Capítulo XI

AQUEL Día el señor de Kercadiou escribió una carta:

Ahijado —empezaba sin ningún adjetivo que indicara afecto—, he sabido, con pena e indignación, que otra vez has faltado a la palabra que me diste de abstenerte de toda actividad política. Con mayor pena e indignación todavía, me he enterado de que, de un tiempo a esta parte, te has convertido en alguien que abusa de la destreza adquirida en la esgrima contra los de mi clase, contra los de la clase a la cual debes todo lo que eres. También sé que mañana tendrás un encuentro con mi buen amigo, el señor de La Tour d’Azyr. Un caballero de su alcurnia y abolengo tiene ciertas obligaciones que, por su nacimiento, le impiden suspender un compromiso de esa naturaleza. Pero tú no tienes esa desventaja. Un hombre de tu clase puede negarse a cumplir un compromiso de honor, o bien dejar de asistir a él sin que eso entrañe un sacrificio. Los partidarios de tus ideas opinarán que puedes hacer uso de una justificada prudencia. Por consiguiente, te suplico —y creo que por los favores que has recibido de mí, podría ordenártelo— que te abstengas de asistir a la cita de mañana. Si mi autoridad no basta, como se deduce de tu pasada conducta en la que ahora has reincidido, si tampoco puedo esperar de ti un justo sentimiento de gratitud hacia mí, entonces debes saber que en caso de sobrevivir a ese duelo, no quiero volver a verte, pues para mí habrás muerto. Si todavía te queda una chispa del afecto que alguna vez me demostraste, o si para ti significa algo mi afecto que, a pesar de los pesares, me hace escribir esta carta, no te negarás a hacer lo que te pido.

Ciertamente no era una carta diplomática. El señor de Kercadiou carecía de tacto. Cuando André-Louis la leyó el domingo por la tarde, sólo vio en aquella carta preocupación por la posible muerte del señor de La Tour d’Azyr, su buen amigo, como le llamaba, y futuro sobrino político.

El mozo que había traído la carta de su padrino y que ahora aguardaba la respuesta, tuvo que esperar una hora mientras André-Louis la redactaba. Aunque breve, le costó mucho escribirla. Finalmente, la carta decía:

Padrino,

Hacéis que me resulte extraordinariamente duro tener que negarme a lo que me suplicáis en virtud del afecto que os profeso. Si algo he deseado toda mi vida, ha sido tener una oportunidad de demostraros ese afecto. De ahí que me sienta tan desolado al ver que no puedo daros la prueba que ahora me pedís. Es demasiado grave lo que ocurre entre el señor de La Tour d’Azyr y yo también me ofendéis, a mí y a los de mi clase —cualquiera que ésta sea— al decir injustamente que no estamos obligados por compromisos de honor. Hasta tal punto me obligan, que, aunque quisiera, no puedo retroceder.

Si en el futuro persistís en vuestra anunciada intención, tendré que seguir sufriendo. Y podéis estar seguro de que sufriré.

Vuestro afectuoso y agradecido ahijado,

André-Louis

Entregó el billete al mozo del señor de Kercadiou y supuso que con esto quedaba zanjado el asunto. Se sentía herido en lo más hondo; pero actuaba con ese externo estoicismo que tan bien sabía afectar.

Al otro día por la mañana, vino Le Chapelier a desayunar con él. Pero a las ocho y cuarto, cuando se levantaban de la mesa para dirigirse al Bois, su ama de llaves le sobresaltó anunciándole la visita de la señorita de Kercadiou.

André-Louis consultó su reloj; aunque su cabriolé ya estaba a la puerta, aún disponía de unos minutos. Se excusó con Le Chapelier, y salió rápidamente a la antesala. La joven avanzó a su encuentro, impaciente, casi febril.

—No ignoro a qué has venido —dijo él rápidamente para abreviar—. Pero tengo prisa, y te advierto que sólo una razón contundente me haría detenerme un solo instante.

Ella se sorprendió. Aquello era ya una negativa antes de que ella hubiera podido abrir la boca, y era lo último que esperaba de André-Louis. Además, notó en él cierto distanciamiento que no era habitual en su trato con ella. Y el tono de su voz era tajante y frío.

Esto la hirió. Aline no podía adivinar el motivo de aquella reacción. El motivo era que André-Louis cometía con ella el mismo error que la víspera había cometido con la carta de su padrino. Pensaba que tanto él como ella sólo estaban preocupados por la suerte del marqués de La Tour d’Azyr en aquel lance. No era capaz de concebir que el motivo de tanta inquietud fuera él. Tan absoluta era su convicción de que saldría victorioso de aquel encuentro que no se le ocurría pensar que alguien pudiera temer por su vida.

