Un estrangulador estaba suelto en las calles de Londres. Hasta el momento, había asesinado a seis mujeres; la policía estaba frenética y los habitantes de la ciudad, aterrorizados.
Los periódicos londinenses, desde luego, sacaban todo el partido posible de la situación. Los titulares rezaban:
¿CUÁNDO VOLVERÁ A ATACAR EL ESTRANGULADOR?
LONDRES BAJO UN MANTO DE TERROR
¿QUÉ HACE LA POLICÍA PARA PROTEGER A LAS MUJERES?
A Scotland Yard llegaban cientos de llamados telefónicos que preguntaban qué hacía la policía para atrapar al asesino. Llamados llenos de zozobra.
—Hay un merodeador en el patio de atrás de casa.
—Creo que por las noches alguien espía por la ventana de mi dormitorio.
—Mi vecino tiene cara de asesino. ¿No podría ser el estrangulador?
—¿Debería comprarme un perro guardián?
El inspector West de Scotland Yard tenía a su cargo el caso del estrangulador. Era el más difícil que le habían encomendado jamás. Y no había ninguna pista para encontrar al asesino. ¡Absolutamente ninguna!
La secretaria del inspector West dijo:
—Inspector, está en línea el comisionado de la Policía.
El inspector West ya había recibido como media docena de llamados del comisionado, y en cada oportunidad trató de explicarle que estaba haciendo todo lo posible por solucionar el caso.
Había llevado expertos en impresiones digitales a la escena de los crímenes, pero el asesino no había dejado huellas. Llevó perros de policía para tratar de que encontraran un rastro que condujera al asesino, pero fue inútil. Habló con informantes de la policía, con la esperanza de que alguno le diera un dato que llevara al homicida, pero esos individuos no le proporcionaron ninguna ayuda.
La identidad del asesino era un verdadero misterio; ese hombre daba muerte a sus víctimas y después se esfumaba sin dejar rastros. El inspector West tomó el teléfono y dijo:
—Buen día, comisionado.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó el comisionado—. Tiene que hacer algo. ¿Sabe cuánta presión recibo? Los periódicos me están volviendo loco. Nos hacen parecer estúpidos. Esta mañana me llamó la Reina en persona. ¿Me ha oído? ¡La mismísima Reina! Quiere saber qué estamos haciendo para atrapar a ese loco.
—Estamos haciendo todo lo…
—No es suficiente. Quiero resultados. Las mujeres tienen miedo de salir a la calle. Nadie sabe dónde dará el próximo golpe el estrangulados ¿No tiene ninguna pista?
—Ojalá la tuviera. Ese hombre da golpes al azar. Mata a sus víctimas y desaparece. —Se hizo un silencio muy largo—. Comisionado, ¿puedo pedirle un favor?
—Sí. Cualquier cosa que ayude a resolver este caso.
—He oído decir que un joven sargento de policía ha resuelto muchos casos antes. Me gustaría que lo transfirieran a mi Departamento.
—¿Cómo se llama?
—Sargento John Di Pietro. ¿Puede arreglarlo?
—Considérelo hecho. El sargento Di Pietro estará en su oficina dentro de una hora.
Exactamente una hora después, John Di Pietro se encontraba sentado en la oficina del inspector West. Di Pietro era un hombre joven, muy bien parecido y muy cortés.
El padre de Di Pietro era dueño de una fábrica de componentes electrónicos y había abierto una sucursal en Inglaterra con la esperanza de que su hijo se pusiera al frente. Pero al muchacho siempre le interesó más el crimen.
“Quiero poder ayudar a la gente.”
Su padre había discutido con él, pero todo fue inútil. John Di Pietro podía mostrarse muy obstinado cuando tomaba una decisión. Lo aceptaron en la fuerza policial y fue el responsable de resolver una media docena de crímenes.
La familia de John se sentía muy orgullosa de él. Pero a su madre le preocupaba la elección de su hijo.
—Hijo —dijo—, ¿tu trabajo no es muy peligroso?
