OR encima del cuerpo de aquella mujer que lloraba —madre de uno y amante del otro— las miradas asombradas de los dos mortales enemigos se encontraron en medio de una curiosidad horrorizada que no admitía palabras. Aline permanecía al otro lado de la mesa, petrificada de espanto por aquella última revelación.
El señor de La Tour d’Azyr fue el primero en moverse. A pesar del desconcierto, recordó que la señora de Plougastel le había dicho algo acerca de una carta que estaba sobre la mesa. Lo que acababa de decir la condesa, hizo que avanzara resueltamente, sin miedo. Pasó tambaleándose por delante del hijo recién descubierto y cogió la hoja de papel que estaba junto al candelabro. Durante un instante que duró una eternidad, leyó sin que nadie le hiciera caso. Estupefacta y llena de conmiseración, Aline contemplaba a André-Louis mientras éste miraba, perplejo y fascinado, a su madre.
El señor de La Tour d’Azyr terminó de leer la carta y, en silencio, volvió a dejarla donde estaba. Reaccionando de forma natural en un hijo de aquel siglo artificioso, severamente educado en la supresión de las emociones, lo primero que hizo fue serenarse. Después volvió al lado de la señora de Plougastel, y se agachó para levantarla.
—¡Thérése! —dijo.
Obedeciendo instintivamente, la dama hizo un esfuerzo para levantarse, dominándose a su vez. El marqués la condujo hasta el sillón que estaba junto a la mesa.
André-Louis los miraba enmudecido, aturdido, sin dar ni un paso para ayudar a levantar a su madre. Como en un sueño, vio al marqués inclinarse sobre la señora de Plougastel. Y como en un sueño, le oyó preguntar:
—¿Cuánto hace que lo sabes, Thérése?
—Yo… siempre lo he sabido… siempre. Se lo confié a Kercadiou. Y una vez fui a verle, cuando era un niño. Pero eso ya no importa.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me engañaste diciendo que el niño había muerto pocos días después de nacer? ¿Por qué, Thérése? ¿Por qué?
—Tenía miedo. Pensé… pensé que así sería mejor… que sería mejor que nadie, ¡nadie!, ni siquiera tú, lo supiera. Y nadie, excepto Quintín, lo ha sabido hasta anoche cuando para inducirle a venir aquí y salvarme se vio obligado a decírselo a él.
—Pero ¿y yo, Thérése? —insistió el marqués—. Yo tenía derecho a saberlo.
—¡Tenías derecho! ¿Y qué hubieras podido hacer? ¿Reconocerle acaso? ¿Y después, qué? ¡Ah! —la dama sonrió desesperada—. Había que pensar en mi esposo, yo tenía mi familia. Tú mismo habías dejado de quererme, pues el miedo a que se descubriera todo había apagado en ti el amor. ¿Por qué no te lo dije entonces? ¿Por qué? Tampoco te lo hubiera dicho ahora de haber encontrado otra manera de… de salvaros a los dos. Ya en cierta ocasión sufrí el mismo pánico, cuando os enfrentasteis en el Bois de Boulogne. A mi manera, iba a tratar de evitar aquel duelo cuando nuestros coches se encontraron. Con tal de evitar aquel horror, en última instancia, estaba dispuesta a revelar la verdad. Pero Dios, en su infinita misericordia, hizo que no fuera necesario.
Por increíble que pareciera aquella declaración, a ninguno de los presentes se le había ocurrido ponerla en duda. Incluso si así hubiera sido, estas últimas palabras disipaban cualquier duda, pues explicaban lo que hasta ese momento había permanecido oculto.
Vencido, el señor de La Tour d’Azyr se dejó caer en un sillón. Perdiendo por un momento el absoluto dominio de sí mismo, se llevó las manos al rostro. Por las abiertas puertaventanas del jardín llegaba el lejano redoble de un tambor recordándoles lo que ocurría afuera, en la ciudad. Pero aquel ruido pasó inadvertido para todos. Era como si cada uno de ellos estuviera enfrentado a un horror mucho mayor que el que atormenta iba a París. Al fin, André-Louis habló en voz baja, con inexorable apatía:
—Señor de La Tour d’Azyr, creo que estaréis de acuerdo conmigo en que este descubrimiento es tan desagradable y terrible para vos como para mí, y que no borra nada de lo sucedido hasta ahora entre nosotros. Si algo altera, es sólo para añadir algo más a la cuenta pendiente. Y, sin embargo… ¡Oh! ¿Para qué sirven ahora las palabras? Aquí tenéis este salvoconducto que os convierte en el lacayo de la señora de Plougastel. Huid con él lo mejor que podáis. A cambio, os suplico el favor de no volver a vernos ni a oír hablar de vos jamás.
—¡André! —gritó su madre avanzando hacia él y de nuevo surgió la pregunta—: ¿Acaso no tienes corazón? ¿Qué te ha hecho para que lo odies tanto?
