Capítulo XV

AL final de la tarde de aquel interminable día de horror, con sus continuas alarmas, sus descargas de mosquetes, los prolongados redobles de tambor y los gritos distantes de furibundas multitudes, la señora de Plougastel y Aline seguían esperando en el bello palacete de la rue Paradis. Ya no esperaban a Rougane. Habían comprendido que, fuera cual fuese la causa —y ahora eran muchas— su amable mensajero no volvería. Pero seguían esperando, sin saber muy bien qué ni a quién. Esperaban cualquier cosa que pudiera ocurrir. En cierto momento, el fragor de la batalla se acercó al palacete tan velozmente, aumentando en intensidad y horror, que se espantaron. Era el frenético clamor de una multitud ebria de sangre y dispuesta a destruirlo todo. Afortunadamente, no muy lejos de allí, aquella marejada humana contuvo su turbulento avance. Las dos mujeres oyeron que aporreaban una puerta con picas dando imperiosas órdenes de que abrieran, y luego hubo un ruido de maderas rajadas, cristales astillados y gritos de terror y de rabia mezclados con chillidos bestiales.

Era la caza de dos desventurados guardias suizos que trataban de escapar. Los encontraron en una casa del barrio y allí mismo la diabólica chusma los remató cruelmente. Después los cazadores —hombres y mujeres—, formados en batallón, bajaron por la rue Paradis cantando La Marsellesa, una canción nueva en el París de aquellos días:

Allons enfants de la Patrie.

Le jour de gloire est arrive.

Contre nous de la tyrannie.

L’etendard sanglant est levé[29]

El coro formado por unas cien roncas voces se acercaba, convirtiéndose en ese rugido aterrador que tan súbitamente había reemplazado el aire alegre y trivial del Ça ira[30]!, que hasta entonces había sido el himno revolucionario.

Instintivamente, la señora de Plougastel y Aline se abrazaron. Habían oído cómo las multitudes habían forzado la casa vecina, y no sabían el porqué. ¿Y si ahora le tocaba el turno al palacete de Plougastel? No había razones para temer que lo hicieran, pero tratándose de una turba desbocada, siempre había que temer lo peor.

El terrible himno, pavorosamente cantado, y el atronador ruido de pisadas sobre el pavimento, pasó frente a la casa y siguió de largo. Entonces las damas suspiraron, como si un milagro las hubiese salvado, para casi enseguida sucumbir ante un nuevo terror, cuando Jacques, el joven lacayo de la condesa, y el más confiable de sus servidores, entró alarmado en el salón, anunciando que un hombre que acababa de saltar el muro del jardín decía ser amigo de la señora y quería verla urgentemente.

—¡Parece un sansculotte[31], señora! —agregó el lacayo.

Las dos damas creyeron que sería Rougane.

—Hacedle pasar —ordenó la señora de Plougastel.

Jacques volvió enseguida, acompañado de un hombre alto, vestido con un largo, ancho y raído gabán y un sombrero de ala vuelta hacia abajo con una enorme escarapela tricolor. Al entrar, el recién llegado se descubrió.

Jacques, que estaba detrás de él, notó que los cabellos del desconocido, aunque ahora despeinados, antes habían estado esmeradamente acicalados. Incluso se veían restos de polvo de tocador. El lacayo se preguntó qué podría haber en la cara de aquel hombre, que ahora le daba la espalda, para que su ama diera un grito y retrocediera, pero entonces su señora, con un gesto, lo despidió bruscamente.

El recién llegado avanzó hasta el centro del salón, lentamente, como si estuviera exhausto y respirando con dificultad. Entonces se apoyó en la mesa, frente a la señora de Plougastel. Ella le miraba horrorizada.

Desde el fondo del salón, acostada a medias en un diván, Aline miraba confusa y no sin temor aquel rostro que, aunque difícil de identificar detrás de una máscara de sangre y mugre, le parecía reconocer. Entonces el hombre habló, e instantáneamente las dos mujeres supieron que era la voz del marqués de La Tour d’Azyr.

