John y Akiko eran dos personas muy felices. Habían terminado la cena, pero ni siquiera se habían dado cuenta. Permanecían allí sentados, conversando y riendo, sin tener idea del tiempo transcurrido.
El restaurante estaba lleno, y otras parejas aguardaban una mesa. El camarero se acercó a John y le dijo:
—¿Se servirán alguna otra cosa, señor?
Akiko levantó la vista y notó que muchas personas esperaban mesa y los miraban con fastidio.
—No, eso es todo. Por favor, tráigame la cuenta. Creo que a esas personas les gustaría sentarse. Será mejor que nos vayamos.
—Muy bien.
Salieron al fresco de la noche. John miró el cielo y pensó: Gracias a Dios que no llueve. El estrangulador no dará un golpe esta noche.
En ese momento, en el departamento de Akiko, Alan se preguntaba por qué esa mujer se demoraba tanto. Hace mucho que se fue, pensó. Se sentía nervioso. Caminaba por la habitación y cada tanto miraba por la ventana, deseando que Akiko se apresurara a regresar.
El pronóstico meteorológico había anunciado precipitaciones, pero no había señales de lluvia. Esos tarados no saben nada de su trabajo, pensó Alan. ¿Por qué necesito que llueva para matar?, se preguntó. Pero, en el fondo de su corazón, sabía por qué. Quería que todo fuera exactamente como el día en que se enteró de la verdad con respecto a su madre. Necesitaba que la lluvia purificara a sus víctimas de la maldad.
Bueno, lluvia o no lluvia, pensó Alan, Akiko Kanomori morirá. Miró su reloj y deseó que ella se apurara.
Akiko y John regresaban en el auto al edificio de departamentos. Dentro de algunos minutos, pensó Akiko, le daré a John la escultura de la cabeza y se irá y seguro que no volveré a verlo. Habría querido decirle: ¿Me llamarás algún día?, pero no quería parecer atrevida. Era demasiado tímida.
Como si le leyera el pensamiento, John dijo:
—Akiko, cuando termine este caso, tal vez podríamos cenar juntos de nuevo.
El corazón de Akiko dio un salto.
—Me encantaría —dijo.
John sonrió. Sabía que todo saldría bien. Quería estar junto a esa mujer por el resto de su vida. Pero primero debía apresar al estrangulador.
—¿Siempre quisiste ser policía? —le preguntó Akiko.
Él sonrió.
—Desde que tenía diez años. Hubo un asesinato en nuestro vecindario, y todos estábamos aterrorizados. Teníamos miedo de que el asesino nos atacara. La policía fue muy bondadosa. Nos dijo que no nos preocupáramos, que ellos atraparían al asesino y que estábamos a salvo. Supe entonces que quería ser policía y ayudar a la gente.
Increíble, pensó Akiko. La historia que él acaba de relatar es exactamente lo que me está pasando a mí ahora. Hay un asesino que amenaza a la gente, y John se ocupará de que todo esté bien. Lo miró y pensó: John no tiene idea de lo maravilloso que es.
En ese momento pasaban por Kensington Gardens. Los jardines estaban hermosos a la luz de la Luna.
—¿Has oído hablar de un escritor llamado J. M. Barrie? —preguntó John.
—No, no lo conozco.
—Escribió un libro maravilloso llamado Peter Pan. Peter Pan era un chiquillo que no quería crecer, así que siguió siendo joven siempre. Su madre lo echó de la casa, y él voló a la Tierra de Nunca Jamás. Es una historia muy bonita.
—Parece maravilloso —dijo Akiko. Y pensó: En cierta forma, John es un chiquillo. Siempre se muestra tan entusiasta y contento.
Se acercaban al departamento. Dentro de pocos minutos terminaré la cabeza y se la daré, pensó Akiko. Pero ya no tenía miedo, porque John estaría junto a ella mientras trabajaba. La arcilla ya no la asustaría.
