Capítulo XII

SU coche iba tan rápido que André-Louis había llegado al lugar de la cita unos minutos antes de la hora fijada. Allí estaba ya esperándolo el marqués de La Tour d’Azyr, acompañado por el señor d’Ormesson, un joven caballero moreno, con el uniforme azul de capitán de la guardia de Corps.

André-Louis había hecho todo el viaje en silencio. Le preocupaba el recuerdo de su reciente conversación con la señorita de Kercadiou y las precipitadas conclusiones que había sacado a propósito del motivo de aquella visita.

—Decididamente —dijo— ese hombre tiene que morir. Le Chapelier no le había contestado. Casi le estremecía la sangre fría de su paisano. Él también era de los que en aquellos últimos días pensaba que André-Louis Moreau no tenía corazón. Aparte de eso, había algo incomprensible e incoherente en su actitud. Al principio, cuando le propusieron aquella misión para eliminar a los espadachines de la nobleza, reaccionó de forma altanera y desdeñosa. Pero después, al aceptarla, se había mostrado espantosamente cruel, con una ligereza y una indiferencia que, a veces, daban asco.

Los preparativos se hicieron deprisa y en silencio, aunque sin precipitación ni otra señal de nerviosismo por ninguna de las dos partes. Ambos adversarios estaban siniestramente decididos a enfrentarse. El contrincante debía morir, allí no podía haber medias tintas. Despojados de casaca y chaleco, sin zapatos y con las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, por fin estaban frente a frente, decididos a saldar definitivamente la cuenta pendiente entre ellos. Era como si ninguno de los dos abrigara dudas acerca de cuál sería el resultado final.

También frente a frente, al lado de cada uno, Le Chapelier y el joven capitán los contemplaban alertas y vigilantes.

Allez, messieurs!

Los brillantes y perversamente finos aceros chocaron, y a poco ya era casi imposible seguirlos con la vista, pues daban vueltas arremolinándose, raudos y centelleantes como relámpagos. El marqués atacó impetuosa y vigorosamente, y enseguida André-Louis supo que estaba ante un adversario muy superior a los duelistas de la semana anterior, incluyendo a La Motte-Royau, cuya reputación era terrible.

El marqués no sólo poseía la rapidez que da una continua práctica, sino también una técnica casi perfecta. Además, aventajaba a André-Louis físicamente por su gran resistencia y una mayor estatura. También tenía mucha sangre fría y aplomo. ¿No habrá nada que le haga temblar?, se admiraba André-Louis, quien quería que el castigo fuese tan completo como merecía. No contento con matar al marqués como él había matado a su amigo, quería que, antes de morir, se sintiera tan impotente como debió de sentirse Philippe. Sólo así se sentiría satisfecho André-Louis. El señor marqués debía empezar apurando la copa de la desesperación; eso formaba parte del desquite.

Cuando André-Louis, con un vertiginoso movimiento, paró la profunda estocada que remataba la primera serie de fintas, se echó a reír como un niño que disfruta con su juego favorito.

Aquella extraña risa intempestiva hizo que el señor de La Tour d’Azyr se pusiera en guardia más deprisa y, por tanto, menos dignamente que de costumbre. Aquella carcajada le sobresaltó, y también le desconcertaba el haber fallado con una estocada que siempre había tenido por certera.

Él también comprendía ahora que la fuerza y la agilidad de su oponente eran muy superiores a todo lo que había imaginado. De modo que puso sus cinco sentidos para llegar cuanto antes al desenlace.

Más que aquel quite, la carcajada que le acompañó parecía demostrarle que lo que él pensaba era el final no era más que el principio. Y, sin embargo, era el final de algo. Era el fin de la absoluta confianza en sí mismo que hasta entonces había tenido el señor de La Tour d’Azyr. Ya no estaba tan seguro del resultado de aquel duelo. Si quería ganar, tendría que actuar con más cautela y esgrimir como nunca lo había hecho en su vida.

Volvieron a enfrentarse. Y considerando que la mejor defensa es el ataque, el marqués arremetió primero, cosa que André-Louis no sólo le permitía, sino que fomentaba, pues de ese modo su contrincante agotaría su resistencia, quedando en desventaja ante la destreza acumulada por el joven maestro de esgrima durante casi dos años. Limitándose a detener con soltura y elegancia los ataques del marqués, André-Louis se mantuvo a la defensiva en aquel segundo ataque que también culminó en una estocada del marqués.

Esta vez André-Louis estaba esperándola, y pudo pararla desviándola de un golpe. Y acto seguido avanzó súbitamente, penetrando la guardia de su enemigo, colocándolo tan a su merced, que el marqués, como fascinado, ni siquiera atinó a cubrirse.

