Ella no tenía la menor idea de que sería la siguiente víctima del estrangulador. Se llamaba Akiko Kanomori, era muy linda y tenía veinticuatro años. Era escultora, y sabía que algún día sería famosa.
Sus trabajos habían merecido elogios de los críticos de arte, y había presentado una muestra de sus obras en una de las galerías locales.
—Es usted muy talentosa —le había dicho el dueño de la galería de arte—. Algún día será una escultora muy importante.
Akiko se había ruborizado.
—Gracias —dijo.
Su trabajo lo era todo para ella. Deseaba mucho casarse y tener hijos, pero todavía no había conocido a ningún hombre al que amara lo suficiente como para casarse con él. Akiko había recibido varias propuestas de matrimonio, pero las rechazó todas.
—¿Qué estás esperando? —le preguntó su padre.
—Espero al hombre adecuado —respondió Akiko.
También su madre insistía con el tema.
—Has tenido tantas propuestas matrimoniales, Akiko, podrías casarte con un banquero, o un médico, o…
—Mamá, no estoy enamorada de ninguno de ellos.
—No, claro. Estás enamorada de tus esculturas.
Y, en cierta forma, era cierto. A Akiko le encantaba crear hermosas obras con las manos. Era casi como crear vida.
—Deberías tener a tu lado a un hombre de carne y hueso —le dijo su padre.
Sus padres la fastidiaron tanto con ese asunto, que Akiko finalmente decidió que estaría mejor viviendo sola. Encontró un pequeño departamento en Whitechapel y se mudó a él.
Era perfecto para ella porque, además de un pequeño living y dormitorio, tenía una habitación muy grande que podía usar como taller para sus esculturas. Sus trabajos tenían tanto éxito que siempre se encontraba muy atareada.
—Yo puedo vender todas sus obras —le dijo su marchand—. ¿No puede trabajar más de prisa?
—No —contestó Akiko—. Si me apuro, las esculturas no me saldrán tan bien. Y quiero que sean perfectas.
—Por supuesto. Tiene razón —se disculpó el hombre—. A propósito, uno de mis mejores clientes quiere que le haga una estatua de la diosa Venus para el jardín. ¿La hará?
—Sí. Empezaré enseguida.
Akiko había empezado a trabajar en la escultura, pero se sentía inquieta. ¿Sería una premonición? ¿La sensación de que algo terrible estaba a punto de pasarle?
Sea como fuere, descubrió que no podía seguir trabajando. Tengo que salir del departamento, pensó Akiko. Miró por la ventana. Estaba nublado, pero no amenazaba lluvia.
Creo que iré a caminar un rato, pensó Akiko. Salió. Una vez en la calle, se topó con su vecina, la señora Goodman.
—Buenos días —dijo la señora Goodman—. ¿Qué hace aquí afuera? Por lo general, se queda todo el día trabajando en su estudio.
—Ya lo sé —dijo Akiko—. Salí porque me sentía un poco inquieta.
—¿Adónde va?
Era una buena pregunta. En Londres había tantos lugares para ir. Los primeros días, después de su llegada, Akiko había pasado semanas explorando la ciudad y probando diferentes restaurantes con amigos.
—¿Le gusta la comida italiana?
—Me encanta —respondió Akiko.
—Entonces vayamos a Cecconi’s.
La comida era maravillosa.
—¿Le gusta la comida hindú? Vayamos a la Bombay Brasserie.
La comida era un poco picante, pero deliciosa. Cenaron también en Le Gavroche y en Wheeler’s.
Pero, desde luego, en Londres había muchas más cosas que hacer además de comer. Akiko fue al Palacio Buckingham y permaneció un rato en la calle viendo el cambio de guardia.
Fue a la catedral St. Paul, y era tan grande que tardó una hora en recorrerla.
Visitó la Torre de Londres y la Abadía Westminster.
Había también muchas cosas de carácter educativo que valían la pena ver.
—¿Has estado en el Museo Británico?
—No.
—Te llevaré en la hora libre que tengo para almorzar —dijo la amiga de Akiko.
—Me encantará.
Una vez dentro del museo, Akiko se dio cuenta de que era absurdo tratar de recorrerlo en sólo una hora: ¡hacía falta por lo menos una semana, un mes, dos meses!
