El infierno de la sal
Cuando los viajeros atravesaron el pueblo en una lívida aurora, lo envolvía un silencio que sólo rompía aquí y allá algún que otro sollozo. Se murmuraba que la matanza había sido ejecutada por la legión cimeria de Herodes, un cuerpo de mercenarios de roja pelambrera, procedentes de un país de brumas y de nieves, y que hablaban entre sí un idioma indescifrable, a los que el déspota confiaba sus misiones más atroces. Habían desaparecido con la misma rapidez con que cayeron sobre la aldea, pero Taor desvió la mirada para no ver perros famélicos que lamían un charco de sangre a medio coagular en el umbral de una cabaña. Siri insistió en que torcieran hacia el sudeste, prefiriendo la aridez del desierto de Judá y de las estepas del mar Muerto a la presencia de las guarniciones militares de Hebrón y de Beersheba por las que pasaban el camino más recto. No cesaban de bajar, y a veces el terreno era tan empinado que los elefantes derrumbaban masas de tierra gris bajo sus enormes patas. A partir del crepúsculo, rocas blancas y granulosas empezaron a jalonar el avance de los viajeros. Las examinaron: eran bloques de sal. Entraron en un bosquecillo de arbustos blancos, sin hojas, que parecían cubiertos de escarcha. Las ramas se quebraban como si fuesen de porcelana: era también la sal. Por fin, cuando el sol desaparecía a sus espaldas, vieron por el espacio que quedaba entre dos montañas, un fondo lejano de un azul metálico: el mar Muerto. Estaban preparando el campamento de la noche, cuando una súbita ráfaga de viento —como las hay a menudo a esta hora final del día— llevó hasta ellos un intenso olor a azufre y a nafta.
—En Belén —dijo sobriamente Siri— franqueamos la puerta del Infierno. Desde entonces no dejamos de adentrarnos en el Imperio de Satán[12].
Taor no estaba ni sorprendido ni inquieto. O si lo estaba, su apasionada curiosidad se imponía a toda sensación de miedo o de angustia. Desde que salieron de Belén no dejaba de relacionar y de comparar dos imágenes aparecidas al mismo tiempo, y sin embargo violentamente opuestas: la matanza de los niños y la merienda del jardín de los cedros. Tenía la convicción de que una secreta afinidad unía esas dos escenas, que, en su contraste, eran en cierto modo complementarias, y que si consiguiese superponerlas, una intensa luz alumbraría su propia vida, e incluso el destino del mundo. Unos niños degollados mientras otros niños, sentados alrededor de una mesa, devoraban suculentas golosinas. En todo aquello había una paradoja intolerable, pero también una clave llena de promesas. Comprendía perfectamente que lo que había vivido aquella noche en Belén preparaba otra cosa, que en resumidas cuentas no era más que el torpe ensayo, finalmente abortado, de otra escena en la que aquellos dos extremos —comida amistosa e inmolación sangrienta— se confundirían. Pero su meditación no conseguía romper el turbio espesor a través del cual entreveía la verdad. Sólo una palabra flotaba en su mente, una palabra misteriosa que había oído por primera vez hacía poco, pero que contenía más sombra equívoca que límpida enseñanza, la palabra sacrificio.
Al día siguiente continuaron descendiendo, y cuanto más se metían en barrancos y pedregales, más se cargaba de emanaciones minerales el aire inmóvil y ardiente. Por fin el mar Muerto apareció ante sus ojos en toda su extensión, teniendo al norte la desembocadura del Jordán, y al otro lado la orilla oriental dominaba por la atormentada silueta el monte Nebo. Una extraña particularidad les intrigó: en toda su superficie, el espejo azul acero aparecía moteado de puntos blancos, como si una fuerte brisa hubiese levantado un encrespado oleaje. Pero el aire, pesado como una tapadera de plomo, estaba completamente inmóvil.
Aunque su itinerario hubiera podido hacerles pasar bastante lejos del mar, no pudieron resistir el atractivo que ejerce cualquier masa de agua —estanque, lago u océano— en unos viajeros del desierto. Decidieron, pues, seguir hacia el sur hasta la costa, y luego bordearla en dirección sur. Cuando se encontraban ya a un tiro de flecha de la playa, en un impulso común, hombres y animales echaron a correr hacia el agua que les llamaba con toda su pureza y su aceitosa calma. Los más rápidos se sumergieron al mismo tiempo que los elefantes. Pero volvieron a salir en seguida frotándose los ojos y escupiendo con repugnancia. Porque aquella hermosa agua, desde luego no transparente, pero sí translúcida, de un azul químico surcado por regueros sinuosos, no sólo estaba saturada de sal —hasta el punto de que ésta hacía las veces de arena en la playa y en el fondo del agua—, sino que también contenía muchísimo bromo, magnesio y nafta, una verdadera sopa de bruja que empega la boca, quema los ojos, vuelve a abrir las heridas recién cicatrizadas, embadurna todo el cuerpo con una capa viscosa que al secarse al sol se convierte en un caparazón de cristales. Taor, que llegó uno de los últimos, quiso hacer la experiencia. Prudentemente se sentó en el cálido liquido y empezó a flotar, como si estuviera en un sillón invisible, más barco que nadador, propulsándose con las manos como si fueran remos. Pero tuvo la sorpresa de sacar del agua aquellas mismas manos inundadas de sangre. «Sin duda es que tienes heridas mal cerradas que habías olvidado», explicó Siri. «Esta agua parece extraordinariamente ávida de sangre, y cuando adivina su proximidad bajo una epidermis todavía diáfana, se precipita a su encuentro y acaba por hacer que brote». Taor lo había comprobado y comprendido desde el primer momento. El problema es que no recordaba haber tenido ninguna cicatriz en las manos… No, por mucho que dijera Siri, había sido espontáneamente, o como obedeciendo a una orden misteriosa como las palmas de sus manos se habían puesto a sangrar.
En cambio pudo aclarar fácilmente el misterio del encrespamiento blanco que aparecía sobre aquella capa líquida, pesada y perezosa, completamente incapaz de formar olas que rompiesen y de tener espuma. Se trataba en realidad de enormes setas de sal blanca, arraigadas en el fondo, y emergiendo a la manera de arrecifes por la parte superior de su sombrerillo. Cada vez que una ola la cubre, le añade una nueva capa de sal.
Establecieron el campamento en la orilla, sembrada de troncos blanqueados, igual que esqueletos de animales prehistóricos. Sólo los elefantes parecían satisfechos con las rarezas de aquel mar que el profeta llamó «el gran lago de la cólera de Dios». Hundidos en el corrosivo líquido hasta las orejas, se bañaban mutuamente con sus trompas. Caía la noche cuando los viajeros fueron testigos de un pequeño drama que les impresionó aún más que todo lo restante. Procedente de la otra orilla, un gran pájaro negro volaba hacia ellos por encima del mar que el crepúsculo hacía plomizo. Se trataba de una especie de rascón, un ave migratoria que siente preferencia por las regiones pantanosas. Ahora bien, su silueta, que destacaba como si estuviese dibujada con tinta china sobre el cielo fosforescente, parecía volar cada vez con mayor dificultad y perder rápidamente altura. La distancia que debía recorrer no era mucha, pero las emanaciones deletéreas que surgían de las aguas mataban toda vida. De pronto los aleteos se aceleraron en un último reflejo de espanto. Las alas se movían más aprisa, pero el rascón permanecía suspendido en el mismo lugar. Luego, como herido por una flecha invisible, cayó, y las aguas se cerraron sobre él sin un ruido, sin una salpicadura.
—¡Maldito, maldito, maldito país! —gruñó Siri encerrándose en su tienda—. Hemos descendido a más de ochocientos pies por debajo del nivel del mar, y todo nos recuerda que estamos en el reino de los demonios. ¡Me pregunto si saldremos alguna vez de él!
Al día siguiente por la mañana, la desgracia que se abatió sobre ellos pareció confirmar tan sombríos presentimientos. Empezaron por constatar la desaparición de los dos últimos elefantes. Pero las búsquedas no tardaron en interrumpirse, porque indiscutiblemente estaban allí, al alcance de la voz, ante los ojos de todos: dos enormes hongos de sal en forma de elefante se habían añadido a las demás concreciones salinas que llenaban la playa. A fuerza de regarse mutuamente con ayuda de sus trompas, se habían envuelto en un caparazón de sal cada vez más espeso, y no habían dejado de espesarlo aún más prosiguiendo con sus abluciones durante parte de la noche. Allí estaban indiscutiblemente, paralizados, ahogados, destrozados por la masa de sal, pero al abrigo de las injurias del tiempo para varios siglos, para varios milenios.