Estaban a dos cuadras del edificio donde vivía Akiko cuando vieron el accidente. Un camión había chocado con un automóvil, y toda la carga estaba diseminada en la calle. Un peatón se encontraba tendido en el suelo, gimiendo.
La cara de John se tensó. Tomó el radiotransmisor del auto.
—Es el auto diecisiete. Se ha producido un accidente en el 2624 de la Calle Pont. Por favor, envíen enseguida una ambulancia.
Apagó el transmisor y le dijo a Akiko.
—Te dejaré en tu casa y me ocuparé de esto. Dentro de algunos minutos subiré a tu departamento. ¿De acuerdo?
—Sí, muy bien.
Akiko deseó que el peatón tendido en el suelo estuviera bien. John aceleró y detuvo el auto frente a la casa de departamentos donde vivía Akiko.
—Regresaré lo antes que pueda.
—Está bien. Para ese entonces habré terminado la escultura.
Akiko permaneció junto al cordón de la vereda viendo cómo John se alejaba. Giró y entró en el edificio.
El hombre tendido en el suelo no tenía heridas graves. John se inclinó sobre él y le tomó el pulso.
—¿Cómo está? —le preguntó.
—Bueno, un poco sacudido.
—¿Tiene algún hueso roto?
El hombre se palpó los brazos y las piernas.
—No. Creo que estoy bien. Creo que salí despedido del auto cuando ese camión me chocó.
—¿Puede moverse? —preguntó John.
—Sí.
El hombre se puso de pie. John lo examinó con atención. El hombre se veía muy impresionado, pero sin ninguna herida de consideración.
—Una ambulancia llegará aquí en pocos minutos para llevarlo al hospital.
—No necesito ir al hospital. Estoy bien —dijo el hombre y miró su auto chocado—. Mi esposa me matará. Es el auto de ella.
Un patrullero policial llegó a la escena del accidente. Dos agentes se bajaron del vehículo.
—¿Alguien está herido? —preguntó uno de los agentes.
—No lo creo —respondió John—. ¿Por qué no toma los detalles del accidente? —Estaba ansioso por volver junto a Akiko y llevarle al inspector West la escultura de la cabeza del estrangulador.
—Está bien.
John se metió en el auto y se dirigió al departamento de Akiko. Me pregunto si ya habrá terminado de modelar la cabeza, pensó.
Akiko canturreaba en voz baja al entrar en su departamento. La conversación con John la había hecho sentir tan contenta. El departamento estaba muy silencioso. John llegaría en cualquier momento. Lo único que tengo que hacer es modelar los labios y la cabeza quedará terminada, pensó.
Entró en el estudio y se frenó en seco. La cabeza en la que había estado trabajando se encontraba tirada en el piso y rota en media docena de pedazos.
Su primer pensamiento fue que la cabeza tenía vida y se había destrozado a sí misma, pero antes de que tuviera tiempo de pensar en nada más, sintió que la aferraban de atrás y le apoyaban la punta de un cuchillo en la nuca.
—No grites —dijo Alan—, o te mataré aquí mismo.
Akiko estaba demasiado paralizada para moverse.
—Por favor —jadeó ella— no me lastime.
Él la empujó hacia el estudio.
—¿De modo que le ibas a mostrar eso a la policía?
Akiko no supo qué decir.
—No, yo…
—¡No me mientas!
Ella giró la cabeza y lo miró. Era como mirar la cara de su escultura. Era exactamente igual a como lo recordaba.
Había escapado una vez de sus manos, pero ahora estaba a su merced. Tengo que ganar tiempo —pensó Akiko—, John llegará en cualquier momento. Él me protegerá.
Le sorprendió ver que el estrangulador no tenía un trozo de cuerda en las manos. Se preguntó cuál sería su plan. ¿Pensaba matarla con un cuchillo? Hasta ese momento, siempre había estrangulado a sus víctimas.
—¿El policía va a volver? —preguntó Alan.
Akiko vaciló. No estaba segura de si era mejor decir que sí o que no.
—No —respondió.
