John no pudo dormir esa noche: el comportamiento de Akiko lo había trastornado. Durante toda la velada se había mostrado tan cordial y cálida, y de pronto todo cambió cuando él regresó a su departamento.
En lugar de invitarlo a pasar, lo envió a su casa. Y ella había prometido terminar de modelar la cabeza del estrangulador, pero después lo despachó con la excusa de que estaba cansada.
John trató de recordar la conducta de Akiko durante la velada, y en ningún momento le pareció cansada. Al contrario: se la veía animada y alegre. Era desconcertante.
Lo que era peor, ahora tenía problemas con el inspector West.
—Esperaba recibir anoche la escultura de la cabeza del estrangulador. ¿Dónde está?
John tragó fuerte. No quería meter en problemas a Akiko.
—Lo siento, señor —dijo—, pero se ha producido una pequeña demora. Esta mañana tendré la cabeza para usted.
—Mejor que así sea —dijo el inspector West—. Recuerde que si este caso no está resuelto en dos días, usted quedará fuera de él.
—Estoy seguro de que lo solucionaremos.
Lo único que tenía que hacer era conseguir que Akiko le diera la cabeza, fotografiarla y enviar las fotografías a todas las seccionales de policía. Seguro que alguien identificaría al estrangulador. Regresó a su oficina.
Eran las diez de la mañana. Sin duda Akiko ya habría terminado el modelado de la cabeza. Llamó por teléfono a su departamento. No hubo respuesta. Lo más probable es que haya salido por un momento, pensó John.
Hizo otro intento, treinta minutos más tarde, y otro más a las once. Nadie contestó. ¿Por qué no se encontraba en su casa, modelando la cabeza? Y, si la había terminado, ¿por qué no lo había llamado por teléfono para decírselo? John tuvo la sensación de que algo andaba mal. Será mejor que vaya a su departamento, pensó. Se llevó con él al detective Blake.
Akiko estaba muerta de pánico. Sabía que iba a morir y, más que nada, deseaba vivir. Cuando John se fue la noche anterior, el estrangulador esperó hasta estar seguro de que el detective se había ido, y después había obligado a Akiko, a punta de cuchillo, a entrar en su automóvil.
La hizo acostarse en el piso para que nadie la viera. Cuando llegaron a su departamento en Whitechapel ya era muy tarde por la noche, y todo estaba oscuro. Él la hizo bajarse del auto y la condujo por la escalera a su pequeño departamento.
El departamento estaba lleno de periódicos en los que se publicaban notas sobre las víctimas del estrangulador. Está loco, pensó Akiko. Tengo que huir de aquí. Pero él no le dio oportunidad de hacerlo. Puso una silla dentro del placard y tomó de un brazo a Akiko.
—Siéntate —le ordenó.
—Por favor, yo…
Le dio una cachetada.
—Haz lo que te digo. —Tenía el cuchillo en la mano.
Akiko lo obedeció. Él la ató y apretó muy fuerte las cuerdas.
—Me está lastimando —dijo ella.
Volvió a abofetearla.
—Te dije que te callaras la boca.
Cuando quedó convencido de que ella no podría escaparse, cerró la puerta del placard y la dejó allí, en la oscuridad. Encendió la radio para oír el pronóstico meteorológico. Por último, oyó lo que esperaba: “Esta noche, ochenta por ciento de probabilidades de lluvia. En otro orden de cosas…”
Alan apagó la radio. Quería terminar con eso lo antes posible. Era peligroso tener a esa mujer en su departamento. La mataría esa misma noche. La llevaría a una calle oscura bajo la lluvia y la estrangularía. Se preguntó qué sentiría ese policía cuando viera tendido en una zanja el cadáver de Akiko.
John llamó a la puerta del departamento de Akiko. No hubo respuesta. Era mediodía.
—Tal vez ha salido a almorzar —dijo el detective Blake.
John frunció el entrecejo.
—No lo creo. Ella sabe cuánto necesito yo esa cabeza. Si la hubiera terminado, me habría llamado. Y si no la ha terminado, no creo que haya salido a almorzar. —Se sentía cada vez más perplejo—. Hablemos con alguno de sus vecinos. Tal vez sepan dónde ha ido.
Bajaron a la planta baja. John llamó a la puerta del departamento de la señora Goodman.
