L señor de La Tour d’Azyr no se le volvió a ver en la sala del Manége, ni siquiera en París, durante los meses que siguieron mientras la Asamblea Nacional continuaba sus sesiones para dotar a Francia de una Constitución. Aunque su herida en el brazo había sido relativamente leve, la que había recibido su orgullo era realmente mortal.
Corrían rumores de que había emigrado. Pero era una verdad a medias. Lo cierto era que se había unido a aquel grupo de nobles que iban y venían entre las Tullerías y el Cuartel General de los emigrados, en Coblenza. En pocas palabras, se convirtió en miembro del servicio secreto realista que daría al traste con la monarquía.
Pero ese momento aún no había llegado. Por ahora, los monárquicos seguían viendo a los innovadores como unos tipos más o menos raros, y no dejaban de burlarse de ellos en Actes des Apotres, el periódico satírico que editaban en el Palais Royal.
El señor de La Tour d’Azyr había hecho una visita a Meudon. Y fue bien recibido por el señor de Kercadiou, quien después de todo no había reñido con él. Pero Aline no salió de su aposento, firme en su resolución de no volver a verle. De ninguna manera modificó su actitud la circunstancia de que André-Louis hubiera salido ileso del duelo. A un cierto precio, implícitamente, se había ofrecido al marqués y él la rechazó. Sólo la humillación que eso suponía descartaba la posibilidad de que Aline volviera a recibir al señor de La Tour d’Azyr.
El señor de Kercadiou le transmitió al marqués, lo más delicadamente que pudo, esa resolución inquebrantable. Comprendiendo, desde su punto de vista, la enormidad de la ofensa infligida a la joven, el marqués se despidió desesperanzado, y no volvió más.
En cuanto a André-Louis, sabedor de que el señor de Kercadiou no faltaría a su palabra, se resignó a acatar una decisión que suponía irrevocable. No volvió por casa de su padrino. Pero dos veces en el transcurso de aquel invierno vio al señor de Kercadiou y a Aline: una vez fue en la Galérie de Bois, en el Palais Royal, donde se saludaron de lejos, y en otra ocasión les vio en un palco del Théátre Francais, pero ellos no le vieron. A Aline volvió a verla en una tercera ocasión, también en el palco de un teatro, y esta vez con la señora de Plougastel. Ella tampoco le vio en esta ocasión.
Mientras tanto, André-Louis cumplía sus deberes en la Asamblea con todo el celo que le era posible, y se ocupaba también de la dirección de la academia de esgrima, que continuaba prosperando sobremanera, pues había recibido un enorme impulso a raíz del duelo de su director en el Bois durante aquella memorable semana de septiembre. Limitándose a vivir casi únicamente de los dieciocho francos diarios de su salario como diputado, sus ya considerables ahorros aumentaron. Pensó que sería prudente invertir aquel dinero en Alemania. Tenía ya bastantes acciones colocadas en la Compañía del Agua y en la deuda pública, y lo hizo a través de un banquero alemán en la rue Dauphine. Y compró una importante propiedad en las afueras de Dresde. Hubiera preferido comprarla en su tierra natal. Pero la propiedad de las tierras en Francia le parecía, y con razón, insegura. Tal como estaban las cosas, hoy un grupo de franceses podía desposeer a otro, mañana otro grupo podría desposeer a aquellos que habían comprado apresuradamente las propiedades de los antiguos desposeídos.
Esta parte de las Confesiones de André-Louis es muy interesante, pues lo autobiográfico se mezcla con la historia dejándonos un panorama de la época. Allí describe la activa vida de París, tal como él la veía, y los principales acontecimientos de la Asamblea. Habla del completo restablecimiento del orden y de la paz, del resurgimiento impetuoso de la industria, de la abundancia de trabajo para todos, y de la prosperidad económica que parecía haberse instalado en Francia. «La obra de la Revolución está cumplida», dice citando una frase de Dupont en la Asamblea. Y así era, siempre que la Corona aceptara de buena fe el trabajo realizado, contentándose con gobernar constitucionalmente, circunscribiendo su poder y subordinándose a la voluntad de la nación y al bienestar general.