—Créeme, mamá, yo soy muy prudente y cuidadoso. —Pero, en realidad, su trabajo era muy peligroso. Tradicionalmente, en Inglaterra los policías no portaban armas. Y se suponía que los delincuentes, tampoco. Por desgracia, en los últimos años se había producido un gran aumento de la violencia entre los malhechores: no sólo utilizaban pistolas sino también armas automáticas.
Varios policías perdieron la vida en cumplimiento del deber, y el comisionado había decidido que los policías portaran armas. Pero John no quería alarmar a su madre.
—No. Lo que yo hago no es nada peligroso — dijo.
John fue el responsable de aprehender a un ladrón de joyas que había eludido a la policía, a un traficante de drogas y a un asesino. En la fuerza policial lo respetaban mucho.
Ahora estaba sentado en la oficina del inspector West, jefe de Scotland Yard. El sargento Di Pietro se sentía un poco nervioso. Sentía gran respeto por el hombre que tenía delante.
—Supongo que está enterado de lo del estrangulador.
—Sí, señor. —En Londres, todos sabían de la existencia del estrangulador.
—Necesitamos su ayuda.
—¿Sí?
—Usted tiene muy buenos antecedentes.
—Gracias.
—Nuestro problema es que no tenemos pistas —dijo el inspector West, se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación—. No sé si usted sabe algo sobre los asesinatos en serie, es decir, sobre los homicidas que matan a una persona después de otra.
—Sí, sé un poco sobre ese tema, señor.
—Entonces sabe que, por lo general, siguen un patrón. Por ejemplo, un autor de homicidios en serie puede matar sólo a prostitutas, o sólo a alumnas de colegio, o sólo a mujeres de la misma edad. Sigue siempre el mismo patrón.
—Sí, señor.
—El problema es que, en este caso, no existe ningún patrón. Algunas de las mujeres asesinadas eran viejas, otras eran jóvenes, algunas estaban casadas, otras eran solteras. Una era profesora de piano; otra, ama de casa; otra, modelo. ¿Entiende lo que quiero decir? No hay ningún patrón. Ese hombre da golpes al azar.
John Di Pietro frunció el entrecejo.
—Perdóneme, inspector, pero no estoy de acuerdo.
—¿Qué quiere decir?
—Siempre hay un patrón. Y nosotros tenemos que encontrarlo.
El inspector West se quedó mirándolo.
—¿Usted se cree capaz de encontrarlo?
—No lo sé, señor. Pero me gustaría intentarlo.
—Está bien. Mi secretario le dará una lista de las víctimas. Puede comenzar su investigación de inmediato.
El sargento Di Pietro se puso de pie.
—Sí, señor, y aprecio mucho esta oportunidad que me brinda.
—Hay dos cosas que debe saber —dijo el inspector West.
—¿Cuáles, señor?
—Cada una de las víctimas tenía una marca en la espalda.
—¿Qué clase de marca?
—No sabemos de qué es. Parece un moretón. Como si algo las hubiera golpeado en la espalda.
—¿Podría ser que les hubieran inyectado algo con una aguja?
—No. La piel no está rasgada. Ah, hay otra cosa —dijo el inspector West.
—¿Sí, señor?
—El estrangulador sólo mata cuando llueve.
A varios kilómetros de allí, en Sloane Square, un hombre se acercó a un puesto de diarios y observó los titulares:
VERIFIQUE LOS PRONÓSTICOS METEOROLÓGICOS
EL ESTRANGULADOR SÓLO MATA CUANDO LLUEVE
El hombre rió. Era cierto. Le gustaba estrangular a sus víctimas e inclinarles la cara hacia arriba, para que la lluvia del Señor les lavara los pecados.
Todas las mujeres eran pecadoras y Dios quería que las mataran. Él estaba haciendo un trabajo divino, librando al mundo del mal. No entendía por qué la policía lo buscaba, por qué querían castigarlo. Deberían recompensarlo por librarse de esas mujeres malvadas.