—Perdón por molestarla. Soy el sargento Di Pietro. Estoy buscando a la señorita Kanomori.
—No la he visto esta mañana —dijo la señora Goodman—. Por lo general viene aquí a tomar un café, pero creo que está muy ocupada con un trabajo.
—¿No la oyó salir?
—No, pero igual no creo que la hubiera oído. —A la señora Goodman se le ocurrió algo—. Sé dónde puede estar.
—¿Dónde? —preguntó John.
—Bueno, ella suele presentar exposiciones en una galería que está cerca de aquí. Tal vez se encuentre allá en este momento.
Les dio a John y al detective Blake la dirección de la galería.
—Muchísimas gracias. Le agradezco su ayuda.
Cinco minutos después, estaban en la galería. John vio la fotografía de Akiko en la vidriera y quedó aturdido. Si el asesino vio esto, pensó, ya sabrá quién es ella.
El señor Yohiro los recibió en la puerta.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó.
—Soy amigo de la señorita Kanomori —dijo John—. Me preguntaba si no estaría aquí.
El señor Yohiro sacudió la cabeza.
—No. Estuvo aquí ayer. Almorzamos juntos y hablamos de la muestra que presentará aquí. Será un gran éxito.
—¿Pero hoy no la ha visto?
—No.
—¿Cuánto hace que está esa fotografía en la vidriera? —preguntó John.
—Desde ayer.
A John se le cayó el alma a los pies. El estrangulador también podía haberla visto.
—Señor Yohiro, ¿alguien entró aquí y le hizo preguntas sobre esa fotografía?
—No —contestó y pensó un momento—. Sí, en realidad vino alguien.
—¿Quién?
—Dijo que era periodista y que quería entrevistar a Akiko. Me pidió su dirección.
—¿Y usted se la dio?
—Sí. Parecía un hombre agradable y pensé que la publicidad sería beneficiosa para la muestra.
John y el detective Blake se miraron.
—¿Ese periodista le mostró sus credenciales? —preguntó John.
—Bueno, no. Le tomé la palabra.
John le dijo al detective Blake:
—¡Vamos!
Akiko estaba sentada en la oscuridad, atada a la silla. Trató de soltar los nudos, pero cuanto más se esforzaba, más fuertemente se cerraban. Las muñecas le sangraban por el esfuerzo por liberarse.
La puerta del placard se abrió y Alan le dijo:
—Tengo que salir un momento. Me aseguraré de que no hagas ningún ruido mientras estoy ausente.
Tenía un enorme pañuelo en la mano. Se lo metió a Akiko en la boca y lo ató alrededor de su cabeza para que ella no pudiera hablar.
—Esto te mantendrá callada —dijo. Ella trató de hablar, de suplicarle, pero no pudo pronunciar palabra.
Él le sonrió.
—Estaré de vuelta muy pronto.
La puerta se cerró y Akiko volvió a sumirse en la oscuridad. No pienso permitir que ese loco me mate, pensó. John, ¿dónde estás? ¡Sálvame! Pero sabía que era inútil. John ni siquiera sabía que ella no estaba en su departamento y, cuando lo averiguara, no tendría idea de adónde la habían llevado.
Si quiero vivir, pensó Akiko, seré yo la que tendré que salvarme. Pero, ¿cómo? Tenía las manos y los pies atados a la silla, y la puerta del placard estaba cerrada. No seguiré sentada aquí, decidió. Haré algo.
Comenzó a moverse hacia adelante y hacia atrás y a mecer la silla. Sintió mucho dolor, por la cuerda que se le incrustaba en la carne, pero estaba decidida a tratar de salir de allí. La silla se balanceaba mucho hasta que, por último, cayó contra la puerta cerrada y la abrió.
Akiko quedó tendida en el suelo, atada a la silla y respirando con agitación. Paseó la vista por el departamento. Estaba vacío. El estrangulador se había ido. Ella había logrado escapar del placard, pero su situación no había mejorado demasiado.
Tenía que encontrar la manera de liberarse. En el otro extremo del departamento, había una mesa de vidrio. Utilizando sus pies, Akiko se fue empujando por el piso hacia la mesa, arrastrando la silla con ella. Tenía las manos atadas detrás de la espalda.