Eran los dos últimos elefantes de la expedición, y la catástrofe era irremediable, absoluta. Hasta entonces habían podido repartir entre los anímales restantes lo esencial de la carga de los elefantes perdidos. Esta vez era el final. Enormes cantidades de provisiones, de armas, de mercancías, tuvieron que abandonarse por falta de bestias de carga. Pero había algo que aún era más grave, los hombres de los que esos animales habían sido la razón de ser, y que a partir de ahora ya no se sentían unidos a la expedición, y los demás, todos los demás que de pronto se daban cuenta de que los paquidermos eran mucho más que bestias de carga, el símbolo del país natal, la encarnación de su valor, de su fidelidad al príncipe. La víspera aquello aún era la caravana del príncipe Taor de Mangalore, que desplegó sus tiendas a orillas del mar Muerto. Aquella mañana no eran más que un puñado de náufragos camino de una salvación incierta, dirigiéndose hacia el sur.
Necesitaron tres días para llegar al límite meridional del mar. Desde la víspera caminaban a pie por acantilados gigantescos perforados por grutas, algunas de las cuales habían debido de estar habitadas. En efecto, se llegaba hasta ellas por senderos visiblemente tallados por manos humanas, por escaleras hechas de la misma tierra endurecida, y hasta por medio de groseras escalas o pasarelas que alguien había fabricado por troncos sin desbastar. Pero, debido a la ausencia de lluvias y de vegetación, todo aquello podía permanecer siglos en perfecto estado, y nada permitía saber si los lugares estaban abandonados y desde hacía cuánto tiempo.
Al avanzar observaron que las orillas del lago se iban acercando, y previeron que no tardarían en juntarse, pero antes les detuvo un lugar de una grandiosa y fantástica tristeza. Sin duda era una ciudad que había debido de ser magnífica, pero hubiese sido exagerado hablar de ruinas acerca de los vestigios que quedaban de ella. La palabra ruina evoca la acción suave y lenta del tiempo, la erosión de la lluvia, la cocción del sol, piedras que se agrietaban por la acción de zarzas y líquenes. Aquí, nada parecido a eso. Visiblemente, aquella ciudad había sido fulminada en un solo instante, cuando resplandecía de fuerza y juventud. Los palacios, las terrazas, los pórticos, una plaza inmensa que tenía en su centro un estanque poblado de estatuas, teatros, mercados cubiertos, soportales, templos, todo se había fundido como cera blanda bajo el fuego de Dios. La piedra brillaba con el negro resplandor de la antracita, y sobre todo sus superficies parecían vitrificadas, sus ángulos limados, sus aristas redondeadas, como bajo la llama de cien mil soles. Ni un ruido, ni un movimiento despertaban esa inmensa necrópolis, y hubiera podido considerarse deshabitada, de no tener una población a su imagen, siluetas de hombres, de mujeres, de niños, y hasta de asnos y de perros, proyectadas e impresas en las paredes y en los suelos por un soplo de fin de mundo.
—¡Ni una hora, ni un minuto más aquí! —gemía Siri—. Taor, mi príncipe, mi amo, amigo mío, ya lo ves: acabamos de llegar al último círculo del infierno. ¿Pero acaso estamos muertos y condenados para vivir aquí? ¡No, estamos vivos y somos inocentes! ¡Vámonos! ¡Ven, vámonos! Nuestros navíos nos esperan en Elat.
Taor no escuchaba esas súplicas, porque prestaba toda su atención a otras voces, confusas, pero imperiosas, que resonaban en sus oídos desde Belén. Cada vez más su vida se construía ante sus propios ojos por escalones, cada uno de los cuales poseía una evidente afinidad con el anterior —y en el que cada vez la evidencia le obligaba a reconocerse a sí mismo—, pero también una originalidad sorprendente, a la vez áspera y sublime. Asistía subyugado a la metamorfosis de su vida que se hacía destino. Porque ahora se encontraba en el infierno, pero ¿acaso no había empezado todo con unos alfóncigos? ¿Adónde iba? ¿Cómo iba a acabar todo aquello?
Llegaron ante un templo del que no quedaba más que la escalera, unas columnas truncadas y, más lejos, un gran cubo de piedra que debió de ser el altar. Taor subió unos peldaños del atrio —desgastados como si los hubieran pisado legiones de ángeles y de demonios—, y luego se volvió hacia sus compañeros. Sólo sentía afecto y gratitud por aquellos hombres de su tierra que le habían seguido fielmente en una aventura de la que no comprendían nada, pero ya era hora de que supieran, de que decidiesen, de que dejasen de ser niños irresponsables.
—Sois libres —les dijo—. Yo, Taor, príncipe de Mangalore, os libero de todo deber para con mi persona. Esclavos, os doy la libertad. Y vosotros, los que dependéis de mí por palabra o contrato, podéis hacer lo que os plazca. Amigos fieles, os ruego que no sigáis sacrificándoos por mí, a no ser que una convicción imperiosa os empuje a seguirme. Nos embarcamos en un viaje que prometía ser divertido, previsto, limitado, en virtud sobre todo de la frivolidad de sus propósitos. ¿Ha comenzado alguna vez tal viaje? A veces lo dudo. En cualquier caso, terminó cierta noche en Belén, mientras unos niños se atracaban de golosinas y sus hermanos morían. Entonces empezó otro viaje, mi viaje personal, y no sé adonde me lleva, ni tampoco si lo haré solo o con un compañero. Vosotros decidiréis. Ni os echo ni os retengo. ¡Sois libres!
Y sin decir una palabra más volvió a mezclarse con ellos. Anduvieron largo por callejas que serpeaban entre zahúrdas. Finalmente, como anochecía, se metieron en lo que había debido de ser el jardín interior de una quinta, y que ya sólo parecía una mazmorra. Una multitud de roces a ras del suelo les advirtió que al entrar habían debido de desplazar a una familia de ratas o un nido de serpientes.
De los hechos siguientes Taor dedujo que había dormido varías horas. En efecto, despertó al oír unos sonoros pasos acompañados del ruido de un bastón que resonaba en la calleja. Al mismo tiempo, luces y sombras bailaban en las paredes, evidentemente provocadas por una linterna que alguien balanceaba con la mano. Los ruidos se alejaron, las luces desaparecieron. Pero el sueño no volvió. Un poco después volvieron los ruidos y las luces, como si se tratara de una ronda efectuada regularmente por un vigilante nocturno. Esta vez el hombre entró en el jardín. Deslumbró a Taor levantando su linterna. No estaba solo. Tras él se disimulaba otra silueta. Dio unos pasos y se inclinó sobre Taor. Era alto, vestía unos ropajes negros que contrastaban con la extrema palidez de su rostro. Tras él su compañero esperaba, con un pesado bastón en la mano. El hombre se irguió, retrocedió, inspeccionó el destartalado patio en el que se encontraba. Entonces se le alegró la cara y estalló en una sonora risa.
—¡Nobles extranjeros —dijo—, sed bienvenidos en Sodoma!
Y de nuevo se echó a reír. Por fin dio media vuelta y se fue por donde había venido. Sin embargo, las luces movedizas de la linterna habían permitido a Taor ver mejor al hombre que le acompañaba, y el príncipe estaba estupefacto de sorpresa y de horror. De aquel hombre hubiera dicho que estaba enteramente desnudo, pero se trataba de algo muy distinto. Aquel hombre estaba rojo, rojo sangre, y en todo su cuerpo se veían claramente los músculos, los nervios y las venas recorridas por el estremecimiento de la vida. No, aquel hombre no iba desnudo, estaba despellejado, era un despellejado vivo y viviente, que recorría Sodoma en tinieblas con un garrote en la mano.
Las horas que siguieron Taor las pasó en una semiinconsciencia en la que se mezclaba el sueño con la lucidez, y sin duda también algunas alucinaciones. No obstante, ruidos y rumores que venían de la ciudad —chirriar de carros, pisadas de animales en el empedrado, gritos, llamadas, juramentos—, todo un sordo zumbido de muchedumbre y de movimiento era muy real, y demostraba que Sodoma seguía estando habitada y tenía una vida secreta y nocturna. Esta vida disminuyó y se desvaneció del todo al nacer el día. Entonces, al mirar a su alrededor Taor se dio cuenta de que sólo tenía un compañero a su lado. ¿Siri sin duda? No podía estar seguro, porque el hombre dormía, envuelto hasta los cabellos en una manta. Taor le tocó el hombro, luego le sacudió llamándolo. El dormido salió bruscamente de debajo de la manta e irguió una despeinada cabeza hacía Taor. No era Siri, era Draoma, un personaje ínfimo al que Taor nunca había prestado atención que vivía a la sombra de Siri y que cumplía escrupulosamente las delicadas e importantes funciones de tesorero-contable de la expedición.
—¿Qué haces aquí? ¿Dónde están los demás? —le interrogó el príncipe con vehemencia.
—Nos has devuelto la libertad —dijo Draoma—. Se han ido. La mayor parte en dirección a Elat, detrás de Siri.