—Escuchad, señora. Hace dos años, en este mismo salón, os hablé de un hombre que había asesinado brutalmente a mi mejor amigo y que luego había seducido a la mujer con la que iba a casarme. Ese hombre es el señor de La Tour d’Azyr.
Por toda respuesta, la dama gimió y se cubrió el rostro con las manos. El marqués volvió a ponerse en pie. Lentamente se acercó a su hijo sosteniéndole la mirada.
—Eres duro —dijo severamente—. Pero reconozco ese rasgo de carácter. No puedes negar la sangre que corre por tus venas.
—No me lo recordéis —dijo André-Louis.
El marqués bajó la cabeza.
—No volveré a mencionarlo. Pero deseo que por una vez al menos me comprendas, y tú también, Thérése. Me acusas de haber asesinado a tu amigo más querido. Admito que los medios empleados quizá fueron indignos. Pero ¿qué otros medios tenía a mi disposición para defenderme de esas ideas que desde entonces me amenazan día tras día? Philippe de Vilmorin era un revolucionario, un hombre con ideas nuevas, que quería destruir la sociedad para reconstruirla de acuerdo con los ideales de los suyos. Yo pertenecía al orden establecido y, con el mismo derecho que él, quería que la sociedad se mantuviera como estaba. No sólo era mejor así para mí y los míos, sino que sigo convencido de que era mejor para todo el mundo, pues no es posible concebir la sociedad de otro modo. Toda sociedad humana, por fuerza, se compone de varias clases. Podréis transformarla temporalmente en una cosa amorfa, con una revolución como ésta; pero sólo temporalmente. Pronto, después del caos suscitado por los tuyos, el orden se restablecerá o la vida desaparecerá; y junto con el orden se restablecerá la diferenciación social, esas distintas clases que son necesarias para la organización de cualquier sociedad. Los que ayer estaban en lo alto, en el nuevo orden de cosas, serán desposeídos sin ningún beneficio para el conjunto de la sociedad. Yo me oponía a este cambio. Ése era el espíritu contra el que yo luchaba con las armas de que disponía, dondequiera que las encontraba. Philippe de Vilmorin era el tipo de revolucionario más subversivo, un hombre elocuente, animado por falsos ideales, un pobre ignorante engañado que creía que ese cambio convertiría el mundo en un lugar mejor para él y los que piensan como él. Sé que estoy ante un hombre inteligente y te desafío a contestarme, de todo corazón y a conciencia, si realmente crees que semejante cambio es posible. Sabes que no lo es. Sabes que es una perniciosa doctrina, sobre todo en los labios de Philippe de Vilmorin, puesto que era sincero y elocuente. Su voz era un peligro que había que… silenciar. Era necesario, en defensa propia, y así lo hice. Personalmente, yo no tenía nada contra Philippe de Vilmorin. Era un hombre de mi propia clase: un caballero afable, gentil, inteligente y talentoso…
Al cabo de una pausa, prosiguió:
—Tú me imaginaste matándole por el placer de matar, como la bestia que en la jungla se lanza sobre su presa. Ése ha sido tu error desde el principio. Lo que hice, lo hice con dolor de mi alma. ¡Oh, no sonrías de ese modo tan irónico! Jamás he mentido. Y juro aquí y ahora, por mi fe en Dios, que lo que digo es cierto. Me repugnó lo que hice. Pero por mi propia seguridad y la de mi sociedad, tuve que hacerlo. Pregúntate si hubiera vacilado Philippe de Vilmorin en matarme de haber creído que con mi muerte podía anticipar la realización de su utopía. A partir de aquel momento, decidiste que la más dulce venganza sería frustrar mi propósito reviviendo la voz que yo había acallado, convirtiéndote en un seguidor del apostolado de igualdad predicado por Philippe de Vilmorin. Enceguecido por la visión de ese mundo nuevo, no veías que Dios no ha hecho a los hombres iguales. En fin, esta noche estás en condiciones de juzgar quién de nosotros tenía razón y quién no. Ya ves lo que sucede en París. Ya ves el enloquecido fantasma de la anarquía sobrevolando este país que sucumbe en medio del caos. Probablemente tengas suficiente imaginación para prever algo de lo que vendrá después. ¿Te engañas hasta el punto de suponer que de estas ruinas puede nacer una forma ideal de sociedad? ¿No comprendes que esa sociedad tendrá que reorganizarse tarde o temprano? Pero ¿qué más voy a decir? Creo haber dicho lo bastante para que se comprenda que lo único que realmente importa es que maté a Philippe de Vilmorin cumpliendo con un deber hacia mi clase. Y la verdad, aunque quizás aún os ofenda, es que esta noche puedo mirar hacia atrás con ecuanimidad, y sin hacerme otro reproche aparte del hecho de que aquello nos enfrentó a ti y a mí. Aquel día en Gavrillac, cuando arrodillado junto al cuerpo de Vilmorin me insultaste provocándome, de haber sido yo la fiera que supones, te hubiera matado también. Como bien sabes, soy un hombre de pasiones impulsivas. Y sin embargo, dominé la ira natural que nacía en mí, porque puedo perdonar una afrenta personal, pero no un ataque calculado contra mi clase.
