero desapareció ya en el invierno siguiente, el 24 de enero del 817, y todavía obró algunos milagros después de muerto.[47]

Pascual I (817-824), sucesor de Esteban, se hizo confirmar en seguida por el emperador el Pactum Hludowicianum establecido con su antecesor; es decir, todo el alcance de las promesas de donación y de las donaciones efectivas llevadas a cabo por Pipino y Carlos, abuelo y padre respectivamente de Luis, así como la autonomía del Estado de la Iglesia, los derechos papales de soberanía y sobre todo la libre elección del papa. El documento, muy controvertido, que no se menciona ni una sola vez en el libro oficial de los papas y del que sólo se ha transmitido una copia (no el original) en las recopilaciones canónicas del siglo XI-XII, fue considerado durante largo tiempo como una falsificación, dada la singularidad de sus fórmulas, que difieren de los diplomas habituales. Pero hoy se le tiene en general por auténtico, tanto formal como objetivamente, incluidas sus diversas falsificaciones e interpolaciones, como por ejemplo la inserción de Cerdeña, Córcega y Sicilia, que evidentemente refleja el viejo afán de acaparamiento.[48]

El acta de Reims del 816 todavía experimentó en Roma, durante la Pascua del 823, una recapitulación y una ampliación importantes.

Por entonces, en efecto, Lotario I, hijo de Luis, se hallaba en Italia donde, aconsejado por Wala. intentaba desde el 822 mantener el dominio de Pipino y Bernardo. Pascual I, sucesor de Esteban, un papa duro que suscitaba muchos odios y que a su vez había sido consagrado sin consultar al emperador, aunque disculpándose por ello, rogó a Lotario que acudiera a Roma para la fiesta de la Pascua. Y el día de Pascua (5 de abril de 823) en la iglesia de San Pedro celebró con Lotario, que ya en 817 había sido coronado emperador por su padre en Aquisgrán, el mismo ritual con que su predecesor había coronado a Luis el Piadoso en Reims. Y de nuevo la coronación, que a Lotario le vino muy a propósito justo cuando se supo el embarazo de la emperatriz, tuvo el mismo objetivo: vincular el imperio a Roma, hacer que la unción y coronación por el papa aparecieran como indispensables incluso para el emperador nombrado y coronado ya por las instancias civiles. Y de hecho «se reconoció cada vez más» (Kelly) el «derecho» de los papas a la coronación imperial así como el «derecho» de Roma y de San Pedro a ser el lugar de la coronación, para lo que se creaba aquí un prejuicio. Es digno de notarse el hecho de que por primera vez en esta segunda coronación de Lotario se entregó también una espada; por entonces se intensificó asimismo la cooperación en la misión del norte. Pero la espada, que el papa entregó a Lotario además de la corona, era símbolo tanto de la protección como de la violencia, un signo de la obligación de exterminar el «mal».[49]

El papa Pascual, que saca ojos y corta cabezas, es declarado santo y de nuevo se le borra del calendario

Pero el mal nadie lo conoció nunca mejor que los papas.

Pascual, por ejemplo, lo conoció personalmente en sus propios ministros, y desde luego en las cabezas dirigentes del partido profranco; lo que no deja de ser interesante. Por ello dos de los funcionarios papales más altos, Primicerio Teodoro, perteneciente a la nobleza alta (y todavía en 821 nuncio en la corte franca) y su yerno el nomenclátor León tras la marcha de Lotario (823) y «a causa de su lealtad a Lotario» (Astronomus), porque según cuentan también los Anales imperiales, «se mantuvieron absolutamente leales al joven emperador Lotario», fueron cegados y decapitados por el personal de servicio del papa en el palacio de Letrán, sin ningún proceso jurídico. Por ello se le atribuyó todo al papa o «a su aprobación», dice el Astrónomo.

Todo el asunto recuerda en cierto modo el procedimiento sangriento de san León III en el año 815. Pero en 823 el monarca envió también sus jueces a Roma, retirándose durante el resto del verano y en el otoño a la comarca de Worms para la práctica de la caza en la región de Eifel. Pascual, sin embargo (tan querido de los romanos, que en la misma inhumación de su cadáver provocaron tumultos), rechazó cualquier complicidad y se sustrajo al proceso, quizá con motivos suficientes para ello, emitiendo públicamente el juramento de limpieza con asistencia de treinta y cuatro obispos y de cinco presbíteros y diáconos —era éste un «medio de prueba», que ya había utilizado san León III en diciembre del 800, y especialmente frecuente entre los funcionarios eclesiásticos—. Al mismo tiempo anatematizó a los asesinados como reos de alta traición, declaró su muerte como un acto de justicia, ya que habían recibido su merecido como criminales de lesa majestad, y tomó a los asesinos como servidores de san Pedro (de familia sancti Petri) otorgándoles «su más decidida protección» (Annales regni Francorum).[50]

El emperador Luis se resignó. Y el papa Pascual I murió en 824 en medio de la familia sancti Petri. El hombre era astuto mientras que Luis era evidentemente superior y duro. A los monjes de Fulda, que le llevaron una noticia desagradable, los hizo encarcelar sin demora y a su abad Rabano Mauro le amenazó con la excomunión. En la propia Roma abominaban de su gobierno rigoroso, que perturbaba por completo el Estado. Y como no sólo su proyectada inhumación sino también la subsiguiente elección papal estaban bajo el signo de graves tumultos, el cadáver de Pascual permaneció largo tiempo insepulto, hasta que su sucesor pudo darle tierra, aunque no en San Pedro.

En cambio el nombre de Pascual consiguió mucho más adelante, a finales del siglo XVI, entrar en el santoral de la Iglesia católica (su fiesta, el 14 de mayo) por obra del historiador César Baronio —a quien hubo que amenazar con la excomunión para obligarle a aceptar la dignidad cardenalicia—, para más tarde, en el año 1963, ser borrado del mismo y eliminada su fiesta.[51]

El coemperador Lotario I y la «Constitutio Romana»

Cuando tras el fallecimiento de Pascual estallaron las luchas encarnizadas entre pueblo y nobleza, en las que ésta consiguió convertir en Pontifex maximus al arcipreste Eugenio de Santa Sabina, acudió por segunda vez a Roma el joven y enérgico emperador Lotario I, que había desarrollado un enorme talento político. Protestó contra el asesinato de sus secuaces, «que habían sido leales al emperador, a él y a los francos», protestó contra «la ignorancia y debilidad de algunos papas», contra la codicia de sus jueces, contra la enajenación ilegal de bienes en nombre de los papas así como contra la completa incapacidad del gobierno clerical. Y su proceder fue aplaudido por la población romana agradecida.

Las capitulares del emperador Luis ya habían condenado la simonía y el afán de lucro de los obispos en Italia, que a menudo explotaban oficialmente a sus parroquias, dejaban que se hundiesen las iglesias y pasaban por alto las disposiciones de un sínodo celebrado en Roma el 826 bajo Eugenio II, que imponían a los sacerdotes la obligación de no jugar, no practicar la usura, no ir de caza de fieras o aves, no vender el utillaje de las iglesias, no ir de prostitutas, etcétera. (Por lo demás, es el único sínodo romano en toda la primera mitad del siglo IX del que se conservan las actas. Y en el primer cuarto de siglo evidentemente ¡no hubo en Roma ninguna asamblea eclesiástica!) Emprendió entonces Lotario una investigación a fondo de numerosos crímenes y abusos, de «la situación romana, que ya desde largo tiempo atrás había degenerado en una gran confusión por el comportamiento perverso de varios papas», como dice el analista imperial. «Cada vez más aterrador se presentaba el panorama de las injustas confiscaciones de bienes llevadas a cabo, al igual que la arbitrariedad y la codicia, con las que habían administrado los funcionarios papales» (Simson).

Por descontado que los pontífices no se detuvieron ni ante los monasterios, atentando contra sus propiedades y especialmente contra los más prósperos.

Por ejemplo contra Farfa.

Dicho monasterio benedictino, fundado hacia el año 700, se contaba entre las abadías más ricas de Italia en la Edad Media. Sito entre Roma y Rieti, había gozado de la protección de los reyes longobardos; pero sus inmensas posesiones rurales dentro y fuera de la Sabina las debía sobre todo a los duques de Spoleto y a muchos donantes particulares. Dotado por Carlos I con la inmunidad franca, el derecho de elección abacial y la exención ya desde el 775 y confirmado por los emperadores siguientes tanto en sus posesiones como en su posición jurídica, podía además exhibir bulas pontificias refrendando sus privilegios. Todavía pocos días antes de su muerte así lo reconoció Esteban IV, aunque contra el impuesto anual de 10 sólidos de oro.

Sin embargo, otros papas habían de ignorar una y otra vez, en virtud de su dominio territorial sobre la Sabina, la inmunidad imperial de Farfa y habían intentado someter la rica abadía. Adriano le había arrebatado algunas fincas y lo mismo hizo León III; con la afirmación de que Farfa pertenecía «por derecho y por dominio a la Iglesia romana», san Pascual entabló incluso un proceso ante el tribunal imperial contra el abad Ingoaldo; proceso que perdió. (Pero ya algunos años después, en 829 —los papas apenas pueden ceder, pues siempre llevan razón, se trata de Dios—, Gregorio IV abrió un nuevo pleito sobre Farfa.)

Tras un proceso formal Lotario condenó al papa Eugenio II (824-827) a la devolución de todos los bienes confiscados a los romanos, desterró entre las muestras de regocijo del pueblo a los jueces papales a Francia y ordenó el regreso de quienes habían sido perseguidos bajo Pascual I. Y el 11 de noviembre del 824, mediante una nueva regulación de las relaciones francopapales, la denominada «Constitutio Romana» (que limitaba a su vez el Pactum Hludowicianum de 817),[52] restablecía la potestad suprema del emperador en el Estado de la Iglesia así como la dependencia del papa; ponía la administración del Estado eclesiástico bajo el control de un permanente missus pontificio e imperial, ante el que cada «electus», el que iba a ser consagrado papa, antes tenía que pronunciar el juramento de fidelidad al emperador «pro conservatione omnium».

Con ello volvía a ser necesaria la confirmación de la elección papal por parte del emperador, como lo había sido desde Justiniano hasta que Italia se separó de Constantinopla; el Pactum Hludowicianum quedaba en parte anulado y el poder imperial sobre la curia alcanzaba su culminación, en especial cuando la disposición se extendió más allá del imperio bizantino, aunque ciertamente sin éxito duradero. De todos modos Juan IX la sancionó expresamente en un sínodo romano (898), para impedir los tumultos casi habituales en las elecciones de papa. Más aún, la constitución de Lotario entró en las colecciones canónicas del tiempo de Gregorio VII, aunque, a quién puede extrañar, «mutilada y debidamente ajustada» (Mühlbacher).

Los obispos francos humillan al emperador y rechazan ser juzgados por nadie

Al igual que los pastores de Roma, también los del imperio fueron haciéndose cada vez más levantiscos. Ello no se debió ciertamente a ellos solos, se debió también a sus compañeros y a sus ocasionales enemigos civiles. Pues los sacerdotes siempre saben muy bien cuándo tienen que echarse al suelo, cuándo pueden ladrar y echar la zarpa y cuándo morder.

Luis el Piadoso, mucho más débil que su «gran» padre, mucho menos enérgico y brutal, también obtuvo en consecuencia «éxitos» mucho menores en política exterior contra daneses, búlgaros y moros, al igual que en el imperio y, pese a su celo reformista o quizá por él, asimismo en la Iglesia.