—¿Qué ha dicho Siri para justificar que se iba?
—Ha dicho que estos lugares estaban malditos, pero que inexplicablemente algo te retenía aquí.
—¿Ha dicho eso? —se sorprendió Taor—. Es verdad que no me decido a abandonar esta tierra sin haber encontrado lo que, sin saberlo bien, he venido a buscar. Pero ¿por qué Siri no ha hablado conmigo antes de dejarme?
—Ha dicho que eso le resultaría demasiado difícil. Que con tu discursito nos has obligado a hacer una elección diabólica: irse como ladrones o quedarse.
—Y él se ha ido como un ladrón. Le perdono. Pero tú, ¿por qué te has quedado? ¿Sólo tú has querido ser fiel a tu príncipe?
—No, señor, no —reconoció Draoma con franqueza—. Yo también me hubiera ido muy a gusto. Pero soy responsable del tesoro de la expedición, y tengo que presentarte mis cuentas. No puedo volver a Mangalore sin tu sello. Sobre todo porque nuestros gastos han sido considerables.
—¿O sea que una vez que haya puesto el visto bueno a tus cuentas tú también huirás?
—Sí, mi señor —respondió sin empacho Draoma—. Yo sólo soy un modesto contable. Mi mujer y mis hijos…
—Está bien, está bien —le interrumpió Taor—. Tendrás tu visto bueno. Pero salgamos de este horrible lugar.
Bajo la luz rasante del naciente sol, la ciudad volvía a tener un relieve del que carecía desde su destrucción, pero irreal, espectral, fantástico. Lo que amueblaba el espacio no eran torres, capiteles, techumbres, sino sombras inmensas proyectadas en negro sobre las losas enrojecidas por la luz del nuevo día. Taor pisaba esas sombras con una alada sensación de felicidad que no trataba de explicarse. Lo había perdido todo, sus golosinas, sus elefantes, sus compañeros; no sabía adonde iba; su pobreza y su disponibilidad para todo lo que pudiera sucederle le sumían en una ebriedad de canto.
Un vago rumor, gritos de camellos, golpes sordos, juramentos y gemidos le atrajeron hacia el sur de la ciudad. Desembocaron en una explanada bastante grande en la que una caravana se disponía a partir. Los camellos de albarda, con una tosca cuerda anudada a la mandíbula inferior, paseaban a su alrededor una lenta mirada de altiva melancolía. Les habían atado las patas delanteras, y sólo podían andar a pasitos rápidos. Les desataron, pero sólo para hacer que se agacharan, y se dejaron caer primero hacia delante y luego hacia atrás con gruñidos de exasperación. Luego ataron las cargas de sal, única mercancía que llevaba la caravana, a veces en placas rectangulares translúcidas —cuatro por camello—, otras en conos moldeados, envueltos en esteras de hojas de palma. El lugar se abría directamente al desierto, y Taor pensaba a pesar suyo en un puerto —Elat o Mangalore— donde una flotilla se disponía febrilmente a aparejar para una larga travesía. Porque lo cierto es que nada se parece más a una singladura monótona y regular por un mar en calma que el avance de una caravana por en medio de las rubias dunas que ondulan hasta el fondo del horizonte.
Observaba a un joven caravanero que disponía un hábil entrelazamiento de cuerdas destinadas a impedir que el peso se deslizara por el lomo del animal, cuando media docena de soldados interpelaron al hombre y le rodearon por completo. Hubo una discusión bastante viva cuyo sentido escapó a Taor. Luego los soldados se llevaron al caravanero. Un hombre obeso que llevaba anudado a la cintura el rosario de calcular de los mercaderes, no se perdió ni un detalle de la escena, y pareció buscar con los ojos un testigo para compartir con él su indignación satisfecha. Al descubrir a Taor, le explicó:
—¡Ese bribón me debe dinero, y se disponía a largarse con la caravana! ¡Le han prendido a tiempo! —¿Adónde le llevan?— preguntó Taor. —Ante el juez de los miércoles, evidentemente—. ¿Y luego?
—¿Luego? —se impacientó el mercader—. Pues tendrá que pagarme, y como no va a poder, tendrá que ir a las minas de sal. Luego, encogiéndose de hombros ante tanta ignorancia, corrió tras los soldados.
¡La sal, la sal, siempre la sal! Taor sólo oía esta palabra desde que estuvo en Belén, una palabra obsesionante y fundamental, formada por tres letras; todos los alimentos básicos tenían muy pocas letras, trigo, vino, mijo, arroz, té… Alimentos cargados de símbolos y que definían otras tantas civilizaciones diferentes. Pero si existe una civilización del trigo, del mijo o del arroz, ¿es posible imaginar una civilización de la sal? ¿No hay en ese cristal un amargor y una causticidad que se oponen a que de él salga algo bueno y vivo? Echando a andar detrás de los soldados y de su prisionero, interrogó a Draoma. —Dime, tesorero-contable, para ti, ¿qué representa la sal?—. ¡La sal, mi señor, es una inmensa riqueza! Es el cristal precioso, como hay piedras preciosas y metales preciosos. En numerosas regiones sirve de moneda corriente, una moneda sin efigie, y por lo tanto independiente del poder del príncipe y de sus manipulaciones fraudulentas. Una moneda, por consiguiente, incorruptible, pero que sólo vale en los climas muy secos, pues tiene el inconveniente de fundirse y desaparecer bajo la primera lluvia.
—¡Incorruptible para el hombre, pero a merced de un aguacero!
Taor admiraba el genio de ese cristal, que seguía enriqueciéndose de atributos contradictorios, y que también era capaz de hacer locuaz e ingenioso a un contable bobalicón.
Los soldados y su prisionero, siempre seguidos por el gordo mercader, desaparecieron detrás de un muro. Taor y su compañero descubrieron allí una estrecha escalera, por la que también bajaron. Un estrecho pasadizo con mucha pendiente conducía luego a un sótano grande y espacioso que tiempo atrás debía de tener encima un imponente edificio, a juzgar por sus paredes con contrafuertes y a su techo de forma ojival. Una muchedumbre silenciosa iba y venía sin prestar atención —a no ser precisamente por su silencio— al tribunal de los miércoles, que tenía sus sesiones en un entrante en forma de ábside. Taor observaba apasionadamente a aquellos hombres, a aquellas mujeres, a aquellos niños, todos sodomitas, habitantes secretos —o ignorados, en virtud de una convención tácita, por sus vecinos— de la ciudad maldita, supervivientes de una población exterminada por el fuego del cielo mil años atrás. «Está claro que esta especie es indestructible», pensó, «puesto que ni siquiera el propio Dios ha conseguido acabar con ella». Buscaba en aquellos rostros, en aquellas siluetas, lo que podía caracterizar al pueblo sodomita. Su delgadez y la impresión de fuerza que daban les hacían parecer altos, aunque su estatura no era más que mediana. Pero ni siquiera en las mujeres y los niños se advertía lozanía y frescor, ya que había en sus cuerpos una sequedad y una ligereza, en su rostro una expresión de tensa vigilancia, siempre dispuesta al sarcasmo, que atraían y al mismo tiempo inspiraban temor. «La belleza del Diablo», pensó Taor, porque no olvidaba que se trataba de una minoría de réprobos, odiada por sus costumbres, aunque en su apariencia y en su comportamiento todo indicaba que querían ser a pesar de todo de su estirpe, sin provocación, pero no sin orgullo.
Taor y Draoma se acercaron al tribunal que iba a juzgar al caravanero. A los soldados y al demandante se habían unido unos cuantos curiosos, pero también una mujer con la cara devastada por la pena, que apretaba contra su pecho a cuatro niños de corta edad. La gente señalaba también a tres personajes vestidos de cuero rojo que custodiaban unas herramientas inquietantes; tenían un aire bonachón, pero eso quedaba desmentido por sus evidentes funciones de verdugo.
El juicio fue muy rápido, ya que el juez y los acusadores apenas escuchaban las respuestas y las declaraciones del acusado.
—Si me encarceláis no podré seguir ejerciendo mi oficio, y entonces ¿cómo voy a ganar el dinero necesario para pagar mis deudas? —argumentaba.
—Te daremos otra ciase de trabajo —ironizó el acusador.
La condena no ofrecía ninguna duda, los gritos de la mujer y de los niños redoblaron. Entonces Taor se adelantó hacia el tribunal y pidió permiso para tomar brevemente la palabra.
—Este hombre tiene mujer y cuatro hijos pequeños que sufrirán dura y muy injustamente si le condenáis —dijo—. ¿Quieren los jueces y el demandante permitir a un rico viajero que está de paso en Sodoma que satisfaga las sumas que debe el acusado?