Pero ¿aceptaría todo esto la Corona? Ésa era la pregunta que todos se hacían, y que en cierta medida quedaba en el aire. Los que miraban al pasado, recordaban la primera reunión de los Estados Generales en la Salle des Menus Plaisirs, en Versalles, hacía dos años, y recordaban cuan a menudo las promesas reales se rompían. Por lo tanto, desconfiaban con razón, pues ahora podía ocurrir también. Debido a estas dudas y recelos, provocados especialmente por la reina y sus allegados, persistía la incertidumbre. Había una sensación, casi una intuición, de que quedaba mucho por hacer antes de que Francia pudiera disfrutar con entera seguridad de la igualdad legal que tan laboriosamente había creado para sus hijos. ¡Cuántos obstáculos había aún que vencer, cuántos horrores tendrían que vivir todavía! Tantos que nadie, en aquella primavera de 1791 —ni siquiera los extremistas de los Cordeliers y otros clubes parecidos—, podía sospechar ni remotamente.
Aquella época de aparente prosperidad y falsa paz duró hasta que tuvo lugar la fuga del rey a Varennes, al siguiente mes de junio. Fruto de todas aquellas idas y venidas secretas entre París y Coblenza, esa fuga destruyó la última ilusión, poniendo fin a la paz e iniciando el reinado de la turbulencia. El ignominioso retorno de Su Majestad, custodiado como un colegial que vuelve a su casa para ser castigado, y los ulteriores sucesos de aquel año hasta la disolución de la Asamblea Constituyente, están tan minuciosamente descritos en otros libros, que no es preciso repetirlos, como no sea desde el punto de vista de André-Louis.
La disolución de la Asamblea fue en septiembre. Su trabajo había terminado. El rey acudió al salón Manége para declarar que aceptaba la Constitución. La Revolución estaba consumada. Luego siguió la elección de una Asamblea Legislativa, en la que André-Louis representó una vez más a Ancenis. Como en la Asamblea Constituyente no había sido más que diputado suplente, no le afectaba la moción de Robespierre, según la cual ningún miembro de la Constituyente podría ser miembro de la Legislativa. De haber observado sus propios deseos tan bien como la letra de la ley, se hubiera abstenido de aquella reelección. Pero André-Louis era tan querido en Ancenis, y Le Chapelier insistió tanto, que no pudo por menos de someterse. Sus proezas como paladín del Tercer Estado le habían hecho popular en todos los partidos, aun entre los miembros de la antigua ala derecha, y entre los jacobinos, en cuyo club había hablado cordialmente una o dos veces. En aquel entonces se esperaba de él que hiciera grandes cosas. Él mismo lo esperaba, pues en aquel momento compartía la errónea y extendida opinión de que la Revolución había concluido. Francia ahora sólo tenía que gobernarse dentro de las leyes de la Constitución que ya tenía.
Como todos los que pensaban así, André-Louis no tomaba en cuenta dos importantes factores: el hecho de que la corte no aceptaría que se alterara el estado de cosas y que la nueva Asamblea no tenía la experiencia necesaria para dominar las intrigas y las facciones dentro de la corte. La Legislativa era una Asamblea integrada por jóvenes, siendo muy pocos los que pasaban de los veinticinco años. Predominaban los abogados y, entre ellos, el grupo de abogados de La Gironde, inspirados por un sublime republicanismo. Pero ninguno tenía experiencia política; y, durante los críticos primeros días, estaban desorientados, y eso, sumado a la consiguiente debilidad, alentó al partido de la corte a presentarles batalla otra vez.
Al principio sólo fue una batalla de palabras, y una guerra periodística que tuvo lugar entre publicaciones como L’Ami du Roy y L’Ami du Peuple, que acababa de aparecer furiosamente editado por el filántropo Marat.
El malestar público empezó a manifestarse de nuevo, y la perpetua tensión entre la revolución y la contrarrevolución volvió a proyectar la sombra de la crisis sobre el amenazado país. Ahora media Europa se armaba para arremeter contra Francia, y su guerra con Francia era la guerra del rey francés. Éste era el horror que estaba en el origen de todos los horrores que vendrían después. Esto era lo que servía de pretexto a gente como Marat, Danton, Hébert y otros extremistas para fomentar la ira del populacho.
Y mientras la corte proseguía sus intrigas, mientras los jacobinos, dirigidos por Robespierre, le declaraban la guerra a los girondinos, bajo la jefatura de Vergniaud y Brisset; mientras los feuillants[28] los combatían a ambos; y mientras la antorcha de la invasión extranjera se encendía en la frontera y la de la guerra civil ya se inflamaba dentro de la nación, André-Louis se alejó del centro del polvorín.