El nombre del asesino era Alan Simpson. Desde que era muy chico, siempre lo habían dejado solo. Su padre trabajaba muchas horas en una fábrica de jabón en las afueras de Londres. Se suponía que su madre se quedaba en casa para cuidarlo, pero cuando Alan llegaba de vuelta de la escuela, siempre encontraba el departamento vacío. Su madre había salido a alguna parte. Si Alan tenía hambre, debía prepararse él mismo algo para comer. La madre de Alan era joven y hermosa, y Alan la adoraba. Pero anhelaba que le prestara más atención.
—¿Estarás aquí cuando vuelva de la escuela, mamá?
—Por supuesto que sí, querido. —Y él le creía.
Pero ella nunca estaba.
—Prometiste que estarías aquí.
—Ya lo sé, hijo, pero se presentó algo importante. —Siempre se le presentaba algo importante—. Esta noche te prepararé tu comida favorita, querido.
Y él se ilusionaba muchísimo. Pero, por supuesto, su madre no estaba cuando él volvía. Salía muy temprano por la mañana y regresaba demasiado tarde para preparar la cena, y él y su padre debían contentarse con el contenido de algunas latas. Y cuando Alan fue mayor, él mismo preparaba la cena.
Alan se preguntaba qué sería lo que mantenía a su madre tan ocupada durante todo el día. Ella no tenía empleo, y el muchachito no imaginaba por qué estaba tanto tiempo ausente. Cuando cumplió doce años, su curiosidad pudo más y decidió averiguarlo.
Cierto día, cuando se suponía que debía estar en la escuela, se escondió en un callejón cerca del departamento y aguardó. Poco tiempo después, su madre salió del edificio, vestida con sus mejores galas. Comenzó a caminar por la calle como si estuviera apurada, y el muchachito la siguió, manteniendo una distancia prudencial para no ser visto. Comenzó a llover.
Su madre caminó dos cuadras, dobló a la izquierda y avanzó otras tres. Alan la vio entrar en un edificio de departamentos. ¿Adónde iría?, se preguntó. No podía imaginar a quién iba a visitar. Conocía a todos sus vecinos, y ninguno vivía en ese edificio. Se quedó de pie, afuera, observando.
En el segundo piso había una ventana. Vio a un hombre de pie junto a ella, y de pronto, apareció allí también su madre. El chiquillo la observó con incredulidad, mientras su madre se arrojaba en brazos del hombre y lo besaba.
—¡Mamá! —exclamó con furia. De modo que era eso lo que había estado haciendo todo el tiempo su madre. En lugar de cuidar de él, traicionaba a su hijo y a su marido con otro hombre. Era una prostituta.
En ese momento, Alan Simpson juzgó que todas las mujeres eran prostitutas, que debían ser castigadas, que merecían la muerte.
Jamás permitió que su madre supiera que él había descubierto su secreto, pero a partir de ese día Alan la odió. Esperó tener edad suficiente para irse de su casa y comenzó a viajar y a hacer pequeños trabajos. Como no siguió estudiando en la escuela, su educación quedó incompleta y eso le impedía conseguir un buen empleo. Trabajó como botones en un hotel, como portero en una gran tienda y como empleado en una zapatería.
Era apuesto y tenía buenos modales, así que le fue bastante bien. Nadie sospechó que, en su interior, abrigaba un odio intenso hacia las mujeres.
Mientras trabajaba como empleado en un almacén, se le ocurrió a Alan Simpson esa brillante idea. Fue mientras observaba a las clientas que hacían compras para la cena. Pensó: Van a cocinar para sus maridos y novios y fingir que son buenas esposas y novias, mientras todo el tiempo les son infieles. Por eso merecen la muerte. Lo que lo frenaba para hacer algo al respecto era que no quería que lo pescaran.
Mientras pensaba eso, miró hacia afuera y vio que comenzaba a llover. Muchas de esas mujeres salían con paquetes, pero no tenían paraguas. En ese momento le llegó la inspiración a Alan Simpson.
Ya sabía cómo haría para matarlas sin que lo atraparan.