Akiko Kanomori se llenó de pánico. Miró con incredulidad su fotografía en el periódico. ¡Ahora el desconocido sabría quién era ella y la buscaría! Se sintió desnuda, como si todos los que pasaban tuvieran la vista fija en ella.
Ya no tenía ganas de desayunar. Se dio media vuelta y corrió al departamento. Cerró todas las puertas y ventanas y, temblando, se sentó en el sofá. ¿Qué voy a hacer?, se preguntó.
En Scotland Yard, el sargento John Di Pietro también vio el periódico de la mañana. Lo miró, espantado.
¡Ese maldito periodista Billy Cash! Con todo gusto lo habría matado. Deliberadamente había puesto en peligro la vida de Akiko Kanomori.
Sonó la campanilla del teléfono.
—El inspector West desea verlo enseguida.
El inspector West estaba furioso. Tenía el periódico delante. Levantó la vista cuando John entró.
—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Cómo fue que la fotografía de su testigo apareció en el diario?
—Lo siento —se disculpó John—. Es muy difícil controlar a los hombres de prensa, inspector.
—¿Ellos saben cómo se llama la joven?
—No, señor. No tienen idea de quién es ni de dónde vive.
—Bueno, que sigan así —gruñó el inspector West—. Ella es la única pista real que tenemos hacia el asesino. —Y añadió con tono irónico—: Eso y su tomate.
John se puso colorado.
—Sí, señor.
—Será mejor que vaya a ver a la joven. Si ella ha leído el periódico, debe de estar muy asustada.
—Iré enseguida, señor.
Cinco minutos después, John se dirigía al departamento de Akiko.
Cuando la joven oyó el timbre, tuvo miedo de contestar. ¿El que estaba de pie junto a la puerta sería el asesino, con una cuerda en la mano? El timbre volvió a sonar. Akiko se acercó a la puerta.
—¿Quién es?
—Soy el sargento Di Pietro.
Ella reconoció su voz y sintió una oleada de alivio. Giró la llave y abrió la puerta. John advirtió su pánico.
—¿Puedo pasar?
—Sí, por favor.
Él entró en el departamento y lo recorrió con la vista. Era un departamento muy lindo. Muy limpio y prolijo. La clase de departamento en que él supuso que ella viviría.
—Por favor, tome asiento.
—Vi lo del periódico —dijo John—. Y le ofrezco mis disculpas.
—No fue su culpa.
—En cierta forma, sí. Ojalá hubiera hecho arrestar a ese periodista.
—Estoy terriblemente asustada. Tengo miedo de que el estrangulador venga y me mate.
—Por favor, no tema. En primer lugar, él no sabe su nombre ni dónde vive. Y lo mejor de todo es que creemos saber cómo atraparlo.
La cara de Akiko se iluminó.
—¿En serio?
—Sí. Descubrimos cómo elige a sus víctimas. ¿Recuerda el Supermercado Mayfair, donde usted hace sus compras?
—Sí.
—Él se acercó a usted allí, ¿no es verdad?
Akiko frunció el entrecejo.
—Sí. Llovía y él tenía paraguas, así que se ofreció a acompañarme a casa.
—Es así como actúa. Cuando llueve, él va a ese lugar y elige a mujeres que no tienen paraguas, se ofrece a escoltarlas a sus casas, y después las estrangula.
Akiko se estremeció.
—Fue horrible.
—Lo atraparemos —le prometió John—. Cuando lo hagamos, ¿podría usted identificarlo?
Akiko asintió.
—Desde luego que sí. Hasta podría hacer la cabeza de ese hombre.
John parpadeó.
—¿Cómo dice?
—Que puedo modelar su rostro en arcilla. Soy escultora.
John no podía creer en su buena suerte.
—¿En serio?
—Sí. Ése es mi trabajo. Permítame mostrarle mi taller.
Se pusieron de pie y Akiko lo llevó a la habitación contigua. John quedó maravillado por las hermosas esculturas que allí había. Algunas eran estatuas de tamaño natural, otras eran bustos de hombres y mujeres.