El ofrecimiento era insólito, y la muchedumbre empezó a apiñarse en torno al tribunal. El presidente hizo una señal al mercader para que se acercara, y ambos conversaron en voz baja durante unos momentos. Luego dio una palmada sobre su pupitre y pidió silencio. A continuación declaró que se aceptaba el ofrecimiento del extranjero, a condición de que la suma se pagara inmediatamente y en una moneda que fuese indiscutible.
—¿De qué suma se trata? —preguntó Taor.
Un murmullo de asombro admirativo recorrió a los asistentes: ¡aquel generoso extranjero ni siquiera sabía qué cantidad se comprometía a pagar!
El mercader se apresuró a contestar a Taor:
—Renuncio a los intereses debidos al retraso, así como a los gastos de justicia que ya he tenido que hacer. Redondeo la suma por debajo. En resumen, me consideraré pagado si se me abonan treinta y tres talentos.
¿Treinta y tres talentos? Taor no tenía ni la menor idea del valor de un talento, como tampoco de cualquier otra moneda, pero la cifra treinta y tres le pareció modesta, y por lo tanto tranquilizadora, y con la mayor serenidad se volvió hacia Draoma y le ordenó: «¡Paga!». Toda la curiosidad de la muchedumbre se concentró entonces en el contable. ¿Iba verdaderamente a hacer el mágico ademán que liberaría al deudor insolvente? La bolsa que sacó de su manto pareció de un tamaño irrisorio, aunque menos decepcionante que las palabras que pronunció:
—Príncipe Taor —dijo—, no me has dado tiempo para darte cuenta de nuestros gastos y de nuestras pérdidas. Desde que salimos de Mangalore han sido enormes. Así, cuando el Bohdi fue abandonado a los quebrantahuesos…
—Ahórrame el relato de todo nuestro viaje —le interrumpió Taor—, y dime sin más rodeos cuánto te queda.
—Me quedan dos talentos, veinte minas, siete dracmas, cinco sidos de plata y cuatro óbolos —recitó el contable de un tirón.
La muchedumbre estalló en una carcajada. ¡O sea que aquel viajero tan seguro de sí mismo, y con aires de gran señor, no era más que un impostor! Taor enrojeció de cólera, pero aún más contra sí mismo que contra aquel gentío burlón. ¿Cómo era posible? Hacía menos de una hora gozaba de su pobreza como de una inesperada juventud ofrecida por el destino, se embriagaba con su falta de medios y su disponibilidad como un vino nuevo que probaba por primera vez, y ante aquella prueba —un hombre acribillado de deudas, una mujer con varios hijos a su cargo—, se comportaba como un príncipe que poseía mucho oro, y que suprimía todos los obstáculos haciendo un solo gesto para señalar a su tesorero mayor. Levantó la mano para pedir de nuevo la palabra.
—Señores jueces —dijo—, os debo una disculpa, y en primer lugar por no haberme presentado mejor. Soy Taor Malek, príncipe de Mangalore, hijo del maharajá Taor Malar y de la maharaní Taor Mamoré. La escenita, bastante ridicula —convengo en ello—, a la que acabáis de asistir no se explica de otro modo: en mi vida he tocado, ni siquiera visto, una moneda. Talento, mina, dracma, siclo, óbolo, son otras tantas palabras de una lengua que no hablo ni entiendo. ¿Treinta y tres talentos seria la suma necesaria para salvar a este hombre? ¡Ni se me ha pasado por la cabeza que pudiese no tenerla! ¿Qué resulta que no la tengo? ¡No importa! Tengo otra cosa que ofreceros. Soy joven, mi salud es excelente. ¡Demasiado buena quizá, si juzgo por mi vientre! Sobre todo no tengo ni mujer ni hijos. Solemnemente, señores jueces y tú, mercader demandante, os pido que aceptéis que yo ocupe el lugar del prisionero en vuestras prisiones. Trabajaré en ellas hasta que haya ganado lo suficiente para pagar esa deuda de treinta tres talentos.
La muchedumbre había dejado de reír. La enormidad del sacrificio imponía el silencio y el respeto.
—Príncipe Taor —dijo entonces el juez—, hace un momento no medías la importancia de la suma necesaria para rescatar al deudor. Ahora nos haces una proposición incomparablemente más grave, puesto que te ofreces a pagar con tu cuerpo y tu vida. ¿Lo has pensado bien? ¿No obras movido por un impulso de despecho, porque se acaban de reír de ti?
—Señor juez, el corazón del hombre es oscuro y turbio, y no podría jurar qué es lo que se esconde en él, ni siquiera en el mío. En cuanto a los motivos que me empujan a obrar como lo hago, en mi cautiverio tendré mucho tiempo para aclararlos. Que te baste saber que son lúcidos, firmes e irrevocables. Me ofrezco de nuevo para ocupar el lugar de este hombre durante el tiempo de cautiverio necesario para pagar su deuda.
—Sea —dijo el juez—, hágase según tu voluntad. ¡Qué le encadenen!
Los verdugos se arrodillaron inmediatamente con sus herramientas a los pies de Taor. Draoma, que seguía con la bolsa en la mano, dirigía miradas de horror a derecha y a izquierda.
—Amigo mío —le dijo Taor—, guarda este dinero, te será útil para tu viaje. Anda, vuelve a Mangalore, donde tu familia te espera. Sólo te pido dos cosas: la primera, que allí no digas ni una palabra de lo que acabas de ver, ni de la suerte que me está reservada.
—Sí, príncipe Taor, sabré callar. ¿Y la otra cosa?
—Dame un abrazo, porque no sé cuándo volveré a ver a un hombre de mi país.
Se abrazaron, y luego el contable se perdió entre la muchedumbre, tratando en vano de disimular su prisa. Los verdugos trabajaban afanosamente a los pies de Taor. El preso liberado se abandonaba a las efusiones de su familia. Ya iban a llevarse a Taor, cuando éste se volvió por última vez hacia el juez.
—Sé que debo trabajar por la suma de treinta y tres talentos —dijo—. Pero ¿cuánto tiempo necesita uno de vuestros presos para reunir esta suma?
La pregunta pareció sorprender al juez, que ya estaba estudiando el legajo de otro asunto.
—¿Qué cuánto tiempo necesita un preso salinero para ganar treinta y tres talentos? ¡Pues nada más sencillo de calcular, treinta y tres años!
Y se volvió encogiéndose de hombros. ¡Treinta y tres años! Esta perspectiva de tiempo prácticamente infinita dio vértigo a Taor. Se tambaleó, y se lo llevaron desvanecido a los subterráneos de las salinas.
Para todos los presos salineros el régimen de iniciación era el mismo. El efecto del cambio de las condiciones de ambiente y de vida afectaba de un modo tan terrible a las constituciones, incluso las más rudas, que ante todo había que evitar un suicidio. El recién llegado se veía, pues, encadenado en el fondo de una celda individual. Si era necesario, le alimentaban a la fuerza por medio de una cánula. Una experiencia secular había demostrado que la aclimatación tenía más posibilidades de realizarse si era radical. Una vez superada la gran crisis inicial de la desesperación —que podía durar de seis días a seis meses—, el salinero no debía volver a ver la luz del sol antes de cinco años. Durante este período sólo iba a ver a hombres de la mina, sometidos a las mismas condiciones que él, y su alimentación iba a ser a partir de ahora invariable: salazón de pescado y agua salobre. Y cae de su propio peso que en ese último aspecto, Taor —el príncipe del azúcar— fue donde tuvo que hacer la reforma más penosa de sus gustos y de sus costumbres. Desde el primer día tuvo la garganta inflamada por una sed ardiente, pero aún no era más que una sed de garganta, localizada y superficial.
Poco a poco desapareció, pero para ser sustituida por otra sed, menos dolorosa quizá, pero profunda, esencial. Ya no eran su boca y su garganta las que reclamaban agua dulce, era todo su organismo, cada una de sus células que sufrían una deshidratación fundamental y se reunían en un clamor silencioso y unánime. Sabía bien que esa sed, cuando la oía rugir en su interior, iba a necesitar todo el resto de su vida para saciarse, si le ponían en libertad antes de su muerte.
Las salinas formaban una inmensa red de galerías, salas y canteras subterráneas enteramente talladas en la sal gema, verdadera ciudad enterrada, doblemente encerrada, puesto que se encontraba bajo las viviendas y los edificios públicos, igualmente inhumados, de Sodoma. El trabajo se repartía entre los tres estadios de la producción salinera. Había los cavadores, los canteros y los talladores. Estos últimos convertían en placas blancuzcas los bloques arrancados del fondo por los canteros. Los cavadores realizaban un trabajo de excavación y de exploración que duraban desde hacía siglos, y que parecía que no se iba a acabar nunca. La dureza de la sal gema hacía inútil todo entibiamiento, pero eso no significaba que la labor careciese de sorpresas y peligros. A veces se veía aparecer en el espesor de una pared o un techo un fantasma oscuro de formas fantásticas, pulpo gigante, caballo enfermo de miembros hinchados, o pájaro de pesadilla. Se trataba de una bolsa de arcilla blanda, aprisionada en la gema como una burbuja gigantesca en la pureza de un cristal. La aparición de un «fantasma» en el curso de los trabajos de excavación obligaba a los cavadores a rodear el obstáculo, del que era imposible calcular la masa total. Las galerías se encontraban así infestadas de monstruos inmóviles, agazapados en el vientre de la montaña, y a veces uno de ellos, cansado de las manipulaciones y los alfilerazos de las hormigas humanas, estallaba con un ruido de trueno, e inundaba toda una mina bajo toneladas de arcilla líquida.
