N aquel entonces, a primeros de agosto, la señorita de Kercadiou se encontraba en París visitando a la amiga y prima de su tío, la señora de Plougastel. A pesar de la explosión que se avecinaba, la atmósfera de alegría, casi de júbilo, reinante en la corte —adonde la señora de Plougastel y la señorita de Kercadiou iban casi a diario— las tranquilizaba. También el señor de Plougastel, que siempre estaba viajando entre Coblenza y París —inmerso en esas actividades secretas que le mantenían casi siempre alejado de su esposa—, les había asegurado que se habían tomado todas las medidas, y que la insurrección sería bien recibida, porque sólo podría tener un resultado: el aplastamiento final de la Revolución en los jardines de las Tullerías. Por eso —agregó— el rey permanecía en París. Si no se sintiera seguro, ya hubiera abandonado la capital escoltado por sus suizos y sus Caballeros del Puñal. Ellos le abrirían camino si alguien trataba de impedirlo, pero ni siquiera eso sería necesario.
Sin embargo, en aquellos primeros días de agosto, después de la partida de su esposo, el efecto de sus tranquilizadoras palabras empezaba a desaparecer ante los acontecimientos de que era testigo la señora de Plougastel. Finalmente, la tarde del día 9, llegó al palacete de Plougastel un mensajero procedente de Meudon con un billete del señor de Kercadiou pidiéndole a su sobrina que regresara enseguida a Meudon y a su anfitriona que la acompañara.
El señor de Kercadiou tenía amistades en todas las clases sociales. Su antiguo linaje le colocaba en términos de igualdad con los miembros de la nobleza; y su sencillez en el trato —con esa mezcla de modales campesinos y burgueses—, así como su natural afabilidad, también le permitía ganarse el afecto de aquellos que por su origen no eran sus iguales. Todos en Meudon le conocían y le estimaban, y fue Rougane, el simpático alcalde, quien le informó el 9 de agosto de la tormenta que se estaba gestando para la mañana siguiente. Como sabía que la señorita Aline estaba en París, le rogó que le avisara para que saliera de allí en menos de veinticuatro horas, pues después los caminos serían zona de peligro para toda persona de la nobleza, sobre todo para aquellos de quienes se sospechaba que tenían conexiones con la corte.
Ahora que no había dudas acerca de las relaciones que mantenía con la corte la señora de Plougastel, cuyo marido viajaba sin cesar a Coblenza, inmerso en aquel espionaje que conspiraba contra la joven revolución desde la cuna; la situación de las dos mujeres en París se tornaba muy peligrosa. En su afán de salvarlas a ambas, el señor de Kercadiou envió inmediatamente un mensaje reclamando a su sobrina y rogando a su querida amiga que la acompañara hasta Meudon. El amistoso alcalde hizo algo más que avisar al señor de Kercadiou, pues fue su hijo, un inteligente muchacho de diecinueve años, quien llevó el mensaje a París. A última hora de la tarde de aquel espléndido día de agosto, el joven Rougane llegó al palacete de Plougastel.
La señora de Plougastel le recibió gentilmente en el salón cuyo esplendor, sumado a la majestad de la dama, dejó abrumado al sencillo muchacho. La condesa se decidió enseguida. El aviso urgente de su amigo no hacía más que confirmar sus propias dudas y sospechas, y determinó partir al instante.
—Muy bien, señora —dijo el joven—. Entonces sólo me queda despedirme.
Pero ella no quiso que se marchara sin que antes fuera a la cocina a tomar algo mientras ella y la señorita se preparaban para el viaje. Entonces le propuso que viajara con ellas en su carruaje hasta Meudon, pues no quería que volviera a pie como había venido.
Aunque era lo menos que podía hacer por el muchacho, aquella bondad en momentos de tanta agitación pronto recibiría su recompensa. De no haber tenido aquella gentileza, las horas de angustia que pronto viviría la dama hubieran sido mucho peores.