Creyendo que su padrino estaba angustiado por su predestinada víctima, se sintió irritado al leer su carta; del mismo modo que ahora la visita de Aline le enfurecía. Sospechaba que la joven no había sido franca con él; que la ambición la impulsaba a considerar como un honor casarse con el señor de La Tour d’Azyr. Y eso —aparte de vengar el pasado— era lo que más le acicateaba para batirse con el marqués: salvarla de caer en sus garras.

La joven le contempló boquiabierta, asombrada de su serenidad en aquel momento.

—¡Qué tranquilo estás, André! —exclamó.

—Yo nunca pierdo la calma, de lo cual me enorgullezco.

—Pero… ¡Oh, André! Ese duelo no debe tener lugar —dijo acercándose a él y poniéndole las manos en los hombros mientras le sostenía la mirada.

—¿Conoces alguna razón de peso para que no tenga lugar? —dijo él.

—Podrías morir —contestó ella y sus pupilas se dilataron.

Aquello era tan distinto de lo que él esperaba que, por un momento, sólo atinó a mirarla asombrado. Entonces creyó comprender. Se echó a reír mientras apartaba las manos de la joven de sus hombros y retrocedía un paso. Aquello no era más que una trivial estratagema, una niñería indigna de ella.

—¿Realmente pensáis, tanto tú como mi padrino, que conseguiréis vuestro propósito tratando de asustarme? —y se echó a reír burlonamente.

—¡Oh! ¡Estás loco de atar! Todo el mundo sabe que el marqués de La Tour d’Azyr es el espadachín más peligroso de Francia.

—Esa fama, como sucede en la mayoría de las ocasiones, es injustificada. Chabrillanne era también un espadachín peligroso, y está bajo tierra. La Motte-Royau era todavía más diestro con la espada, y está en manos de un cirujano. Y así son todos esos espadachines, que no son más que matarifes que sueñan con descuartizar a este abogado de provincia como si fuera un carnero. Hoy le toca el turno al jefe de todos ellos, ese matón de capa y espada. Tenemos que arreglar una vieja cuenta pendiente. Y, ahora, si no tienes otra cosa que decir…

Era el sarcasmo de André-Louis lo que la dejaba perpleja. ¿Cómo podía estar tan seguro de que saldría ileso de aquel duelo? Al desconocer su maestría como espadachín, Aline llegó a la conclusión de que toda aquella entereza no era más que otra de sus comedias. Y en cierto modo era verdad que André-Louis estaba actuando.

—¿Recibiste la carta de mi tío? —le preguntó ella cambiando de táctica.

—Sí, y ya la contesté.

—Lo sé. Y lo que te advierte en su carta, lo cumplirá. Si llevas a cabo tu horrible propósito, ni sueñes con su perdón.

—Ahora sí, esa razón es más poderosa que la otra —dijo él—. Si hay una razón en el mundo que pueda conmoverme, es ésa. Pero lo que ocurre entre el señor de La Tour d’Azyr y yo es algo muy grave. Por ejemplo, un juramento que hice sobre el cadáver de Philippe de Vilmorin. Jamás pensé que Dios me ofrecería una oportunidad como ésta para cumplir mi promesa.

—Aún no la has cumplido —comentó ella.

Él le sonrió.

—Es verdad. Pero falta poco para las nueve. Permíteme una pregunta —dijo súbitamente—, ¿por qué no has ido con esta petición al señor de La Tour d’Azyr?

—Ya lo hice —contestó ella ruborizándose al recordar su negativa del día anterior. Y él interpretó aquella señal de su rostro erróneamente.

—¿Y él? —preguntó André-Louis.

—El sentido del honor del señor de La Tour d’Azyr… —empezó a decir la joven, pero se detuvo para añadir brevemente—: El marqués se negó.

—Muy bien, muy bien. Era su deber, costara lo que costara. Y, sin embargo, en su lugar, a mí no me costaría nada. Pero, ya ves, los hombres somos distintos —suspiró—. Del mismo modo, en tu lugar, yo no hubiera insistido más. Pero en fin…

—No te entiendo, André.

—Pues está muy claro. Todo en mí está claro. Piénsalo bien. Quizás eso te consuele —volvió a consultar su reloj y añadió—: Quédate aquí, estás en tu casa. Ahora tengo que irme.

Le Chapelier asomó la cabeza desde la puerta de la calle.

—Perdona, André, pero se nos hace tarde.

—Ya voy —contestó André—. Te agradeceré, Aline, que aguardes mi regreso. Sobre todo, tomando en cuenta lo que tu tío ha decidido.