La explotación se componía de noventa y siete minas, que proporcionaban su cargamento a las dos caravanas que cada semana salían de Sodoma. Aunque a la producción de las losas de sal se añadía el importante añadido de los conos moldeados en formas de madera a partir de la sal marina recolectada en estanques que secaba el sol. Debido a que eso tenía lugar al aire libre, el trabajo de las salinas era codiciado por todos los salineros de las profundidades, que lo consideraban como un cierto retorno a las condiciones de la vida normal. Algunos obtenían a fuerza de servilismo que les destinaran allí. Pero la mina no deja fácilmente a los que la sirven. El fuerte sol, al cual aquellos hombres ya no estaban acostumbrados, les quemaba la piel y los ojos, y tenían que volver a la penumbra subterránea con lesiones cutáneas o una oftalmía incurables. El colmo de la degeneración era adaptarse a la degeneración hasta el punto de que cualquier mejora resultaba imposible. Bajo la acción permanente de la humedad saturada de sodio, algunos mineros veían cómo su piel se desgastaba, se hacía más delgada, hasta convertirse en completamente diáfana —como la que recubre una herida recién cicatrizada—, y eso les hacía parecer despellejados. Les llamaban los hombres rojos, y uno de ellos era el que había visto Taor la noche en que llegó a Sodoma. Generalmente iban desnudos —porque no soportaban ninguna ropa, y menos aún las de la mina, que debido a la sal eran muy ásperas—, y si se aventuraban a salir al exterior era en plena noche, por horror al sol. Sin duda debido a sus orígenes indios, Taor no conoció esa excoriación general, pero sus labios se apergaminaron, la boca se le resecó, los ojos se le llenaron de purulencias que no dejaban de supurar a lo largo de las mejillas. Al mismo tiempo veía desaparecer su vientre, y el cuerpo se le convirtió en el de un viejo encorvado y encogido.
Durante bastante tiempo sólo conoció la inmensa cueva —grande como el interior de un templo— donde cortaba y rascaba las losas de sal, los húmedos pasadizos que llevaban de un lugar a otro de la mina, y sobre todo el extraño salón mineral en el que comía y dormía con medio centenar de personas, y donde los presos habían dedicado sus ocios a esculpir en la misma gema mesas, sillones, armarios, nichos, e incluso como adorno, falsas lámparas y estatuas.
Después de un período de reclusión total que no midió, fue admitido a volver a ver la luz del día. Al principio para participar en expediciones de pesca en el mar, ya que el pescado constituía el único alimento de los presos. Pesca no poco paradójica, ya que aquellas aguas no toleraban ninguna vida animal o vegetal. En realidad se trataba de ir hasta el otro extremo del mar. Allí donde desemboca el Jordán, lo cual exigía tres días de camino, y cuatro para volver con los canastos de pescado.
La llegada del Jordán a los alrededores del mar Muerto y su desaparición, absorbido por sus densas aguas, impresionaron profundamente a Taor, quien vio en ello la imagen de una agonía y una muerte. El río llega vivaz, cantarín, lleno de peces, sombreado por plantas balsameras y por tamariscos repletos de pájaros. Con una juvenil temeridad, lanza sus aguas rumorosas hacia el porvenir, y lo que le espera es espantoso. Se precipita por un desfiladero de tierra amarilla que lo mancha y rompe su impulso. A partir de entonces no es más que una corriente grasienta y opaca que fluye lentamente hacia la salida fatal. Los vegetales que aún se empeñan en bordear el agua, yerguen al cielo desmedradas ramas ya impregnadas de arena y de sal. Finalmente, el mar Muerto no absorbe más que un río enfermo, que digiere sin dejar que nada desborde, puesto que está cerrado por el sur. Más lejos tiene lugar otro drama que señalan los vuelos poderosos y circulares de las águilas pescadoras. Los peces del Jordán —sargos, barbos y siluros, principalmente—, asfixiados por la química de las aguas marinas, suben a la superficie por millares, panza arriba, aunque por poco tiempo, eso sí, porque pronto, sobrecargados de sal, se hunden igual que piedras. Estos peces muertos y mineralizados eran los que los presos se esforzaban por recoger por medio de redes, y que a veces tenían que disputar a las águilas, que se ponían furiosas ante esa intrusión. En verdad, una pesca extraña, fúnebre e irreal, muy propia de aquellos lugares malditos.
Pero aún era mucho más extraña una especie de caza con arpón, única en su género, en la que Taor también tuvo que participar. La barca avanzaba lentamente hasta el centro del mar —los lugares en los que alcanza notoriamente la profundidad mayor—, mientras un hombre experto se mantenía al acecho en la parte delantera, escrutando sus abismos siruposos, y teniendo al alcance de la mano un arpón atado a una cuerda. ¿Qué es lo que acechaba? Un monstruo negro y furioso que no se encuentra en ningún otro mar, el acefalotauro o toro sin cabeza. De pronto, en lo más espeso del líquido metálico, se divisaba su sombra remolinante que se agrandaba rápidamente dirigiéndose hacia la barca. Entonces había que dominar aquello e izarlo a bordo. En realidad se trataba de una masa de asfalto desprendida del fondo del mar y que había subido rápidamente a la superficie bajo el impulso de la densidad del agua. Esos monstruos de betún tenían la enojosa propiedad de adherirse al barco y agarrarse a él por mil hilos elásticos. Para desprenderse de ellos, los sodomitas usaban una mezcla inmunda hecha de orina masculina y sangre menstrual. Ese asfalto era precioso no sólo para calafatear las embarcaciones, sino también como ingrediente farmacéutico, y se podía obtener por él un subido precio[13].
En cambio, completamente inútil y desinteresada parecía ser la recolección de manzanas de Sodoma que se hacía sobre los estratos de yeso y de marga salíferos depositados por las filtraciones del lago asfáltico. En esos campos envenenados crece un arbusto espinoso, de hojas frágiles y puntiagudas, que da un fruto parecido al limón silvestre. Ese fruto se presenta bajo una apariencia sabrosa, pero no es más que una trampa bastante cruel, porque al madurar se llena de un jugo corrosivo que quema la boca, y, una vez seco, suelta un polvillo seminal gris, semejante a la ceniza, que irrita los ojos y las narices. Taor nunca llegó a saber porqué le hacían recoger esas manzanas de Sodoma.
En el curso de estas expediciones trató de localizar la orilla en la que había pasado la noche con los suyos al salir de Belén. Todos los puntos de referencia que tenía en la memoria parecían borrados. Incluso los dos elefantes salados —que sin embargo era difícil que no llamaran la atención— resultaron inencontrables. Todo su pasado parecía aniquilado. Sin embargo surgió por última vez ante él bajo la forma más inesperada y más irrisoria que pueda imaginarse.
Se trataba de un personaje rechoncho y como hinchado por su propia importancia que un buen día fue a parar a la sexta mina, la de Taor. Se llamaba Cleofante, y era oriundo de Antioquía de Pisidía, ciudad de la Frigia galática que en modo alguno había que confundir, se apresuraba a explicar a todo el mundo, con la Antioquía siria, situada junto al Orantes. Esa clase de precisiones eran muy suyas, y las infligía al primero con el que se topaba, siempre levantando un dedo y con aires de maestro de escuela. Disfrutaba de condiciones especiales, pues parecía que sólo era un preso salinero por culpa de una serie de equívocos que no tardarían en disiparse, según afirmaba. El hecho es que desapareció al cabo de una semana sin haber sabido lo que eran las cadenas ni la celda. Lo que atrajo la atención de Taor es que aquel Cleofante decía ser confitero de oficio, y especialista en dulces orientales. Una noche en la que reposaban el uno al lado del otro, Taor no pudo, pues, por menos que hacerle la pregunta:
—¿Y el Rahat-lukum? Dime, Cleofante, ¿sabes lo que es el Rahat-lukum?
El confitero antioqueno se sobresaltó y miró a Taor como si le viese por vez primera. ¿Qué podía tener que ver aquel desecho humano con el Rahat-lukum?
—¿Por qué te interesas por el Rahat-lukum? —le preguntó.