Cuando llegó a la mesa de vidrio, colocó la cuerda contra el borde filoso y comenzó a mover las manos hacia arriba y hacia abajo, para que el vidrio cortara la cuerda. El vidrio también le cortaba la muñeca, y sintió el fluir de sangre caliente.
Estaba desesperadamente apurada, porque tenía miedo de que el estrangulador regresara en cualquier momento. Por último, logró liberar una mano y después la otra. Rápidamente se desató las piernas y se puso de pie. Temblaba como una hoja.
Respiró hondo. Estoy libre, pensó. Avanzó hacia la puerta y, en ese momento, la puerta se abrió y apareció el estrangulador.
—¿Pensabas ir a alguna parte? —preguntó.
John y el detective Blake estaban en el pasillo, frente a la puerta del departamento de Akiko. John examinaba la cerradura de la puerta.
—Veo rasguños en la cerradura. A esta cerradura la han violado. Alguien entró —dijo y sacó su ganzúa.
—¿Qué hace? —preguntó el detective Blake.
—Entraremos.
—No podemos. No tenemos una orden de allanamiento. Será mejor que vayamos a buscar una.
—No hay tiempo —saltó John.
Recordaba la extraña conducta de Akiko la noche anterior. Akiko estaba en problemas. Abrió la puerta con la ganzúa y los dos hombres entraron en el departamento.
Todo parecía en orden. En ninguna parte se veían señales de lucha. John miró el dormitorio. Nadie había dormido en esa cama.
—Ella no ha estado en toda la noche —dijo John.
Los dos hombres se encaminaron al estudio. John se quedó parado en el umbral, la boca abierta de par en par. La cabeza del estrangulador estaba en el piso, rota en una docena de trozos. También el detective Blake la miraba con estupor.
—¿Por qué habrá hecho eso?
—Ella no lo hizo —dijo John.
—¿Quién, entonces?
—El estrangulador.
Y de pronto John cayó en la cuenta de que la noche anterior, cuando Akiko había actuado de manera tan extraña, el estrangulador estaba con ella. Qué tonto que fui, pensó John. Debería haberme dado cuenta de que algo pasaba. ¿Akiko seguiría con vida? Y en ese momento John recordó algo. No había llovido la noche antes, y el estrangulador sólo mataba con la lluvia.
Tomó el teléfono y discó un número.
—¿A quién llama? —preguntó el detective Blake.
—Al Servicio Meteorológico.
Una grabación dijo:
—Para esta noche, ochenta por ciento de probabilidades de lluvia. Habrá vientos del nordeste… —John colgó el tubo con un golpe. Esa noche llovería. Si él no la encontraba antes, Akiko moriría.
John se acercó a los trozos de arcilla diseminados por el piso. Los observó un momento y luego dijo:
—Trate de encontrar una bolsa en la casa.
—¿Una bolsa?
—Sí. Llevaremos a Scotland Yard los trozos de arcilla que forman la cabeza.
Akiko estaba de nuevo dentro del placard. Pero, esta vez, Alan usó una cuerda más gruesa y la ató tan fuerte a la silla que ella tuvo ganas de gritar. Pero no podía hacerlo por la mordaza.
—Te has portado muy mal —le dijo Alan—, y debo castigarte.
Sostuvo frente a sus ojos la cuerda que usaba para estrangular.
—¿Recuerdas lo que sentiste cuando tenías esto alrededor del cuello? Pues ahora volverás a sentirlo. Sólo que esta vez no habrá nada que nos interrumpa. No te molestes en tratar de huir. No pienso dejarte sola.
En Scotland Yard, tres expertos unían los trozos para tratar de armar la escultura de arcilla de la cabeza del estrangulador.
—El tipo no hizo un buen trabajo al romper esto —dijo uno de los expertos—. Se rompió limpiamente, así que es fácil reconstruir la cabeza.
Cuando terminaron la tarea, la cabeza mostraba algunas rajaduras pero las facciones se veían muy bien.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó el detective Blake.
—Consigue una cámara Polaroid y fotografíala. Quiero que después hagas como cien copias, lo más rápido posible.
—De acuerdo.
John en persona llevó la primera copia a la galería del señor Yohiro. Se la mostró al dueño.
—¿Este es el periodista que vino ayer?
—Sí, ése es el hombre.
John consultó su reloj. Eran las cinco de la tarde. Sólo tenía algunas horas antes de que empezara a llover y Akiko muriera.