Ella no le contestó. Había perdido el habla. Confundiendo su silencio con el consentimiento, André-Louis salió no sin antes inclinarse profundamente ante ella. Como una estatua, Aline oyó alejarse los pasos de André-Louis; lo oyó hablar tranquilamente con Le Chapelier y notó que su voz seguía siendo sosegada y normal.

¡Oh, estaba loco de atar! ¡La vanidad le cegaba! Cuando su carruaje partió, Aline se sentó con una sensación de cansancio, casi de hastío. Se sentía débil y estaba muerta de horror. André-Louis corría a arrojarse en brazos de la muerte. Esa convicción —una convicción insensata que probablemente le había transmitido el señor de Kercadiou— embargaba su alma. Así se quedó un rato, paralizada por la desesperanza. Pero de pronto, se puso en pie de un salto, retorciéndose las manos. Tenía que hacer algo para evitar aquel horror. Pero ¿qué podía hacer? Seguirlo hasta el Bois de Boulogne y tratar de separarlos sería dar un escándalo en vano. Las más elementales normas de conducta, nacidas de la costumbre, se alzaban ante ella como una barrera infranqueable. ¿No habría nadie capaz de ayudarla?

A pesar de estar frenética en medio de su impotencia, oyó en la calle el ruido de otro carruaje que se acercaba hasta detenerse ante la academia de esgrima. ¿Habría regresado ya André-Louis? Apasionadamente se asió a esa frágil esperanza. Alguien llamaba a la puerta de la calle, aporreándola fuertemente. Entonces oyó los zuecos del ama de llaves de André-Louis bajando por la escalera para abrir.

Aline corrió a la puerta de la antesala y, entreabriéndola, escuchó jadeante. La voz que oyó procedente de la calle no era la que tan desesperadamente necesitaba oír. Era una voz de mujer preguntando con urgencia si el señor André-Louis había salido; una voz que primero le resultó vagamente familiar a Aline, y después, muy conocida: era la voz de la señora de Plougastel.

Excitada, Aline corrió hacia la puerta de entrada a tiempo para oír a la señora de Plougastel exclamar con agitación:

—¿Se ha ido ya? ¡Oh! Pero ¿cuánto tiempo hace?

Evidentemente el motivo de la visita de la señora de Plougastel debía de ser idéntico al suyo, pensó Aline en medio de su afligida confusión. Después de todo, aquello no tenía nada de asombroso. El singular interés de la señora de Plougastel por André-Louis le parecía suficiente explicación. Sin pensarlo dos veces, salió de detrás de la puerta y corrió hacia ella exclamando:

—¡Señora! ¡Señora!

La rolliza y solemne ama de llaves se apartó y las dos damas se encontraron en el zaguán. La señora de Plougastel estaba muy pálida, fatigada y asustada.

—¿Aline, tú aquí? —exclamó. Y entonces, rápidamente, sin ceremonias—: ¿Tú también has llegado demasiado tarde?

—No, señora; le he visto, le he implorado, pero no quiso escucharme.

—¡Oh, esto es horrible! —exclamó la señora de Plougastel estremecida—. Hace sólo media hora que me enteré, y he venido inmediatamente para evitarlo a toda costa.

Las dos mujeres se miraron estupefactas, desoladas. Ante la puerta de la academia, en la calle iluminada por el sol de la mañana, algunos mendigos harapientos se acercaban para admirar el espléndido carruaje de la señora de Plougastel con sus caballos bayos. También miraban con curiosidad a las dos grandes damas desde el umbral. Desde la acera de enfrente llegó el estridente pregón de un reparador de fuelles ambulante: «A raccommoder les vieux soufflets[27]».

La señora de Plougastel se volvió al ama de llaves.

—¿Cuánto tiempo hace que salió el señor?

—Apenas unos diez minutos —dijo la criada, amable pero flemáticamente, pues pensaba que aquellas grandes damas eran amigas de la última víctima de su invencible amo.

La señora de Plougastel se retorció las manos.

—¡Diez minutos! ¡Oh! ¿Y qué camino tomó?

—El duelo es a las nueve en punto, en el Bois de Boulogne —le informó Aline—. Podríamos ir tras él. Quizá podríamos evitar el encuentro…

—¡Oh, Dios mío! ¿Pero cómo vamos a llegar a tiempo? ¡A las nueve en punto! Y un duelo suele durar poco más de un cuarto de hora. ¡Dios mío, Dios mío! —exclamaba angustiada la dama—. ¿Sabes al menos en qué lugar del bosque se encontrarán?

—No; sólo sé que será allí… en el bosque.