Cierto que los obispos estaban preparados para ungir a los reyes, para coronarlos y elevarlos por encima de todos los laicos; pero a cambio también querían estar por encima de todos los príncipes. Aspiraban a un Estado teocrático e hicieron de Luis un rey «por su gracia» (Halphen). Y ya muy pronto éste renunció frente a Roma al derecho de confirmación de la elección papal, a la inspección del Estado eclesiástico y en política interior a veces se sometió todavía mucho más al episcopado.

En agosto de 822 compareció el emperador ante la dieta imperial de Attingny en la iglesia del lugar haciendo una confesión pública de sus pecados. Ocurrió todo por consejo de los prelados. Reconoció su complicidad en la muerte de su sobrino Bernardo, el agravio cometido contra sus hermanastros, primos y otros. Se humilló como nunca su padre lo hizo ni lo habría hecho y se sometió a la sentencia de los sacerdotes. ¡Entonces Agobardo de Lyon reclamó la devolución de todos los bienes, que los príncipes anteriores habían arrebatado a la Iglesia!

Luis lo soportó arrepentido y expidió tropas en todas direcciones: envió un ejército a Panonia, otro a la Marca Hispánica y un tercero a la Marca Bretona, entregándose personalmente «según la costumbre de los reyes francos, a la caza durante la estación del otoño…». Reflexionar una y otra vez sobre todo ello es parte de la cultura occidental, y una parte nada accesoria sino esencial y básica.

Ni más ni menos.

Los obispos, en efecto, se esforzaban por someter el Estado y en 829 exigieron en París, remontándose a las arrogantes enseñanzas del papa Gelasio I, que nadie pudiera juzgarlos, que solamente serían responsables ante Dios y que los demás grandes, en cambio, se les sujetaran a ellos, los obispos. Efectivamente, su «auctoritas» estaba incluso por encima de la «potestas» del rey y del emperador, que de otro modo se convertiría en un tirano y cualquier derecho moral desaparecería con su dominio.

Su arrogancia, revestida a veces con la retórica de una modestia aparente y de una falsa humildad —la notoria hipocresía mojigata—, difícilmente podía ser mayor. Alababan, y en este punto con toda razón, la humildad de los emperadores, porque la humildad en los demás siempre la encuentran muy meritoria. Pero ellos siempre se presentaban como aquéllos a quienes el Señor otorgaba la potestad de atar y desatar y recordaban autocomplacientes la supuesta palabra del emperador Constantino a los obispos (según la ominosa Historia de la Iglesia de Rufino): «Dios os ha constituido sacerdotes y os ha dado el poder de juzgarnos también a nosotros. Por ello seremos juzgados con razón por vosotros, mientras que vosotros no podéis ser juzgados por hombres». Demasiado hermoso para ser cierto. Por el contrario se les cree gustosamente, abogan con toda firmeza por el patrimonio eclesiástico, que ellos mismos no mantenían unido y del que a menudo disponían como de una posesión privada. Sólo a los envidiosos, declaraban ellos, les parecía excesivo. De hecho, si se administrase «rectamente», «nunca podría ser demasiado».[53]

Eso es lo que ahora perseguimos nosotros.

Si todo ello delataba ya una arrogancia episcopal y un afán de dominio difícilmente superables, pronto la ejercieron de forma aún más odiosa en la disputa de Luis con sus hijos.

Y sin embargo, ¿no la había provocado el propio soberano con su devoción? ¿No la había provocado él mismo en las deliberaciones de Aquisgrán, celebradas a mediados de diciembre del 828, cuando según el uso acreditado se atribuyeron a la cólera divina por los pecados de la cristiandad todas las desgracias, las hambrunas, la pobreza, las epidemias, las malas cosechas, la espantosa superstición, la insurrección de los magnates, la codicia de los funcionarios, de los condes, la venalidad, la simonía, la degeneración moral del clero, la prostitución, la pederastia, la sodomía, las correrías de los paganos… y en una palabra todos los males del mundo? Para los sacerdotes, en cambio, se reclamaba la exención de derechos, la renuncia del emperador a cualquier intervención en los asuntos eclesiásticos. ¿No tenía él como cometido señalado por los obispos el investigar cuáles eran los pecados especiales que desencadenaban la miseria, para que ellos pudieran expiarlos debidamente? También en el sínodo de París (829) los prelados atribuyeron explícitamente a la autoridad eclesiástica la primacía sobre la potestad real.[54]

Pero Luis se deslizó hacia los peores compromisos en política interior, con innegables consecuencias para la historia universal, a través de un acontecimiento que normalmente se considera de buen agüero: el nacimiento de un niño, de un hijo, en edad avanzada del padre.

Católicos entre sí: el primer levantamiento

La emperatriz Ermengarda había dado tres hijos al soberano: Lotario (795), Pipino (797) y Luis (806). Cuando ella murió el 3 de octubre del 818 en Angers después de aproximadamente veinte años de matrimonio, se temió que el piadoso viudo se encerrase en un monasterio. Y, naturalmente, para el clero era preferible «una mentalidad monástica en el trono… que no un emperador en hábito monacal entre los muros de un monasterio» (Luden). Y así se le presentó en una especie de concurso de belleza, en una «exploración», como dice de forma poco delicada el prosaico analista imperial, una selección de la alta nobleza. Y el carolingio, nada insensible a las mujeres, se decidió por la hija del conde Güelfo, Judit, que no sólo se recomendaba por su alcurnia —el antiguo linaje de los Güelfos de origen franco, pero después afianzado y poderoso sobre todo en Alamania y en Baviera—, sino que supuestamente reunía todas las perfecciones, siendo extraordinariamente «dulce y seductora» (arzobispo Agobardo), a la vez que rica, ingeniosa y educada. A los pocos meses de la muerte de su primera mujer, el emperador la desposó a comienzos del 819. Tras haber dado a luz una hija, llamada Gisela, el 13 de junio de 823 alumbró un hijo en el nuevo palacio de Frankfurt, al que en recuerdo del abuelo se le dio el nombre de Carlos y más tarde el sobrenombre de «el Calvo».[55]

Debido a los esfuerzos de la madre por asegurar al pequeño rezagado una herencia como la de sus hermanastros y a causa de tales intervenciones ahora continuas de la tan atractiva como tenaz joven güelfa, la historia tomó otro curso. La propia Ordinatio imperii de Luis, el orden de sucesión de 817, establecido por «inspiración de Dios» y jurado de forma tan solemne, que ya había dividido el imperio entre sus tres hijos habidos del primer matrimonio, se vio radicalmente trastocada, adoptando ahora no una división tripartita sino cuatripartita.

El príncipe Carlos en 829 contaba sólo seis años, cuando en la dieta imperial de Worms Luis le designó rey de Alamania, la tierra originaria de su madre, otorgándole además Alsacia, Retia y algunos territorios de Borgoña. Y a consecuencia de las cábalas que ahora empezaban a hacerse, debidas sobre todo a la emperatriz, Luis se enemistó con sus hijos mayores, Lotario se enfrentó a sus hermanos y éstos se pusieron contra él, acabando enfrentados todos los hermanos. El resultado fue la desmoralización, la corrupción, el cohecho y las traiciones sin cuento. Y bien sabe Dios que no fue casual el que todas estas cosas precedieran a la señal: el 1 de julio la luna se oscureció en el crepúsculo y de nuevo el 25 de diciembre del 828 a media noche. Más aún, durante el inmediato «tiempo sagrado de ayuno de la cuaresma», antes de la «sagrada fiesta de Pascua», un terremoto nocturno acompañado de un viento tempestuoso arrancó en Aquisgrán «una parte no pequeña [del tejado] de la iglesia de la santa Madre de Dios» cubierto con planchas de plomo (Anales imperiales). La conclusión fue que pronto desaparecería el imperio, porque, según Nithard, «cada uno empujado por sus malas pasiones sólo buscaba su provecho, empeorando de día en día».[56]

La primera sublevación de 830 contra el soberano abrió en el Occidente piadoso y tan amigo de la familia un decenio de continuas rebeliones palaciegas y de guerras civiles.

Se comprende que los hijos mayores del emperador estuvieran irritados por el curso de los acontecimientos. Y especialmente Lotario, cuyo reino quedaba gravemente menguado en favor de Carlos, y que veía además en peligro su futura supremacía. Mas también a la pareja más joven de Pipino y Luis le amenazaba otra pérdida de territorio. Igualmente la jerarquía eclesiástica, preocupada por la unidad del imperio, temió por su idea de la misma. La situación se agravó aún más cuando Lotario, que desde finales del 825 actuaba formalmente como regente con igualdad de derechos en la corte de Luis, marchó en el otoño a Italia y Wala fue relegado a su monasterio de Corbie. Pero en su lugar llegó como tesorero, como «segundo en la jerarquía», el conde Bernardo de Barcelona, hasta entonces odiado por los magnates más destacados, un hombre al parecer especialmente altanero y ambicioso que en todas partes reclutaba secuaces otorgando realengos.

Por su parte Luis, después de «haber puesto en orden» el Estado, se marchó naturalmente «a su finca de Frankfurt para la cacería de otoño» «y allí cazó todo el tiempo que le plugo», anotan los biógrafos. Sólo ya de cara al invierno regresó de nuevo a Aquisgrán para celebrar las festividades sucesivas de san Martín, san Andrés y el sagrado espectáculo de Navidad. Y todo ello, asegura el analista imperial, «con gozo y júbilo».

Gozo y júbilo que por lo demás iban a faltarle.

Bernardo, descendiente de la alta nobleza franca e hijo de Guillermo —conde de Toulouse, muy considerado bajo Carlos I y que por consejo de su amigo Benito de Aniane terminó siendo monje de un gran ascetismo—, sentía escasa inclinación por los gustos del emperador. Parece que le atraía mucho más, según malas lenguas especialmente episcopales, el lecho de la joven emperatriz. Y Luis el Piadoso había protegido a aquel hombre desde pequeño, lo había sacado de pila en el bautizo y más tarde le había nombrado conde de Barcelona y puesto al frente de la Marca Hispánica, en la cual había combatido con éxito la sublevación goda bajo Aizo.

Como partidario de la emperatriz se llamó a Bernardo a la corte en 829 y con su ayuda se intentó romper el «partido de la unidad imperial». Pero ocurrió justamente lo contrario. La llamada de Bernardo, escribe el propio panegirista de Luis, el Astrónomo, fue un paso, que «lejos de ahogar la semilla de la discordia más bien la multiplicó». También Nithard, nieto de Carlomagno, que en la querella fraterna se unió a Carlos el Calvo, por encargo del cual documentó la historia de su tiempo, dice de Bernardo: «En vez de afianzar el Estado titubeante, lo hundió por completo con el abuso insensato de la violencia».[57]

El tesorero debió de contribuir rápidamente al poder y prestigio de su propio partido. Pero el grupo era relativamente pequeño, formado sobre todo por su hermano Heriberto, su primo Odón, los hermanos de la emperatriz Conrado y Rodolfo y, naturalmente, se contaba también la propia Judit, supuestamente el espíritu malo del emperador. En cambio, el grupo de sus adversarios era grande e influyente, pues en él confluían los descontentos, los humillados y todos los que esperaban mejorar con una sublevación o con un cambio de la situación, la jauría de aquellos que «como perros y aves de rapiña buscaban hacer mal a otros para así sacar provecho» (Astronomus). Circulaban rumores, tal vez calumnias, campañas en toda regla, que partían de los prelados versados en tales maniobras, los cuales imputaban a la emperatriz todo lo imaginable, incluido el adulterio con Bernardo y con otros.