El caballero hizo otra pausa. André-Louis permanecía rígido, escuchando y reflexionando. Las mujeres también. Entonces el marqués prosiguió, en una tesitura menos convincente:
—En cuanto al asunto de la señorita Binet, fue una desgracia. Hice el mal sin querer. No conocía vuestras relaciones.
André-Louis le interrumpió con una pregunta.
—¿Hubiera sido de otro modo de haberlas conocido?
—No —respondió sinceramente el caballero—. Tengo los defectos de los hombres de mi clase. No puedo asegurar que hubiera sentido escrúpulos. Pero si eres capaz de juzgar imparcialmente, ¿puedes realmente considerarme culpable de eso?
—Señor, si tomamos en consideración tantas cosas, me veré forzado a llegar a la conclusión de que nadie es culpable de nada en este mundo, pues todos somos juguetes del destino. Por ejemplo, fijaos en esta reunión, una reunión de familia, aquí, esta noche, mientras allá afuera… ¡Oh, Dios mío! Tenemos que acabar con esto de una vez. Sigamos nuestros caminos y pongamos punto final a este horrible capítulo de nuestras vidas.
El señor de La Tour d’Azyr le miró grave, triste, y dijo en un hilo de voz:
—Quizá lo mejor sea —pero entonces, volviéndose a la señora de Plougastel, agregó—: Si algo malo he de reprocharme en esta vida, si de algo he de arrepentirme amargamente, es del daño que te hice a ti, mi querida…
—¡No, ahora no, Gervais! —balbuceó ella, interrumpiéndole.
—Ahora, por primera y última vez, os digo adiós. No es probable que volvamos a encontrarnos, ni que yo vuelva a ver a ninguno de vosotros, que sois lo más cercano y querido para mí. Él ha dicho que somos juguetes del destino. ¡Ah, pero no es del todo cierto! El destino es una fuerza inteligente que conduce a un fin. En la vida pagamos por el mal que hacemos. Ésta es la lección que he aprendido esta noche. En un acto de traición engendré un hijo desconocido, que tan ignorante como yo de nuestro parentesco, se convirtió en la pesadilla de mi vida, cruzándose en mi camino y entorpeciéndolo, hasta que finalmente, ayudó a que otros me hicieran caer en la ruina. Me parece justo. Es un acto de justicia poética. Aceptar resignadamente este hecho es la única expiación que puedo ofrecerte.
Se inclinó, y cogiendo la mano de la señora de Plougastel, dijo con un nudo en la garganta:
—Adiós, Thérése.
Se había acabado su férreo dominio sobre sí mismo. Sin avergonzarse ante los presentes, ella le abrazó. Las cenizas del muerto idilio habían sido profundamente removidas aquella noche y algunos rescoldos brillaron antes de apagarse por completo. Sin embargo, ella no hizo nada para detenerle. Comprendía que su hijo había señalado el único camino posible y prudente, y agradecía que el señor de La Tour d’Azyr lo hubiera aceptado.
—¡Anda con Dios, Gervais! —murmuró—. No olvides llevar el salvoconducto y… hazme saber que estás a salvo en algún lugar.
Él sostuvo el rostro de Thérése un momento entre sus manos. Entonces lo besó muy tiernamente, y se separó de ella. Erguido, y en apariencia tranquilo, se volvió a André-Louis, que le tendía una hoja de papel.
—Es el salvoconducto. Tomadlo, señor. Es el primero y el último regalo que puedo ofreceros: el regalo de la vida. De este modo, en cierto sentido, estamos en paz. No es una ironía mía, señor, sino del destino. Tomadlo y que la paz de Dios os acompañe.
El señor de La Tour d’Azyr tomó el documento. Sus ojos miraban ansiosamente el delgado rostro que estaba frente a él, mirándolo severamente. Metió el papel en la pechera del gabán, y entonces, abruptamente, tendió la mano. Los ojos de su hijo le interrogaban.
—Haya paz entre nosotros, en nombre de Dios —dijo el marqués con voz apagada.
La piedad acabó imponiéndose en André-Louis. Algo de la austeridad de su rostro desapareció mientras suspiraba:
—¡Adiós, caballero!
—Eres duro —repitió su padre entristecido—. Pero tal vez tengas derecho a serlo. En otras circunstancias, me hubiera sentido orgulloso de tener un hijo como tú. Sea como sea… —se interrumpió bruscamente, y agregó—: Adiós.
Soltó la mano de su hijo y dio un paso atrás. Los dos hombres se saludaron con una inclinación. Entonces el señor de La Tour d’Azyr hizo una reverencia ante Aline, en medio de un silencio que contenía algo así como una definitiva renuncia. Y luego salió del salón, y de sus vidas, para siempre. Unos meses después se supo que estaba al servicio del emperador de Austria.