Akiko sabía que iba a morir. Seguía sentada en ese placard oscuro, amordazada y atada, imposibilitada de moverse. Ni siquiera podía intentar escapar, porque el estrangulador estaba en el cuarto contiguo.
¿Qué espera?, se preguntó Akiko. Habría estado todavía más asustada si hubiera sabido que él esperaba que lloviera.
Y sólo faltaban pocas horas para que comenzara la lluvia.
En Londres se preparaba la más grande cacería de un hombre. John había hecho hacer cien copias de la fotografía de la cabeza del estrangulador, y los agentes policiales uniformados recorrían las calles de Whitechapel mostrando esas fotos a los residentes de la zona, con la esperanza de que alguno lo identificara.
John tuvo una reunión con el inspector West.
—¿No cree que deberíamos mostrar esas fotografías por todo Londres? —preguntó el inspector West—. ¿Por qué está tan seguro de que lo encontrará en Whitechapel?
—Porque todas sus víctimas fueron asesinadas allí —dijo John con empecinamiento—. Estoy seguro de que las elige a todas en los supermercados locales.
Deseaba con impaciencia que la reunión terminara porque quería ir él mismo a Whitechapel. Sabía que Akiko estaba en manos del estrangulador y no podía soportar la idea de que algo le pasara.
—Está bien —dijo por último el inspector West—. Le daré todos los hombres que necesite. Encuentre al homicida antes de que vuelva a matar.
La cacería del hombre había comenzado.
John dividió el distrito en secciones y le asignó un sector diferente a cada uno. Un detective entró en una gran tienda con varias secciones y le mostró la fotografía del asesino al gerente.
—Estamos buscando a este hombre —dijo el detective—. ¿Lo ha visto usted?
El gerente miró la fotografía y sacudió la cabeza.
—No.
—¿Le importa que les muestre la fotografía a sus empleados?
Pero ninguno de ellos pudo identificarlo.
La policía cubrió las farmacias, las peluquerías, las ferreterías y los almacenes. Nadie había visto jamás al hombre de la fotografía.
El detective Blake le dijo a John:
—Las cosas no van bien, sargento. No obtenemos resultados. Quizás el inspector West tiene razón. Tal vez el hombre vive en otra parte y sólo viene aquí a elegir a sus víctimas.
—Yo no lo creo —dijo John—. Tengo la fuerte sensación de que sí vive por aquí.
Levantó la vista, miró el cielo, se acercó a una cabina telefónica y marcó un número.
—¿A quién llama?
—Al Servicio Meteorológico.
Una grabación dijo:
—… y hay viento del nordeste a quince kilómetros por hora. Un centro de alta presión se desplaza sobre la costa y se espera lluvia muy fuerte. La temperatura es de…
John colgó el receptor con un golpe.
—Va a llover —le dijo al detective Blake—. Diles a los hombres que trabajen más a prisa. ¡Apresúrate!
En el departamento de Alan, el estrangulador miraba por la ventana: nubes oscuras comenzaban a agruparse en el cielo. Pronto, pensó con alegría, pronto lloverá.
Pensó en la mujer encerrada en el placard y sonrió. Dentro de un rato estaría muerta.
Fue John el que encontró a alguien que podía identificar a Alan Simpson. Ocurrió en el almacén donde Alan hacía sus compras. El empleado dijo:
—Por supuesto, lo conozco. Viene aquí regularmente.
El corazón de John pegó un brinco.
—¿Sabe cómo se llama?
—No, pero sí sé que vive cerca.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó John.
—Bueno, porque un día entró y compró muchas cosas, y yo le pregunté si no quería que lo ayudara a llevarlas a su casa, y él me contestó que no, que sólo vivía a pocas cuadras de aquí.
Dos minutos después, John hablaba por el transmisor policial.
—Que trasladen enseguida a este sector a todos los agentes involucrados en el caso. —Dio la dirección—. Quiero que verifiquen cada departamento en un área de cuatro cuadras. ¡De prisa!
Los agentes de policía pasaron de puerta en puerta y les mostraron la fotografía a los inquilinos.
—¿Ha visto alguna vez a este hombre?
—No. ¿Quién es?
—¿Ha visto alguna vez a este hombre…?
—Se parece mucho a mi difunto marido.
—¿A su difunto marido?
—Sí. Falleció hace diez años…
—¿Ha visto alguna vez a este hombre…?
—No. ¿Para qué quiere saberlo?
Y, de pronto, un golpe de suerte.
—¿Ha visto alguna vez a este hombre?
—Sí, claro. Vive en esta cuadra…
Dos minutos después, John en persona hablaba con esa inquilina.
—¿Usted le dijo al agente que conocía a este hombre, señora?
—Bueno, no sé cómo se llama, pero solía toparme con él todo el tiempo. Últimamente no lo he visto. Vive en el edificio que está en la vereda de enfrente.
