Aguardó afuera del edificio de departamentos, oculto en las sombras, donde nadie pudiera verlo. En alguna parte de ese edificio vivía la mujer que él se proponía matar. No entendía cómo era que la policía todavía no tenía una descripción de su persona. Esperaré hasta la noche, pensó Alan Simpson, y entonces me ocuparé de ella.
El inspector West mandó llamar a John.
—Usted dijo que su testigo era escultora, y que modelaría la cabeza del estrangulador.
—Así es, señor.
—¿Dónde está? ¿Por qué no la tenemos todavía?
John vaciló.
—Ella está trabajando en eso, inspector.
—La necesitamos ya —dijo el inspector West—. Quiero mandar una fotografía de esa cara a todos los policías de Londres. No podemos esperar a que él mate de nuevo.
—Lo entiendo, señor, pero…
—Le dirá que quiero que la termine hoy mismo. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—No quiero recibir más llamados telefónicos de la Reina.
—De acuerdo, señor.
John Di Pietro regresó a su oficina. El detective Blake estaba allí.
—¿Qué quería el viejo?
—Quiere que la cabeza del estrangulador esté terminada hoy, para poder enviar la descripción lo antes posible.
—¿Qué la está demorando tanto? —preguntó el detective Blake.
—No lo sé —reconoció John—. La llamaré.
Akiko contestó al primer llamado. De alguna manera, sabía quién estaba del otro lado de la línea.
—¿Señorita Kanomori? Hola. Habla el sargento Di Pietro.
—Ya lo sé —dijo ella, con voz cálida.
—Detesto presionarla —dijo John—, pero ¿existe alguna posibilidad de que tenga terminada la escultura esta noche? El inspector West está impaciente. Quiere sacarle fotografías y enviarla a todos los policías.
Akiko lo escuchó y se le cayó el alma a los pies. En circunstancias normales, no habría tenido problemas en terminar el trabajo esa noche. Pero la misteriosa maldad que parecía emanar de la arcilla la llenaba de miedo. Temía confesárselo a John, porque parecía una cosa tan tonta.
—Sí —dijo Akiko—, la tendré lista esta noche.
—Estupendo —dijo él, y Akiko percibió la alegría en su voz—. Yo puedo ir a buscarla —dijo, se frenó como si temiera seguir, y respiró hondo—. Tal vez, para celebrar, podríamos cenar juntos después.
A Akiko, el corazón le dio un vuelco.
—Me parece maravilloso —dijo y trató de que no se le notara el entusiasmo.
—Muy bien, entonces. ¿A qué hora calcula que tendrá lista la escultura?
Akiko miró el trozo de arcilla colocado sobre el banco de escultor, ubicado frente a ella.
—Alrededor de las siete de la tarde.
—Muy bien. Iré a buscarla a esa hora. Adiós.
—Adiós.
Cuando Akiko colgó el tubo, se sentía muy feliz. Iba a cenar con el apuesto sargento. Miró la arcilla y su expresión cambió.
Había prometido tener lista la cabeza y debía cumplirlo. Respiró hondo y se acercó al banco. No es más que un montón de arcilla, se dijo. No posee ninguna maldad. Pero casi tenía miedo de tocarla.
Lentamente, comenzó a trabajar la arcilla. La modeló hasta darle la forma de una cara y entonces comenzó a formar las facciones. Allí estaban los ojos que ella recordaba tan bien, y la nariz, y los labios. A medida que la cabeza iba tomando forma, la maldad de la arcilla pareció llenar la habitación y ahogar a Akiko.
Cuando ya le faltaba poco, no pudo soportarlo más, salió corriendo de la habitación y fue al departamento de la señora Goodman. El corazón le latía con fuerza y se sentía desmayar. ¿Cómo explicar que había huido de un trozo de arcilla?
La señora Goodman le abrió la puerta.
—Hola, querida. Estaba por tomar un café. ¿Me acompañas?
—Sí, gracias.
Akiko se sentó en la cómoda cocina de la señora Goodman. No lograba serenar su corazón. ¿Qué me pasa?, se preguntó. Nunca antes le había sucedido algo parecido.
La señora Goodman apareció con el café. Estaba muy sabroso. Akiko podría haberse quedado allí todo el día. Detesto tener que volver a mi estudio, pero tengo que terminar esa cabeza. Lo prometí.