Faltaba una media hora para la puesta del sol cuando subieron al carruaje con la intención de salir de París por la Puerta Saint-Martin. Viajaban con un solo lacayo en el estribo trasero. Y —tremenda concesión— Rougane iba dentro del coche, con las damas, de modo que enseguida quedó prendado de la señorita de Kercadiou, quien le pareció la mujer más bella que había visto en su vida, sobre todo porque hablaba con él sencillamente y sin afectación, como si fuera su igual. Esto le atolondró un poco, haciendo que se tambalearan ciertas ideas republicanas en las que hasta ahora creía a pies juntillas.
El carruaje se detuvo en la barrera, donde había un piquete de la Guardia Nacional ante las puertas de hierro. El sargento que estaba al mando se acercó a la portezuela del coche. La condesa se asomó a la ventanilla.
—La barrera está cerrada, señora —dijo cortésmente el militar.
—¡Cerrada! —exclamó ella como en un eco. Aquello le parecía increíble—. Pero… pero ¿quiere eso decir que no podemos pasar?
—En efecto, señora. A menos que tenga un permiso —el sargento se apoyó indolentemente en su pica—. Tenemos órdenes de no dejar salir ni entrar a nadie sin la correspondiente autorización.
—¿Qué órdenes son ésas?
—Las órdenes de la Comuna1 de París.
—Pues yo tengo que partir esta noche hacia la campiña —dijo la dama casi con petulancia—. Me están esperando.
—En ese caso, la señora tendrá que conseguir un permiso.
—¿Dónde?
—En el ayuntamiento o en el cuartel general de vuestro barrio.
La dama reflexionó un poco y dijo:
—Muy bien, vamos al cuartel general. Por favor, decidle a mi cochero que nos lleve al barrio Bondy.
El sargento saludó y dio un paso atrás.
—¡Al barrio Bondy, rue de Morts! —le gritó entre risas al cochero.
La condesa se recostó en su asiento presa de la misma agitación que experimentaba Aline. Rougane trató de tranquilizarlas. En el cuartel general se arreglaría todo. Seguramente les darían el permiso. ¿Por qué no iban a hacerlo? Después de todo, no era más que una simple formalidad.
El optimismo del muchacho las calmó un poco, pero eso sólo sirvió para que la frustración fuera mayor cuando, en la oficina correspondiente, el presidente le dio una rotunda negativa a la condesa.
—¿Vuestro apellido, señora? —le preguntó bruscamente. Era un hombre áspero, al estilo de los republicanos más radicales, y ni siquiera se había levantado cuando vio entrar a las damas. Lo más probable es que pensara que él estaba allí para desempeñar las funciones de su cargo y no para ejercitarse en unas reglas de urbanidad que más bien parecían lecciones de minué.
—Plougastel —repitió después de oír el apellido de la dama, sin añadir ningún título, como si fuera el nombre de un carnicero o un panadero. Cogió un pesado volumen de una estantería que había a su derecha, lo abrió y pasó las hojas—. Conde de Plougastel, palacete Plougastel, rue Paradis, ¿verdad?
—Eso es, señor —contestó la dama desplegando toda su cortesía ante la grosería de aquel individuo.
Durante un largo silencio el republicano estudió ciertas anotaciones a lápiz escritas al margen del nombre del conde. Los cuarteles generales de los distintos barrios de París habían trabajado durante las últimas semanas con mucha más eficacia de la que cabía imaginar.
—¿Vuestro marido os acompaña, señora? —preguntó el hombre secamente, sin siquiera levantar la vista de la hoja, pues seguía examinando las anotaciones.
—El señor conde no está conmigo —dijo ella enfatizando el título.
—¿No está con vos? —dijo el hombre mirándola suspicaz y burlonamente—. ¿Y dónde está?
—No está en París, señor.
—¡Ah! Entonces estará en Coblenza, ¿no?
Un escalofrío recorrió a la condesa helándole la sangre. Había algo humillante en todo aquello. ¿Por qué los cuarteles generales de los barrios tenían que estar al tanto de los movimientos de sus vecinos? ¿Qué estaban preparando? Tenía la sensación de estar atrapada en una red invisible que le habían arrojado.
—No lo sé, señor —afirmó titubeante.