—¡Son estupendas! —exclamó John.
Akiko se sonrojó.
—Gracias.
John la miró.
—¿Y podría usted modelar la cabeza del estrangulador?
—Sí, claro. Jamás olvidaré su aspecto.
—¿Cuánto tiempo le llevaría hacerlo? —preguntó John.
—No más que uno o dos días.
—Sería fantástico. Nos sería de gran ayuda. Le sacaremos fotografías al rostro y las enviaremos a todos los periódicos. Entonces la gente sabrá qué aspecto tiene. Y el asesino no tendrá dónde esconderse.
Akiko percibió el entusiasmo en su voz.
—Lo haré con todo gusto. Quiero que lo apresen.
John la observó y pensó: Es tan hermosa. Se preguntó si estaría casada.
—¿Tiene…? quiero decir, ¿vive alguien aquí, con usted?
—No. Vivo sola.
Se alegró mucho de oírlo.
—Si lo desea, puedo asignarle un policía para que se quede aquí con usted y la proteja hasta que apresemos al asesino.
Akiko reflexionó un momento. No le gustaba la idea de que un desconocido viviera en el departamento con ella.
—Usted dice que en realidad no corro peligro, porque él no sabe quién soy ni dónde vivo. ¿Es así?
—Así es.
—Entonces no creo que necesite protección — dijo Akiko.
John asintió.
—Lo que usted diga. Si no le importa, vendré cada tanto para ponerla al tanto de los acontecimientos.
—Me gustaría mucho.
Los dos se sonreían. John jamás se había sentido tan atraído hacia una mujer.
—Bueno —dijo, con torpeza—, más vale que me vaya, así la dejaré trabajar.
—Comenzaré enseguida —prometió Akiko.
Lo observó irse y cerró la puerta con llave. Cuando todo esto haya terminado, pensó Akiko con pesar, lo más probable es que no lo vuelva a ver.
Cuando John abandonó el departamento de Akiko, le dijo al detective Blake:
—Ella no quiere que ningún policía se quede, pero igual yo quiero ofrecerle alguna protección. Dígale al agente de servicio que la vigile, sobre todo de noche, cuando llueve.
—¿Cree que apresaremos al estrangulador? — preguntó el detective Blake.
—Sé que lo haremos —contestó John—. Sólo quiero estar seguro de atraparlo antes de que mate a otra persona. —Sobre todo a Akiko, pensó.
Modelar la cabeza del estrangulador le estaba resultando a Akiko más difícil de lo que pensó. El problema no era que no recordara su rostro, sino que lo recordaba demasiado bien.
Mientras comenzaba a trabajar la arcilla para convertirla en las facciones del estrangulador, volvió a vivir esa espantosa pesadilla. Recordaba cada una de las palabras que intercambiaron en su primer encuentro.
“Llueve muy fuerte, ¿verdad?”
“Sí, me temo que sí.”
“¿Tiene auto?”
“No.”
“Qué pena. Yo al menos tengo paraguas. ¿Vive cerca de aquí?”
“A unas cinco cuadras, en esa dirección.”
Se estremeció de sólo pensarlo. Había faltado tan poco para que la asesinaran. Quería que atraparan al estrangulador, y estaba dispuesta a colaborar para que pudieran hacerlo. Siguió trabajando.
John Di Pietro estaba en la oficina del inspector West.
—¿Usted dice que la testigo es pintora?
—No, escultora. Hace esculturas.
—¿Y podrá modelar la cabeza del estrangulador?
—Sí. Ya está trabajando en eso.
—Supongo que sabe que esa muchacha está en una situación muy peligrosa. Es la única que puede identificarlo. Si él llegara a averiguar quién es, iría y la mataría. Deberíamos ofrecerle protección policial.
—Yo se la ofrecí —dijo John—. Pero ella no la quiere. Me propongo hacer que alguien vaya a verla de tanto en tanto para asegurarnos de que está bien. En cuanto termine la escultura, le sugeriré que abandone la ciudad hasta que encontremos al estrangulador.
