El sargento John Di Pietro se encontraba nuevamente reunido con el inspector West.
—Me temo que su teoría no era correcta —dijo el inspector West—. El estrangulador no fue anoche al Supermercado Mayfair. Y todos los detectives malgastaron allí su tiempo.
John se mostró insistente.
—Inspector, si tan sólo me diera tiempo… estoy seguro de que él irá a ese supermercado.
—¿Cómo sabe que no elige sus víctimas en otro supermercado?
—Bueno, en primer lugar, porque todos los homicidios tuvieron lugar en ese sector de la ciudad. En segundo lugar, sabemos que eligió a dos de sus víctimas en el Supermercado Mayfair. ¿Recuerda que usted mismo dijo que los asesinatos en serie siguen un patrón? Pues bien, ése es el patrón de nuestro hombre.
El inspector West se quedó pensando.
—Está bien, le daré tres días más. Pero si por ese entonces no ha logrado ningún progreso, tendré que eliminarlo de este caso.
John no quería que lo sacaran del caso. Una de las razones era que deseaba proteger a Akiko. No había podido dejar de pensar en ella.
John había conocido a mujeres hermosas, muchas de las cuales se sintieron atraídas hacia él. Algunas quisieron casarse con él, pero John no estaba enamorado de ninguna de ellas. Sabía que jamás se casaría, a menos que estuviera realmente enamorado. Y la única persona hacia la que se sentía fuertemente atraído era Akiko.
Quería conocerla más. Así que le dijo al inspector West:
—Entiendo, inspector. Estoy seguro de que muy pronto atraparemos al estrangulador.
Akiko no había podido dejar de pensar en John. No sólo porque era apuesto —ella había conocido a muchos hombres bien parecidos—, sino porque era muy dulce. Era un hombre considerado y atento, y parecía inteligente. Y ésas eran cualidades que Akiko buscaba en un hombre.
Deseaba terminar la cabeza del estrangulador, no sólo por ella sino también por John, porque sabía que eso lo ayudaría. Así que se quedó en su estudio trabajando mucho.
Aunque le resultaba doloroso recrear las facciones del horrible monstruo que había intentado matarla, siguió trabajando. Mentalmente veía su cara con toda claridad.
Tomó un gran trozo de arcilla, lo colocó sobre el banco de trabajo y comenzó a modelar las facciones.
Primero, la frente y la nariz. Después, la boca y los ojos del asesino. Dio un paso atrás y observó su trabajo. No. Los ojos eran demasiado grandes, y la nariz, demasiado chica. Alisó la arcilla y comenzó de nuevo.
Deseaba que la arcilla no pareciera viva cada vez que la tocaba. Había en eso algo casi malévolo. Era como si el espíritu del asesino estuviera dentro de la arcilla y tratara de emerger de ella.
Akiko tuvo la sensación de que, cuando terminara la escultura, el estrangulador se abalanzaría y se apoderaría de ella. Sabía que era absurdo, pero no lograba sacarse de encima esa sensación.
No era supersticiosa, pero había en la arcilla algo que le resultaba imposible explicar. Jamás había sentido nada semejante.
Oyó golpes en la puerta. Akiko se acercó, pero no la abrió.
—¿Quién es?
—Soy la señora Goodman.
Akiko le abrió la puerta a su vecina. La señora Goodman miró a Akiko y le dijo:
—Gracias a Dios que estás bien.
—¿Qué?
—Vi tu fotografía en el periódico y leí que el estrangulador había tratado de matarte. ¡Mi pobre querida! Yo no lo sabía. Debió de ser algo espantoso para ti.
—Lo fue —reconoció Akiko—. Creí que moriría.
—¿Qué aspecto tenía el estrangulador? —preguntó la señora Goodman.
Akiko quedó pensativa un momento. ¿Cómo describir la maldad de ese hombre? ¿Cómo describir la sonrisa dibujada en su rostro, mientras intentaba asesinarla? ¿Cómo describir su propio terror?
—Era joven —dijo Akiko.
—¿Era feo?
Por dentro, pensó Akiko. Era feo en su interior.