Esta vez André-Louis no se rió. Se limitó a sonreír ante la mirada atónita del marqués y no aprovechó su evidente ventaja.

—¡Vamos, vamos, señor! —gritó André-Louis enérgicamente—. No me gusta atacar a un hombre que no está en guardia. —Deliberadamente retrocedió para que su tembloroso contrario pudiera asumir la postura correcta.

El señor d’Ormesson suspiró aliviado tras un momento de terror. Le Chapelier murmuró: «¡Caramba! ¡No hay que tentar a la suerte esgrimiendo de esa manera tan demencial!».

André-Louis advirtió la profunda palidez que cubría el rostro de su adversario.

—Señor mío, me parece que empezáis a sentir lo mismo que debió de sentir Philippe de Vilmorin aquel día en Gavrillac. Eso era lo primero que yo quería. Así que, ahora, ¡vamos hasta el fin!

Y comenzó a luchar con la rapidez del rayo. Por un momento, la punta de su espada le pareció al señor de La Tour d’Azyr que estaba en todas partes a la vez, y entonces André-Louis le acometió vigorosamente hasta terminar en una estocada destinada a traspasar al marqués quien, de resultas de una serie de amagos anteriores calculados por su adversario, había quedado al descubierto. Pero, para asombro y pesar de André-Louis, el señor de La Tour d’Azyr paró el golpe. Lo que más le pesó fue que lo hizo demasiado tarde. De haberlo parado antes, todo hubiera ido bien para André-Louis. Pero con aquel quite en la última fracción de segundo, el marqués desvió su espada poniendo a salvo su cuerpo, aunque no lo bastante para evitar que el acero de André-Louis le rasgara los músculos del brazo.

Ninguno de estos detalles era visible. Lo único que vieron los padrinos fue el torbellino de las espadas centelleantes y el ataque a fondo de André-Louis, cuyas piernas se extendieron hasta casi tocar el suelo en una estocada ascendente que hirió al marqués en el brazo derecho, justo debajo del hombro.

La herida hizo que los dedos del señor de La Tour d’Azyr se crisparan dejando caer su espada. Desarmado, mordiéndose los labios, pálido y jadeante, se mantuvo firme ante su contrario. Con la punta de la espada ensangrentada, André-Louis le miraba con saña, como un cazador viendo huir a la presa que por su torpeza se le escapa en el último momento. Más tarde, tanto en la Asamblea como en los periódicos, dirían que había sido una nueva victoria del paladín del Tercer Estado, pero sólo él conocía la magnitud de aquel fracaso.

Ahora el señor d’Ormesson acudía en ayuda del marqués.

—¡Estáis herido! —gritó estúpidamente.

—No es nada —dijo el señor de La Tour d’Azyr—. Ha sido sólo un rasguño.

Pero sus labios se crisparon en una mueca de dolor mientras la rasgada manga de su camisa de cambray se empapaba de sangre.

El capitán d’Ormesson, acostumbrado a estos lances, sacó un pañuelo de hilo y rápidamente lo rompió en tiras improvisando un vendaje.

André-Louis continuaba inmóvil, en la misma posición de su estocada, mirando aturdido. Siguió así hasta que Le Chapelier le tocó en el brazo. Sólo entonces se irguió, suspiró y, tras volver a vestirse, se alejó del lugar sin dignarse mirar a su contrario.

Mientras andaba lentamente y en silencio, al lado de Le Chapelier, hacia la salida del bosque, donde habían dejado su carruaje, pasó ante ellos la calesa que llevaba al señor de La Tour d’Azyr y a su padrino, quienes habían llegado en coche casi hasta el mismo lugar del duelo. El marqués llevaba el brazo en un cabestrillo improvisado con el cinturón de su compañero. Con la casaca azul celeste abotonada al cuello, su manga derecha colgaba vacía. Por lo demás, salvo cierta palidez, su aspecto era el de siempre.

Así se explica que el marqués fuera el primero en salir del bosque, y por eso, al verlo regresar en su calesa, aparentemente sano y salvo, las dos damas que querían evitar el duelo conjeturaron que había ocurrido lo que más temían.

La señora de Plougastel trató de llamar al marqués; pero su voz se negaba a obedecerla. Trató de abrir la portezuela de su carruaje; pero sus dedos no encontraban la manija. Mientras la calesa pasaba despacio frente a ella, la mirada pesimista del señor de La Tour d’Azyr buscaba ansiosamente a Aline. Entonces la señora de Plougastel vio algo más. Cuando el señor d’Ormesson se echó hacia atrás para que su compañero pudiera saludar a la condesa, ella descubrió la manga vacía del marqués. Más aún, como su casaca azul sólo estaba abotonada al cuello, también pudo ver la manga de la camisa ensangrentada.