—Será mejor que me digas la verdad.
—¿Qué hará conmigo?
Alan no sabía bien qué haría con Akiko. Sabía que la mataría, pero no se animaba a hacerlo a menos que lloviera… como el día en que había visto a su madre hacer el amor con un desconocido.
Tendré que sacarla de aquí. La llevaré a mi departamento y la tendré allí hasta que llueva. ¡Entonces la mataré!
En ese momento se oyeron golpes en la puerta. Alan levantó la vista, sorprendido.
—¿Quién es? —preguntó en voz baja.
—Yo… no lo sé.
—Eres una mentirosa —dijo y se le enrojeció la cara de la furia—. Él ha vuelto, ¿no es verdad? Pues bien, los mataré a los dos. —De nuevo tenía el cuchillo apoyado contra su nuca.
—¡No! Por favor —dijo Akiko—. No lo lastime—. Tenía pánico de que matara a John. Le importaba más él que su propia persona.
Alan se quedó allí parado, pensando a todo vapor. Debía deshacerse del policía.
—Ha venido a buscar la escultura de mi cabeza, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué no se la entregaste antes?
—Porque no estaba terminada. —Akiko confiaba en que si le decía la verdad a ese demente, él soltaría a John sin lastimarlo.
—Está bien —dijo Alan—. Harás exactamente esto. Quiero que le digas que todavía no has terminado la escultura, y que la tendrás lista por la mañana. ¿Entendido?
Apretó la punta del cuchillo en la nuca de Akiko y ella sintió que le corría una gota de sangre.
—¿Me has entendido?
—Sí.
—Muy bien. Entonces abre apenas la puerta. Si haces algún movimiento en falso, te clavaré este cuchillo en el cuello.
Se oyó otro golpe en la puerta.
—¡Hazlo! —le ordenó Alan en voz baja.
Permaneció detrás de Akiko; con una mano le aferraba el hombro y con la otra le presionaba el cuchillo en la nuca. Caminó detrás de Akiko hasta la puerta. Los dos oyeron la voz de John desde el otro lado de la puerta.
—Akiko, ¿estás ahí?
Akiko tenía la boca tan seca por el miedo, que temió no poder hablar.
—¡Contéstale! —susurró Alan.
—Sí. Estoy… aquí estoy.
—Abre un poco la puerta —le ordenó Alan.
Akiko respiró hondo y entreabrió la puerta. Sentía el cuchillo contra la piel. El estrangulador se había escondido detrás de la puerta, y John no podía verlo.
John miró a Akiko y la notó muy pálida.
—¿Estás bien? ¿Ha ocurrido algo?
Akiko habría querido gritar y avisarle a John que el estrangulador le estaba clavando un cuchillo en la nuca. Deseaba decirle que huyera a toda velocidad.
—Estoy bien —logró decir con un hilo de voz.
—¿Puedo pasar?
Akiko abrió la boca y sintió que el cuchillo le atravesaba la piel.
—Lo lamento —dijo—. Por favor, perdóname. Cuando llegué a casa me sentí muy cansada y no pude terminar la escultura.
John la miraba, decepcionado.
—Entiendo. Yo esperaba que…
—Ya lo sé. La terminaré por la mañana. Te llamaré cuando esté lista.
En su rostro había una expresión extraña. John se preocupó.
—No estarás enferma, ¿no? ¿Quieres que entre y…?
Ella volvió a sentir la presión del cuchillo.
—¡No! Realmente estoy muy cansada. Estoy segura de que me sentiré mejor por la mañana.
Tuvo que mentirle, pero lo hacía para salvarle la vida. Si él entraba, el estrangulador lo mataría.
John dijo, de mala gana:
—Está bien, me iré. Pero volveré por la mañana.
—Sí —dijo Akiko—. Haz eso.
Él la miró durante un momento prolongado, luego se dio media vuelta y se fue. Alan empujó la puerta hasta cerrarla bien. Y Akiko quedó sola con el estrangulador.