—No. Era bastante bien parecido. Cualquiera que lo viera caminar por la calle jamás habría pensado que era el estrangulador. En él había una suerte de… bueno, casi de inocencia.
La señora Goodman la miró con asombro.
—¡Dios! ¿Cómo fue que lo encontraste? Quiero decir… ¿cómo fue que él te atacó?
—Yo estaba haciendo compras. Empezó a llover y no tenía paraguas. Como él sí llevaba uno, se ofreció a acompañarme a casa.
Mientras Akiko hablaba, se preguntó si no estaría diciendo demasiado, si el sargento Di Pietro aprobaría que ella comentara lo ocurrido con otra persona. Pero la señora Goodman era una amiga en quien confiaba.
—Comenzamos a caminar hacia casa, por una calle muy oscura —dijo Akiko y se estremeció—. Él me golpeó en la espalda con la punta del paraguas y yo me desplomé al suelo, y antes de tener tiempo de saber qué estaba ocurriendo, él ya me había pasado una cuerda alrededor del cuello.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó la señora Goodman.
—Eso es todo lo que recuerdo —dijo Akiko—. Debo de haberme desmayado. Más tarde me enteré de que me había salvado la vida el hecho de que un taxi pasara por esa calle. Al ver lo que estaba sucediendo, el chofer frenó, y el estrangulador huyó.
La señora Goodman miró a Akiko y dijo:
—Se me ocurre algo. ¿Por qué no pasas las próximas noches en mi departamento? Tengo lugar de sobra para ti.
—Muy amable de su parte —dijo Akiko—, pero no puedo. Tengo mucho trabajo que hacer aquí.
—¿Y no puede esperar?
Akiko pensó en el sargento Di Pietro, que estaría esperando que ella concluyera la escultura de la cabeza del estrangulador.
—No, me temo que no puede esperar.
La señora Goodman suspiró.
—Bueno, si cambias de idea, avísame. No quiero que te pase nada.
Akiko sonrió. Tampoco yo.
—No se preocupe. No me pasará nada. —El sargento Di Pietro no lo permitirá.
Alan Simpson estaba furioso. No podía creer que hubiera dejado escapar a su víctima. ¡Si tan sólo no hubiera aparecido ese taxi! Bueno, no permitiría que siguiera con vida para identificarlo. De alguna manera, la encontraría y la mataría.
En Londres, cien años antes, vivía un famoso asesino llamado Jack el Destripador. También él había sembrado terror en la ciudad al matar a decenas de mujeres. Nunca lo atraparon y, por ese motivo, era inmortal. La gente seguía hablando de él.
En cierta forma, Alan Simpson se consideraba una suerte de Jack el Destripador, un homicida legendario que jamás sería atrapado. Algún día, dentro de muchísimos años, él moriría de viejo, sin que nadie supiera quién era en realidad. Y durante otros cien años la gente hablaría del misterioso estrangulador, que era demasiado astuto como para que la policía pudiera ponerle las manos encima.
Mientras caminaba por la calle, Alan Simpson sintió una gota de lluvia. Gracias a Dios, en Londres era la estación lluviosa.
Necesitaba otra víctima. Tenía que sacarse la furia del cuerpo. Debía castigar de nuevo a su madre. Todavía recordaba con toda claridad la vez que, de pie bajo la lluvia, vio cómo su madre se besaba con un desconocido, y sintió una furia que casi le impedía respirar.
Miró en todas direcciones. Tendría que encontrar otro supermercado. Ahora que la policía había descubierto el Supermercado Mayfair, no se animaba a volver allá. Seguro que estaba vigilado y lo esperaban. ¡Y todo porque esa perra había logrado escapar!
Comenzó a llover más fuerte, y Alan sintió que su excitación crecía. Había un supermercado a pocas cuadras de donde vivía, pero no se animaba a buscar allí otra víctima, porque era el lugar donde él hacía sus compras, y lo reconocerían.
En cambio, caminó diez cuadras en la dirección opuesta hasta llegar a un supermercado más chico. Entró e hizo una inspección visual del lugar. En esta ocasión, buscaba policías que pudieran estar allí, esperando para atraparlo. Pero no vio a nadie sospechoso.