—Por supuesto que no —comentó el otro, despreciativo—. Es igual. ¿Y vos también queréis salir de París? ¿Adónde pensáis ir?
—A Meudon.
—¿A hacer qué?
La sangre se le agolpó en la cara a la condesa. Aquello era una insolencia intolerable para una mujer acostumbrada a que siempre la trataran con la mayor deferencia, lo mismo sus inferiores que sus iguales. Sin embargo, advirtiendo que estaba frente a fuerzas completamente nuevas, se controló, reprimió su rabia y contestó resueltamente:
—Debo llevar a esta amiga, la señorita de Kercadiou, de regreso a casa de su tío, quien reside allí.
—¿Eso es todo? Eso podéis hacerlo otro día, señora. No es nada urgente.
—Perdón, señor. Para nosotras es muy urgente. —No me convence. Y las barreras están cerradas para todos los que no puedan probar que una causa urgente los obliga a salir. Tendréis que esperar, señora, hasta nueva orden. Buenas noches.
—Pero, señor…
—Buenas noches, señora —repitió el hombre enfáticamente. Era una despedida más despótica que la conocida fórmula real: «tenéis permiso para retiraros».
La condesa y Aline salieron. Ambas temblaban de cólera, aunque por prudencia lo disimulaban muy bien. Subieron de nuevo al coche y ordenaron que las llevaran a su casa.
El asombro de Rougane se convirtió en desaliento al saber lo ocurrido.
—¿Por qué no lo intentamos en el ayuntamiento, señora? —sugirió.
—¿Después de esto? Sería inútil. Tenemos que resignarnos a permanecer en París hasta que abran de nuevo las barreras.
—Tal vez entonces ya no tenga sentido para nosotras que las abran —comentó Aline.
—¡Aline! —exclamó la señora horrorizada.
—¡Señorita! —exclamó Rougane en el mismo tono.
El joven comprendió que la gente así retenida en París debía de correr un riesgo aún por determinar, pero no por ello menos terrible, y se puso a pensar. Al acercarse de nuevo al palacete de los Plougastel dijo que tenía la solución del problema.
—Un salvoconducto expedido desde fuera también servirá —anunció—. Escuchadme y confiad en mí. Yo regresaré a Meudon ahora mismo. Mi padre me dará dos permisos, uno para mí y otro para tres personas, de Meudon a París y de regreso a Meudon. Volveré a entrar en París con mi salvoconducto, que luego destruiré, y juntos nos iremos los tres con el otro, que hará constar que hemos entrado durante el día, procedentes de Meudon. Es muy sencillo. Si me voy enseguida, podré regresar esta misma noche.
—Pero ¿cómo saldréis? —preguntó Aline.
—¿Yo? ¡Bah! Eso no debe inquietaros. Mi padre es alcalde de Meudon. Todo el mundo lo conoce. Iré al ayuntamiento, y allí diré, lo que después de todo es verdad, que me he encontrado en París con todas las barreras cerradas y que mi padre me espera esta noche. Me darán el permiso. Es muy sencillo.
De nuevo, su confianza levantó el ánimo de las dos mujeres. Tal como él lo contaba, todo parecía muy fácil.
—Entonces, querido amigo, no olvidéis que nuestro permiso deberá ser para cuatro —dijo la señora de Plougastel y le señaló al lacayo que en ese momento se apeaba del estribo.
Rougane salió confiando en volver pronto, dejándolas a ellas igualmente esperanzadas con su regreso. Pero las horas pasaron una tras otra, y ya era noche cerrada y el joven no regresaba.
Esperaron hasta la medianoche, tratando cada una de mostrarse confiada para sostener la esperanza de la otra, pero ambas experimentaban una vaga premonición de algo funesto. Y a pesar de todo, mataban el tiempo jugando al chaquete en el gran salón, como si no hubiera motivo de preocupación. Por fin, cuando el reloj dio las doce de la noche, la condesa se levantó suspirando:
—Volverá mañana por la mañana —dijo sin convicción.