—Sería muy largo de contar.
—Pues has de saber que el Rahat-lukum es una golosina noble, exquisita y muy elaborada que no estaría en su lugar en la boca de un desecho humano como tú.
—Yo no siempre he sido un desecho humano, pero sin duda no me creerás si te digo que hace tiempo probé un Rahat-lukum, sí, e incluso de pistacho, para no ocultarte nada. Y te diré también que me salió caro, muy caro, conocer la receta. Pero, como puedes ver, aún no he encontrado la receta.
Cleofante por fin había encontrado en aquellos siniestros lugares un interlocutor digno de su saber culinario. Se esponjó.
—¿Has oído hablar alguna vez de la goma adragante? —le preguntó.
—¿La goma adragante? Desde luego que no, nunca —confesó humildemente Taor.
—Es la savia de un arbusto del género astragalus que se encuentra en Asia Menor. En el agua fría se hincha, y entonces toma el aspecto de un mucílago blanco, viscoso y espeso. Esa goma adragante ocupa un lugar importante en las altas esferas de la sociedad. Se convierte en pasta pectoral para los boticarios, en gomina para los peluqueros, en almidón para los lavanderos y en jalea para los pasteleros. Pero su apoteosis se da en el Rahat-lukum.
»Primero hay que lavar la goma con agua fresca, la pones en una tortera, la cubres de agua y la dejas reposar diez horas.
Al día siguiente empiezas poniendo al fuego un recipiente con agua que servirá para el baño de María. Viertes el contenido de la tortera en una cacerola, que pones al baño de María. Esperas a que la goma se funda, removiendo con una cuchara de madera y espumando de vez en cuando. Luego pasas la goma fundida a través de un tamiz, y otra vez la dejas reposar diez horas. Una vez pasado ese tiempo, vuelves a la cocción al baño de Mana. Añades azúcar, agua de rosas o flor de azahar. Lo dejas cocer revolviendo sin cesar hasta obtener una pasta que forme una cinta. Lo sacas del fuego y lo dejas reposar un minuto Luego viertes la pasta en una mesa de mármol, y con el cuchillo la cortas en cubitos, no sin antes hundir una nuez en cada uno de ellos. Dejas que se endurezca en un lugar fresco.
—Bueno, pero ¿y el pistacho?
—¿Qué pistacho?
—Yo te hablaba del Rahat-lukum con pistacho.
—Nada más fácil. Pulverizas los granos de pistacho hasta que se convierta en verdadero polvo, ¿entiendes? Y lo incorporas a la pasta en vez del agua de rosas o de la flor de azahar que te decía. ¿Estás satisfecho?
—Sin duda, sin duda —murmuró pensativamente Taor.
No añadió, por miedo a irritar a su compañero, hasta qué punto esa historia del Rahat-lukum le parecía ahora lejana; la cáscara ínfima y ligera de una semilla que había cambiado toda su vida, hundiendo en ella raíces formidables, pero cuya floración prometía llenar el cielo.
La alta sociedad sodomita no desdeñaba pedir a la administración de las minas que le enviase presos salineros para efectuar trabajos serviles, o como ayuda temporal en ciertas circunstancias excepcionales. La administración no veía con buenos ojos esas prácticas —nefastas para los presos, según creía—, pero no podía oponer una negativa a cierras personalidades. Así fue como Taor pudo conocer, bajo la librea de un criado o de un copero, a los dueños de Sodoma, en el curso de largas cenas en las que se reunían. Esas funciones —que respondían a su vocación alimentaria— le ofrecían un puesto de observación incomparable. Considerado por los anfitriones y los invitados como inexistente, lo veía todo, lo oía todo, lo registraba todo. Si los jefes de la mano de obra temían que esas horas pasadas en un ambiente lujoso y refinado menguasen la resistencia física y moral de los salineros, se engañaban, al menos en el caso de Taor. Por el contrario, nada más vigorizante para el antiguo príncipe del azúcar que el espectáculo de aquellos hombres y de aquellas mujeres que no eran la sal de la tierra, porque, según decían, no había tierra en Sodoma, sino la sal de la sal, o incluso, añadían la sal de la sal de la sal. Pero no se sentía inclinado a apegarse sin reservas a aquellos malditos, aquellos réprobos, unidos por un espíritu acerado de negación y de escarnio, un escepticismo inveterado, una arrogancia hábilmente cultivada. Con toda evidencia eran prisioneros de un prejuicio de denigramiento y de corrosión que respetaban escrupulosamente como la única ley tribal.
Taor estuvo un tiempo trabajando para una importante casa, la de un matrimonio que llevaba una vida de gran lujo, y cuyas cenas reunían a lo más brillante y corrosivo de Sodoma. Se llamaban Semazar y Amrafele, y aunque eran marido y mujer se parecían como hermano y hermana, con los ojos sin pestañas, los párpados que jamás se cerraban, la nariz arremangada por la insolencia, los labios delgados, sinuosos, burlones, y aquellas dos grandes arrugas amargas que les cruzaban las mejillas. Rostros iluminados por la inteligencia, que sonreían siempre, que no sabían reír. Desde luego, formaban un matrimonio unido e incluso armonioso, pero al estilo de Sodoma, y un observador poco avisado se hubiera sorprendido de la atmósfera de maldad vigilante que mantenían entre sí. Con un instinto de tirador infalible, cada uno de ellos acechaba el punto vulnerable de su interlocutor, aquél en el que se descubre, para convertirlo al instante en el blanco de una nube de flechecitas envenenadas. La regla implícita de la relación entre sodomitas exigía que cuanto más se amasen, se encarnizaran con mayor crueldad el uno contra el otro. Aquí la indulgencia significaba indiferencia, y la benevolencia desdén.
Taor pasaba y volvía a pasar como una sombra por aquellas vastas salas herméticamente cerradas, donde banqueteaban noches enteras. Licores de tonalidades tóxicas destilados por los laboratorios del Lago Asfáltico, inflamaban las imaginaciones, hacían subir el tono de los discursos, estallar el cinismo de los gestos. Allí se decían y se hacían cosas abominables de las que Taor era obligado testigo, pero no cómplice. Había comprendido que la civilización sodomita se componía de tres principios estrechamente amalgamados: la sal, la depresión telúrica y cierto uso amoroso. Ahora bien, las minas de sal y su extremada indignidad eran algo que Taor sentía en su carne y en su alma desde hacía tantos años que pronto iba a llegar el día —si es que aún no había llegado— en que hubiera vivido en aquel infierno más tiempo que en ningún otro lugar. Sin duda ello bastaba para darle del espíritu sodomita cierta comprensión, pero sólo de carácter intelectual, abstracto. Recordaba los primeros pasos que dio por la ciudad fulminada observando cómo todos los relieves habituales, todas las alturas normales en una ciudad aquí se habían sustituido por sombras proyectadas. Precipitado en la vida subterránea de la ciudad, más tarde comprendió que los relieves, de los que aquellas sombras dibujaban el perfil, no sólo habían sido aplastados bajo el pie de Yahvé, sino que se les había dado la vuelta, convirtiéndolos en valores negativos.
Cada altura de la ciudad se reflejaba así bajo la forma invertida de una profundidad a la vez semejante y diametralmente opuesta. Esta inversión tenía su equivalente en el espíritu sodomita, que tenía de las cosas una visión en sombras negras, angulosas, cortantes, hundiéndose en abismos vertiginosos. En el sodomita toda altura de miras se resolvía en análisis fundamental, todo movimiento ascendente en penetración, toda teología en ontología, y la alegría de acceder a la luz de la inteligencia quedaba helada por el espanto del buscador nocturno que hurga en los basamentos del ser.
Pero la comprensión de Taor no iba más lejos, y veía con toda claridad que los dos elementos de la civilización sodomita que él conocía —sal y depresión— eran como accidentales y exteriores el uno respecto al otro, ya que el erotismo no los envolvía en su calor y su espesor carnales. Estaba claro que, al no haber nacido allí y de padres sodomitas, esa clase de amor iba a inspirarle siempre un horror instintivo, y que a la admiración que no podía negar a aquellas gentes, se mezclarían la compasión y la repulsión.