—Mi querida amiga —dijo—, perdonadme si os he asustado. Perdonadme si he irrumpido en vuestro jardín, sin previo aviso, y con esta facha. Pero… me he visto obligado a hacerlo así, pues estoy huyendo de esa gentualla. Mientras corría a tontas y a locas se me ocurrió pensar en vos. Si conseguía llegar hasta aquí, estaría a salvo, vuestra casa sería mi santuario.

—¿Estáis en peligro?

—¡En peligro! —El caballero pareció casi reírse ante esa pregunta tan ociosa—. Si ahora mismo pusiera un pie en la calle, en menos de cinco minutos estaría muerto. Querida amiga, esto es una carnicería. Algunos de los nuestros han logrado escapar de las Tunerías, pero sólo para ser cazados en las calles. Dudo mucho que a estas horas quede un solo suizo vivo. A esos infelices les ha tocado la peor parte, pobres diablos. En cuanto a nosotros, ¡Dios mío!, somos más odiados que los suizos. Por eso he tenido que ponerme este inmundo disfraz.

Se despojó del raído abrigo y, arrojándolo lejos de sí, se mostró con el ropaje de raso negro que habitualmente distinguía a los cien Caballeros del Puñal que aquella mañana habían defendido a su rey.

Su casaca estaba rasgada en la espalda, la chorrera y los puños estaban destrozados y manchados de sangre. Con la cara embarrada y completamente despeinado, el marqués ofrecía un aspecto terrible. A pesar de lo cual, con su acostumbrada serenidad, besó la temblorosa mano que la señora de Plougastel le tendía en señal de bienvenida.

—Habéis hecho bien en venir aquí, Gervais —dijo ella—. Sí, esto es ahora un santuario. Estaréis completamente a salvo, por lo menos mientras lo estemos nosotras. Mis criados son de toda confianza. Sentaos y contádmelo todo.

El marqués obedeció, y casi se desplomó en el sillón que ella le señaló. Estaba exhausto, no tanto físicamente como por el nerviosismo, o por ambas cosas a la vez. Sacó un pañuelo y enjugó algo de la mugre sanguinolenta que cubría su cara.

—No hay mucho que contar —dijo angustiado—. Es nuestro fin, querida amiga. ¡Qué suerte tiene Plougastel estando a estas horas al otro lado de la frontera! Pero Plougastel siempre tuvo buena suerte. Si yo no hubiera sido tan necio como para confiar en los que hoy se han mostrado tan poco dignos de confianza, también estaría más allá de la frontera. Haberme quedado en París ha sido la mayor estupidez y la peor insensatez de una vida llena de locuras y errores. Quizás el colmo haya sido acudir a vos en esta hora de tanta necesidad —dijo sonriendo con amargura.

Apoyándose en el sillón, la señora de Plougastel se humedeció los labios resecos.

—¿Y… y ahora? —le preguntó.

—Sólo me queda escapar en cuanto pueda, si es que eso es posible. Aquí, en Francia, ya no hay lugar para nosotros, como no sea bajo tierra. Hoy ha quedado demostrado —dijo levantando los ojos para mirarla, a su lado, tan pálida como apocada, y le sonrió. Entonces acarició la fina mano que descansaba en el brazo de su sillón—: Mi querida Thérése, a menos que por caridad me deis algo de beber, me moriré de sed aquí mismo antes de que esa canalla pueda acabar conmigo.

La dama se sobresaltó:

—¡Cómo no lo pensé antes! —exclamó y, mirando al fondo del salón, pidió—: Aline, dile a Jacques que traiga…

—¡Aline! —dijo él, como un eco, interrumpiendo la orden y volviéndose. Entonces, al verla levantándose del diván, y a pesar de su cansancio, se puso en pie de un salto y la saludó—: Señorita, no sabía que estuvierais aquí —dijo molesto, inquieto, como si le hubieran sorprendido in fraganti.

—Ya me he dado cuenta, señor —dijo ella mientras se disponía a cumplir el encargo de la señora de Plougastel, y añadió—: Sinceramente, me apena que otra vez tengamos que encontrarnos en circunstancias tan dolorosas.

Desde el día del duelo con André-Louis —cuando el marqués vio morir su última esperanza de reconquistar su amor—, no habían vuelto a verse frente a frente.