—Por supuesto —agregó Aline—. Era realmente imposible que regresara esta noche. Y, además, es mucho mejor viajar de día. Un viaje a estas horas de la noche sería muy fatigoso para nosotras, señora.
Por la mañana, muy temprano, las despertó un tañido de campanas. Era la llamada de alarma de los barrios. Sorprendidas, oyeron también un redoble de tambores y el rumor de una multitud que marchaba. París se sublevaba. Se oían detonaciones de armas y, a lo lejos, cañonazos. Había empezado la batalla entre el pueblo y los aristócratas de la corte. El pueblo armado había atacado las Tullerías. Corrían los más increíbles rumores, algunos de los cuales llegaron al palacete de Plougastel a través de los sirvientes. Decían que la lucha por la toma del palacio había terminado en la inútil matanza de todos aquéllos a quienes un invertebrado monarca abandonó allí mientras iba a ponerse con su familia bajo la protección de la Asamblea. Irresoluto hasta el final, siempre adoptando el rumbo indicado por sus pésimos consejeros, no se preparó para resistir hasta que la necesidad realmente se presentó, después de lo cual ordenó rendirse, dejando a aquellos que lo apoyaron hasta el último minuto a merced de una frenética muchedumbre.
Y mientras esto sucedía en las Tullerías, las dos damas seguían esperando a Rougane en el palacete de Plougastel, cada vez más desalentadas. Y Rougane no volvió. El plan no le pareció tan sencillo al padre como al hijo. Tuvo miedo de involucrarse en semejante enredo.
Fue con su hijo a informar al señor de Kercadiou de lo que había sucedido y le comentó con franqueza la sugerencia del muchacho que él no se atrevía a llevar a cabo. El señor de Kercadiou le rogó que extendiera los salvoconductos, pero Rougane se mantuvo firme en su decisión.
—Señor —le dijo—, si ese fraude llegara a descubrirse, como inevitablemente sucedería, me ahorcarían. Aparte de eso, y a pesar de mi deseo de serviros, eso sería faltar a mi deber, cosa que no pienso hacer. No podéis pedirme eso, señor.
—Pero, y entonces ¿qué va a suceder? —preguntó el caballero, casi enloquecido.
—Es la guerra —dijo Rougane, que estaba bien informado—. La guerra entre el pueblo y la corte. Lamento que mi aviso haya llegado tan tarde. Pero, a decir verdad, no creo que haya motivo para alarmarse más de la cuenta. La guerra no tiene nada que ver con las mujeres.
El señor de Kercadiou se aferró a esta última idea cuando el alcalde y su hijo se fueron. Pero en el fondo, sabía muy bien en qué asuntos andaba metido el conde de Plougastel. ¿Qué pasaría si los revolucionarios también lo sabían? Y lo más probable era que lo supieran. No sería la primera vez que las mujeres de los políticos pagaban por sus maridos. En una conmoción popular, todo era posible. Y Aline podía estar expuesta a los mismos peligros que la condesa de Plougastel.
A altas horas de la noche, sentado en la biblioteca de su hermano, sosteniendo la apagada pipa en la que en vano buscaba consuelo, el señor de Kercadiou oyó que llamaban a la puerta.
Cuando el viejo mayordomo de Gavrillac abrió la puerta, vio en el umbral a un esbelto joven, con una casaca verde oliva, cuyos faldones le llegaban hasta las pantorrillas. Calzaba botas de cuero de ante y ceñía espada. Llevaba un fajín tricolor y una escarapela también de tres colores en el sombrero, lo cual ofrecía un aspecto siniestramente oficial para los ojos de aquel viejo criado del feudalismo que compartía todos los temores de su amo.
—¿Qué desea, señor? —preguntó el mayordomo con una mezcla de respeto y desconfianza. Entonces una voz desenfadada le dijo:
—¿Qué pasa, Bénoit? ¡Caramba! ¿Ya te has olvidado completamente de mí?
Con mano temblorosa, el anciano levantó la linterna hasta que la luz iluminó aquel rostro enjuto con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Señorito André! —exclamó—. ¡Señorito André!
Y entonces, contemplando el fajín y la escarapela tricolor, vaciló como si no supiera qué hacer.
