NDRÉ-LOUIS parecía haber perdido el don de la risa. Por primera vez no había aquel brillo risueño en sus ojos mientras escudriñaba a la dama. Sin embargo, aunque su mirada era sombría, sus pensamientos no lo eran. Con su implacable lucidez capaz de traspasar las meras apariencias, con su ilimitada capacidad para la observación imparcial —que adecuadamente aplicada hubiera podido llevarle muy lejos— percibía lo grotesco, lo artificioso de la emoción que en ese momento experimentaba. Un sentimiento que no quería que lo poseyera. Miraba a la señora de Plougastel consciente de que era su madre, como si el hecho más o menos accidental de que ella lo hubiera traído al mundo pudiera establecer entre ellos algún lazo real en aquel momento. La maternidad que da a luz al hijo y luego lo abandona, es inferior a la de los animales. André-Louis había pensado en esto durante las turbulentas horas que necesitó para cruzar una conmocionada ciudad donde había que moverse lentamente si uno no quería perder la vida.
Tuvo tiempo, pues, para llegar a la conclusión de que ayudar a la señora de Plougastel en aquellos momentos era un quijotismo puramente sentimental. Sabía que las condiciones impuestas por el alcalde de Meudon antes de entregarle los salvoconductos, ponían en peligro no sólo su futuro, sino tal vez hasta su propia vida. Sin embargo, decidió dar aquel paso, no en atención a la realidad, sino por consideración, él, que toda su vida se había guardado del señuelo de los inútiles y vacíos sentimentalismos.
En esa especie de desafío pensaba André-Louis mientras miraba con atención a la dama, pues era extraordinariamente interesante contemplar conscientemente a su madre, por primera vez, a la edad de veintiocho años. Por fin dejó de mirarla fijamente y, volviéndose a Jacques, que seguía esperando en la puerta, preguntó:
—¿Podríamos hablar a solas, señora?
Ella le hizo una seña al lacayo para que se retirara, y la puerta se cerró. En emocionado silencio, sin preguntar nada, ella esperó a que le explicara su presencia allí a aquella hora de la noche.
—Rougane no podía venir —dijo escuetamente—. Y, a petición del señor de Kercadiou, he venido en su lugar.
—¡Vos! ¡Habéis venido para salvarnos! —la voz de la señora de Plougastel expresaba más sorpresa que alivio.
—He venido a eso, y a conoceros, señora.
—¿A conocerme? Pero ¿qué queréis decir, André-Louis?
—Esta carta del señor de Kercadiou os lo aclarará.
Intrigada por sus palabras y por la extraña conducta del joven, ella cogió la carta. Rompió el sello. Y con manos temblorosas, acercó la misiva al candelabro. A medida que leía, en su rostro se reflejaba el disgusto y sus manos temblaban cada vez más. Al llegar a la mitad de la carta, se le escapó un gemido. Ella le lanzó una mirada casi de terror a André-Louis. Pero él permaneció increíblemente impasible al borde del halo de luz que arrojaba el candelabro, y le indicó que siguiera leyendo. La letra del señor de Kercadiou, de suyo indescifrable, se distorsionaba ahora más ante los ojos de la dama. No podía seguir leyendo. Además, ¿qué podía importar lo que dijera el resto de la carta? Con lo que había leído era suficiente. La hoja de papel cayó de sus manos sobre la mesa, y un rostro pálido como la cera se levantó melancólicamente para mirar a André-Louis con indescriptible tristeza.
—Entonces, ¿lo sabes todo, hijo mío? —susurró.
—Sé que la señora es mi madre.