—¿Seguro que no quieres quedarte a vivir aquí algunos días? —preguntó la señora Goodman.
Akiko sonrió. La señora Goodman era una mujer tan amable.
—No, muchas gracias. Realmente, no puedo.
Durante la siguiente hora estuvieron conversando hasta que, por último, cuando Akiko se sintió más tranquila, dijo:
—Bueno, será mejor que vuelva a mi trabajo. Estoy tratando de terminar una escultura.
—Bueno, avísame si llegas a necesitar algo, querida.
—Gracias. Lo haré.
Akiko regresó a su estudio para proseguir con el trabajo.
Alan Simpson hacía compras en una gran tienda. Un empleado se le acercó.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesito cuerda. —Había perdido la suya en alguna parte y no pudo encontrarla. Era un mal presagio. Alan era muy supersticioso.
—¿Qué clase de cuerda desea? Es decir, ¿para qué la necesita?
Para estrangular mujeres, pedazo de idiota.
—Para atar cosas. Quiero una bien fuerte y de buena calidad. Una que le dé la vuelta al cuello de esa mujer y se lo quiebre.
—Sí, señor. Por aquí, por favor.
Condujo a Alan Simpson al departamento que tenía toda clase de cuerdas. Había hilos y cordeles, cuerdas para saltar, sogas finas y gruesas. Alan Simpson eligió una cuerda bien fuerte y la aferró con los dedos.
—Ésta me servirá —dijo.
—Muy bien, señor. Son cuatro libras.
El detective Blake dijo:
—Si no tiene planes para esta noche, mi chica tiene una amiga. ¿Por qué no cenamos juntos los cuatro?
John sonrió.
—No puedo.
Nada en el mundo le impediría cenar con Akiko. Durante todo el día había esperado ese momento con impaciencia. Ella había sonado complacida cuando él la llamó por teléfono. ¿Será mi imaginación?, se preguntó John. ¿O realmente estaba contenta de oírme?
Debía tener mucho cuidado y no apurar las cosas. No quiero asustarla. Creo que ya estoy enamorado de ella. Pero si se lo digo, pensará que estoy loco y huirá. Sí, debo tener mucho cuidado y ser prudente.
Le dijo al detective Blake:
—Gracias, pero esta noche tengo un compromiso.
John no tenía interés en conocer a otra mujer. Ya no. Había encontrado a la mujer que esperaba. La cuestión es, pensó, ¿me amará ella a mí?
En su estudio, Akiko trabajaba en la cabeza del estrangulador. Había terminado la frente, la nariz y los ojos, y modelaba en ese momento los labios.
Estaba tan concentrada que, cuando sonó el teléfono, se sobresaltó. El teléfono volvió a sonar. Ella se acercó y levantó el tubo.
—Hola. —Silencio en el otro extremo de la línea—. Hola. —Nadie contestó.
Akiko frunció el entrecejo. Estaba segura de que había alguien del otro lado.
—¿Quién es? —preguntó. Silencio. Lentamente, colgó el tubo. Le costó volver a su trabajo. El llamado la había puesto nerviosa.
Comenzó a modelar los labios, pero las manos le temblaban. “¡Basta!”, se dijo, pero no pudo serenarse y el temblor se extendió a todo su cuerpo.
En la vereda de enfrente, Alan Simpson se encontraba de pie, dentro de una cabina telefónica, y miraba con una sonrisa hacia la ventana iluminada. Ella había sonado tan asustada. Ahora no llovía, pero el periódico anunciaba lluvia para la noche. Entonces daría el golpe.
A las siete de la tarde, John se dirigió al edificio de departamentos donde vivía Akiko. Vestía su nuevo traje gris. Había pensado en llevarle flores, pero no quería parecer atrevido. Sería más bien una visita oficial. Estacionó el auto, entró en el edificio y tocó el timbre del departamento.
Cuando Akiko oyó el timbre, sintió una oleada de pánico. Miró su reloj. ¡Eran las siete, y John estaba allí! No sabía qué hacer. No había podido trabajar más en la escultura. Se sentía demasiado nerviosa.
La cabeza estaba terminada, salvo por los labios. Ya sé lo que haré, pensó Akiko. Primero saldremos a comer y, cuando volvamos, le pediré que entre y se quede conmigo, mientras yo termino la cabeza. Entonces no tendré miedo.