Pero André-Louis entró resueltamente en el vestíbulo embaldosado de mármol blanco y negro.
—Si mi padrino todavía está despierto, quiero verlo —dijo—. Y si ya se ha acostado, igualmente quiero verlo.
—¡Oh, claro que sí! Y estoy seguro de que se alegrará mucho de veros. No se ha acostado todavía. Por aquí, por favor.
Media hora antes, en su camino de regreso a París, André-Louis se había detenido en Meudon, y fue inmediatamente a ver al alcalde para confirmar si eran ciertos los rumores que había oído a medida que se acercaba a la capital. Rougane le dijo que la insurrección era inminente, que los barrios ya tenían barreras y que nadie podía entrar ni salir de París sin los salvoconductos de rigor.
André-Louis se quedó pensativo. Advertía el peligro de esta segunda revolución dentro de la primera, que podía destruir todo lo que se había hecho, dando las riendas del poder a una facción de malvados que sumirían al país en la anarquía. Más que nunca, ahora temía que eso ocurriera. Tenía que llegar a París aquella misma noche, y ver con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.
Antes de despedirse, le preguntó a Rougane si el señor de Kercadiou seguía en Meudon.
—¿Le conocéis?
—Es mi padrino.
—¡Vuestro padrino! ¡Y sois diputado! Pues sois el hombre que él necesita.
Entonces Rougane le contó el viaje de su hijo a París aquella tarde y sus resultados. André-Louis no lo pensó dos veces. Que su padrino le hubiera prohibido hacía dos años que entrara en su casa no tenía ninguna importancia en aquel momento. Dejó su carruaje en la posada y fue a ver al señor de Kercadiou.
Sorprendido a esa hora de la noche por la intempestiva aparición de aquel contra quien estaba tan resentido, su padrino le recibió casi con las mismas palabras que empleó antes en una ocasión similar:
—¿A qué has venido?
—A servir, en todo lo posible, a mi padrino —dijo en tono conciliador.
Pero el señor de Kercadiou no se dejó desarmar.
—Has estado tanto tiempo alejado de mí que tenía la esperanza de no volverte a ver.
—No me hubiera atrevido a desobedeceros si no fuera porque ahora puedo seros útil. He hablado con Rougane, el alcalde…
—¿Qué quieres decir cuando hablas de desobediencia?
—Me prohibisteis que volviera a vuestra casa, señor.
Su padrino le contemplaba perplejo, indeciso.
—¿Y por eso no has venido a verme en todo este tiempo?
—Por supuesto. ¿Acaso había otra razón?
El señor de Kercadiou seguía mirándole fijamente. Entonces soltó una palabrota en voz baja. Le molestaba que tomaran sus palabras tan al pie de la letra. Durante largo tiempo había esperado que André-Louis volviese contrito a admitir su falta, a pedir que de nuevo le permitiera gozar de su estimación. Y así se lo hizo saber.
—Pero ¿cómo podía saber que vuestras palabras no expresaban realmente vuestros deseos? ¡Fuisteis tan rotundo en vuestra declaración! ¿Y cómo iba a expresar mi contrición si realmente no tengo intención de enmendarme? Porque no estoy dispuesto a enmendarme, señor. De lo cual deberíais estar agradecido.
—¿Agradecido?
—Soy un representante del pueblo. Y eso me otorga ciertos poderes. Vuelvo muy oportunamente a París. ¿Queréis que haga por vos lo que Rougane no pudo hacer? Si sólo la mitad de lo que sospecho es cierto, la situación es tan grave que me necesitaréis. Hay que llevar a Aline a un lugar seguro cuanto antes.
El señor de Kercadiou se rindió incondicionalmente. Avanzó unos pasos y cogió la mano de André-Louis.
—Hijo mío —dijo visiblemente conmovido—, hay en ti cierta nobleza que no puedes negar. Si fui duro contigo, era porque luchaba contra tu propensión al mal. Quería apartarte del funesto camino de los políticos que han llevado a nuestro desdichado país a una situación tan terrible. El enemigo en la frontera y la guerra civil a punto de estallar aquí dentro. ¡Eso es lo que han conseguido tus revolucionarios!