La severidad, la sutil mezcla de despiadada burla y reproche con que pronunció esa frase no hizo mella en la señora de Plougastel. Volvió a pronunciar el nombre de su hijo. Para ella, en aquel momento, el tiempo y el mundo se habían detenido. El peligro que corría en París, como esposa de un intrigante instalado en Coblenza, había desaparecido junto con todas las demás consideraciones. Sólo pensaba en el hecho de que su único hijo ya la conocía, aquel hijo del adulterio, nacido furtiva y vergonzosamente en un remoto pueblo de Bretaña, hacía veintiocho años. Nada pudo distraerla en aquel instante supremo, ni tan siquiera la conciencia de que su inviolable secreto había sido traicionado o las consecuencias que eso pudiera acarrear.
Dio un par de pasos vacilantes hacia André-Louis. Abrió los brazos, y se le anudó la voz al decir:
—¿No me das un abrazo, André-Louis?
Por un momento, él titubeó, sorprendido por aquel gesto maternal, casi irritado por la respuesta de su corazón, donde los sentimientos luchaban a brazo partido con la razón. Su razón le decía que aquello era irreal, pero la emoción que ella demostraba y que él experimentaba era fantástica. Y se dejó llevar. Ella lo abrazó y su húmeda mejilla oprimió fuertemente la de André-Louis, que sentía cómo aquel cuerpo, que conservaba su gracia a pesar de los años, se estremecía en una tormenta de pasión.
—¡Oh, André-Louis, hijo mío, no sabes cuánto he anhelado este abrazo! ¡Si supieras cuánto he sufrido negándomelo a mí misma! Kercadiou no debió decírtelo nunca, ni siquiera ahora. Era un mal para nosotros dos, quizá más para ti. Hubiera sido mejor dejarme abandonada a mi destino, cualquiera que fuera. Y, a pesar de todo, cualesquiera que sean las consecuencias, poderte abrazar, saber que ya me conoces, oírte llamarme madre, ¡oh, André-Louis!, eso es algo de lo que no puedo arrepentirme. No podía… no podía ser de otra manera, aunque ya no sea un secreto.
—¿Y por qué tiene que dejar de ser un secreto? —preguntó él, despojándose de su estoicismo—. Nadie tiene que saberlo. Esto es sólo por esta noche. Esta noche somos madre e hijo. Mañana cada uno volverá a ocupar su lugar y, al menos en apariencia, olvidaremos lo sucedido.
—¿Olvidar? ¿No tienes corazón, André-Louis?
Esta pregunta volvió a recordarle su actitud ante la vida, esa actitud histriónica que para él era la verdadera filosofía. También recordó la situación en que se encontraba, y comprendió que no sólo él debía sobreponerse, sino también ella, ya que dejarse llevar por las emociones, en aquellas circunstancias, podía ser desastroso para todos.
—Eso me lo han preguntado tantas veces que estoy por creer que es verdad —dijo—. Mi pasado tiene la culpa.
Ella lo estrechó más contra su pecho, como si intuyera que él quería zafarse de su abrazo.
—¿Me estás culpando de todo lo pasado? Conociendo los hechos, como los conoces, no puedes culparme del todo. Debes ser misericordioso conmigo. Debes perdonarme. No tenía elección.
—Cuando lo sabemos todo no se puede sino perdonar, señora. Ésta es la verdad más profundamente religiosa que se ha escrito jamás. De hecho, esa frase es una religión por sí misma, la religión más generosa que puede guiar a los hombres. Lo digo para consolaros, madre.
Ella se separó de él lanzando un grito de espanto. Detrás de André-Louis, en la penumbra de la puerta, se dibujaba vagamente una silueta fantasmal. Avanzando hacia la luz, la figura se dejó ver: era Aline. Venía en respuesta a la llamada, ya olvidada, que la señora le había hecho por medio de Jacques. Al entrar, había reconocido la voz de André-Louis al verlo en brazos de la dama llamándole «madre». Y ahora no sabía qué le asombraba más: si su presencia allí o lo que acababa de oír por casualidad.
—¿Lo habéis oído, Aline? —exclamó la señora de Plougastel.
—No he podido evitarlo, señora. Me mandasteis a buscar. Lamento si… —se interrumpió para mirar perpleja a André-Louis. Estaba pálida, pero serena. Le tendió su mano diciendo—: Al fin has venido, André. Podías haberlo hecho antes.