«Las gentes humildes disfrutaban con todo ello —comenta el arzobispo Agobardo—, los ilustres y grandes sufrían con que el bando imperial se hubiera manchado, el palacio deshonrado y la fama de los francos oscurecida, porque la señora practicaba juegos frívolos incluso en presencia de eclesiásticos.» El abad Regino de Prüm habla asimismo de su «múltiple fornicación» (multimodam fornicationem), cosa que al menos no es segura.

A Judit se le atribuían también artes diabólicas y brujería perniciosa. Pero precisamente en 829 el sínodo de París había condenado los amuletos, la magia, los presagios, la adivinación, la interpretación del futuro y de los sueños y quiso ver castigados «con especial severidad» a todos cuantos de ese modo «sirven al diablo abominable».

Bernardo, sin embargo, apenas si aparece un poco menos dañino. El santo abad Pascasio Radberto, biógrafo de Wala, que había sido educado en el monasterio de monjas de Soissons, ve al infame tesorero revolcarse en todos los lodazales inmundos, devastar el palacio como un jabalí salvaje y hasta ocupar el lecho de la emperatriz. «El palacio ha pasado a ser una casa alegre, en la que manda la adúltera y gobierna el adúltero, en la que se amontonan los crímenes y en la que especialmente se practican encantamientos malvados y brujeriles de toda índole.» Por el contrario el «grande y benigno emperador» marcha engañado «como un cordero inocente al matadero…».

Bernardo no tenía en la corte a su mujer Dhuoda —autora del Liber manualis, una guía fervorosa para la práctica de la vida cristiana—, sino que la había enviado a Uzés. Hasta el día de hoy no se ha demostrado si las suposiciones del santo contenían algo de verdad; pero la campaña ciertamente que tuvo éxito. Calumniare audacter

Para escapar de tan desoladora situación interna, una vez más quiso el emperador marchar con todo el ejército imperial contra Bretaña ¡y precisamente el mismo 14 de abril, Jueves Santo! Según parece esto disgustó «a todo el pueblo» (Annales Bertiniani). De hecho sólo los poderosos se irritaron por la nueva regulación en favor del tardío Carlos, que ahora precisamente de acuerdo con el derecho consuetudinario franco tenía que recibir una parte de la herencia común. Lo cual perjudicaba a los tres hijos del primer matrimonio de Luis y hermanastros de Carlos: Pipino I de Aquitania, Luis de Baviera y muy en especial Lotario. Éste partió rápidamente de Italia y cruzó los Alpes para defender su derecho según la resolución de 817. De su lado se pusieron príncipes civiles y eclesiásticos, todos los cuales luchaban en apariencia por la unidad del imperio, aunque en realidad lo hacían más aún por sus intereses.

Al frente de la conjura figuraban antiguos partidarios del emperador, algunos que fueron sus consejeros, el en tiempos canciller Helisacar, el archicanciller y abad Hilduino de Saint-Denis, el obispo Jesse de Amiens y, sobre todo, el abad Wala, que por entonces tenía 56 años y era el jefe espiritual de la sublevación y el enemigo más peligroso de Luis. Él acuñó la consigna «Pro principe contra principem» y su monasterio de Corbie se convirtió de hecho en «el centro» y «cuartel general» (Weinrich) de los rebeldes. (A lo largo de los siglos algunos monasterios católicos se convirtieron en centrales de conjurados y conspiradores, como ocurrió por ejemplo durante la segunda guerra mundial en la preparación y disolución de la «Gran Croacia», paraíso clerofascista de asesinos.)[58]

Los sublevados, que aprovechando la campaña de Luis contra los bretones se reunieron en el monasterio de Corbie, reprochaban al emperador el que «contra la religión cristiana…, sin ningún provecho para el Estado y sin una necesidad determinada hubiese ordenado para el tiempo de ayuno una marcha general del ejército y hubiera fijado la reunión del mismo en la frontera extrema del imperio para el día de la Cena del Señor».

Los rebeldes no sólo querían alejar a Bernardo y a la joven emperatriz con su séquito, sino también al viejo emperador, y a ser posible poner a Lotario en su lugar.

Tras diversas torturas a Judit se la amenazó incluso con la muerte y se le arrancó la promesa de que forzaría al emperador a tonsurarse el cabello y a entrar en el monasterio. Ella misma tenía que tomar el velo y recluirse entre las monjas de la Santa Cruz (Sainte-Croix) de Poitiers. Sus hermanos, los güelfos Conrado y Rodolfo, fueron tonsurados como monjes para alejarlos de la política y encerrados en monasterios aquitanos bajo la vigilancia del rey Pipino. El consejero imperial más odiado, Bernardo, conde de Barcelona y duque de Septimania, el «profanador del lecho matrimonial paterno», se salvó refugiándose en España con el consentimiento de Luis. (En 844 Carlos el Calvo mandó decapitar como reo de lesa majestad al antiguo favorito de su madre.) Heriberto, hermano de Bernardo y supuesto cómplice, «fue castigado con la pérdida de los ojos» y encerrado en una cárcel italiana, mientras que su primo Odón era exiliado.

A Luis y al pequeño Carlos los mantuvo Lotario «en libertad vigilada». Por encargo suyo los monjes del monasterio de Médard, en Soissons, intentaron familiarizar al emperador con la vida ascética y moverlo a entrar libremente en su estado. Pero el piadoso Luis estaba ahora muy lejos de todo ello.

Lotario, que perseguía con saña a los partidarios de la princesa recluida, evitó de todos modos en la dieta imperial de Compiégne (mayo del 830) privar a su padre de todo el poder. Se contentó con anular sus disposiciones del último año y con que por lo demás pudiera creer que tenía la sartén por el mango. Pero mientras los grandes se enemistaban cada vez más entre sí buscando cada uno su provecho personal y lejos de mejorar la situación crecía la desconfianza en el nuevo gobierno, el emperador consiguió indisponer a sus dos hijos menores contra el mayor. Por medio de un monje, llamado Guntbaldo, ofreció a Luis y a Pipino una ampliación de sus reinos, con lo que rápidamente se los atrajo a su bando y dividió a los aliados, sobre todo porque a los hermanos les pareció que la supremacía de Lotario no era menos opresiva que la del padre.

Por todo ello el golpe de Estado fracasó por completo. En la dieta imperial de Nimega (octubre del 830) el monarca recuperó la libertad, Lotario se sometió y los cabecillas de su partido fueron encarcelados y condenados en la dieta imperial de Aquisgrán que se celebró en febrero. El abad Wala de Corbie, que de primeras tuvo que desaparecer de su monasterio —ya en 774 prisión del rey longobardo Desiderio—, apareció en un nido rocoso de difícil acceso sobre el lago de Ginebra, desde el que sólo veía la nieve de los Alpes y el cíelo. El obispo Jesse de Amiens fue despojado de su dignidad por los prelados, el abad Hilduino fue sustituido como archicapellán por el abad Fulco y recluido en el monasterio de Korvei, en Sajonia; también el abad Helisacar fue desterrado. Peor les fue, como de costumbre, a los llamados laicos, que perdieron cargos y bienes. El propio Lotario, destronado como corregente, regresó a Italia después de haber prometido «no cometer jamás tales cosas».

La emperatriz salió en seguida del monasterio con la dispensa explícita de Gregorio IV y de los obispos francos, y aprovechando su parentesco como cojuramentada (sacramentales), emitió un juramento de purificación que la eximía de cualquier otra «prueba», juramento que también pronunció el reaparecido conde Bernardo. Judit fue rehabilitada con más poder que antes. Y naturalmente también sus dos hermanos tonsurados volvieron a dejar por mucho tiempo la cogulla monacal.[59]

Católicos entre sí: segundo levantamiento

Dado que Lotario estaba ahora circunscrito a Italia, el emperador asignó en febrero del 831 a sus otros hijos —Pipino, Luis y Carlos— unos reinos (regna) aproximadamente iguales. Pero a pesar de la notable ampliación de los mismos el conflicto continuó latente al querer unos la unidad imperial y ambicionar otros más influencia o más tierras; todo dictado por el egoísmo más descarado y también en buena medida por los esfuerzos incesantes de la emperatriz para favorecer a su retoño, el rezagado Carlos. Pipino, hijo del emperador, se rebeló en Aquitania y la perdió, pasando a manos del hijo de Judit. Y la nobleza del país, que desleal había abandonado a Pipino, prestó juramento de fidelidad al nuevo soberano. No obstante lo cual aquella nobleza apenas fue menos oportunista que el episcopado, pasándose habitualmente de uno a otro, y desde luego al bando en el que esperaba pescar más dinero, más tierras y más poder (todo lo cual proporcionaba más honor y más nobleza; por algo se llamaba nobleza superior…).

En la Pascua del 832 se sublevó el duque de Baviera Luis (el Germánico).

Con todas las tropas bávaras y hasta eslavas, incluyendo a clientes, siervos y esclavos (liberis et servis et sclavis), emprendió una campaña militar para recuperar Alamania, que entretanto había pasado a su hermanastro Carlos (el Calvo). Avanzando paso a paso hasta Worms es verdad que Luis el Germánico «lo había arrasado todo espantosamente»; pero al faltarle los refuerzos esperados de francos y sajones, en mayo de 831 capituló en Augsburgo y fue devuelto a su territorio. Había prometido con juramento «nunca más cometer semejantes acciones o dar su consentimiento a quienes las hicieran» (Annales Bertiniani), y ya al año siguiente quebrantaba su juramento.

Como el pequeño Carlos tenía que recibir Aquitania, todavía en octubre Pipino fue sometido en Limoges, depuesto y desterrado con su mujer y su hijo a Tréveris «para enmendar sus malas costumbres». Pero escapó durante el traslado y alcanzó Aquitania, perseguido de cerca por su padre, quien tras graves pérdidas hubo de retirarse.

Y ya a comienzos del año siguiente (833) los tres hermanos mayores se aliaron para atacar a su padre con una mayor fuerza militar, pisoteando sus juramentos de vasallaje y sus deberes filiales. Apelaron al pueblo «para establecer un gobierno justo». Y es que también Luis el Germánico (que ya se había levantado una y otra vez en 838 y 839) y Pipino de Aquitania se sentían postergados y amenazados. Con un ejército movilizado a toda prisa Lotario marchó a Borgoña junto con el papa Gregorio IV (827-844), que aun desde Italia había intentado ganarse al clero franco. Los arzobispos de la región, Bernardo de Vienne y Agobardo de Lyon, se pasaron de inmediato a su campo. El último era el enemigo rabioso de los judíos, que ahora, despreciando también el cuarto mandamiento, publicó un manifiesto en el que abogaba por el derecho de los hijos contra el padre.

Lotario se reunió con sus hermanos y se puso de nuevo a la cabeza de los sublevados. Pero en los primeros momentos la mayoría de los dirigentes eclesiásticos francos continuaron del lado del viejo soberano. En una carta recordaron «al hermano papa» el juramento de lealtad que había pronunciado en favor de Luis el Piadoso y hasta le amenazaban con duras medidas disciplinarias entre las que no se excluía la excomunión. Un pequeño grupo de prelados, del que formaban parte el abad Wala y Agobardo, se mantuvo sin embargo fiel al papa que reclamaba obediencia a su mandato, aunque fuera opuesto al de Luis, porque el ministerio eclesiástico era más importante que el civil, la dirección de las almas más relevante que todo lo temporal y el papado estaba ciertamente por encima de la autoridad imperial; una afirmación ésta que los papas posteriores lanzarían incesantemente contra los emperadores. Mas aunque Gregorio llevase toda la razón, insultó a los obispos (únicamente a sus adversarios, desde luego) calificándolos de viento y de cañas vacilantes, de personas débiles y sin carácter y de egoístas serviles frente a la autoridad civil.[60]

Como Luis corría el peligro de ser derrotado, cada vez eran menos los prelados que permanecían a su lado. El papa se burlaba de sus escritos altaneros y estúpidos y discutía especialmente el reproche que por doquier le habían hecho los imperiales diciendo que se había convertido en mero instrumento de los hijos para lanzar la excomunión contra los enemigos de aquéllos.