André-Louis prefirió no discutir y cambió de tema.
—¿Y Aline? —y contestó a su propia pregunta—: Está en París y hay que sacarla de allí antes de que empiece la masacre que se ha estado preparando todos estos meses. El plan del joven Rougane es bueno. Por lo menos, no se me ocurre otro mejor.
—Pero el padre no quiso ni oír hablar de él.
—Lo que no quiere es cargar con esa responsabilidad. Pero está dispuesto a colaborar si yo participo. Le he dejado una nota con mi firma ordenando que se expida un salvoconducto para la señorita Aline de Kercadiou, para ir a París y regresar a Meudon. Tengo suficiente poder para que surta efecto. Le he dejado esa nota con la expresa condición de que sólo la use en caso extremo, como un justificante si más tarde le hacen preguntas. A cambio, me ha dado este permiso.
—¡Lo conseguiste! —exclamó el señor de Kercadiou cogiendo el papel con manos temblorosas. Se acercó al candelabro que iluminaba una consola y lo leyó.
—Si mañana por la mañana —dijo André-Louis— mandáis ese documento a París con el joven Rougane, Aline estará aquí al mediodía. Por supuesto, esta noche no se podría hacer nada sin levantar sospechas. Es demasiado tarde. Y ahora, padrino, ya sabéis exactamente por qué he violado vuestra prohibición de venir aquí. Si en otra cosa puedo serviros, aprovechando que estoy aquí, sólo tenéis que decirlo.
—Sí. Necesito otro favor, André. ¿No te dijo Rougane que había otras personas…?
—Mencionó a la señora de Plougastel y a su lacayo.
—¿Y entonces por qué…? —el señor de Kercadiou no siguió al ver que André-Louis movía solemnemente la cabeza.
—Eso es imposible —dijo.
El señor de Kercadiou se quedó atónito.
—¿Imposible? Pero… ¿por qué?
—Señor, sólo puedo hacer esto por Aline sin remordimiento. Por Aline sería capaz de faltar a mis principios. Pero el caso de la señora de Plougastel es distinto. Ni Aline ni ninguno de los suyos están implicados en ciertas actividades contrarrevolucionarias que son el verdadero origen de las calamidades que ahora tienen lugar. Puedo procurar que Aline salga de París sin tener nada que reprocharme, convencido de que no hago nada censurable, y sin exponerme a ser interrogado. Pero la señora de Plougastel es la esposa del conde de Plougastel, que como todo el mundo sabe es un activo agente entre la corte y los emigrados.
—Ella no tiene la culpa de eso —gritó el señor de Kercadiou, consternado.
—Es verdad. Pero en cualquier momento pudieran llamarla para que pruebe que no ha tomado parte en esos tejemanejes. Se sabe que hoy ha estado en París. Si mañana la buscaran y descubrieran que se ha ido, sin duda se harían investigaciones que demostrarían que he faltado a mi deber abusando de mis poderes para fines personales. Como comprenderéis, padrino, sería exponerme a un riesgo demasiado grande por una desconocida.
—¿Una desconocida? —le reprochó el señor de Kercadiou.
—Prácticamente lo es para mí —dijo André-Louis.
—Pero no para mí, André. Es mi prima y mi mejor amiga.
¡Dios mío! Lo que acabas de decir no hace más que confirmar que es absolutamente necesario que salga de París. ¡André-Louis, tienes que salvarla a toda costa, pues su caso es mucho más urgente que el de Aline!
Suplicante, tembloroso, con el rostro pálido y la frente perlada de sudor, aquél no era el mismo señor de Kercadiou que minutos antes había recibido a André-Louis.
—Padrino, no seáis irrazonable. No puedo hacer eso. Rescatarla a ella podría acarrearle una desgracia a Aline, y también a nosotros dos.
—Pues habrá que correr el riesgo.