—He venido cuando hacía falta, que es cuando estamos seguros de ser bien recibidos —contestó sin amargura y, tras besarle la mano a la joven, añadió amablemente, como suplicando—: Espero que sabrás perdonar lo pasado, pues, después de todo, fracasé en mis propósitos. No podía presentarme ante ti pretendiendo que fue algo intencionado. No fue así. Y sin embargo, según parece, no te has aprovechado de esa circunstancia, pues aún estás soltera.
Ella le volvió la espalda, diciendo:
—Hay cosas que jamás entenderás.
—La vida, por ejemplo —dijo él—. Te confieso que es algo desconcertante. Las explicaciones que tratan de simplificarla no hacen sino complicarla más —y mientras decía esto miraba a la señora de Plougastel.
—Supongo que estás tratando de decirme algo —dijo la señorita.
—¡Aline! —exclamó la condesa, que conocía el peligro de las revelaciones a medias—. Sé que puedo confiar en ti y que André-Louis no pondrá ninguna objeción.
Cogió la carta para entregársela a Aline, pero antes interrogó a su hijo con una mirada.
—Oh, señora, yo por mi parte no me opongo —aseguró él—. Es asunto vuestro.
Aline los miraba a los dos extrañada y vacilando en tomar la carta que la señora le ofrecía. Cuando la hubo leído de punta a cabo, pensativa, volvió a dejarla sobre la mesa. Por un momento permaneció inmóvil, agachando la cabeza, mientras madre e hijo la contemplaban. Entonces, impulsivamente, abrazó a la señora de Plougastel.
—¡Aline! —fue un grito de asombro, casi de alegría—. ¿No me aborreces?
—¡Querida amiga! —dijo Aline besando el rostro bañado en lágrimas que parecía haber envejecido en las últimas horas.
Manteniéndose en segundo plano, André-Louis luchaba contra la emoción, y habló con la voz de Scaramouche:
—Sería aconsejable, señoras, que dejáramos las efusiones para otro momento, cuando tengamos más tiempo y mayor seguridad. Se hace tarde. Si queremos salir de este infierno, hay que hacerlo ahora mismo.
Era una advertencia tan clara como necesaria. Las dos mujeres volvieron a la realidad, y enseguida fueron a hacer los preparativos del viaje.
Dejaron solo a André-Louis en el salón, y durante un cuarto de hora pudo soportar su impaciencia únicamente porque tenía la cabeza como una olla de grillos. Cuando al fin volvieron las mujeres, las acompañaba un hombre alto, con un sobretodo verde de largos faldones y un sombrero con el ala vuelta hacia abajo. El individuo permaneció respetuosamente junto a la puerta, en la sombra.
Entre las dos lo habían acordado así, o más bien fue la condesa quien lo había decidido cuando Aline le previno de que André-Louis no movería un dedo para salvar al marqués tomando en cuenta el odio que le tenía.
A pesar de la estrecha amistad que unía al señor de Kercadiou y a su sobrina con la señora de Plougastel, había ciertos detalles que ella ignoraba. Uno era el proyecto de matrimonio que alguna vez existió entre Aline y el marqués de La Tour d’Azyr. Aline, tomando en cuenta la confusión de sus emociones, jamás se lo había comunicado a su amiga, ni tampoco el señor de Kercadiou, pues desde su llegada a Meudon ya veía que aquel enlace sería muy difícil de realizar. Por otra parte, el señor de La Tour d’Azyr se mostró tan discreto respecto a Aline la mañana del duelo, cuando la encontró desvanecida en el carruaje de la señora de Plougastel, que ésta no se dio cuenta de nada. Tampoco sabía la condesa que la hostilidad entre el marqués y André-Louis no fuera simplemente de carácter político, pues pensaba que aquel duelo era otro de los tantos que el paladín del Tercer Estado había entablado en el Bois en aquellos días. Aline no le había dicho nada al respecto para no afligir a la dama más de lo que estaba. Sin embargo, la condesa se daba cuenta de que, aunque el rencor de André-Louis fuera estrictamente político, aquel duelo inconcluso era causa suficiente para motivar los temores de Aline.