Entre Estrasburgo y Basilea, en la extensa llanura de Rotfeld cerca de Colmar —que según parece muy pronto la voz popular llamó «Campo de mentiras» (Campus-mentitus) y que los analistas suabos calificaron como «el oprobio de los francos» (Francorum dedecus)—, acamparon unos y otros en junio del 833 a una jornada de marcha en orden de batalla. Y mientras que Gregorio IV con la vieja táctica mojigata no hacía más que insistir en el único objetivo de establecer la paz entre los partidos contendientes y mientras que sólo brevemente (non diu), según Thegan, trató por encargo de los hijos con su padre, asumió de hecho «el papel rector» en las negociaciones «que culminaron en la deposición del emperador» (Dawson) y se dejó «inducir a un lamentable veredicto de culpabilidad contra el emperador» (Grotz S. J.).

Está claro que el papa tenía que justificar la sublevación a los ojos de la masa y ganarse al resto titubeante para el bando de los rebeldes. Justo después de su regreso al campamento de los hermanos casi todo el ejército de Luis (pese a su adicional juramento de lealtad de batirse contra sus hijos como contra los enemigos) se pasó alevosamente al bando de éstos «como un torrente impetuoso», escribe el Astrónomo, «en parte seducido por los regalos y en parte aterrado por las amenazas». El clero del bando de Lotario reconoció en ello un milagro divino. Y entonces casi todos los obispos, que antes habían amenazado a Gregorio IV con su deposición, también cambiaron de frente, de modo que el papa, que había cumplido con su obligación, pudo regresar a Roma con el beneplácito de Lotario.[61]

Mas el viejo emperador hubo de rendirse incondicionalmente aquel verano. Se le consideró entonces como derrocado por la mano de Dios, como un «no-rey», como un segundo Saúl, y los obispos y otros «le hicieron mucho daño», como dice el corepíscopo Thegan. Para empezar Lotario se lo había llevado consigo a través de los Vosgos, pasando por Metz y Verdun, hasta Soissons, donde Luis fue encerrado en el monasterio de Saint-Médard; le arrebataron al príncipe Carlos, que apenas contaba diez años, depositándolo en el monasterio de Prüm en la región de Eifel bajo un severo régimen carcelario cual si se tratase de un gran criminal, como diría Carlos más tarde, aunque no le hicieron monje. Pero los hermanos de la emperatriz sí fueron tonsurados y enviados a Aquitania, territorio de Pipino, en tanto que ella era conducida de inmediato con Gregorio a Italia y allí fue desterrada a Tortona.

Con la aprobación papal se decretó el traspaso del imperio de manos del viejo emperador —designado ahora por los obispos como «el antiguo emperador», «el venerable varón» y también «el Señor Luis»— a las de Lotario. Éste se cobró la mayor parte del botín de la herencia asignada a su pequeño hermanastro, con la excepción de Alamania (que Luis el Germánico recibió con casi toda la parte oriental del imperio).

A partir de entonces el vencedor dató sus documentos por «el gobierno del emperador Lotario en Francia». También de los diplomas de Luis (el Germánico) desapareció la soberanía suprema del emperador. Luis ya no firmó los documentos como rex Baioariorum sino simplemente como rex fechándolos por sus años de gobierno «in orientali Francia» (por primera vez el 19 de octubre de 833). Unicamente Pipino de Aquitania continuó con la datación del emperador. Por lo demás, el imperio se distribuyó de nuevo entre los tres hermanos.

Y cuando Lotario ocupó como emperador el puesto de su padre y quedó como principal ganador, también los otros dos hermanos se beneficiaron; y los territorios de los tres se mantuvieron independientes. A su hermanastro Carlos lo postergaron por completo, desheredándolo.[62]

Por su parte Rabano Mauro, abad de Fulda y uno de los paladines de la unidad del imperio, abrazó el partido de Luis el Piadoso y en un tratado dedicado al mismo escribió que era «totalmente inadmisible que los hijos se rebelasen contra el padre y los súbditos contra su soberano». Rabano mostró la injusticia del complot contra Luis. Ni Lotario estaba autorizado a destronar a su padre ni el episcopado podía condenarle y excomulgarlo. (Después del 840 el «Praeceptor Germaniae» tomó partido por Lotario y algunos años después por Luis el Germánico, por lo que en 847 pudo convertirse en arzobispo de Maguncia.)[63]

Por el contrario, al menos una parte del clero alto, capitaneada por Agobardo de Lyon, Ebón de Reims y Jesse de Amiens, se apoyó en las tesis aprobadas ya en 829: «Un soberano, que no ha cumplido los deberes de su función, ya no es un rey sino un tirano, y debe ser depuesto. Quien ha quebrantado los pactos de 817 y mediante el “juicio de Dios” de la asamblea general de Alsacia fue despojado de su poder, tiene que confesar públicamente su culpa y hacer la penitencia canónica».[64]

Mucho peor que Canossa, y todo «según la sentencia de los sacerdotes»

Cuando el 1 de octubre de 833 se celebró en Compiegne una dieta general del imperio bajo la presidencia de Lotario para poner remedio a aquella tragedia cristiana, el arzobispo Agobardo, que en tiempos había gozado del favor especial de Luis y que le debía mucho, reclamó en un escrito propio la penitencia canónica para el ex emperador depuesto (domnus dudum imperator) y pecador público. Pero no sólo aquella vez había acosado al soberano; a su esposa Judit la había declarado poseída por el diablo y capaz de cualquier iniquidad, había proclamado que su corte estaba contaminada «por la inmundicia de los crímenes» y había justificado sin reservas y de forma apasionada la rebelión de los hijos.

Agobardo era sobre todo, como la mayoría de las gentes de su gremio, un gran odiador, con un odio que abarcaba a los paganos, a los «herejes» y muy especialmente a los judíos. Contra éstos redactó cinco libros furibundos en los que ya se encuentra la famosa consigna nazi: «¡No le compréis a ningún judío!». Así se pudo equiparar a la estimada luminaria eclesiástica (ya antes ciertamente del período nazi) «con los enemigos más brutales de los judíos de todos los tiempos»; en 1934 el jesuíta Rahner pudo presentar a Agobardo —junto a otros padres de la Iglesia enemigos de los judíos— como defensor animoso de la Iglesia católica. El emperador Luis, por el contrario, había otorgado numerosos salvoconductos a los judíos.[65]

Pero ¿cómo interpretaban la derrota de Luis los prelados reunidos en Compiegne, que con todos los grandes habían emitido un juramento de lealtad a Lotario? Por supuesto que como una consecuencia de su desobediencia a las exhortaciones de los sacerdotes. Había cometido muchas maldades contra Dios y contra los hombres y había conducido a sus súbditos al borde de la catástrofe. Y así se le declaraba «tirano», mientras que a su hijo y sucesor victorioso lo proclamaban «amigo de Cristo Señor». Ellos, los «representantes de Cristo», los «portadores de las llaves del reino de los cielos», exigieron del viejo soberano una confesión general de sus pecados, le exigieron una renuncia al mundo y le presentaron un documento con sus crímenes, a fin de que «como en un espejo pudiera contemplar lo abominable de sus acciones».

En su reciente Historia de los concilios, Wilfried Hartmann observa al respecto: «Tales procedimientos sólo fueron posibles porque el episcopado franco ya había formulado en 829, en París, ciertas tesis que preveían una especie de control del soberano político por parte de los obispos». Así, el canon 55 proclamaba: «Si alguien gobierna con piedad, justicia y clemencia, se le llama merecidamente rey; pero quienes gobiernan de un modo impío, injusto y cruel no se llaman reyes sino tiranos». Pero si un rey ha de ser calificado de justo o de impío, lo determinan naturalmente los prelados.

¡Y qué dichosos habían sido bajo el padre de Luis y desde mucho tiempo atrás!

A todos les recordaron «cómo este imperio se había expandido en paz, unión y gloria gracias a la administración del eminentísimo emperador Carlos, de feliz memoria, y gracias al trabajo de sus predecesores…». En realidad merovingios y carolingios, y sobre todo el «eminentísimo» Carlos, habían guerreado sin descanso y aquellos príncipes de los francos no habían sido más que salteadores y carniceros, explotadores y esclavizadores; para decirlo en dos palabras, no habían sido más que occidentales cristianos. ¡Por lo que todavía hoy los ensalza la casi totalidad de los historiadores!

Como en su tiempo lo hicieron ya los piadosos pastores de almas. Los cuales, por otra parte, despreciaron al hijo, al menos al tiempo de su humillación y su derrota, al vencido que por su «estrechez de miras» y su «negligencia», como ya entonces escribieron, hundió el imperio «en el deshonor y la miseria, de modo que no sólo causó tristeza a los amigos sino que se convirtió también en objeto de burla para los enemigos, y cómo el mismo príncipe fue negligente en el cargo que se le había confiado, y muchas de las cosas que desagradaban a Dios y a los hombres las llevó a cabo él mismo, indujo a otros a hacerlas o permitió que sucedieran, y con muchos proyectos perversos irritó a Dios y fue motivo de escándalo para la santa Iglesia… y cómo por justo juicio divino se le arrebató de repente la potestad cesárea».

En grupos y trabajando en común, los príncipes eclesiásticos presionaron al prisionero, «inventaron muchas acusaciones contra el emperador», le hicieron ver «insistentemente cómo había ofendido a Dios y escandalizado a la santa Iglesia…». Y así debió haber obedecido «gustoso su consejo y sus muy saludables exhortaciones»; pero eso no es cierto. También se lee, en efecto, que «se resistió, sin embargo, y no se plegó a la voluntad de ellos; pero todos los obispos lo asediaron duramente, y sobre todo aquéllos a los que había honrado sacándolos del estado de la más baja servidumbre…» (Thegan). «Y atormentaron al emperador hasta inducirle a deponer las armas y a cambiar sus vestiduras, y lo expulsaron del umbral de la iglesia, de modo que nadie osó hablar con él fuera de quienes estaban autorizados para hacerlo» (Annales Bertiniani). Los Annales Fuldenses recuerdan que depuso «las armas de acuerdo con la sentencia de los obispos, siendo encerrado para que hiciera penitencia».

Luis debió de ser profundamente humillado en Saint-Médard, donde los prelados volvieron a leerle la cartilla, teniendo que postrarse hasta tres o más veces ante los obispos y una multitud de otros clérigos, debiendo confesar todo cuanto ellos evidentemente le habían inculcado con palabras precisas —lo que todavía hoy se llama lavado de cerebro— y teniendo que solicitar su perdón.

