CAPÍTULO 2

El sargento John Di Pietro sabía, estaba convencido, de que debía haber un patrón en el método del estrangulador. ¿Cómo elegía a sus víctimas? ¿Cómo lograba acercarse lo suficiente para asesinarlas, sin que ellas dieran gritos pidiendo ayuda? Decidió empezar por el principio.

La primera víctima era un ama de casa. John fue a su casa. El marido abrió la puerta. Parecía no haber dormido en muchos días.

—¿Qué desea?

John le mostró su identificación.

—Soy el sargento John Di Pietro, de la Policía Metropolitana. ¿Podría hablar unos minutos con usted?

—Es sobre el asesinato de mi esposa, ¿verdad? Pase —dijo y condujo a John al living—. No imagino por qué alguien querría matarla. Era una mujer maravillosa. No tenía enemigos.

—Debió de haber tenido un enemigo —señaló John.

—Tiene que tratarse de un loco.

—Es una posibilidad —reconoció John—. Pero tenemos que investigar cada ángulo. ¿En los últimos tiempos se peleó con alguien?

—No.

—¿Recibió llamados telefónicos o correspondencia fuera de lo común?

—No.

—Por lo que usted sabe, ¿nadie la estaba amenazando?

—No lo creo… todos le tenían mucho afecto.

—¿Usted y su esposa se llevaban bien con los vecinos?

—Sí. Éramos muy amigos.

El hombre parecía experimentar un malestar mayor con cada pregunta. John decidió no presionarlo más. Allí no obtendría más información. Tal vez el hombre tenía razón. Quizá se trataba de un loco.

John fue a la casa de la siguiente víctima, una maestra de escuela. Vivía con sus padres, y ellos tampoco fueron de ninguna ayuda.

—Todo el mundo la quería —le dijeron a John—. ¿Por qué iban a querer asesinarla?

Eso era, precisamente, lo que John se proponía averiguar.

—¿No tenía enemigos?

—No.

John decidió visitar la escuela donde enseñaba. Habló con la directora.

—Estoy investigando el homicidio de la señorita Templeton —dijo John.

—Sí, qué cosa tan espantosa.

—¿Tiene alguna idea de quién puede haber querido matarla?

La directora vaciló un instante.

—No.

John advirtió esa vacilación.

—Usted iba a decirme algo.

La directora se sentía turbada.

—Bueno, no creo que deba decirlo.

—Cualquier cosa que sepa me será de gran ayuda.

—Lo cierto es que la señorita Templeton estaba teniendo problemas con su novio. Ella quería terminar con esa relación, pero él… bueno, se mostraba difícil en ese aspecto.

—Cuando usted dice difícil, ¿qué quiere decir exactamente?

—La golpeó.

—Entiendo. ¿Es un hombre violento?

—Sí, me temo que tiene un temperamento muy agresivo.

—Gracias por el tiempo que me ha brindado.

John volvió a ver a los padres de la señorita Templeton.

—Háblenme del novio de su hija —les dijo.

—Ralph Andrews. Ya no era su novio. Ella rompió con él.

—Al parecer, él seguía considerándose su novio.

—Sí, supongo que sí.

—Permítame preguntarle algo, señora Templeton. ¿Considera que Ralph Andrews es capaz de cometer un asesinato?

Hubo un largo silencio. Por último, la señora Templeton dijo:

—Sí, creo que sí.

Ralph Andrews era mecánico. John lo encontró trabajando en un taller de la Calle Mount. Andrews era un hombre corpulento, con hombros anchos y brazos grandes.

—¿Señor Andrews?

—¿Sí?

John Di Pietro se identificó.

—Quiero hablarle sobre el homicidio de la señorita Templeton.

—Merecía morir —dijo Andrews—. Prometió casarse conmigo, y después cambió de idea.

—¿Por eso la mató?

—¿Quién dijo que yo la maté?

—¿No lo hizo?

—No. Alguien más lo hizo. Probablemente, algún otro novio al que le dio problemas.

—¿Tenía otros novios?

—Es probable. Usted es el detective. ¿Por qué no lo averigua?

A John no le gustó la actitud de ese hombre. Intuyó que era capaz de asesinar.

—Señor Andrews, ¿dónde estaba usted hace cinco noches, cuando asesinaron a la señorita Templeton?

—Esa noche fui a una partida de naipes. Ella había quedado en salir conmigo pero rompió ese compromiso, así que fui a jugar a las cartas con los muchachos.

—¿Cuántos eran los que jugaban?

—Yo y otros cinco.

—¿Puede darme sus nombres, por favor?

—Sí, claro.

John Di Pietro los anotó, pero tuvo la sensación de que estaba perdiendo el tiempo. Andrews jamás podría haber conseguido que cinco testigos mintieran a favor suyo. Debía de estar diciendo la verdad.

John estaba en lo cierto. Los otros dijeron que Andrews había estado con ellos esa noche. No podía tener nada que ver con el homicidio.

John estaba de nuevo en fojas cero. Verificó si las otras víctimas se conocían entre sí, pero el resultado fue negativo. Investigó si iban a la misma peluquería o tenían el mismo médico. Cada pista demostraba ser negativa. No encontraba ninguna conexión entre las mujeres.

Cuando el sargento John Di Pietro volvió a su oficina, lo esperaban varios periodistas.

—Nos hemos enterado de que le han asignado el caso —dijo uno de ellos. Era un periodista detestable llamado Billy Cash.

—¿Qué está haciendo para atrapar al estrangulador?

—Somos muchos los que trabajamos en este caso —dijo John—, y hacemos todo lo que está a nuestro alcance.

—¿No es demasiado joven para manejar un caso tan importante como éste?

—La edad no tiene nada que ver —saltó John.