La señora de Plougastel llegó a la lógica conclusión de que, a pesar de haber sido herido, quizás el marqués había herido más gravemente a su adversario. Al fin recobró la voz y le pidió al cochero del señor de La Tour d’Azyr que se detuviera. El señor d’Ormesson se apeó para encontrarse con la dama en el pequeño espacio que quedaba entre los dos carruajes.

—¿Dónde está el señor Moreau? —preguntó la condesa dejando boquiabierto al amigo del marqués.

—Indudablemente sois partidaria de él, señora —replicó el capitán sobreponiéndose a su asombro.

—¿No está herido?

—Desgraciadamente hemos sido nosotros los que… Pero el señor d’Ormesson no pudo terminar su frase, pues la voz del señor de La Tour d’Azyr le interrumpió secamente: —Ese interés vuestro por el señor Moreau, querida condesa…

A su vez el marqués se interrumpió al notar un aire de desafío en la actitud de la dama hacia él. Pero su frase no necesitaba completarse.

Se hizo un silencio embarazoso, violento. Después la dama miró al señor d’Ormesson. Su actitud cambió, y dijo lo que al parecer era la explicación de su inquietud por André-Louis Moreau:

—La señorita de Kercadiou viene conmigo. La pobre niña se ha desmayado.

Hubiera podido decir más, mucho más, de no ser por la presencia del señor d’Ormesson.

Al enterarse de que allí estaba la señorita de Kercadiou, y a pesar de su herida, el marqués se levantó de un salto.

—No estoy en condiciones de poder prestaros asistencia, señora; pero… —se disculpó y una sonrisa se dibujó en sus pálidos labios. Con la ayuda del señor d’Ormesson, y a pesar de sus protestas, el marqués se bajó de la calesa, que ahora se hacía a un lado para dejar pasar a otro carruaje que venía del bosque.

Poco después, al pasar por allí aquel cabriolé, dejando atrás a los dos carruajes detenidos, André-Louis pudo ver una escena realmente conmovedora. Asomándose un poco a la ventanilla, vio a Aline sentada en el estribo del carruaje y sostenida por la señora de Plougastel. En ese momento volvía de su desvanecimiento. A pesar de su herida, allí estaba también el señor de La Tour d’Azyr, profundamente angustiado, inclinándose con solicitud hacia la joven, mientras el capitán y el lacayo de la gran dama permanecían respetuosamente apartados.

La condesa levantó los ojos y vio pasar de largo a André-Louis. El rostro de ella se iluminó, y él casi creyó que iba a llamarle, pero para evitarle la dificultad que entrañaba la presencia allí de su adversario, él se apresuró a saludarla fríamente recostándose de nuevo en su asiento y mirando deliberadamente a otra parte.

Después de lo que había visto, no necesitaba más pruebas para reafirmarse en su convicción de que Aline lo había visitado aquella mañana sólo para interceder por el señor de La Tour d’Azyr. Con sus propios ojos la había visto desmadejada, emocionada al ver la sangre de su querido amigo, quien la consolaba asegurándole que su herida no era mortal. Mucho después André-Louis se reprocharía aquella perversa estupidez. Incluso llegó a ser demasiado severo en su flagelación. Pues ¿cómo hubiera podido interpretar de otro modo aquella escena, después de las ideas preconcebidas que tenía?

Lo que antes había sospechado, ahora quedaba confirmado. Aline no le había dicho con franqueza lo que sentía por el señor de La Tour d’Azyr. Pero suponía que en estos asuntos las mujeres suelen ser reservadas, y él no debía culparla. Tampoco podía culparla por haber sucumbido ante el singular encanto de un hombre como el marqués, pues ni siquiera su hostilidad podía cegarlo hasta el punto de no reconocer los atractivos del señor de La Tour d’Azyr. Que estaba enamorada de él era evidente, y por eso desfallecía ante el espectáculo de su herida.

—¡Dios mío! —exclamó en voz alta—. ¡Cuánto habría sufrido si hubiera llegado a matarle como era mi propósito!

De haber sido un poco más franca con él, le hubiera sido más fácil acceder a lo que le pedía. De haberle confesado lo que ahora él había visto, que amaba al señor de La Tour d’Azyr, en vez de dejarle suponer que su único interés por el marqués nacía de una ambición indigna, entonces él hubiera cedido a su ruego inmediatamente.

André-Louis lanzó un suspiro y rezó pidiéndole perdón a la sombra de Vilmorin.

—A lo mejor fue una suerte que desviara mi estocada —dijo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Le Chapelier.

—Que en este asunto debo abandonar toda esperanza de volver a empezar.