John cruzó la calle y entró en el edificio de departamentos. El encargado dijo:
—¿En qué puedo servirlo?
John le mostró la fotografía del estrangulador.
—¿Conoce a este hombre?
—Sí, por supuesto. Es Alan Simpson, uno de los inquilinos.
—¿Vive aquí?
—Vivía —dijo el encargado—. Lo eché hace algunas semanas.
Ése fue un golpe para John.
—¿Qué?
—Sí. Estaba haciendo una serie de cosas raras. Yo no necesito inquilinos así, de modo que le dije que se fuera.
—¿Tiene alguna idea de adónde se mudó?
El encargado se encogió de hombros.
—No. Un camión de mudanzas se llevó a sus muebles y a él, y desde entonces no he vuelto a verlo.
John pensó con rapidez.
—¿Un camión de mudanzas? ¿Alcanzó a ver el nombre de la compañía?
—No. Si quiere que le diga la verdad, no me interesaba. ¿Por qué lo busca? ¿Ha hecho algo malo?
Lo peor que puede hacer una persona, pensó John.
Media docena de agentes de policía se movilizaron y llamaron por teléfono a todas las empresas de mudanzas de la zona. En el sexto llamado tuvieron suerte.
—Sí —dijo una voz en el otro extremo de la línea—, hace alrededor de tres semanas mudamos a un hombre de esa dirección.
—¿Tiene la dirección a la que se mudó? —preguntó John.
—Por supuesto —dijo el hombre y se la dio.
Comenzaba a llover. Alan Simpson estaba listo. Asomó la cabeza por la ventana y sintió la deliciosa caricia de la lluvia sobre la cara. Ahora podría llevar a cabo lo que Dios quería que hiciera. Enviaría al infierno a otra alma malvada.
Se acercó al placard y abrió la puerta. Akiko seguía sentada en la silla, tratando de liberarse de la cuerda que la sujetaba. Alan sonrió.
—Ya no necesitas luchar más. Yo te liberaré.
Por un instante, en los ojos de Akiko brilló la esperanza. Pero cuando vio la expresión de ese hombre, supo que eran vanas ilusiones. El tipo estaba loco.
—Te castigaré —dijo Alan— por tratar de entregarme a la policía. Eres una chica muy mala. ¿Lo sabes?
Ella trató de contestar, pero la mordaza se lo impidió.
—Oh, sí —dijo Alan—, y ¿sabes qué hacemos con las chicas malas? Ya lo averiguarás.
Fue a la cocina, abrió las puertas de la alacena y comenzó a llenar la bolsa de compras con comestibles que había en los estantes. Todo debía hacerse exactamente igual que con las demás mujeres que había matado. Ella debía llevar una bolsa de compras cuando la asesinara. La única diferencia sería que sostendría un cuchillo contra su garganta para asegurarse de que no huyera, y después la estrangularía.
Terminó de poner los comestibles en la bolsa y fue a buscar su paraguas. Todo debe ser exactamente igual.
—Tengo la dirección donde vive ese tipo —dijo John.
—¿Qué pasará si no la tiene allí? —preguntó el detective Blake.
John ya lo había pensado. Contaba con que el estrangulador tuviera prisionera a Akiko en su departamento. Si se equivocaba, Akiko moriría.
—Es la única oportunidad que tenemos —dijo John—. ¡Vamos!
Se metieron en el patrullero policial y John le dijo al conductor:
—¡Apúrese!
El chofer giró la llave del arranque, pero no pasó nada. La batería estaba agotada.
—Bueno —le dijo Alan a Akiko—, saldremos a dar un lindo paseo.
Akiko sabía lo que eso significaba. Sacudió la cabeza con violencia.
—No me causes problemas —dijo Alan—, si no quieres que te corte ese cuello tan bonito. —Oprimió la hoja del cuchillo en su garganta y ella dejó de moverse.
—Así está mejor. Ahora te desataré. Te quedarás sentada en esa silla hasta que yo te diga que te levantes. ¿Entendido? —Akiko no contestó. Él apretó el cuchillo contra el cuello. Ella asintió—. Así me gusta.
Utilizó ese cuchillo filoso para cortar las cuerdas que la sujetaban. En menos de un minuto, Akiko quedó libre. Trató de levantarse, pero se sintió mareada.
Se llevó la mano a la frente.
—Creo que estoy por desmayarme —dijo.
—Si lo haces, te mataré aquí mismo. —No quería matarla allí. Quería hacerlo bajo la lluvia, para que fuera purificada. Le aferró un brazo—. ¡Salgamos!
Tomó la bolsa de compras y la puso en brazos de Akiko.
—¿Qué está…?