Para paladear su maldad los jerarcas habían escenificado este espectáculo ante el altar de la Marienkirche del monasterio. En presencia de una gran muchedumbre del pueblo mandaron leerle tres o cuatro veces al emperador —«en voz alta y entre un copioso torrente de lágrimas…»—, tendido en una vestimenta penitencial de crines, la confesión de sus pecados que ellos habían redactado, en la cual le hacían responsable de casi todas las miserias del imperio, aunque él sólo hubiera participado en las mismas de una manera mediata y pasiva. Especialmente le recriminaban tres crímenes capitales: sacrilegium, homicidium, periurium; y le achacaban asimismo haber turbado la paz pública y haber ordenado destierros, muertes y asesinatos, profanaciones de templos, pillajes de iglesias, confiscaciones, saqueos, estupros, guerras civiles, violaciones del derecho divino y humano, escándalos y perjurios, incapacidad política y reparto caprichoso del imperio… Todo «según la sentencia de los sacerdotes». Hubo de entregar por escrito a los prelados este largo libelo infamatorio; hubo de deponer las armas al pie del altar, «ante los restos del santo confesor Medardo y del santo mártir Sebastián»; hubo de despojarse de su manto y entre salmos y oraciones recibir el hábito de penitente, con el que los señores eclesiásticos lo revistieron de inmediato con sus propias manos.[66]

Todo el proceso tenía, por una parte, que aniquilar moralmente al emperador y hacerle incapaz de regresar al trono y hasta de portar armas: el derecho canónico lo excluía, como muy bien sabía Luis, después de una penitencia canónica pública. Por otra parte, la increíble degradación tenía que demostrar a las claras la total superioridad de los obispos.

En un memorial, en el que ellos mismos se jactaban de ser «los representantes de Cristo y portadores de las llaves del reino de los cielos y quienes tenían el derecho de atar y desatar en la tierra como en el cielo», anunciaban también a la comunidad de los cristianos: «Porque este príncipe ha administrado negligentemente el cargo que se le había confiado, ha ofendido a Dios y escandalizado a la santa Iglesia con muchas decisiones reprobables y muy recientemente ha llevado a la ruina total al pueblo que le estaba sujeto, le ha sido arrebatada la potestad cesárea en virtud de una sentencia divina y recta, por decisión divina y con la autoridad eclesiástica». «Era la venganza del partido eclesiástico» (F. Schneider).

Se trataba de las mismas gentes, aunque en esta ocasión incrementadas con los nuevos oportunistas, que ya en 830 habían activado la exaltación, y eran sobre todo, aunque no ciertamente los únicos, los dirigentes eclesiásticos de Francia occidental, Borgoña y Aquitania, los arzobispos de Reims, Lyon, Vienne y Narbona con los obispos de Amiens, Auxerre y Troyes.[67]

Hacía 33 años que Carlos I había juzgado al papa León III. ¡Ahora el episcopado franco juzgaba al emperador! Con la deplorable ceremonia, el mayor oprobio en la vida de Luis y una de las humillaciones más profundas que cualquier príncipe haya podido sufrir, mucho peor que la de Canossa, Luis el Piadoso fue también excluido de la comunión eclesiástica y en adelante sólo pudo tratar y hablar con algunas personas perfectamente especificadas. Por ello, cuando a Lotario se le reprochó la prisión de su padre, pudo replicar con razón que los obispos lo habían condenado a la misma. También dijo que «nadie había compartido más que él la felicidad y la desgracia de su padre, que no se le podía recriminar como culpa el haber tomado la soberanía que se le ofreció, pues que ellos mismos habían depuesto y traicionado al emperador; ni tampoco se le podía reprochar el encarcelamiento, pues era bien sabido que se le había impuesto por sentencia de los obispos».

En calidad de carcelero del depuesto Luis actuó el arzobispo Otgar de Maguncia.[68]

El papel principal en esta tragedia, que entre 833 y 843 desencadenó una serie de guerras civiles, lo representó el arzobispo Ebón de Reims, amigo íntimo de Agobardo de Lyon y auténtico prototipo de la ingratitud y perfidia eclesiásticas, a la vez que un hombre con notables éxitos misioneros. Años antes, en efecto, «por consejo del emperador y con la autorización del papa partió al país de los daneses, para predicar el evangelio, habiendo convertido y bautizado a muchos…».

De hecho este prelado, nombrado por el papa Pascual I legado del norte en el marco de la política escandinava de los carolingios, pasa por ser el iniciador de la misión nórdica. En tiempos Carlomagno había admitido en su escuela palatina al descendiente de «unos pastores de cabras», al hijo de un siervo de la gleba. Y Luis, rey de Aquitania, lo había distinguido desde joven con su amistad, le había elegido para bibliotecario de la corte y en 816, ya emperador, lo nombró arzobispo de Reims y abad de Saint-Remi, elevándolo casi de la nada hasta convertirlo en uno de los primeros prohombres del imperio. Pero ahora aquel hombre arrojaba del trono en su hora más triste al amigo y protector imperial, que todavía seguía favoreciendo con frecuencia a los príncipes eclesiásticos. He aquí lo que escribe el corepíscopo Thegan: «Buscaron entonces a un hombre arrogante y cruel, al obispo Ebón de Reims, de un linaje originariamente esclavo, para que mortificase de forma inhumana al emperador con las mentiras de los demás». Era, pues, un prelado arrogante y cruel mientras que los demás mentían como posesos, con lo que toda la santa jauría cayó sobre el soberano. «Decían cosas inauditas, hacían cosas inauditas lanzándole reproches a diario…» Y ningún otro más que Ebón condenó personalmente a la penitencia canónica en octubre del 833, en Saint-Médard de Soissons, a su antiguo protector. Por ello parece que Lotario le dio la abadía de Saint-Vaast.

Desde Compiegne empujaron a Luis, «el más piadoso de los príncipes», como le designa Thegan más de una vez, hasta Aquisgrán. Y quien lo empujaba era también un príncipe católico: ¡su propio hijo! Y en Aquisgrán toda la camarilla católica «no sólo no se comportó de un modo más humano —como lamentan los anuarios de Saint-Bertin—, sino que sus enemigos aún se mostraron mucho más sañudos contra él, empeñados como estaban día y noche en quebrantar su ánimo con humillaciones tan graves, para que abandonase por propia decisión el mundo y se recluyese en un monasterio».[69]

La chusma episcopal sin conciencia cambia una vez más de frente

Tras la deposición de Luis en 833, durante largos años no sólo se sucedieron duras luchas entre padre e hijos sino también entre los hermanos con frecuentes cambios de frentes. El afán de dominio sobre diversas porciones de soberanía indujo a coaliciones cambiantes de conformidad con las ventajas que se esperaban. Ése fue el principio político más firme, el punctum saliens por antonomasia.

Al comienzo es evidente que los tres hermanos buscaban la forma de aumentar su poder: Pipino de Aquitania y Luis el Germánico contra Lotario, y éste contra los dos. También los cabecillas de la nobleza, Hugo, Lamberto y Matfrido, combatieron entre sí «por la cuestión de quién de ellos tenía que ocupar el segundo puesto en el imperio detrás de Lotario». En una palabra, continúa Nithard, «cada uno atendía a su propio provecho», como hacen todavía hoy los políticos (en su mayoría). (¿«Anacrónicos» de nuevo?)[70]

Entre tales contiendas cambiaron una vez más los vientos. No sólo daba que pensar el comportamiento codicioso y prepotente de Lotario, también preocupaba a todas luces el tratamiento inmisericorde que daba a su padre trayéndolo y llevándolo de continuo. Luis el Germánico, que con el nuevo giro era sin duda el que menos tenía que arriesgar, había ya intervenido durante el invierno del 833-834 en favor de su padre, siendo apoyado en su intento por Rabano Mauro, abad de Fulda. Y también Pipino de Aquitania cambió evidentemente de actitud, sobre todo porque se temía un ataque de Lotario contra su reino, decidido como andaba éste por embolsarse toda la ganancia dando la impresión de que aspiraba al dominio sobre el reino. Mas cuando ambos hermanos marcharon contra él al frente de sendos ejércitos, Luis desde el este y Pipino desde el oeste, perdió el valor, emprendió la fuga y abandonó al anciano emperador en Saint-Denis así como al joven Carlos, al que había sacado de Prüm.

Mientras el 28 de febrero Lotario huía a Borgoña con su séquito, la chusma sin conciencia de los príncipes eclesiásticos, que había destronado a Luis, acudió a Saint-Denis y ya al día siguiente, 1 de marzo del 834, volvió a recibirlo solemnemente en la iglesia y le prestó vasallaje. «Apenas se había alejado Lotario, se reunieron los obispos presentes en la iglesia de san Dionisio, declararon al emperador exento de toda penitencia canónica y le impusieron sus vestiduras reales y sus armas» (Annales Bertiniani) —de las que le habían despojado— «y humildemente entonaron cantos de alabanza a Dios» (laudes Deo devote referunt), según cuenta Nithard.

Los prelados en su mayoría cambiaron inmediatamente de frente. Por descontado que ya antes habían preguntado a Luis «si cuando le fuera devuelta la soberanía, estaría dispuesto a restablecer y fomentar con todas sus fuerzas el imperio y sobre todo el servicio del Dios verdadero y conductor de todo orden». Y naturalmente el piadoso Luis «se había declarado sin más dispuesto a hacerlo». Por lo cual «se decretó inmediatamente su reposición» (Nithard). Y por supuesto que el emperador sabía lo que tenía que hacer ahora, como era arrancar «lo mucho malo que había arraigado y sobre todo lo siguiente: ordenó a su hijo Pipino, a través del abad Hermoldo, devolver sin dilación a las iglesias de su reino los bienes eclesiásticos que él personalmente había donado a los suyos o que éstos se habían apropiado por su cuenta. También envió emisarios a las ciudades y monasterios de alrededor para restablecer la vida clerical desacreditada casi por completo…» (Anonymi vita Hludovici).

Entretanto Lotario había reforzado su ejército en las diócesis de sus partidarios más leales, los arzobispos de Lyon y Vienne.

Y mientras el emperador Luis, después de haber celebrado «con su habitual devoción la sagrada festividad de la Pascua», se divertía de nuevo a sus anchas con la matanza deportiva de animales, cazando y pescando, primero en las Ardenas y, después de Pentecostés, también en los Vosgos, el partido de Lotario se imponía en una batalla sangrienta sobre un contingente imperial muy superior. Se luchó en la frontera de la Marca Bretona, en la que combatieron el obispo Jonás de Orleans, el abad Bosón de Fleury y muchos otros prelados. Entre los grandes de Luis fueron muchos los caídos, figurando también entre las víctimas su canciller el abad Teotón de Marmoutier les Tours.

Con ello Lotario se envalentonó.

Marchó contra Châlon sur Saône, un importante arsenal de sus enemigos, incendió todos los contornos y, tras un acuerdo con la ciudad que ardió varios días, mandó saquearla y reducirla a cenizas. En una buena actuación católica, «primero fueron saqueadas y devastadas las iglesias a la manera de unos vencedores crueles» y después fueron decapitados los jefes de los defensores: el conde Gauzhelmo de Rosellón, el conde Sanila y el vasallo real Madahelmo —el corepíscopo Thegan habla en seguida de «mártires»—, en tanto que los demás condes fueron encarcelados. Hasta la hermana del duque Bernardo de Septimania, la monja Gerberga, acabó como «envenenadora» en un tonel y murió ahogada en el Saona. Thegan escribe: «Y él la atormentó largamente y por fin la mandó matar tras la sentencia de las mujeres de sus indignos consejeros, cumpliendo el vaticinio del salmista: “Y con los puros eres puro y con los perversos perverso”».

Al principio Lotario hizo oídos sordos al consejo de su padre «para que se volviera de sus malos caminos»; pero evitó un enfrentamiento con el ejército de sus hermanos y de Luis, que se acercaba a Blois con el supuesto propósito de «liberar al pueblo» (Annales Bertiniani) y después se echó a los pies de su progenitor a una con los personajes más prominentes de su séquito para jurarle lealtad y obediencia y para prometerle que no volvería a salir de Italia sin una orden paterna.