—Por supuesto, tenéis razón al hablar sólo por vos…
—Y por ti también, André: puedes creerme, hijo mío. ¡Por ti también! —exclamó acercándose al joven—. Te imploro que creas en mi palabra de honor, y que obtengas ese permiso para la señora de Plougastel.
André-Louis miraba desconcertado a su padrino.
—Es increíble —dijo—. Tengo un grato recuerdo del interés que esa dama me demostró durante unos días cuando yo era un niño, y más recientemente, en París, cuando quiso convertirme a lo que ella suponía el credo político más correcto. Pero eso no basta para que arriesgue el pescuezo por ella. No, ni tampoco vuestro pescuezo ni el de Aline.
—¡Pero, André!…
—Ésta es mi última palabra, señor. Se me hace tarde y esta noche quiero dormir en París.
—¡No, no! ¡Espera! —el señor de Gavrillac demostraba una indecible angustia—. André-Louis, tienes que salvar a esa señora…
Había en su insistencia y en su exaltación algo tan delirante, que André-Louis se vio obligado a pensar que detrás de todo aquello había alguna obscura y misteriosa razón.
—¿Tengo que salvarla? —repitió—. ¿Y por qué? ¿Qué razón podéis ofrecerme?
—La razón más contundente.
—Dejad que sea yo quien juzgue si es una razón contundente —dijo André-Louis aumentando la desesperación del señor de Kercadiou. Arrugando la frente, empezó a dar vueltas por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. Al fin se detuvo frente a su ahijado.
—¿No te basta con mi palabra para creer que esa razón existe? —exclamó angustiado.
—¿En un asunto en el que me juego la vida? ¡Oh, señor, seamos razonables!
—Si te dijera cuál es la razón, faltaría a mi palabra de honor y a mi juramento —dijo el señor de Kercadiou girando sobre los talones y retorciéndose las manos. Y entonces, volviéndose a André-Louis, añadió—: Pero en este caso tan extremo y desesperado, ya que insistes con tan poca generosidad, no me queda más remedio que decírtelo. Que Dios me ayude, pues no tengo elección. Ella lo comprenderá cuando se entere. André, hijo mío… —hizo una pausa, asustado, y puso una mano en el hombro de su ahijado, quien se asombró al ver que su padrino estaba llorando—. ¡La condesa de Plougastel es tu madre!
Se hizo un largo silencio. André-Louis apenas pudo comprender lo que acababan de decirle. Cuando al fin lo comprendió, su primer impulso fue gritar. Pero se dominó, actuando como un estoico. Siempre tenía que estar representando algún papel. Estaba en su naturaleza. Una naturaleza a la que seguía siendo fiel incluso en aquel momento supremo. Se mantuvo callado hasta que, obedeciendo a su instinto histriónico, pudo convencerse a sí mismo de que hablaba sin emoción.
—¡Ah, ya veo! —dijo con frialdad.
Se remontó al pasado. Rápidamente revivió los recuerdos que conservaba de la señora de Plougastel, su singular aunque esporádico interés por él, la curiosa efusión de afecto y vehemencia que siempre le manifestaba, y sólo entonces comprendió todo lo que hasta entonces tanto le había intrigado.
—¡Ah, ahora comprendo! —dijo y añadió—: ¡Cómo pude ser tan tonto y no darme cuenta antes!
El señor de Kercadiou fue quien gritó, quien retrocedió como si hubiera recibido una bofetada.
—¡Por el amor de Dios, André-Louis! ¿Es que no tienes corazón? ¿Cómo puedes tomar semejante revelación con tanta indolencia?
—¿Y cómo queréis que la tome? ¿Debe sorprenderme descubrir que tengo una madre? Al fin y al cabo, para nacer es indispensable tener una madre.
Entonces se sentó abruptamente, para que no se notara que le temblaban las piernas. Sacó un pañuelo para secarse la frente sudorosa. Y súbitamente empezó a llorar.
Al ver aquellas lágrimas, el señor de Kercadiou se acercó, se sentó a su lado y le abrazó cariñosamente.
—André-Louis, mi pobre muchacho —murmuró—. Fui… fui lo bastante tonto para creer que no tenías corazón. Me has engañado con tu infernal fingimiento, y ahora veo… veo…
No estaba muy seguro de lo que veía, o más bien vacilaba al querer expresarlo.