—¡Cállate la boca y haz lo que te digo! Fingiremos que has comprado estos comestibles en un supermercado, y que cuando estás por salir ves que llueve pero no tienes paraguas. ¿Has entendido? —Akiko asintió, demasiado aterrada para discutirle nada—. Y después te ofrezco acompañarte a tu casa, porque yo tengo paraguas.
Tomó el paraguas y condujo a Akiko a la puerta.
—Ahora saldremos. Si llegas a hacer un solo ruido, te cortaré el cuello. ¿Está claro?
Ella trató de hablar, pero tenía la garganta demasiado seca. El departamento de Alan estaba en el primer piso del edificio, y él la tomó del brazo al bajar por las escaleras. Con la otra mano empuñaba el cuchillo.
Akiko rogaba al cielo que se cruzaran con alguien por la escalera. Alguien que pudiera ayudarla. El vestíbulo estaba desierto. Llegaron a la puerta de calle. Alan le sonrió y levantó el paraguas.
—¿Ves qué caballero soy? Te acompañaré a tu casa bajo la lluvia.
Está completamente loco, pensó Akiko. Que Dios me ayude. Pero no había nadie para ayudarla. La calle estaba oscura y desierta. Alan apretó más fuerte el brazo de Akiko y los dos salieron a la lluvia.
Para Alan fue una vivencia maravillosa. Sintió cómo crecía en su interior esa antigua excitación. Se sentía Dios. Dentro de un momento, tomaría en sus manos otra vida humana. Él era todopoderoso. Sabía lo mucho que lo buscaba la policía, pero ellos no podían igualar su astucia.
Avanzaron por la calle y Alan vio que más adelante había un sector completamente a oscuras. Todos los faroles de la calle estaban rotos. ¡Perfecto!, pensó.
Akiko trató de caminar más despacio, pero Alan la empujó hacia adelante. Estaba impaciente por hacer eso que disfrutaba tanto.
Para Akiko, era una pesadilla espantosa. Estaba reviviendo la terrible escena de varias noches antes, cuando él la escoltó hacia otra calle oscura y trató de estrangularla. Algo accidental la había salvado en aquella oportunidad, pero esta vez no había nada para salvarla.
Comenzó a llover más fuerte. Akiko se dio cuenta de que Alan apartaba el paraguas y se paraba detrás de ella. Y sintió un golpe fuerte en la espalda y dejó caer la bolsa de compras. Un instante después, tenía un trozo de cuerda alrededor del cuello y Alan la miraba, sonriendo.
En ese momento, media docena de reflectores iluminaron la escena. Los dos se encontraban rodeados por vehículos policiales estacionados a lo largo de la calle. Alan levantó la vista, sorprendido.
—¿Qué…?
—Suelte la cuerda y el cuchillo —le ordenó John—. ¡Ya!
Alan miró en todas direcciones, perplejo. Alcanzó a distinguir la silueta de una docena de agentes de policía que avanzaban hacia él. ¿Cómo habían hecho para encontrarlo?
—Dije que los soltara —repitió John.
Pensaban despojarlo de su víctima. Pues bien, él no se lo permitiría. Le haría pagar a esa mujer por lo que había hecho. Ella era su madre y debía morir.
Alan levantó el cuchillo y gritó:
—¡Muere!
En ese instante, se oyó un disparo y Alan cayó al suelo.
John bajó el arma y corrió hacia Akiko.
—¿Estás bien?
Ella lo rodeó con los brazos.
—Gracias a Dios que estás aquí. —Sollozaba.
Él se arrodilló y le tomó el pulso a Alan. No lo tenía. Miró a Akiko.
—Siento no haber podido llegar aquí antes —dijo.
Cuando el patrullero policial no arrancó, John había detenido a un automóvil particular y ordenado a su conductor que los llevara a la dirección donde vivía Alan. Mientras tanto, había usado el transmisor de la policía para enviar a otros patrulleros policiales al lugar. Les ordenó que estacionaran y no hicieran nada.
John estaba en la vereda de enfrente cuando Akiko y Alan salieron del edificio, y esperó hasta poder dispararle al estrangulador sin poner en peligro a Akiko. Finalmente, todo había terminado.
En el Departamento de Policía, John era considerado un héroe. El inspector West y todos los otros policías lo felicitaban por su brillante trabajo.
—Me gustaría que fuera un integrante permanente de Scotland Yard.
—Se lo agradezco mucho, señor.
Era demasiado joven para merecer un honor semejante.
—A propósito —dijo el inspector West—. Mi esposa y yo ofrecemos esta noche una cena con pocos invitados. Si está libre, me gustaría mucho que viniera.
—Muy amable de su parte —dijo John—, pero tengo un compromiso.
—Bueno, otra vez será.
—Sí, señor.
El compromiso de John era con Akiko. Cenaría con ella esa noche y en el fondo de su corazón sabía que Akiko y él cenarían juntos todas las noches por el resto de sus vidas.