Salió del estudio, entró en el living y abrió la puerta. Le sonrió a John. ¡Estaba tan buen mozo!
—Buenas noches.
—Buenas noches —dijo John—. ¿Puedo ver la cabeza ahora?
Akiko le tocó el brazo.
—Si no le importa, ¿no podríamos cenar primero? Todavía no la he terminado del todo. La terminaré después de la cena y se la daré. —Le daba vergüenza confesarle que no estaba lista porque le daba miedo. Pero si él estaba junto a ella, ese miedo desaparecería.
—De acuerdo. Iremos a comer y volveremos aquí. Estoy seguro de que un par de horas más no harán diferencia.
El inspector West tendría la cabeza del estrangulador a medianoche. John haría los arreglos necesarios para que le tomaran fotografías y ellos la enviarían a todos los rincones de Londres. No habría lugar donde el estrangulador pudiera esconderse.
—Iré a buscar mi cartera.
Tres minutos después, estaban en el auto y se dirigían a un restaurante.
—Espero que le guste el lugar —dijo John—. Se supone que es uno de los mejores restaurantes de Londres. Se llama Harry’s Bar.
Harry’s Bar era sólo para socios. Pero el padre de John era socio, y conocían al hijo. Siempre era bien recibido allí.
Hicieron el trayecto al restaurante en silencio. Akiko pensaba en la cabeza que debía terminar, y John pensaba en la hermosa mujer que estaba sentada junto a él. Cuando llegaron al restaurante, los ubicaron en una mesa del fondo.
—El menú parece maravilloso —dijo Akiko.
Lo cierto era que no tenía mucho apetito. Estaba demasiado nerviosa por pensar en el estrangulador, y demasiado excitada por estar con John.
—¿Por qué no pide para los dos? —sugirió ella.
—Lo haré con todo gusto.
John pidió cóctel de langostinos como entrada, luego scaloppini de ternera y una pasta, todo regado con buen vino tinto. Solucionado eso, comenzaron a conversar.
—Hábleme de su vida —dijo John.
Ella sonrió.
—Nací en Kyoto y allí estudié en la universidad. Mi padre tenía negocios en Londres, así que nos mudamos aquí. Me fui de casa, porque mi madre y mi padre no hacían más que decirme que debería casarme.
—¿Y usted no quiere casarse?
—¡Pero, sí! —Se sonrojó y pensó: ¿Habré hablado demasiado? —Estoy esperando el hombre adecuado —dijo y miró a John a los ojos.
Él sonrió. Se sintió absurdamente feliz. Sabía que él era el hombre adecuado para Akiko. Comieron y conversaron de cien cosas diferentes y, de alguna manera, parecía que se conocían desde siempre. Fue una comida muy feliz.
De postre, John pidió un pastel.
—No para mí —protestó Akiko—. Tengo que cuidar la línea.
—Yo te la cuidaré —bromeó John y los dos se echaron a reír.
Una hora antes, Alan Simpson, oculto en las sombras, había visto salir a Akiko y John. Recordó haber visto a John en el Supermercado Mayfair. De modo que es policía, pensó. Pues bien, nunca me atrapará.
Esperó hasta que el auto se hubo alejado y entró en el edificio. La puerta del hall de entrada estaba cerrada con llave. Alan sacó un cortaplumas y violó la cerradura. Akiko vivía en el departamento 3B.
Alan Simpson subió por la escalera hasta el tercer piso. Se acercó a la puerta del 3B y miró en todas direcciones para asegurarse de que no hubiera nadie. Abrió la cerradura con el cortaplumas y entró.
Intuyó que el departamento estaba vacío. ¡De modo que aquí es donde vive esa perra! Alan Simpson atravesó el living y miró hacia el dormitorio. Vio la cama y pensó: Nunca volverá a dormir en ella.
Entró en el estudio, y allí, frente a él, ¡estaba su cara! La miró con incredulidad. Así que eso era lo que estaba haciendo. Había modelado su cabeza para dársela a la policía. Vio que todavía no estaba terminada. Donde deberían estar los labios, había un agujero.
Se acercó, levantó un puño y lo estrelló contra la parte superior de la cabeza. La arcilla endurecida se hizo pedazos y cayó al suelo. Eso es lo que le sucederá a ella, pensó. Sacó el trozo de cuerda del bolsillo. Ahora sólo tenía que esperar el regreso de esa mujer.