Un empleado se le acercó.
—¿Puedo servirlo en algo?
Alan Simpson estuvo tentado de contestarle: Sí. ¿Me podría elegir una linda mujer para que yo la asesine esta noche? Pero, desde luego, no lo dijo.
Lo que sí dijo, fue:
—Sólo estoy mirando, gracias. Todavía no he decidido qué quiero comer esta noche.
Siempre lo divertía adivinar qué cenaría. Era lo que estuviera en la bolsa de compras de su víctima. Una noche fueron costillitas de cordero, que él disfrutó mucho. Otra noche, pescado. A él no le gustaba demasiado el pescado. Se alegró de haber matado a la mujer con el pescado. Se lo merecía.
Ahora observó a las personas que hacían compras allí. Había tres hombres y media docena de mujeres. Una de las mujeres caminaba con un bastón. Eso sería demasiado fácil, pensó Alan. Otra mujer estaba con dos chiquillos. Siguió mirando. Hasta que vio lo que estaba buscando.
Una mujer joven que se parecía bastante a su madre. ¡Perfecto! No tenía paraguas. Se encontraba frente al mostrador de carnicería, y Alan confió en que estuviera comprando algo que a él le gustara. La vio encaminarse a la puerta y la siguió. Ella se paró en el portal y observó la lluvia. Alan se le puso al lado.
—Llueve bastante fuerte, ¿no? —le dijo con tono cordial.
—Sí, y yo no traje paraguas.
—Yo tengo uno —dijo Alan—. ¿Vive cerca de aquí?
—Sí, a pocas cuadras. Pero no quisiera causarle ninguna molestia.
—¿En qué dirección está su casa?
Ella señaló.
—Hacia allá.
Alan sonrió.
—Yo también vivo en esa dirección. ¿Por qué no caminamos juntos?
—Muy amable de su parte.
—En absoluto —dijo Alan y salieron a la calle.
—¿Me permite que le lleve la bolsa? —preguntó Alan.
—No, gracias. Puedo hacerlo yo.
Ninguna de las mujeres quería desprenderse de sus compras.
—¿Usted vive cerca de aquí? —preguntó la mujer.
—Sí —mintió Alan.
—Es un vecindario precioso, ¿no le parece?
Él asintió.
—Sí, ya lo creo que sí. Me gusta mucho.
Se dirigían a una calle bien oscura y el corazón de Alan aceleró sus latidos. Dentro de pocos minutos sabré qué comeré en la cena. Tenía hambre. Matar a alguien siempre le daba apetito.
—Doblamos en esa esquina —dijo la mujer.
Así lo hicieron y enfilaron hacia una calle todavía más oscura que las otras. Alan se aseguró de que no hubiera nadie a la vista. Esta vez, ningún taxi interrumpiría su tarea.
Esperó hasta estar en la mitad de la cuadra, donde estaba más oscuro. Y se colocó detrás de la mujer, listo para golpearla en la espalda con el paraguas.
—Mire —dijo ella—. Ha dejado de llover.
Él se detuvo, azorado. Miró hacia arriba. Era verdad, ya no llovía. Se quedó allí parado, sin saber qué hacer. Volvió a verse de pie bajo la lluvia, viendo a su madre que besaba a un desconocido, mientras la lluvia le golpeaba la cara y le empapaba el cuerpo. Pero ahora no había lluvia.
La mujer lo miraba fijo.
—¿Se siente usted bien?
Necesito la lluvia, pensó Alan. No puedo matar si no llueve.
—¿Se siente mal?
Alan se obligó a sonreír.
—No, estoy muy bien.
Bajó el paraguas y los dos emprendieron la marcha. Alan se sentía frustrado y enojado. Podría haberse alejado ahí mismo de la mujer, pero quizás eso despertaría sospechas. Así que siguió caminando con ella hasta llegar a su departamento.
—Fue usted muy amable —dijo la mujer—. Muchísimas gracias.
—De nada —replicó Alan.
La mujer no sabría jamás lo cerca que había estado de la muerte esa noche.