Les escuchaba, pues, celebrar sus amores con oído atento, pero le faltaba la simpatía sin la cual esas cosas sólo se comprenden a medias. Se jactaban de escapar a la atroz mutilación de los ojos, del sexo y del corazón —materializada por la circuncisión— que la ley de Yahvé inflige a los niños de su pueblo para hacerlos inaptos a toda sexualidad que no sea de procreación. Sólo tenían sarcasmos para el procreacionismo a toda costa de los demás judíos, que conducía fatalmente a crímenes innumerables que iban desde las maniobras abortivas hasta los abandonos de niños. Recordaban la infamia de Lot, aquel sodomita, que había renegado de su ciudad y elegido el bando de Yahvé, y que luego había sido embriagado y violado por sus propias hijas. Se alegraban de vivir en un desierto estéril, de su materia cristalina —es decir, que se agotaba en un montón de formas geométricas—, de los manjares puros y asimilables sin residuos que comían, gracias a los cuales sus intestinos, en vez de funcionar como una cloaca llena de inmundicias, era la columna hueca y fundamental de su cuerpo. Según ellos, las dos oes de Sodoma —como también las de Gomorra, pero con un sentido diferente— significaban los dos esfínteres opuestos del cuerpo humano, el oral y el anal, que se comunican, se corresponden y se llaman de un extremo a otro del hombre, como el alfa y el omega de la vida, y solamente el acto sexual sodomita responde a ese oscuro y gran tropismo. Decían también que gracias a la sodomía, la posesión, en vez de encerrarse en un callejón sin salida, comunica con el laberinto intestinal, irriga todas las glándulas, estimula todos los nervios, sacude todas las entrañas, y desemboca finalmente en plena cara, metamorfoseando todo el cuerpo en trompeta orgánica, tuba visceral, oflicleido mucoso, con curvas y volutas infinitamente ramificadas. Taor, en cambio, les comprendía mejor cuando les oía decir que la sodomía, en lugar de supeditar el sexo a la propagación de la especie, lo exalta lanzándolo por el camino real del circuito alimenticio.
Debido a que respeta la virginidad de la doncella y no afecta al peligroso engranaje de la fecundidad de la esposa, la sodomía gozaba de particular favor entre las mujeres, hasta el punto de que se inscribía en un verdadero matriarcado. Por otra parte, a una mujer —la esposa de Lot— rendía culto toda la ciudad, como a su divinidad tutelar.
Avisado por dos ángeles de que el fuego del cielo iba a caer sobre la ciudad, Lot traicionó a sus conciudadanos y huyó a tiempo con su mujer y sus dos hijas. Sin embargo se les prohibió volver la vista atrás. Lot y sus hijas obedecieron. Pero la esposa no pudo por menos que volver la cabeza para dirigir un último adiós a la ciudad querida que estaba desapareciendo entre las llamas. No se le perdonó aquel impulso de ternura, y Yahvé inmovilizó a la desventurada en forma de columna de sal[14]
Para conmemorar aquel martirio los sodomitas se reunían todos los años en una especie de fiesta nacional en torno a la estatua que, desde hacía ahora mil años, huía de Sodoma, pero a pesar suyo, hasta el punto de que una torsión de todo su cuerpo la hizo quedar mirando a la ciudad, magnífico símbolo de fidelidad valerosa. Cantaban himnos, bailaban, se emparejaban «a la manera de nuestra tierra» en torno a la Madre Muerta, cubrían con toda la flora de la región, rosas de arena, anémonas fósiles, violetas de cuarzo, ramas de yeso, a aquella mujer, impulsiva e inmovilizada a un tiempo, en la dura espiral de sus velos petrificados.
Poco tiempo después la sexta salina vio llegar a un nuevo preso. Su piel curtida, su cuerpo carnoso y sobre todo el asombro horripilado que albergaba sin cesar su mirada en aquellos lugares subterráneos, todo en él delataba al hombre recién arrancado a la tierra florida y al dulce sol, y llevando aún en él el buen olor de la vida superficial. Los hombres rojos le rodearon inmediatamente para palparle e interrogarle. Se llamaba Dema, y era oriundo de Merom, a orillas del pequeño lago Huleh que atraviesa el Jordán. Como la región es muy pantanosa y abunda en peces y aves acuáticas, vivía de la caza y de la pesca. ¡Ay, si no hubiera abandonado su lugar de origen! Pero, empujado por la esperanza de presas más abundantes, descendió por el curso del Jordán, primero hasta el lago de Genesaret, donde vivió largo tiempo, y luego más al sur, cruzando la Samaría, hasta detenerse en Betania y, finalmente, llegar a la desembocadura del río en el mar Muerto. ¡Región maldita, fauna horrible, encuentros execrables!, gemía. ¿Por qué no había vuelto atrás en seguida, regresando al norte risueño y verde? Había tenido una disputa con un sodomita y le había partido la cabeza de un hachazo. Los compañeros del muerto se habían apoderado de él y le habían llevado con ellos a Sodoma.
Los hombres rojos no tardaron en considerar que ya habían sacado todo lo que podían del preso extranjero, y lo abandonaron al estado de postración desesperada que atravesaban siempre los recién llegados antes de resignarse a su horrible situación. Taor le tomó bajo su protección, le obligó afectuosamente a comer un poco, y le hizo lugar en su nicho de sal para que pudiera tenderse a su lado. Hablaron durante horas y horas a media voz en la noche malva de la salina, cuando, con los ríñones y la nuca rotos por la fatiga, no podían conciliar el sueño. Así fue como Dema hizo una alusión incidental a cierto predicador al que había oído a orillas del lago de Tiberíades y en los alrededores de la ciudad de Cafarnaúm, y al que las gentes solían llamar el Nazareno. Al principio Taor no reparó en aquellas palabras, pero en aquel momento un llamita cálida y brillante danzó en su corazón, pues comprendió que se trataba del mismo a quien no había podido encontrar en Belén, y por quien se había negado a regresar con sus compañeros. Dejó pasar aquella alusión como un pescador deja pasar un pez magnífico que acecha desde hace años, pero al que teme asustar una vez que lo ha encontrado, pues sólo extremando el cuidado y la delicadeza va a conseguir que entre en la nasa. Como disponía de tiempo ilimitado, dejó que la memoria de Dema destilara lentamente, gota a gota, todo lo que sabía del Nazareno, por haberlo oído contar o por haberlo visto con sus propios ojos. Dema evocó así aquel banquete de boda en Cana en el que Jesús convirtió el agua en vino, luego la gran muchedumbre reunida en torno a él en el desierto, a la que había alimentado hasta saciarla con cinco panes y dos peces. Dema no había presenciado estos milagros. En cambio estaba allí, a orillas del lago, cuando Jesús rogó a un pescador que se alejase de la costa en su barca, y que allí echara las redes. El pescador obedeció de mala gana, porque había estado trabajando toda la noche sin conseguir ninguna pesca, pero esta vez creyó que su red iba a reventar, hasta tal punto era grande la cantidad de peces capturados. Dema había visto esto con sus propios ojos, y daba fe de ello. —Parece ser— dijo por fin Taor —que el Nazareno lo que quiere por encima de todo es dar de córner a los que le siguen…
—Sin duda, sin duda —aprobó Dema—, pero los hombres y mujeres que le rodean distan mucho de aceptar siempre con entusiasmo su invitación. Hasta el punto de que yo le oí contar un apólogo bastante amargo, sin duda inspirado por la frialdad y la indiferencia de aquellos a los que quería dar mucho. Es la historia de un hombre rico y generoso que había hecho grandes gastos para ofrecer una cena suculenta a sus parientes y amigos. Cuando todo estuvo preparado, al ver que no acudía nadie, les mandó un criado para recordarles su invitación. Pero cada cual inventó un pretexto diferente para excusarse. Uno tenía que ir a ver un campo que acababa de comprar, otro tenía que probar cinco yuntas de bueyes nuevos, un tercero debía irse en viaje de bodas. Entonces el hombre rico y generoso mandó a sus criados que invitaran en las calles y en las plazas a todos los mendigos, lisiados, ciego y cojos, «a fin de que, dijo, los deliciosos platos que he preparado no se pierdan».
Escuchándole, Taor recordaba las palabras que él mismo pronunció tras oír el relato que hicieron Baltasar, Melchor y Gaspar, y en verdad que en aquellos momentos debió de tener una inspiración divina, porque, después de reconocer que se sentía terriblemente ajeno a las preocupaciones artísticas, políticas y amorosas de los tres reyes magos, expresó la esperanza de que también a él el Salvador le hablase en un lenguaje acorde con su íntima personalidad. Y ahora, por boca del pobre Dema, Jesús le contaba historias de banquete de bodas, de panes multiplicados, de pescas milagrosas, de festines ofrecidos a los pobres, a él, Taor, cuya vida entera —y hasta su gran viaje a Occidente— había tenido como centro preocupaciones alimenticias.
—Y eso no es nada —siguió diciendo Dema—, me han hablado de un sermón que hizo en la sinagoga de Cafarnaúm tan fantástico que siempre me ha costado creerlo, aunque mi testigo es completamente digno de crédito.
—¿Qué se supone que dijo?
—Dicen que dijo textualmente: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él». Estas palabras provocaron un escándalo, y la mayoría de los que le seguían se dispersaron.