—No es nada, señor. Estoy agotado y… y estoy resfriado. —Entonces comprendió que aquello era superior a sus fuerzas y, cansado de fingir, preguntó—: Pero ¿por qué tanto misterio? ¿Por qué me lo ocultaron todo?
—Así tenía que ser, André… por prudencia…
—Pero ¿por qué? Confesadlo todo, señor. Ya que me habéis dicho tanto, necesito saber el resto.
—Tú naciste unos tres años después de la boda de tu madre con el señor de Plougastel, cuando él llevaba unos dieciocho meses ausente, en el ejército, y unos cuatro meses antes de que regresara para reunirse con su esposa. Esto es algo que el conde de Plougastel nunca ha sospechado y que, por razones obvias, nunca deberá sospechar. Por eso es un secreto. Y por eso nunca lo ha sabido nadie. Cuando las apariencias lo aconsejaron, tu madre vino a Bretaña, con un nombre falso, y pasó algunos meses en el pueblo de Moreau, donde tú naciste.
André-Louis se quedó pensativo. Se había enjugado las lágrimas y ahora estaba muy serio.
—Si nunca lo ha sabido nadie, y vos lo sabéis, eso significa que sois…
—¡Oh, no, por Dios! —exclamó el señor de Kercadiou poniéndose en pie de un salto. Era como si la más leve insinuación le horrorizara—. Yo era el único que lo sabía. Pero no por la razón que estás pensando, André. ¿Cómo puedes creer que te mentiría, que renegaría de ti, si fueras mi hijo?
—Si vos decís que no lo soy, señor, con eso es suficiente.
—No lo eres. Soy primo de Thérése y también su mejor amigo. En tal apuro, ella sabía que podía confiar en mí, y por eso acudió buscando mi protección. Unos años antes, yo me hubiera casado con ella. Pero, por supuesto, yo no soy el tipo de hombre que una mujer puede amar. Sin embargo, ella sabe que la amo, y que sigo siendo fiel a aquel sentimiento. —Entonces, ¿quién es mi padre?
—No lo sé. Ella nunca me lo dijo. Era su secreto y yo no se le pregunté. Eso no forma parte de mi naturaleza, André.
André-Louis se levantó, y miró en silencio al señor de Kercadiou.
—¿Me crees, André? —preguntó su padrino.
—Claro que sí, y lo lamento. Siento mucho no haber sido vuestro hijo.
El señor de Kercadiou estrechó efusivamente la mano de su ahijado y la retuvo un momento sin hablar. Entonces se separó y le preguntó:
—¿Y ahora qué harás, André, ahora que lo sabes? André-Louis reflexionó un momento y se echó a reír. Después de todo, había algo cómico en aquella situación. Y se explicó:
—¿Y cuál es la diferencia ahora? ¿Acaso el amor filial nace espontáneamente en cuanto se sabe quién es la madre? ¿Tengo que cometer la imprudencia de arriesgar el pescuezo intercediendo por una madre tan prudente que no tenía la menor intención de darse a conocer? El descubrimiento queda en mera casualidad, son los dados del Destino lanzados al azar. ¿Y eso va a influir en mí?
—Te toca a ti decidirlo, André.
—No. Eso está fuera de mi alcance. Que decida quien puede, porque yo no puedo.
—¿Significa que te sigues negando?
—No. Significa que consiento. Dado que no puedo decidir qué debería hacer, sólo me queda lo que un hijo debería hacer. Ya sé que es grotesco. Pero todo en la vida es grotesco.
—Nunca, nunca te arrepentirás.
—Espero que no —dijo André-Louis—. Y a pesar de todo, pienso que es muy probable que tenga que arrepentirme. Ahora debo ir a ver de nuevo a Rougane para obtener los otros dos salvoconductos que hacen falta. Y quizá yo mismo los lleve a París por la mañana. Si me dejáis dormir aquí, os lo agradeceré. Confieso que esta noche me siento tan mal que ya no puedo más.