Pareció que iba a decirle algo a Aline, pero se calló. Dirigió una mirada extraviada a la señora de Plougastel y, con singular reticencia en alguien que tenía tanta labia, guardó silencio.

—Pero sentaos, por favor. Estáis muy fatigado —dijo ella.

—Gracias por ser tan clemente conmigo. Con vuestro permiso —y volvió a sentarse mientras Aline se alejaba hacia la puerta que conducía a la cocina.

Cuando Aline volvió a entrar en el salón, observó que la condesa y su visitante habían cambiado de posición. Ahora la señora de Plougastel estaba sentada en el sillón de brocado y oro, mientras que el señor de La Tour d’Azyr, a pesar de su fatiga, permanecía inclinado sobre el respaldo hablando seriamente con ella, como si le suplicara algo. Cuando vio entrar a la joven, él se calló en el acto apartándose de la señora de Plougastel, de modo que Aline tuvo la impresión de haber sido indiscreta, pues la condesa estaba llorando.

Detrás de Aline entró el diligente Jacques llevando una bandeja con vino y algo de comer. La señora de Plougastel escanció el vino a su huésped, quien, tras beber un trago de Borgoña, le enseñó sus manos sucias preguntándole si podía asearse un poco antes de empezar a comer.

Jacques se ocupó de llevarlo a otra habitación y, al volver, había desaparecido hasta el último vestigio de los malos tratos que el marqués había recibido. Ahora estaba como de costumbre: correctamente vestido. Se le veía sereno, solemne y elegante, aunque su cara estaba pálida y marchita como si súbitamente hubiera envejecido revelando su verdadera edad.

Mientras comía con gran apetito, pues no había comido nada en todo aquel día, contó en detalles los espantosos sucesos que vivió, incluyendo su fuga de las Tullerías, cuando vio que todo estaba perdido y los suizos, tras quemar sus últimos cartuchos, fueron destrozados por la furiosa multitud.

—¡Oh, no pudimos hacerlo peor! —concluyó—. Fuimos débiles cuando teníamos que ser enérgicos, y enérgicos cuando ya era demasiado tarde. Eso resume nuestra historia desde el principio de esta maldita lucha. Nos faltó un líder, y ahora, como ya he dicho, ha llegado nuestro fin. Sólo nos queda escapar si es que encontramos la forma de hacerlo.

La señora se refirió a Rougane y a la cada vez más frágil esperanza que tenía de salir de París. Y esto disipó el pesimismo del señor de La Tour d’Azyr.

—Pues no debéis abandonar esa esperanza —aseguró—. Si ese alcalde está dispuesto, seguramente su hijo podrá hacer lo que os prometió. Pero anoche era demasiado tarde para que él regresara, y hoy, suponiendo que haya llegado a París, le habrá sido casi imposible llegar hasta aquí a través de las calles tomadas por el otro bando. Probablemente esté al llegar. Ruego a Dios para que así sea, pues desde ahora me tranquiliza saber que tanto vos como la señorita de Kercadiou estaréis a salvo.

—¿Queréis venir con nosotras? —dijo la señora de Plougastel.

—¡Ah! Pero ¿cómo?

—El joven Rougane dijo que traería tres salvoconductos: el de Aline, el de mi lacayo, Jacques, y el mío. Vos ocuparíais el lugar de Jacques.

—Os juro que con tal de salir de París, no hay hombre en el mundo cuyo lugar no ocuparía —dijo echándose a reír.

Esto los reanimó y la esperanza renacía, pero al caer la noche sin que llegara la ansiada liberación, sus ilusiones se evaporaron. El señor de La Tour d’Azyr, alegando cansancio, pidió permiso para retirarse, pues quería descansar un poco y estar en forma para lo que tuviera que afrontar en un futuro inmediato. Cuando el marqués salió del salón, la señora de Plougastel convenció a Aline para que también fuera a acostarse.

—Querida, te avisaré tan pronto llegue Rougane —dijo con entereza, sin dejar de fingir un optimismo que ya se había desvanecido por completo.