Estaba repleto de cosas maravillosas de épocas remotas, y parecía contener toda la historia de Londres.
Como es natural, a Akiko le interesaba el arte.
—Quiero ir a la Galería Tate, y al Museo Victoria y Alberto —dijo.
Había una inmensa tienda con diferentes departamentos llamada Harrod’s, y era increíble. Cuando Akiko trató de describírsela después a otra persona, y le preguntaron cómo era de grande, ella respondió:
—No termina nunca.
Allí se vendía prácticamente todo lo imaginable: ropa y muebles, discos y libros, comestibles, pianos y caramelos. Era una cornucopia de delicias.
La campiña inglesa era espectacular, del verde más maravilloso que Akiko había visto en su vida. Cierto fin de semana, Akiko oyó hablar de una pequeña ciudad encantadora llamada Bath.
—¿Por qué no nos vamos allá por uno o dos días?
Y, así, fueron a Bath y se alojaron en el Royal Crescent Hotel, donde les dieron un baño con sauna privada.
Akiko visitó el Castillo de Windsor, donde habitaba la Familia Real. Sí, ¡Inglaterra era un país maravilloso!
Ese día particular en que Akiko sentía cierto desasosiego, decidió que quería visitar de nuevo la Torre de Londres, donde se guardaban las joyas de la Corona.
Así que cuando su vecina, la señora Goodman, le preguntó adónde iba, Akiko le respondió:
—A la Torre de Londres.
—Me parece bien. Trabajas demasiado. Una muchacha bonita como tú debería tener un novio o un marido.
La señora Goodman hablaba como los padres de Akiko.
—No tengo ningún apuro, señora Goodman.
Akiko tomó un ómnibus y treinta minutos después se bajó frente a la enorme torre. Había una cola de turistas que aguardaban entrar, y ella ocupó su lugar. Algunos metros delante de ella había un joven delgado y atractivo con un paraguas, pero ella no le prestó atención.
Alan Simpson no advirtió a la bonita muchacha japonesa, que estaba de pie, cerca de él. Estaba muy ocupado pensando en la Torre de Londres.
Iba allí con frecuencia, y esa visita siempre le resultaba estimulante. Ese era el lugar donde, durante cientos de años, los reyes habían mantenido encerradas a sus esposas y amantes, y muchas veces las habían hecho decapitar. Le gustaba imaginar el momento en que esas cabezas se desprendían del cuello y rodaban por el piso. Esas prostitutas se lo tenían merecido. Y los reyes nunca fueron castigados por ello, pensó Alan Simpson. Ellos administraban justicia, tal como lo estoy haciendo yo.
Paseó la vista por entre el gentío de turistas, y pensó: si tan sólo supieran quién soy, todos gritarían y huirían. Soy más poderoso que ninguno de ellos. Soy tan poderoso como los antiguos reyes.
La multitud comenzó a desplazarse por las habitaciones de la vieja torre, y en cada una Alan Simpson sintió un estremecimiento. Yo debería haber vivido en aquella época, pensó. Habría sido rey.
Una mujer lo rozó al pasar y dijo:
—Perdón.
Alan Simpson sonrió.
—No es nada.
Esas mujeres no corrían ningún peligro. Él sólo atacaba de noche, y bajo la lluvia. Alan Simpson pensó, muy contento: Esta noche. El pronóstico meteorológico dijo que esta noche lloverá.
Akiko tomó té en una pequeña tienda, cerca del Museo Británico. Le encantaba el té inglés. Con él, servían pequeños sándwiches, scons con dulce y masas. Realmente era un festín. Pero se cuidó de no comer demasiado para no engordar, porque estaba muy orgullosa de su figura.
Se sintió mejor después de tomar el té. Debería volver a mi trabajo, pensó Akiko. Tengo que terminar la escultura que estoy haciendo. El dueño de la galería pensaba hacer otra exposición dos semanas después, y Akiko quería tener todo listo para entonces. La cuenta del té era de tres libras. Londres era una ciudad muy cara. Akiko pagó y tomó un ómnibus de vuelta a su casa.