Por eso la señora de Plougastel había concebido el plan más obvio, del que Aline sería cómplice pasiva. Pero ambas habían cometido el error de no prevenir ni persuadir al señor de La Tour d’Azyr. Habían confiado enteramente en su ansia por escapar de París para que hiciera el papel que le imponían. Es decir, el que ya le habían propuesto: que ocupara el lugar de Jacques, el lacayo. Pero no habían contado con el exagerado sentido del honor de hombres como el marqués, educados en falsos preceptos.
Volviéndose para mirar al hombre disfrazado, André-Louis avanzó desde el fondo obscuro del salón. La trémula luz de las velas iluminó brevemente su delgado y pálido rostro y el fingido lacayo se sobresaltó. Entonces también él se adelantó hacia la mesa donde estaba el candelabro y se quitó el sombrero. André-Louis observó que su mano era fina y blanca, y que un diamante rutilaba en uno de sus dedos. Al darse cuenta de quién era aquel hombre, por un momento se quedó sin habla.
—Señor —decía en ese momento el orgulloso y altanero marqués—, no puedo aprovecharme de vuestra ignorancia. Si estas damas han podido convenceros de que me salvéis, por lo menos debéis saber a quién vais a salvar.
Permanecía junto a la mesa, envarado y digno, dispuesto a morir como había vivido si es que era preciso, sin miedo ni engañifas.
André-Louis caminó lentamente hasta llegar al otro lado de la mesa, y entonces los músculos de su cara se aflojaron y se echó a reír.
—¿Os reís? —dijo el señor de La Tour d’Azyr frunciendo el ceño, ofendido.
—¡Todo esto es terriblemente divertido! —comentó André-Louis.
—Tenéis un extraño sentido del humor, señor Moreau.
—¡Oh, sí, lo admito! Lo inesperado siempre me ha parecido cómico. Desde que nos conocemos, he descubierto en vos muchas cosas. Y lo que esta noche he descubierto es lo único que no podía esperarme: un hombre sincero.
El señor de La Tour d’Azyr se estremeció. Pero no trató de replicar.
—Sólo por eso, señor, estoy dispuesto a ser clemente —dijo André-Louis—. Probablemente cometo una estupidez. Pero vuestra honradez me ha cogido por sorpresa. Os doy tres minutos para que abandonéis esta casa y os las arregléis por vuestros propios medios para salvar el pellejo. Lo que os pueda ocurrir después, allá afuera, no es asunto mío.
—¡Oh, no, André! Escucha… —comenzó a decir angustiada la señora de Plougastel.
—Perdón, señora, pero es todo lo que puedo hacer, y ya estoy faltando a mi deber. Si el señor de La Tour d’Azyr sigue aquí, no sólo será su fin, sino el vuestro también. Si no se va enseguida, tendrá que acompañarme al cuartel general del barrio, y dentro de una hora su cabeza estará en la punta de una pica. Este señor es un notorio contrarrevolucionario, un Caballero del Puñal a quien el populacho enfurecido está dispuesto a exterminar. Ahora, señor, ya sabéis lo que os aguarda. Decidios, y enseguida, aunque sólo sea en consideración a estas damas.
—Pero es que tú no sabes, André-Louis… —la señora de Plougastel le hablaba ahora con indescriptible angustia y se acercó a su hijo cogiéndolo por un brazo—. Por el amor de Dios, André-Louis, sé clemente con él. ¡Tienes que serlo!