Aline la besó cariñosamente y salió aparentando la misma serenidad de la condesa, pero preguntándose si ésta se daría cuenta del peligro que se cernía sobre ellas, un peligro acrecentado hasta el infinito con la presencia en la casa de un hombre tan conocido y odiado como el señor de La Tour d’Azyr, a quien probablemente sus enemigos buscaban en aquel preciso instante.

Cuando se quedó sola, la señora de Plougastel se dejó caer en un sofá del salón, de donde no quiso moverse, pues quería estar preparada para cualquier contingencia. Era una calurosa noche de verano, y las vidrieras de las puertaventanas que daban al exuberante jardín estaban abiertas para que entrara el aire. El viento traía intermitentemente ruidos lejanos que demostraban a las claras que el populacho seguía activo, como si fuera la horrible resaca de aquel día sangriento.

Por espacio de una hora, la señora de Plougastel escuchó aquellas resonancias agradeciendo al Cielo que, al menos de momento, los disturbios tuvieran lugar tan lejos, pero sin dejar de temer que en cualquier momento se acercaran a su barrio, y convirtieran su casa en escenario de horrores semejantes a aquéllos cuyo eco llegaba hasta sus oídos desde los distritos del sur y del oeste.

La condesa estaba a obscuras en el sofá, pues todas las luces del gran salón estaban apagadas, a excepción de las velas de un candelabro de plata maciza que estaba sobre una mesa redonda de marquetería situada en el centro de la estancia: una isla de luz en medio de la obscuridad.

El reloj que estaba en la repisa de la chimenea dio melodiosamente las diez, y entonces, de pronto, alarmante en su brusquedad, rompiendo el silencio, otro sonido vibró en toda la casa, haciendo que la dama se sobrecogiera con sentimientos encontrados de miedo y esperanza. Alguien aporreaba brutalmente la puerta de abajo. Tras unos minutos de angustiosa expectación, Jacques irrumpió en el salón. Miró a su alrededor sin ver al principio a su ama.

—¡Señora, señora! —llamó jadeando.

—¿Qué sucede, Jacques?

Ahora que era imperioso dominarse, la voz de la señora de Plougastel sonaba firme. Resueltamente salió de la sombra avanzando hasta la isla de luz alrededor de la mesa.

—Abajo hay un hombre. Pregunta por… quiere veros enseguida.

—¿Un hombre? —preguntó ella.

—Sí… parece un oficial. Por lo menos lleva el fajín de oficial. Se negó a decirme su nombre. Dice que su nombre no os diría nada. Insiste en veros personalmente y ahora mismo.

—¿Un oficial? —se extrañó la señora.

—Un oficial —repitió Jacques—. Yo no le hubiera dejado entrar, pero él ordenó que le abriera la puerta en nombre del pueblo. Señora, a vos os toca decir qué haremos. Robert está conmigo. Si queréis… haremos lo que sea…

—¡No, Jacques, por Dios! —dijo ella de lo más tranquila—. Si ese hombre quisiera hacernos algún mal, no vendría solo. Traedle aquí, y decidle a la señorita de Kercadiou que venga también.

Jacques se alejó, más calmado. La señora de Plougastel se sentó junto a la mesa donde estaba el candelabro. Maquinalmente se arregló el vestido. Le parecía que su miedo debía ser tan pasajero como fútiles habían sido sus esperanzas. Como había dicho, si aquel hombre no viniera en son de paz, hubiera venido acompañado.

La puerta volvió a abrirse y reapareció Jacques. Detrás de él, apresuradamente, entró un hombre delgado tocado con un sombrero de ala ancha donde estaba prendida la escarapela tricolor. Ciñendo su casaca verde oliva, llevaba una faja de tela también tricolor. De su cintura colgaba una espada.

Se quitó el sombrero, y a la luz de las velas destelló la hebilla de acero que lo adornaba. El recién llegado contempló en silencio a la señora de Plougastel. Más que mirarla desde un rostro enjuto y moreno, aquellos ojos negros la escudriñaban con singular intensidad.

La dama se inclinó, y su rostro se inundó de incredulidad. Entonces sus ojos se iluminaron y el color volvió a sus pálidas mejillas. Súbitamente se puso en pie. Estaba temblando.

—¡André-Louis! —exclamó.