Taor calló, deslumbrado por la terrible claridad de aquellas palabras sagradas. A tientas, en medio de aquella luz demasiado intensa para su mente, veía sin embargo cómo hechos de su vida pasada adquirían un relieve y una coherencia nuevas, pero aún estaba muy lejos de que todo se hiciera comprensible. Por ejemplo, la merienda que dio a los niños de Belén y la matanza de los más pequeños, perpetrada al mismo tiempo, empezaban a acercarse y a iluminarse mutuamente. Jesús no se contentaba con alimentar a los hombres, se hacía inmolar para alimentarlos con su propia carne y con su propia sangre. No había sido por azar que el festín y el sacrificio humano se hubiesen producido simultáneamente en Belén: eran las dos caras del mismo sacramento, llamadas irresistiblemente a acercarse. Y hasta su propia presencia en las minas se justificaba de pronto a los ojos de Taor. Porque a los niños pobres de Belén sólo les había dado golosinas transportadas por sus elefantes, mientras que a los hijos del caravanero insolvente les había hecho el don de su carne y de su vida.
Pero las palabras del Nazareno repetidas por Dema impresionaban aún más profundamente a Taor cuando evocaban el agua fresca y los manantiales que brotaban de la tierra, pues desde hacía años, cada célula de su cuerpo aullaba de sed, y sólo tenía aguas salobres para intentar calmarla. Por eso, qué emoción la suya de hombre torturado por el infierno de la sal, al oír estas palabras: «Quien beba de esta agua volverá a tener sed, pero quien beba el agua que yo le dé nunca más tendrá sed. Más aún, el agua que yo le daré se convertirá en su corazón en una fuente de agua viva para la vida eterna». Nadie mejor que Taor podía saber que no se trataba de una metáfora. Sabía que el agua que sacia la carne y la que brota del espíritu no son de naturaleza diferente, cuando se escapa al desgarramiento del pecado. En efecto, recordaba la enseñanza del rabí Rizza en la isla de Díoscórides, y cómo el rabí evocaba un alimento y una bebida capaces de saciar al mismo tiempo el cuerpo y el alma. La verdad es que todo lo que decía Dema iba hasta tal punto en el sentido de Taor, respondía con tanta exactitud a sus preguntas de siempre, que sin duda alguna era el mismo Jesús quien se dirigía a él por medio del pescador de Merom.
Por fin cierta noche Dema contó que Jesús, volviendo de Tiro y de Sidón, subió a la montaña llamada Cuernos de Hattin, porque estaba situada cerca de la aldea de este nombre, a tres horas del lago, y tenía la forma de una silla de montar, curvada en su centro, y levantada en sus extremos. Y allí Jesús enseñó a las muchedumbres. Dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra».
—¿Qué más dijo? —preguntó Taor en voz baja.
—Dijo: «Bienaventurados los que tienen sed de justicia porque ellos serán saciados».
Ninguna frase podía dirigirse más personalmente a Taor, el hombre que sufría sed desde hacía tanto tiempo para que se hiciera justicia. Suplicó a Dema que repitiera una y otra vez aquellas mismas palabras en las que se contenía toda su vida. Luego dejó que su cabeza reposara hacia atrás, apoyándola en la pared lisa y malva de su nicho, y entonces se produjo un milagro. ¡Oh, un milagro discreto, ínfimo, del que sólo podía ser testigo Taor!: de sus ojos corroídos, de sus párpados purulentos cayó una lágrima, que rodó por su mejilla y luego cayó en sus labios. Y probó el sabor de aquella lágrima: era agua dulce, la primera gota de agua no salada que bebía desde hacía más de treinta años.
—¿Qué más dijo? —insistió en una espera extática.
—También dijo: «Bienaventurados los que lloran porque serán consolados».
Dema murió poco después, decididamente incapaz de soportar la vida de las salinas, y su cuerpo fue a unirse con los que le precedieron en el gran saladero funerario, entregados al sodio que actúa incansablemente resecando la carne, matando todos los gérmenes de putrefacción y transformando los muertos primero en muñecos de rígido pergamino, luego en estatuas de cristal translúcido y quebradizo.
Y volvieron a sucederse los días sin noches, cada uno de ellos tan semejante al anterior que parecía que el mismo día recomenzaba incansablemente sin la esperanza de un cambio, de un final.
No obstante, cierta mañana Taor se encontró solo en la puerta norte de la ciudad. Le habían dado por todo viático una camisa de lino, un saco de hígados y un puñado de óbolos. ¿Habían pasado ya los treinta y tres años de su deuda? Tal vez. Taor, que nunca había sabido calcular, había confiado en las cuentas de sus carceleros, y además la misma sensación del paso del tiempo en él se había embotado hasta el punto de que todos los hechos sucedidos desde que llegó a Sodoma le parecían contemporáneos unos de otros.
¿Adónde ir? La pregunta había tenido una respuesta anticipada en los relatos de Dema. Primero salir de las profundidades de Sodoma, volver al nivel normal de la vida humana. Luego dirigirse hacia el oeste, y sobre todo hacia la capital, donde había más posibilidades de encontrar el rastro de Jesús.
Su extremada debilidad se compensaba en parte por su ligereza. Era todo piel y tendones, un esqueleto ambulante, flotaba en la superficie del suelo, como si le sostuvieran a derecha y a izquierda unos ángeles invisibles. Lo más grave era el estado de sus ojos. Hacía tiempo que ya no soportaban la luz intensa, con sus párpados ensangrentados, llenos de costras formadas por secreciones céreas que se desprendían en forma de escamas delgadas y secas. Desgarró la parte inferior de su manto y se anudó sobre la cara unas tiras a través de las cuales veía el camino por una estrecha rendija.
Remontó así aquella orilla del mar que tan bien conocía, pero necesitó siete días y siete noches para llegar a la desembocadura del Jordán. A partir de allí tomó la dirección oeste, dirigiéndose hacia Betania, adonde llegó el duodécimo día. Era la primera aldea que encontraba desde que le pusieron en libertad. Después de treinta y tres años de cohabitar con los sodomitas y sus presos, no se cansaba de observar a hombres, mujeres y niños que tenían una apariencia humana, y que se movían con naturalidad en un paisaje de verdor y de flores, y esa visión era tan refrescante que no tardó en quitarse la banda que llevaba ante los ojos, y que ya era inútil. Iba de uno a otro preguntando si conocían a un profeta llamado Jesús. La quinta persona a la que interrogó le dijo que hablase con un hombre que debía de ser su amigo. Se llamaba Lázaro, y vivía con sus hermanas Marta y María Magdalena. Taor fue a la casa de ese Lázaro. Estaba cerrada. Un vecino le explicó que en aquel 14 de Nísan la ley ordenaba que los judíos piadosos celebraran el festín de la Pascua en Jerusalén. Estaba a menos de una hora a pie, y aunque ya fuese tarde, aún podía encontrar a Jesús y a sus amigos en casa de un tal José de Arimatea.
Taor echó a andar de nuevo, pero a la salida del pueblo se sintió desfallecer, porque no había comido nada. No obstante, al cabo de un momento, impulsado por una fuerza misteriosa, se puso en camino otra vez.
Le habían dicho una hora. Necesitó tres, y cuando entró en Jerusalén ya era noche cerrada. Durante largo rato buscó la casa de José que el vecino de Lázaro le había descrito vagamente. ¿Llegaba tarde una vez más, como en Belén, en un pasado que a él ya le parecía inmemorial? Llamó a varias puertas. Como era la fiesta de la Pascua le respondían afablemente, aunque era muy tarde. Por fin la mujer que le abrió afirmó con la cabeza. Sí, aquélla era la casa de José de Arimatea. Sí, Jesús y sus amigos se habían reunido en una sala del piso de arriba para celebrar el banquete pascual. No, no estaba segura de que aún estuviesen allí. Que subiera para comprobarlo él mismo.
Otra vez había, pues, que subir. No hacía más que subir desde que salió de la salina, pero las piernas ya no le llevaban. Subió sin embargo, empujó una puerta.
La sala estaba vacía. Una vez más llegaba demasiado tarde. En aquella mesa se había comido. Aún había trece copas, una especie de recipientes poco profundos, muy anchos de boca, provistos de un pie corto y de dos pequeñas asas. Y en algunas copas un poco de vino tinto. Sobre la mesa quedaban también pedazos de aquel pan sin levadura que los judíos comen en esa noche en recuerdo de la salida de Egipto de sus padres.
Taor sintió vértigo: ¡pan y vino! Alargó una mano hacia una copa y la alzó hasta sus labios. Luego cogió un trozo de pan ácimo y lo comió. Entonces se precipitó hacia adelante, pero sin llegar a caer. Los dos ángeles que velaban por él desde su liberación lo sostuvieron con sus grandes alas, y mientras el cielo nocturno se cubría de inmensos fulgores, se llevaron a aquél que después de haber sido el último, el que siempre llegaba con retraso, acababa de ser el primero en recibir la eucaristía.