—Pero, señora, eso es lo que estoy haciendo. Estoy siendo mucho más clemente de lo que él merece. Y él lo sabe. El destino ha entreverado de una forma curiosa nuestras vidas hasta hacernos coincidir aquí esta noche. Es como si el destino le obligara a recibir el castigo que merece. Pero por vuestra seguridad, no aprovecho esta ocasión única que el azar me ofrece, siempre y cuando él haga inmediatamente lo que le ordeno.
Desde el otro lado de la mesa, el marqués habló fríamente mientras su mano derecha se deslizaba bajo los faldones de su gabán.
—Me alegro, señor Moreau, de que adoptéis ese tono conmigo. Me ahorráis hasta el último escrúpulo. Acabáis de hablar del destino, y estoy de acuerdo con vos en que ha obrado de un modo extraño en nuestras vidas, aunque quizá no con el final que suponéis. Durante años os habéis cruzado en mi camino, siempre estorbando y frustrándolo todo, siempre sobre mi cabeza como una espada de Damocles. Incesantemente habéis amenazado mi vida, primero indirecta y luego directamente. Vuestro entremetimiento en mis asuntos ha arruinado mis más queridas esperanzas, quizá con más eficacia de la que suponéis. Sois peor que una pesadilla. Y sois uno de los culpables de la situación desesperada en que me encuentro esta noche.
—¡Un momento! ¡Escuchad! —dijo ardientemente la señora de Plougastel, como movida por una corazonada de lo que iba a venir—. ¡Gervais! ¡Esto es horrible!
—Horrible tal vez, pero inevitable —dijo el señor de La Tour d’Azyr—. Así lo ha querido él. Soy un hombre desesperado, el fugitivo de una causa perdida. Este hombre tiene la llave de mi salvación. Además, entre él y yo hay una cuenta pendiente.
Entonces sacó la mano de debajo del faldón del gabán y empuñaba una pistola. La señora de Plougastel chilló precipitándose hacia el marqués. Arrodillándose ante él, le sujetó el brazo, aferrándolo tanto que en vano el marqués trataba de librarse de su mano.
—¡Thérése! —gritó—. ¿Estáis loca? ¡Queréis poner en peligro mi vida y la vuestra! Ese monstruo tiene los salvoconductos que son nuestra salvación. Su vida no vale nada.
Desde el fondo del salón, Aline, que presenciaba horrorizada la escena, habló rápidamente indicándole a su amado la única forma de escapar de aquel callejón sin salida.
—¡Quema esos salvoconductos, André! ¡Quémalos enseguida, ahí, en las velas del candelabro!
Pero André-Louis se había aprovechado del breve forcejeo del marqués con la señora de Plougastel para sacar también su pistola.
—Creo que lo mejor será que le queme la cabeza abriéndole un agujero —dijo—. Separaos de él, señora.
Lejos de obedecer aquella orden imperiosa, la señora de Plougastel se levantó y cubrió con su cuerpo al marqués, pero sin dejar de agarrarle la mano para que no pudiera usar su pistola.
—¡André! ¡Por el amor de Dios, André! —le imploró con voz ronca.
—¡Apartaos, señora! —ordenó André-Louis de nuevo, más enérgicamente—. Dejad que este asesino reciba su merecido. Él ha hecho peligrar todas nuestras vidas, y ha perdido el derecho a vivir la suya por lo que ha hecho en todos estos años. ¡Apartaos!
Entonces dio un salto tratando de disparar por encima del hombro de la dama, y Aline corrió hacia él, pero era demasiado tarde.
—¡André! ¡André!
Con la voz empañada, demudada, anhelante, casi al borde de la histeria, la afligida condesa puso al fin una eficaz y terrible barrera entre aquellos dos hombres que se odiaban a muerte, decididos a quitarse la vida uno al otro:
—¡Es tu padre, André! ¡Gervais, es tu hijo… nuestro hijo! Lee esa carta… ahí, sobre la mesa. ¡Oh, Dios mío!
Y, enervada, cayó al suelo, y allí se quedó acurrucada, sollozando a los pies del señor de La Tour d’Azyr.