Los partidarios de Lotario quedaron en libertad para marchar; pero la mayoría y los más notables le siguieron, entre ellos los condes Hugo, Lamberto, Matfrido, Godofredo, etcétera, que perdieron así sus bienes, feudos y cargos francos. Lotario, sin embargo, les indemnizó, porque sin tener en cuenta los juramentos primeros, los intermedios y los más recientes, les entregó las posesiones de fundadores francos sitas en Italia, donándoles monasterios enteros, como San Salvatore en Brescia, la famosa abadía de Bobbio, una fundación de san Columbano y hasta posesiones papales —maximeque ecclesiam sancti Petri—, y todo ello de la manera más cruel, crudelissima (Astronomus).

También algunos prelados —los arzobispos Agobardo de Lyon, Bernardo de Vienne, Bartolomé de Narbona, los obispos Jesse de Amiens, Elias de Troyes, Herebaldo de Auxerre y el abad Wala de Cor-bie— abandonaron por precaución, y en contra de toda norma canónica, sus obispados. Y casi todos siguieron a Lotario, tras el que se cerraron los pasos de los Alpes, en su marcha hacia el sur, para regresar tras la muerte de Luis con el futuro emperador. Muchos de ellos, sin embargo, fueron víctimas de una peste que hizo estragos en 837.[71]

La «Causa Ebonis»

Entretanto, en noviembre del 834, en la dieta imperial de Attigny, de nuevo se había evocado la mala situación general, y de nuevo se había prometido poner remedio. Mas todo lo que ocurrió de hecho fue el mandato del emperador para que se devolvieran lo antes posible los bienes eclesiásticos enajenados en Aquitania. La miseria del pueblo persistía inmutable.

En una asamblea imperial, convocada el 2 de febrero del 835 en el palacio de Diedenhofen, que fue sobre todo una asamblea eclesiástica, reclamó Luis que se repitiera de forma explícita y más solemne la declaración de nulidad de su deposición y penitencia canónica, que ya se había formulado en Saint-Denis. Y, naturalmente, también los venerables prelados estuvieron ahora de acuerdo; «una gran asamblea de casi todos los obispos y abades de todo el imperio» declaró naturalmente «indigna» la resolución de Compiegne —que era la suya—, y declaró anuladas por una nueva «sentencia de Dios» las maquinaciones de los enemigos imperiales y la «deslealtad de los malvados y enemigos de Dios». Y «finalmente aprobaron y confirmaron, todos sin excepción y de forma unánime, que después de que con la ayuda de Dios las intrigas de aquéllos se habían convertido en infamias y el emperador había sido restituido a los honores paternos y de nuevo revestido debidamente con la dignidad regia, en adelante fuera respetado por todos con la obediencia y sumisión más fiel e incondicional como su emperador y señor» (Annales Bertiniani).

Así, al año justo de la liberación de Luis, aquellos siempre repugnantes oportunistas procedieron de nuevo y en la forma más solemne a la reposición del soberano dentro de la asamblea imperial celebrada en la catedral de Metz el 28 de febrero del 835. Allí su hermanastro Drogo, rodeado de 44 obispos, le impuso de nuevo la corona. Estando al tenor literal de los Annales Bertiniani, que son la continuación francooccidental de los Anales imperiales interrumpidos en 829 y nuestra fuente más importante para la época que se extiende desde Carlos el Calvo hasta los tiempos de Carlomán y de Luis III (882), el acto se desarrolló así: «Y después de haber celebrado la santa misa y luego de haber comunicado al pueblo presente todos los detalles del asunto, los santos y venerables sacerdotes tomaron del altar consagrado una corona, símbolo de la soberanía, y se la impusieron por su propia mano entre el inmenso júbilo de todos los presentes»; y ello «porque con las realidades había también cambiado la voluntad de Dios» (Bund).

Pero el prelado que en 833 había sido el primer protagonista del vergonzoso espectáculo de la deposición del emperador, el hasta entonces «abanderado» del partido antiimperialista, el arzobispo Ebón de Reims, «Ebón el campesino más impresentable» (turpissimus rusticus), como le califica su coetáneo el corepíscopo Thegan, aunque también era «el apóstol del norte» (Dawson), no había acompañado a Lotario a Italia sino que se escondió en París. Y allí lo apresaron en la primavera del 834 sus colegas el obispo local Erquenrado y el obispo Rothad de Soissons y lo llevaron preso a Fulda. Y ahora, desde luego no por su propia voluntad, inmediatamente después de la reposición eclesiástica oficial del monarca, sube al púlpito de la basílica de san Esteban de Metz, condena «sinceramente delante de todo el pueblo» la deposición de Luis, realizada contra todo derecho, «en oposición a la ley y a todos los mandamientos de la justicia», y celebra su reposición conforme a la justicia y a sus títulos.

En los primeros momentos cierto que los obispos no se atrevieron a enviar a Ebón al desierto, pues temían «que pudiera convertirse en delator contra ellos». Pero más tarde, y a propuesta del emperador, los 44 prelados asistentes lo depusieron por unanimidad al igual que a algunos de los prelados que habían escapado a Italia. La misma emperatriz parece que intervino con toda energía aunque inútilmente ante los obispos en favor de Ebón. Uno tras otro fueron pronunciando la fórmula. «¡Después de tu confesión renuncia a tu cargo!»

Constituye un placer singular comprobar cómo Ebón, después de que los «laicos» fueran excluidos a causa de la protesta episcopal, se defendió con toda razón contra el hecho de que sólo a él se le pidieran cuentas, mientras que no se molestaba a los demás obispos que habían participado en los acontecimientos del 833. Éstos se disculparon por la «situación forzosa» en la que se encontraban, sin que «en su corazón hubieran asentido en modo alguno» al acto doloroso. Pero externamente lo habían apoyado de forma resuelta e incluso, como también entonces, mediante un doble protocolo: con la declaración de cada obispo firmada de su puño y letra y con un documento común firmado asimismo por todos.

Ahora estaban ciertamente contentos de tener un chivo expiatorio, alguien en tiempos delegado por ellos mismos, pero con cuya múltiple condena podían ofrecer un ejemplo y cohonestar su miserable papel, ¡un papel que sólo pocos años después iban a seguir representando! Un papel en el que un sinnúmero de ellos brillaron y brillan a través de los tiempos. El infame no encontró ni un solo defensor entre todos los infames in Christo.

Pero siete arzobispos cantaron a voz en cuello durante la misa…[72]

La «Causa Ebonis» fue retomada durante muchos años y cohonestada en los procesos sinodales de los francos de Occidente por los denominados clérigos de Ebón, entre los que también figuraban obispos. Ebón volvió a la prisión de Fulda, después estuvo bajo la vigilancia más estrecha del obispo Frechulfo de Lisieux y finalmente fue entregado al abad Bosón de Fleury. Más tarde también perdió el favor de su protector Lotario I, que a las pocas semanas de la muerte de Luis lo había repuesto como arzobispo de Reims; pero gracias a Luis el Germánico en 845 pescó la diócesis vacante de Hildesheim, para lo cual intentó justificar el paso anticanónico a otro obispado mediante un escrito falsificado del papa Gregorio IV. De hecho en la batalla por su reposición «había realizado o mandado llevar a cabo numerosas falsificaciones».[73]

El acto solemne de la coronación en Metz no puso fin ni a la enemistad entre los parientes carolingios ni a la codicia del alto clero, siempre ambicioso de mayor poder.

En un sínodo de Aquisgrán, celebrado en febrero del 836, el episcopado refrendó una vez más, tras hacer suyos algunos proyectos reformistas anteriores, la preeminencia de la potestad sacerdotal sobre la potestad regia. Ya el prefacio recurre a la famosa doctrina de las dos potestades de Gelasio I (492-496), que hace del Estado el policía de los papas. Los sínodos carolingios la recogen por vez primera en el 829, en el canon 3 del celebrado en París. Por lo demás, los obispos en Aquisgrán —donde se exhortan a sí mismos a la «simplicidad» evitando la «codicia» y donde ven cómo los monasterios de monjas «en parte han degenerado en burdeles» y en lugares «en los que florece el crimen»— proclamaron naturalmente su lealtad al emperador. Y aunque a todas luces son ellos precisamente los que «han errado mucho y muchas veces», por descontado son «principalmente» los demás los únicos culpables, recordando en particular «la ignominiosa defección» de los hijos del emperador así como «la perversión y deslealtad de algunos grandes». Y desde luego que todo ello sólo podrá terminar bien si «se restablece por completo el honor de la santa Iglesia de Dios y los obispos vuelven a ser capaces de administrar bien el ministerio que Cristo les ha confiado».[74]

La lucha del emperador en favor de Carlos (el Calvo) y contra los nietos, o en favor del «orden» y contra la «peste»

Cierto que con todo ello la confianza de Luis en los dirigentes eclesiásticos pudo resquebrajarse un tanto. En cualquier caso permaneció sordo a reclamaciones y ruegos, aparte de que Pipino tuvo de todos modos que devolver los bienes eclesiásticos sustraídos. Incluso la reforma monacal, impulsada antes con tanta intensidad con la colaboración de Benito de Aniane, apenas si preocupó ya al soberano. Más bien toleró ahora la vida regalada que cada vez se extendía más en la orden, como por ejemplo en Saint-Germain-des-Prés o en Saint-Denis. Abad y monjes se repartían allí los ingresos; más aún, los monjes sustraían sus dotaciones a la intervención del abad, que ni podía reducirlas ni exigir prestaciones por las mismas ni agrandar el convento sin aumentar también los correspondientes ingresos. Y todo ello garantizado formalmente mediante documentos imperiales. (A finales del siglo XIII y comienzos del XIV, de los ingresos anuales de 33.000 libras de París la abadía de Saint-Denis no daba para ayuda de los pobres una cuarta parte, como la Iglesia exigió durante un milenio, hasta el siglo XVII, sino menos de 1.000 libras, equivalentes a un tres por ciento del presupuesto. Por lo demás eso bastaba a los ascetas para que los días festivos y en tiempo de ayuno «montasen espectaculares repartos»: Geremek.)

Únicamente la joven esposa y la dotación del hijo común parecían interesar realmente al monarca ya entrado en años.[75]

La nueva división del imperio, decidida en la dieta imperial de Aquisgrán (837) en favor de Carlos el Calvo —a quien el emperador Luis, movido «por los ruegos apremiantes de la emperatriz» (Astronomus), otorgó un territorio considerable y además la parte mejor del imperio, como eran todas las tierras entre Frisia y el Mosa hasta bien dentro de Borgoña, tierras que aún se ampliarían alrededor de Aquitania— acabó provocando un nuevo conflicto y condujo a la sublevación de Luis el Germánico. No sin razón se sintió éste perjudicado, pues en la dieta imperial de Nimega, celebrada en el verano del 838, su padre volvió a quitarle todas las regiones de fuera de Baviera, que le habían correspondido tras el aprisionamiento del emperador en el «Campo de las mentiras» y la división del imperio y que, en agradecimiento del soberano por su liberación, se le habían dejado hasta entonces: Alamania, Alsacia, Franconia oriental, Sajonia y Turingia.

Algunos enemigos personales de Baviera habían irritado al monarca; entre ellos se encontraba probablemente el arzobispo de Maguncia Otgar, que había sido carcelero del emperador y que de nuevo supo ganarse el favor supremo. Aquellas tierras se consideraban ahora como «confiscadas». «Hubo entre ambos una disputa bastante acalorada y Luis tuvo que devolverlo todo a su padre» (Annales Bertiniani), por cuanto se decía que el rey de Baviera quería de nuevo «apropiarse toda la mitad del imperio más allá del Rin» (Nithardi historiarum).