Akiko trabajó en la nueva escultura hasta que comenzó a oscurecer. Estaba quedando muy bien. Creo que podré terminarla mañana, pensó. Guardó todas sus herramientas de modelar y se lavó manos para sacarse la arcilla.
Esa noche no tenía nada que hacer. Creo que me quedaré en casa y veré televisión, pensó Akiko. Primero me prepararé algo de comer. Entró en la cocina y abrió la alacena, pero no encontró allí casi nada. Saldré a comprar algo, decidió. Había un supermercado a sólo cinco cuadras. Se llamaba Supermercado Mayfair.
El Supermercado Mayfair estaba repleto de gente. Akiko tomó un carrito de compras y recorrió los distintos sectores, mientras trataba de decidir qué cocinar para la cena. Creo que prepararé pollo sukiyaki, pensó. Seleccionó fideos, verduras y salsa de soja, y se acercó al mostrador de venta de carne.
El empleado que la atendió fue muy amable.
—¿En qué puedo servirla?
—Me gustaría una presa de pollo para freír, por favor.
—Tenemos pollos muy buenos. —Seleccionó una pechuga y se la mostró.
—Sí, ésa estará perfecta, gracias. ¿Me la podría cortar, por favor?
—Por supuesto, señorita.
Algunos minutos después, Akiko tenía ya todo lo que necesitaba y se disponía a salir del mercado. Se encaminó a la puerta y allí se frenó, con el entrecejo fruncido. Había comenzado a llover. Ojalá hubiera traído impermeable, pensó. Me empaparé. Bueno, no puedo quedarme aquí eternamente. Será mejor que emprenda el regreso a casa.
En ese momento, un joven de aspecto agradable, que también estaba en el supermercado, le dijo:
—Llueve muy fuerte, ¿verdad?
—Sí. Me temo que sí.
—¿Tiene auto?
—No —respondió Akiko.
—Qué pena —dijo él y la miró. Levantó su paraguas—. Bueno, yo al menos tengo paraguas. ¿Vive cerca de aquí?
—A unas cinco cuadras, en esa dirección —dijo Akiko y señaló.
—¡Estupendo! Yo también vivo en esa dirección. ¿Me permite ayudarla? Puedo sostener el paraguas sobre su cabeza.
—Es muy amable de su parte.
Él le sonrió.
—En absoluto, será un placer.
Salieron a la lluvia, y Akiko se alegró de haber encontrado refugio debajo del paraguas del desconocido.
—¿Puedo ayudarla con la bolsa de compras? — preguntó Alan Simpson.
—No. Gracias. Puedo llevarla perfectamente.
Mientras caminaban por la calle bajo el aguacero, el desconocido dijo:
—Eso tiene de bueno Londres. Si a uno no le gusta el clima, basta con esperar un minuto y seguro que cambiará.
—Tiene razón —dijo Akiko con una sonrisa.
Akiko no advirtió que el desconocido la observaba con atención por el rabillo del ojo. Pensaba: Tú morirás esta noche.
Akiko, en cambio, pensaba: Qué muchacho tan agradable. Cuando lleguemos a casa, tal vez lo invitaré a entrar y a tomar una taza de café. Se ha tomado muchas molestias por mí.
Llegaron al final de la cuadra y cruzaron la calle. Cuando pasaron por el lugar donde Alan Simpson había matado a su última víctima, él sonrió para sí. ¡Cómo gritaría esa muchacha si sólo supiera la verdad! Bueno, la sabría dentro de un minuto. Más adelante había una calle oscura donde unos muchachitos traviesos habían roto los faroles. Allí sucedería.
Al llegar a mitad de cuadra, Alan Simpson se puso un momento detrás de Akiko y ella sintió un intenso dolor en la espalda. La bolsa se le cayó al suelo.
—¿Qué…?
Alan Simpson sacaba en ese momento una cuerda del bolsillo.
—¿Qué está…?
Antes de que Akiko tuviera tiempo de decir nada, sintió la cuerda áspera alrededor del cuello. El hombre se erguía junto a ella, sonriendo, y ajustaba cada vez más la cuerda. Akiko trató de gritar pidiendo ayuda, pero no pudo moverse. La cuerda le apretaba más y más y Akiko comenzó a perder el conocimiento. Voy a morir, pensó. Voy a morir.