—Buena idea —dijo el inspector West.
—El parte meteorológico pronostica lluvia para esta noche —dijo John—. Es posible que el asesino vuelva a atacar. Me gustaría llevar de nuevo a los hombres al Supermercado Mayfair.
El inspector West asintió. Miró a John.
—¡Atrápenlo!
Alan Simpson también había visto la fotografía de Akiko en la primera plana del London Chronicle. La fotografía era muy nítida. Hasta mostraba las marcas en el cuello, donde él había apretado muy fuerte la cuerda… hasta que apareció ese estúpido chofer de taxi, y él tuvo que huir. Había sido su primer fracaso.
No podía permitir que esa mujer viviera para prestar testimonio contra él. El periódico no da su nombre ni su dirección, pero yo me las ingeniaré para encontrarla, pensó Alan Simpson, y entonces terminaré lo que había empezado.
Se sentía frustrado. Estaba furioso con esa mujer, porque ella había logrado escapar. La atraparé, se prometió. Pero en ese momento necesitaba otra víctima. El servicio meteorológico pronosticaba lluvia. Estupendo. Regresaré esta noche al Supermercado Mayfair y elegiré a otra mujer.
El sargento John Di Pietro paseó la mirada por el Supermercado Mayfair para asegurarse de que todos sus hombres estuvieran en su sitio. Algunos trabajaban detrás de mostradores, otros simulaban ser clientes y caminaban por los pasillos, como si se propusieran comprar artículos.
Afuera llovía muy fuerte. Un hombre alto y delgado entró en el supermercado. Llevaba un paraguas. Comenzó a caminar por el lugar y a observar la mercadería de los estantes. John se tensó. ¿Sería ése el estrangulador? Hizo una señal a sus hombres de que no perdieran de vista al recién llegado.
Alan Simpson buscaba su siguiente víctima. Había muchas mujeres en el local, muy atareadas comprando comestibles para sus maridos y novios. Pues bien, una de ellas no llegará a su casa, pensó Alan Simpson. ¿Cuál?
Se sintió Dios al elegir a su víctima, al decidir quién viviría y quién moriría. Era una sensación maravillosa. Una mujer gorda, de poco más de cincuenta años, sin paraguas, hacía sus compras en el mostrador de pastelería.
Ella ya ha comido bastante, pensó Alan Simpson. Será ella. Se acercó a la puerta de calle. A esa altura, ya John no le perdía pisada y estaba listo para apresarlo. La mujer gorda pagó por los pasteles y se acercó a la puerta.
Se quedó allí un momento mirando la lluvia.
—Qué terrible —dijo en voz alta—. Y yo no traje paraguas.
Alan Simpson sonrió. Abrió la boca para decir: “Permítame ayudarla”, pero en ese momento notó que uno de los empleados que estaba detrás del mostrador lo miraba fijo. Dirigió la vista en otra dirección y vio que otros hombres lo miraban. ¡Es la policía!, pensó. ¡Es una trampa! Estaban en todas partes. Pero no tenían manera de identificarlo.
La mujer decía en ese momento:
—Veo que usted tiene paraguas. Yo sólo vivo a una cuadra de aquí. Me pregunto si no podría…
—Lo siento mucho —dijo enseguida Alan Simpson—, pero tengo que encontrarme con mi esposa. Buenas noches. —Se dio media vuelta y salió del supermercado.
John Di Pietro sintió una gran decepción. Por un momento creyó tener al asesino, pero era obvio que no se trataba de él. Les hizo señas a los detectives de que descansaran.
Afuera, en la calle, el corazón de Alan Simpson latía con fuerza. De modo que habían descubierto lo del Supermercado Mayfair. Y casi lo habían atrapado. Pues bien, no dejaría que eso volviera a suceder. Oh, sí, mataría de nuevo… sólo tendría que cambiar de supermercado.
Mientras tanto, tengo que averiguar el nombre de la testigo que puede identificarme. Esa mujer debe morir.