—¡En el bosque! —repetía la dama, frenética—. El bosque es casi tan grande como París. Vamos, Aline, entra en el coche —agregó jadeando y ambas salieron a la calle. Una vez dentro del carruaje, la señora le ordenó a su cochero:

—¡Al Bois de Boulogne por el camino de la Cours la Reine y lo más rápido que puedas! Si llegamos a tiempo, os regalaré diez pistolas. ¡Hala, hombre!

El pesado vehículo, demasiado pesado para una carrera tan rápida, se puso en marcha al instante. Y corrió enloquecido por las calles, en medio de las maldiciones de los transeúntes que saltaban a las aceras para no caer bajo sus ruedas.

La señora de Plougastel se recostó en su asiento. Cerró los ojos. Sus labios temblaban y estaba pálida, casi a punto de desmayarse. Aline la miraba en silencio. Le parecía que sufría tanto y sentía tanto miedo como ella. Más tarde, Aline se admiraría de eso. Pero en aquel momento sólo podía pensar en su desesperada misión.

El carruaje atravesó la plaza Louis XV, y al fin se adentró en la Cours la Reine. Al llegar a la bella avenida bordeada de árboles que se extiende entre los Champs Elysées y el Sena, casi vacía a aquella hora, pudieron correr más, dejando tras de sí una nube de polvo.

Pero a pesar de la velocidad vertiginosa a la que iba el carruaje, las dos mujeres sentían que no era suficiente. Ya estaban llegando al bosque cuando, detrás de ellas, una campana dio las nueve. Tanto se impresionaron que, tañido tras tañido, les pareció que estaban tocando a muerto.

Al llegar a la barrera de la Cours la Reine, tuvieron que hacer un alto momentáneo. Aline preguntó al sargento de guardia cuánto tiempo hacía que había pasado un cabriolé cuya descripción le facilitó. El militar le respondió que haría unos veinte minutos había pasado por allí un vehículo en que viajaban el diputado Le Chapelier y el paladín del Tercer Estado, el señor Moreau. El sargento estaba muy bien informado. Según afirmó sonriendo con una mueca, podía adivinar adonde, y con qué fin, iba el señor Moreau a esa hora tan temprana del día.

Ahora el carruaje corría a campo traviesa, siguiendo el camino que bordeaba el río. Las dos mujeres viajaban en silencio mientras Aline apretaba con fuerza las manos de la señora de Plougastel. A lo lejos, cruzando la pradera que estaba a mano derecha, ya podían ver la obscura línea de los árboles del Bois. Y el carruaje dobló velozmente en esa dirección, alejándose del río y tomando por un atajo hacia las arboledas.

—¡Oh! ¡Es imposible que lleguemos a tiempo! ¡Imposible! —gritó Aline rompiendo el silencio.

—¡No digas eso! —exclamó la señora de Plougastel.

—¡Es que ya son más de las nueve, señora! André ha sido puntual, y estos… asuntos no toman mucho tiempo. Ya… ya habrá acabado todo.

La señora de Plougastel sintió un escalofrío y cerró los ojos. Sin embargo, enseguida volvió a abrirlos, excitada. Entonces sacó la cabeza por la ventanilla.

—Un carruaje se acerca —anunció con voz ronca que hacía adivinar cuál era su temor.

—¡Todavía no! ¡Oh, no! —se lamentó Aline expresando el mismo temor. Respiraba con dificultad, como si se estuviera asfixiando. Tenía un nudo en la garganta y una especie de nube le empañaba la visión.

En medio de una gran polvareda, regresando del Bois, una calesa se acercaba al carruaje de la señora Plougastel. Demudadas, enmudecidas, casi sin aliento, las dos mujeres la veían venir. A medida que se aproximaban, ambos coches disminuían su paso, pues el camino era muy angosto. Aline y la señora de Plougastel, asomadas a la ventanilla, miraban con ojos asustados hacia el interior de la calesa.

—¿Cuál de ellos es, señora? —balbuceó Aline tapándose los ojos, sin atreverse a mirar.

Dentro de la calesa, a través de la ventanilla más cercana a ellas, vieron a un joven caballero de piel atezada, que ninguna de las dos conocía. Sonreía hablando con su compañero. Entonces vieron a este último, que estaba sentado al otro lado. No sonreía. Tenía la cara rígida, blanca como el papel, sin expresión: era el rostro del marqués de La Tour d’Azyr. Durante un instante que duró una eternidad, ambas mujeres le contemplaron horrorizadas hasta que, al verlas, el marqués se quedó estupefacto. Entonces, lanzando un suspiro, Aline se desmayó a espaldas de la señora de Plougastel.