En la dieta imperial de Quierzy (septiembre de 838) el emperador impuso una corona a Carlos, que acababa de cumplir 15 años, alcanzando así la mayoría de edad. Fue un gesto muy infrecuente, que no se había dado con ninguno de sus hermanastros al empezar a gobernar. Y Pipino de Aquitania, desde hacía años partidario leal de su padre, se puso también entonces del lado de Carlos como «aliado». Carlos obtuvo otras asignaciones territoriales, por lo que sus posesiones crecieron y crecieron. Se celebró un desfile del rey bávaro en Maguncia —«aquí el piadoso padre, allí el hijo malcriado»—. Pero cuando los francos orientales, los turingios y los alamanes, a los que de primeras se había ganado Luis el Germánico, se apartaron de él, todas las tribus francas orientales menos las bávaras lo abandonaron y él huyó de nuevo a Baviera.

Entretanto había muerto a finales del otoño del 838 Pipino I, rey de Aquitania. En sus documentos se había llamado «rex Aquitanorum», ya en 814 su padre le había nombrado virrey, fue depuesto en 832, pero tras una reconciliación se le confirió de nuevo el gobierno aquitano, aunque sin muchas esperanzas de que pudiera ejercerlo. A su muerte Luis el Piadoso, evidentemente presionado por su mujer que sólo pensaba en aumentar el poder de su hijo, desestimó el derecho sucesorio de sus dos nietos Pipino y Carlos, hijos de Pipino, el mayor de los cuales, Pipino II, acababa de alcanzar la mayoría de edad. Y así, en 839 entregó Aquitania a su propio hijo Carlos, quien por lo demás tuvo dificultades al comienzo para hacer pie allí.

El territorio al sur del Loira conservaba una fuerte impronta de cultura romana y, según el escritor eclesiástico Salviano, en el siglo V era la región más rica de las Galias. Bastante autónoma hasta entonces, Aquitania había desarrollado bajo la afluencia de los vascos paganos y de otros pueblos muchas formas de particularismo. Y así, los «romanos» fueron a menudo objeto de burlas y difamaciones por parte de los francos. Durante las numerosas campañas militares contra los duques aquitanos, contra su duque Hunaldo encerrado en el monasterio así como contra su hijo Waifar acosado peor que cualquier animal y asesinado alevosamente, los francos «devastaron sistemáticamente Aquitania, para quebrantar su resistencia dañando su economía» (Claude). Tras ocho guerras asesinas Pipino III aplastó el territorio; pero ni él ni Carlomagno consiguieron someterlo por completo.

En el otoño del 839 envió Luis un cuerpo de ejército contra el propio nieto. Fue aquel un ataque especialmente vergonzoso, porque Pipino I, padre del muchacho, a lo largo de sus últimos años siempre había mantenido una lealtad inconmovible al emperador y al imperio. Pero apenas desaparecido Pipino. Luis abandonó con la mayor sangre fría a sus propios nietos y empezó a «establecer el orden en Aquitania». Pipino II, sin embargo, acompañado de sus partidarios, «practicó el robo y la tiranía… recorriendo el país, como suelen hacer tales gentes», según comenta el prelado Ebroín de Poitiers, jefe de los imperiales. Por ello el «noble obispo» rogó al soberano que «no dejase que se extendiera a su alrededor aquella enfermedad, sino que oportunamente llevase la curación con su presencia antes de que aquella peste contagiase a la mayoría» (Astronomus).

Así que el piadoso Luis respondió del «orden» y la «curación» luchando contra la «enfermedad» y la «peste» —durante dos milenios éstas han sido también las consignas clericales contra todo lo que no encaja con el egoísmo sacerdotal— y esperando «con la ayuda de Dios regresar vencedor de Aquitania». Había roto lazos fuertes y en una guerra fatigosa también consiguió éxitos parciales. Pero sus tropas fueron diezmadas por «graves calamidades» y por una enervante guerra de guerrillas, especialmente en los nidos rocosos de Auvergne, con todo tipo de correrías y pillajes, una paralizante ola de calor y una epidemia, «mientras que los demás regresaban entre las mayores dificultades».

También en los territorios del norte las sublevaciones sacudieron la supremacía de Luis.

Así, en el otoño del 839, mientras su majestad se entregaba personalmente «a los placeres de la caza en las Ardenas», un ejército franco oriental-turingio marchó a las órdenes de los condes Adalgar y Egilo contra los sorbios, en tanto que otro ejército sajón lo hacía contra obodritos y linones. Fueron conquistadas once plazas fuertes de los sorbios, su rey Czismislaw murió en combate y su sucesor hubo de mandar rehenes y abandonar el país.

El emperador se retiró a su cuartel de invierno en Poitiers, por entonces la ciudad más rica de Aquitania; allí celebró las fiestas del Nacimiento, de la Epifanía del Señor y de la Purificación de la bienaventurada y purísima Virgen María al tiempo que se esforzaba por el sometimiento de Aquitania. Entonces recibió otra mala noticia: su hijo Luis reivindicaba «en su ya inveterada petulancia el dominio del imperio hasta el Rin» (Annales Bertinianí).

El padre, en efecto, tras una discusión muy penosa se había reconciliado el año anterior en el palacio de Worms con Lotario, el «hijo pródigo» (Nithard), sin duda el más desleal de sus hijos y el que más disgustos le ocasionó. Y esto —supuestamente con el aplauso de todos— a costa del desheredado Luis (arrebatándole hasta territorios de Baviera entre el Lech y el Danubio junto con las tierras orientales de los Alpes). El monarca pretendía proteger así al joven Carlos, por causa del cual precisamente también había despojado de su legítima herencia a sus nietos, los hijos de su hijo Pipino. Ahora expulsaba a Luis persiguiéndolo a través de Turingia «hasta la frontera de los bárbaros», de modo que éste hubo de comprarse el regreso a través del territorio eslavo y sólo «con gran trabajo» (Annales Fuldenses) pudo volver a Baviera.[76]

Pero inmediatamente después desaparecía el soberano del escenario de su agitada vida sobre la tierra.

Muerte del emperador

Luis el Piadoso, cuyos pulmones se habían obstruido, cuyo pecho se había debilitado y que prematuramente había envejecido, viéndose afectado además por una úlcera incurable, tal vez un enfisema pulmonar, empezó a languidecer con frecuentes opresiones del pecho, con náuseas y con un rechazo total de los alimentos. Después de pasar por el palacio real de Salz en el Saale franco y tras haber llegado en barco por el Main hasta Frankfurt, el domingo 20 de junio del 840 moría Luis I, en una «vivienda veraniega a manera de tienda», en una islita del Rin aguas abajo de Maguncia. El islote estaba frente a Ingelheim y se trataba del suntuoso palacio carolingio, en el que en tiempos su padre había sometido al duque bávaro Tassilo y a su familia a un proceso tristemente célebre; más tarde Carlos IV lo transformó en monasterio y finalmente quedó derruido durante la guerra de los Campesinos y la guerra de los Treinta Años.

El emperador murió poco después de que —precisamente al comienzo del «ayuno sagrado» tan solemnemente iniciado por él, aunque no estaba obligado al mismo— hiciera los preparativos de la guerra contra su hijo Luis, cuya última sublevación también había aplastado y al que además había declarado que «tuviera presente cómo había conducido amargamente a la tumba las canas de su padre y había despreciado los mandamientos y amenazas del Dios y Padre de todos nosotros».

Luis había sido treinta y siete años rey de Aquitania y veintisiete emperador. Sus más allegados, su mujer Judit y su hijo Carlos, estaban lejos de él, en Aquitania. En cambio rodeaban su lecho mortuorio varios prelados, entre los que se encontraba su antiguo carcelero Otgar de Maguncia. Mientras pudo el emperador se hizo la señal de la cruz en la frente y sobre el pecho. También se había hecho colocar previsoramente sobre el pecho una (supuesta) astilla de la cruz de Cristo. Y el Astrónomo, que no parece haber asistido personalmente a los hechos, dice que «durante cuarenta días el cuerpo del Señor fue su único alimento, y por ello alababa la justicia del Señor, pues decía: “Eres justo, oh Señor, porque en el tiempo de ayuno dejé de hacerlo y ahora me obligas a cumplir esta obligación penitencial”».

Poco antes de que el soberano expirase gritó «dos veces con todas sus fuerzas como encolerizado: Hutz, hutz!, es decir, ¡Fuera! De lo cual se deduce que vio un espíritu malo, cuya compañía no pudo soportar ni en vida ni en muerte. Después alzó los ojos al cielo y cuanto más oscuro aparecía tanto más risueño lo contemplaba él, de modo que casi parecía sonreír. Así alcanzó el final de la vida terrena y entró, según creemos, felizmente en el descanso, pues con verdad ha dicho el verdadero Maestro: “No puede morir mal quien ha vivido bien”» (Anonymi vita Hludovici).

El cadáver de Luis el Piadoso fue trasladado a Metz y allí, en el viejo panteón familiar de los carolingios, lo depositó «con todo honor» junto a su madre Hildegarda —aunque ausentes todos los hijos— su hermanastro Drogo. En tiempos de la Revolución francesa el cadáver fue sacado del sarcófago.[77]

Lo franco y lo cómico

La sangrienta contienda familiar, que año tras año afectó a todo el imperio franco, se vio naturalmente (o, por mejor decir, sobrenaturalmente) acompañada por señales milagrosas del cielo y de la tierra; señales nefastas, por lo general de consecuencias terribles, cuidadosamente registradas por los anuarios, y en especial los Xantenos.

Hubo por ejemplo temblores de tierra «en plena noche», eclipses de luna y de sol y tempestades terribles. Cuando el emperador Luis cayó en manos de Lotario, creció el nivel de los ríos en proporciones desconocidas y los vientos los hicieron innavegables. «Mas con su liberación los elementos se mostraron tan conjurados, que pronto la fuerza de los vientos se calmó y el aspecto del cielo apareció con una luminosidad como nunca se había visto desde mucho tiempo antes.»

Y una y otra vez los cometas: «un cometa terrible en la constelación de Scorpio»; «y poco después la muerte de Pipino». O bien: «un cometa en la constelación de Virgo». Dicho cometa «recorrió en veinticinco días, cosa que resulta maravillosa de contar, los signos de Leo, Cáncer y Géminis y finalmente puso en la cabeza de Tauro y bajo los pies del Auriga el cuerpo ígneo con la larga cabellera». A los tres años murió el emperador.

La «iglesia de Santa María. Madre de Dios», ya mencionada, perdió la mayor parte de la techumbre, mientras que la iglesuela «en honor del santo mártir Jorge» se conservó intacta en medio del fuego devorador, lo que constituye «un milagro asombroso». Y en el momento en que un fuerte terremoto sacudió casi toda la Galia «el famoso Angilberto fue solemnemente conducido a Centulum y allí se le encontró, veintinueve años después de su muerte, en un estado de incorrupción total, sin que hubiese sido embalsamado». También algo «asombroso» a decir verdad. Después de todo a Angilberto siempre le había ido bien (o «casi») y siendo capellán de la corte y abad de Saint-Riquier vivió en concubinato con Berta, hija de Carlos, cuando ella tenía quince y veinte años y le hizo dos hijos. Uno de ellos fue el historiador Nithard, que es precisamente quien nos refiere el grandioso milagro (en sus «Historias», redactadas por encargo de Carlos el Calvo, que no dejan de ser muy partidistas, pero que constituyen la fuente más importante sobre las luchas fratricidas).[78]

Exagerando un poco casi podemos decir que el clérigo Gerwardo, bibliotecario palatino de Luis el Piadoso, en sus Annales Xantenses escribió una historia natural más que una historia del Estado o del país.