Los disturbios contrarrevolucionarios fomentados por el clero tenían lugar en todas partes, pero en ningún lugar la situación era tan difícil como en Bretaña, y en vista de sus antecedentes y de su influencia en su provincia nativa, la Comisión de los Doce, en aquellos primeros días del ministerio girondino, adoptando la sugerencia de Roland, dispuso que André-Louis Moreau fuese a Bretaña a combatir, de ser posible por medios pacíficos, las diabólicas influencias que se habían desencadenado.
En algunos municipios estaba claro a quien pertenecía el poder. Pero otros muchos se estaban dejando ganar por los sentimientos reaccionarios. Por eso había que enviar un representante con plenos poderes para alertar a aquellas poblaciones del peligro que corrían. André-Louis debía actuar pacíficamente; pero al mismo tiempo estaba autorizado a recurrir a otros métodos, pues podía reclamar la ayuda de la nación si la situación ofrecía peligro.
André-Louis aceptó la tarea y fue uno de los cinco plenipotenciarios enviados con el mismo propósito a las provincias aquella primavera de 1792, cuando por primera vez se levantó en el Carrousel la máquina de matar del filantrópico doctor Guillotin.
Considerando lo que después sucedió en Bretaña, no se puede decir que su misión tuviera el éxito esperado. Pero ésa es otra historia. Lo que aquí importa es que gracias a esa misión André-Louis estuvo ausente de París durante unos cuatro meses, y aun hubiera podido ausentarse más tiempo si a principios de agosto no le hubiesen llamado urgentemente. Más inminente que cualquier disturbio que pudiera ocurrir en Bretaña era lo que se estaba gestando en París, donde el panorama político aparecía más sombrío que nunca desde 1789.
Mientras su coche le llevaba hacia la capital, André-Louis vio señales y oyó rumores siempre crecientes que anunciaban ese levantamiento. Indolentemente habían lanzado la tea ardiente en el polvorín que ya era París: esa tea era el manifiesto de Sus Majestades de Prusia y de Austria que culpaba de cuanto pudiera ocurrir a todos los miembros de la Asamblea, de los distritos, de las municipalidades, a los jueces de paz y a los soldados de la Guardia Nacional, quienes debían ser tratados según el fuero militar.
Era una declaración de guerra, no contra Francia, sino contra una parte de Francia. Y lo más sorprendente era que este manifiesto, publicado en Coblenza el 26 de julio, ya era conocido en París el 28, cosa que daba la razón a quienes decían que no procedía de Coblenza, sino de las Tullerías. El hecho queda confirmado también, en cierto modo, por las Memorias de la señora de Campan, quien dice que la reina, su señora, poseía el itinerario preparado por los prusianos, quienes estaban ya en armas a las puertas de Francia. Los metódicos prusianos lo habían planeado todo minuciosamente. Y Su Majestad le dio a la señora de Campan todos los detalles de aquel itinerario. Tal día los prusianos estarían en Verdún; tal otro en Chalons; y tal otro día ante los muros de París, de los que no quedaría piedra sobre piedra según juró Bouillé.
Al llegar a París tan prematuramente la noticia de este manifiesto, quedó claro que la guerra no venía de Prusia, sino del antiguo y detestado régimen que la Constitución creía haber barrido para siempre. El pueblo comprendió con cuánta mala fe aquella Constitución había sido aceptada. Y comprendió que su único recurso era la insurrección antes de que entraran en París los ejércitos extranjeros. Aún estaban en la capital todos los federados provinciales que habían ido con motivo de la Fiesta Nacional del 14 de julio, incluyendo las bandas de música de los marselleses, que habían llegado marchando desde el sur al ritmo de su nuevo himno, que tan terrible sonaría luego. Fue Danton quien retuvo en la capital a los marselleses, advirtiéndoles de lo que se estaba preparando.
Y ahora todo el mundo procedía a armarse. Cumpliendo órdenes, los suizos se trasladaron desde Courbevoie a las Tullerías; los Caballeros del Puñal —una pandilla de algunos centenares de caballeros que habían jurado defender el trono y entre los cuales estaba el marqués de La Tour d’Azyr, recién llegado del cuartel general de la emigración— se reunieron en el Palacio Real. Al mismo tiempo, en los barrios se forjaban picas, se desenterraban mosquetes, se distribuían cartuchos y se pedía a la Asamblea que se rompieran las hostilidades. París advertía cómo se iba acercando el momento culminante de aquella larga lucha entre la Igualdad y el Privilegio. Y hacia esa ciudad se dirigía velozmente, procedente del oeste, André-Louis Moreau para encontrar allí también la culminación de su accidentada carrera.