No le gustaba hablar con periodistas. El caso estaba recibiendo demasiada publicidad. Entró en su oficina y mandó llamar al detective Blake.

—De ahora en adelante —le dijo John—, ocúpese usted de los hombres de prensa. Yo no quiero hablar con ellos.

—Correcto. Pueden ponerse muy agresivos.

—Eso no me importa. Lo que no quiero es que alarmen a las mujeres de esta ciudad. Las cosas ya están bastante mal —dijo y estrelló el puño en el escritorio—. Quiero atrapar a ese loco.

—Por ser loco, es bastante inteligente —dijo el detective Blake—. No tenemos idea de quién es, dónde está o por qué asesina.

—Cuando sepamos por qué mata sólo cuando llueve, sabremos mucho más sobre él —dijo John.

A John Di Pietro le resultaba difícil entender que una persona pudiera matar a otra, e incluso más difícil entender por qué se mataba a mujeres inocentes.

John provenía de una familia feliz. Tenía tres hermanas y padres afectuosos. La familia se había dirigido primero a los Estados Unidos, y a John le había gustado vivir allí. Después se trasladaron a Londres.

John había leído mucho sobre Inglaterra, así que sabía bastante sobre el nuevo país en el que viviría. Los británicos y los norteamericanos eran bastante distintos los unos de los otros.

En el siglo XVIII, Norteamérica pertenecía a Inglaterra. Por esa época, Inglaterra dominaba casi todo el mundo. Sus colonias incluían Australia, India y Norteamérica.

Norteamérica estaba poblada por personas que habían huido de sus propios países para hallar libertad religiosa. Los norteamericanos eran muy independientes.

El rey Jorge, monarca de Inglaterra, les tenía muy poco respeto a los norteamericanos. Al sentir falta de dinero, el Rey decidió conseguir más gravando el té con impuestos, de modo que cuando los norteamericanos recibían su té de Inglaterra, debían pagar más dinero por él.

Cuando los norteamericanos se enteraron, tomaron muy mal la noticia. Un cargamento de té llegó al puerto de Boston; en lugar de pagar el nuevo impuesto, los norteamericanos arrojaron el té al mar. Así dio comienzo la Guerra de la Independencia Norteamericana.

El rey Jorge se puso furioso. Mandó sus tropas a Norteamérica para enseñarles una lección. Pero los norteamericanos, aunque con menos armas, derrotaron a los soldados británicos y declararon su independencia de Inglaterra. Y así fue como Inglaterra perdió a una de sus colonias más ricas. ¡Y todo por un impuesto al té!

Para John, esa historia era fascinante. Advirtió que existían muchas diferencias entre los británicos y los norteamericanos. Estos parecían más abiertos y cordiales. Los ingleses, en cambio, se mostraban reservados y pomposos hasta que se los conocía bien.

Los Estados Unidos le habían gustado mucho a John, y también Inglaterra le gustaba muchísimo. Pero lo que no le gustaba de Inglaterra era el clima. En los Estados Unidos había veranos cálidos, con sol a pleno en los meses de junio, julio y agosto. En Inglaterra, hacía frío durante casi todo el verano, y, además, llovía.

Eso le recordó al estrangulador. ¿Ese hombre habría amado alguna vez en su vida? ¿Lo habrían golpeado cuando era chico? ¿Odiaba a su madre? Alguna mujer debió de hacerle algo espantoso, y por eso se venga en otras mujeres, pensó John.

Se echó hacia atrás en su asiento y pensó en el asesino. Nadie le había visto la cara y, por lo tanto, no existía ninguna descripción de su persona. Se había acercado a sus víctimas, las había asesinado y luego desaparecido por completo. No dejó pistas en la escena de los crímenes. ¡Nada! Con razón los periódicos hacen tanto barullo, pensó John. Hasta ese momento, el homicida se había mostrado muy astuto.

En la pared de la oficina que le asignaron a John había un mapa de la ciudad. Se habían colocado tachuelas en los sectores donde habían asesinado a las víctimas.

—Mire esto —dijo John—. ¿Nota algo?

Su asistente, el detective Blake, frunció el entrecejo.

—Las tachuelas están colocadas en círculo alrededor de Whitechapel.

Whitechapel era un sector pobre y desagradable de Londres, lleno de casas y departamentos en ruinas.

Tal vez el asesino vive allí cerca. Tal vez conoce a sus víctimas. John Di Pietro decidió visitar Whitechapel, con la esperanza de encontrar una pista que lo condujera al asesino.

Allí se dirigió en un auto policial sin marcas, y con él recorrió las calles tratando de recibir una impresión de la zona. ¿Vivía allí el estrangulador, o sólo iba allí y elegía sus víctimas al azar?

John Di Pietro y el detective Blake recorrieron las calles de Whitechapel, pasaron frente a mueblerías, florerías, almacenes y una ferretería.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó el detective Blake.

Ese, desde luego, era el problema.

—No estoy seguro. —Esperaba que el hecho de estar en el vecindario donde las víctimas habían muerto le proporcionara cierta dosis de inspiración. Pero no había nada sospechoso a la vista. Ninguna pista.

¿Cómo encontrar a un hombre sin rostro, un hombre anónimo, en una ciudad de millones de habitantes?

Tendremos que confiar en la suerte, pensó el sargento Di Pietro. Quizás ese hombre se equivocará o se descuidará. Pero lo cierto era que, hasta ese momento, el estrangulador se había mostrado demasiado escurridizo.

—Tal vez él piense que ya ha matado demasiado —dijo el detective Blake—. A lo mejor se ha ido y ya no habrá más muertes.

Comenzó a llover.

El asesino estaba a punto de dar otro golpe.