Después de los eclipses lunares de 831 y 832, sublevación de Luis contra su padre. En 834 las aguas inundan en el norte «buena parte del territorio» y «los paganos irrumpen en el famosísimo Wyk de Durstede». Eclipse lunar del 835: de nuevo «paganos en… Frisia… Y una vez más devastaron Durstede». Febrero de 836: «al comienzo de la noche hubo luces admirables», y de nuevo cayeron «los gentiles sobre los cristianos». En 837 fuertes vientos huracanados, un cometa «con una gran cola en el este…, y los paganos devastaron Walcheren llevándose de allí prisioneras a muchas mujeres con inmensos bienes de toda índole».

Al año siguiente «truenos», «bochorno», «terremotos», «fuego en forma de un dragón en el aire»: empieza a expandirse «una doctrina herética». Y al otro año un terrible viento huracanado, costas inundadas por el oleaje, casas, palacios, personas que desaparecen a montones y flotas enteras hundidas. Todos creen que el diablo se ha presentado con todos los ejércitos infernales. Pero «ese mismo año llegaron a Vreden los cuerpos de los santos Felicísimo y Agapito y el de santa Felicitas». ¿No es algo maravilloso? Por el contrario, unos fenómenos luminosos y un eclipse solar anuncian claramente en el año 840 la muerte del emperador; mientras que las iluminaciones del cielo en forma de verdaderas bengalas presagian la furia de los cristianos «con un gran baño de sangre por ambas partes» y también «muchas cosas imperdonables» de los stellingas en Sajonia. Y así sucesivamente una y otra vez.[79]

La contienda familiar atizada por el clero la habían aprovechado sobre todo el episcopado y la alta nobleza. Y especialmente en la última época del gobierno de Luis consiguieron un mayor «peso específico» en política. Pero también los enemigos exteriores del imperio se aprovecharon de la misma, particularmente los normandos.

Los hombres del aquilón

Los normandos, también llamados vikingos y gentes del norte, fueron conocidos en la Edad Media como «hombres del aquilón» y eran escandinavos. Desde finales del siglo VIII hasta el XI, y siendo al principio todavía paganos, por afán de aventura y de botín y empujados por la insatisfacción con sus condiciones de vida invadieron otras tierras, acabando por asentarse aquí y allá en Frisia, en la desembocadura del Loira y en otras cabezas de puente.

Su táctica de gran movilidad y reputada como diabólica estaba llena de argucias, con especial preferencia por el ataque relámpago. De repente aparecían sus velas en el horizonte, y antes de que pudiera intervenir la vigilancia costera ya habían partido con su botín. En el bando cristiano, por lo demás, los caudillos civiles y eclesiásticos eran «a menudo los primeros» en huir a la desbandada (Riché). Hincmaro de Reims, el famoso arzobispo, había prohibido la retirada de los sacerdotes, «que no tienen mujer ni hijos que alimentar», pero en 882 huyó personalmente a toda prisa, escapando de los invasores.

Mas no todos los prelados fueron pusilánimes como liebres. Cuando en el asedio de París del 885 los intrusos asesinaban a cuantos no buscaron refugio en la Île de París, en tanto que los francos por su parte obsequiaban «al enemigo con aceite, cera y pez hirviendo», tampoco el abad de Saint-Germain se anduvo con chiquitas, pues «con el disparo de una única saeta consiguió atravesar a siete hombres» —sin duda más de lo que hubiera podido soñar cualquier católico— «y bromeando mandó que los llevaran a la cocina».

Los saqueos de los normandos empezaron en 793 con el asalto por sorpresa al monasterio de la isla de Lindisfarne (más tarde conocida como Holy Island). El monasterio había sido fundado en el siglo VII por monjes irlandeses y escoceses, frente a la costa septentrional inglesa de Northumberland, y al parecer era una abadía muy rica. Logró sobrevivir y fue adquiriendo cada vez más tierras en el continente; pero fue de nuevo abandonada en 850. Los vikingos noruegos, que habitualmente permanecían durante semanas en alta mar, necesitaban provisiones oportunas, para lo que degollaban el ganado del monasterio y lo subían a bordo de sus barcos en forma de dragón, robando a la vez todos los tesoros y asesinando a los monjes.

Las gentes del norte invadieron Irlanda, sobre la que se desencadenó la catástrofe en 820. «El mar vomitó oleadas de extranjeros sobre Erin, y no hubo puerto ni lugar ni fortificación ni burgo ni refugio alguno sin flotas de vikingos y piratas», informan los anales del Ulster. Las gentes del norte cayeron sobre Inglaterra y desde allí fueron invadiendo cada vez más el imperio franco, especialmente Franconia occidental con sus largas y atrayentes costas; y desde 799 también atacaron el territorio frisón. Se apoderaban de cosas de valor y se llevaban rehenes para recabar el dinero de su rescate. Y no sólo devastaban los lugares costeros, sino que con sus rápidos veleros remontaban los ríos incendiando ciudades como York, Canterbury, Chartres, Nantes, París, Tours, Burdeos, Hamburgo, donde redujeron a cenizas la sede episcopal. Gustosos se lanzaban sobre los monasterios, como hicieron por ejemplo con los de Jumiéges y Saint-Wandrille. En la costa atlántica los monjes tuvieron que abandonar en 836 el monasterio de Noirmoutier, que venía siendo atacado desde el año 820.

Difícilmente puede ser casual que los ataques normandos empezasen a menudear de manera alarmante al tiempo en que las contiendas familiares de los carolingios eran más enconadas y cuando la fuerza defensiva del imperio era más débil de cara al exterior; es decir, mediada la década de los años treinta del siglo IX. Ni es casual que los piratas nórdicos, sobre todo los daneses, por entonces los enemigos más temibles, regresaran año tras año. Desde entonces y a lo largo de todo el siglo la marea normanda invadió el mundo cristiano.

Los años 834 y 835 los vikingos daneses cayeron sobre el centro comercial más importante del norte, «la famosísima Wyk del Durstede y la devastaron con inaudita crueldad». Pero de «los paganos», hombres que todavía seguían fervorosamente apegados a sus antiguos dioses, los Ases, «cayó una cantidad no pequeña» (Annales Xantenses). Asimismo entre los años 834 y 837 fue cuatro veces saqueada y en parte incendiada Dorestad (Dorestate, Duristate), importante centro comercial de los Países Bajos que fue abandonado (cerca de la desembocadura del Rin y al sur de la actual Wijk-bij-Duurstede) y que fue sede temporal o permanente del obispo de Utrecht.

En 836 los normandos pegaron fuego a Amberes y a la ciudad portuaria de Witla, en la desembocadura del río Mosa. En 837 atacaron por sorpresa la isla de Walcheren, «mataron a muchos y despojaron por completo de sus bienes a un número mayor aún de habitantes; después de instalarse allí por algún tiempo y de haber recaudado un tributo arbitrario de los habitantes, prosiguieron en su correría hacia Dorestad y allí exigieron tributos del mismo modo» (Annales Bertiniani). En 838 una tempestad impidió un nuevo ataque, pero en 839 asolaron otra vez Frisia. También devastaron los territorios del Loira hasta Nantes; un «azote de Dios» del que los escritores monásticos aún se lamentaban —quizá también exagerando—: «Piratas, asesinos, salteadores, profanadores, devastadores, sanguinarios, diabólicos y, en una palabra, paganos…».[80]

¡Ah, cuánto mejores eran los cristianos en sus expediciones militares!

Mas ¿por qué también los wikingos devastaban de aquel modo? Wielant Hopfner escribe: «Habían tenido sus primeras experiencias con el cristianismo. Su coetáneo Carlomagno había dictado las “Leyes sajonas” para imponer la conversión forzosa a los sajones. Las expresiones más frecuentes en las mismas suenan así: “Será castigado con la muerte…, deberá ser muerto…, se prohíbe bajo pena de muerte…, pertenece a la propiedad de la Iglesia…, deberá ser ejecutado”…». De hecho las leyes sanguinarias de Carlos, que podrían calificarse de derivación de la Buena Nueva, amenazaban con un estereotipado «morte moriatur» todo cuanto se pretendía extirpar entre los sajones; de las catorce disposiciones de la Capitulado que imponen la pena de muerte, diez se refieren exclusivamente a crímenes contra el cristianismo.

Los normandos sabían evidentemente que los carolingios «habían enriquecido a la Iglesia más allá de toda medida» con tesoros que procedían «en primer término» de los saqueados «lugares de culto paganos». «Los cronistas cristianos revelan, en efecto, que monasterios e iglesias “habían sido edificados magníficamente” o que “habían sido decorados de forma maravillosa”. ¿De dónde podían proceder aquellas riquezas, si no era de las propiedades y de la prestación personal de la población germánica?»

Pero aquellos hombres habían sido desollados por sus caudillos cristianos en un régimen que diríase de normalidad. Y ahora tenían también que imponer enormes tributos a los normandos; en 845, por ejemplo, 7.000 libras; en 861, 5.000 libras; al año siguiente, 6.000, y en 866, otras 4.000 libras. Con lo cual los dominadores, para proporcionarse «reservas», a veces exigían más que los normandos. En fin cabe sospechar que no pocos de tales dineros iban también a los bolsillos cristianos.

También merece atención lo siguiente.

No sólo los caudillos militares y los príncipes llamaron al país a los normandos contra incómodos rivales. No sólo incitaron naturalmente a los normandos contra los normandos. Cuando aquella calamidad pública se fue progresivamente agravando y, especialmente en el bando franco occidental, se hizo muy poco en contra, entonces el pueblo organizó la resistencia y tomó personalmente las armas contra los piratas, que cada vez penetraban más adentro. ¡Y quien se las sustrajo no fue el enemigo del país, sino la propia aristocracia! Era ésta en efecto la que temía que sus campesinos, los «conjurados» francos, pudieran también alzarse contra ella «como opresores no menos duros» (Mühlbacher) y pudieran encontrar ocasión «para librarse de sus señores» (Riché).

Por lo demás, también aquí supo el clero llevar las aguas violentas a sus molinos. Y así, los prelados reunidos en Meaux en 845 proclamaron: «Los agresores son ciertamente crueles; pero está bien justificado, pues los cristianos eran desobedientes a las instrucciones de Dios y de la Iglesia». [81]

También en el sur crecía el peligro de los enemigos externos. También allí atacaron al imperio los árabes, las «flotas de piratas sarracenos» (Saracenorum pyraticae). ¡Únicamente los cristianos no robaban! ¡Ni mataban! Pero los perros sarracenos infieles atacaron las Baleares, Córcega y Cerdeña. Y desde 827 empezaron a establecerse en Sicilia. En 838 asaltaron Marsella y «se llevaron consigo a todas las monjas que allí se encontraban y cuyo número no era pequeño, así como a todos los eclesiásticos y laicos masculinos, arrasaron la ciudad y se apoderaron asimismo de todos los tesoros de las iglesias cristianas» (Annales Bertiniani). Los eslavos a su vez amenazaban la frontera oriental. Y la penuria devoraba a las propias gentes. «Por este tiempo el imperio de los francos llegó a estar en sí mismo muy desolado y la miseria de las gentes se multiplicaba día tras día» (Annales Xantenses)[82]

Y continuó creciendo después de la muerte de Luis el Piadoso.