A persona a la que el señor de La Tour d’Azyr tenía que visitar en el campo era el señor de Kercadiou. Ese día muy temprano se dirigió con su coche a Meudon, llevando consigo el último número de Actes des Apotres, cuyas sátiras sobre los innovadores tanto divertían al señor de Gavrillac. El venenoso desprecio destilado contra aquellos golfos le hacía olvidar los sinsabores que ellos mismos le habían causado obligándolo a desterrarse de Bretaña.
Durante el último mes, el marqués había visitado dos veces al señor de Gavrillac, y al ver a Aline, tan dulce y lozana, tan bella e inteligente, las cenizas del pasado, que él creía ya apagadas, volvieron a encenderse. La deseaba más que a nada en el mundo. Creía que era su pasión más pura, y que, de haberla experimentado siendo más joven, le hubiera convertido en otro hombre. Le había dolido en el alma que, después del asunto del Teatro Feydau, ella hubiera manifestado que no quería volver a verle. De un golpe, a causa de aquel malhadado motín, había perdido una amante que le gustaba y una mujer que idolatraba. El sórdido amor de la señorita Binet le hubiera podido consolar al perder el amor de Aline, del mismo modo que su exaltado amor por Aline le había inclinado a sacrificar su relación con la hija de Binet. Pero aquella riña tumultuaria en el teatro le había privado de ambas a la vez. Fiel a lo que le había prometido a Sautron, había roto definitivamente con la actriz para encontrarse con que también Aline rompía definitivamente con él. Y cuando ya se había recuperado de su pesar, cuando volvió a pensar en la señorita Binet, la comedianta ya había desaparecido sin dejar rastro.
Se amargaba culpando de todo esto a André-Louis. Ese aldeano mal nacido que le perseguía implacablemente con su afán justiciero, convirtiéndose en la pesadilla de su vida. Sí, eso era aquel joven: ¡la pesadilla de su vida! Y el lance que tendría lugar el lunes… No quería pensar en lo que iba a suceder el lunes. No era que le tuviera miedo a la muerte. Como todos los de su clase, era valiente, tal vez más de la cuenta, y confiaba demasiado en su destreza para pensar ni remotamente en la posibilidad de morir en un duelo. Pero aquel duelo le parecía la culminación de todo el mal que había sufrido directa o indirectamente por culpa de ese André-Louis Moreau, y perecer a manos de él sería innoble. Ya casi le parecía oír aquella insolente y burlona voz, en la primera sesión de la Asamblea, el lunes por la mañana, proclamando el festivo anuncio de su muerte.
Enojado por estas visiones, el marqués sacudió la cabeza. Aquello era absurdo. Después de todo, aunque Chabrillanne y La Motte-Royau eran excepcionales espadachines, ninguno de los dos podía igualarse a él. Al ver los campos iluminados por el sol de septiembre, su espíritu se reanimó y sintió como una premonición de su victoria. Sí, el lunes pondría fin a esa persecución de que era víctima. Aniquilaría a aquel impertinente que le hacía la vida imposible. Y diciéndose esto se sintió más optimista, y hasta concibió mayores esperanzas con Aline.
Un mes antes, cuando volvieron a verse, él fue absolutamente sincero con ella. Le había contado toda la verdad acerca del motivo de su visita al Teatro Feydau, reprochándole que fuera tan injusta con él. Pero de ahí no pasó.
Sin embargo, para empezar, con eso era suficiente, como quedó demostrado en su último encuentro, dos semanas atrás, cuando ella ya le recibió con franca cordialidad. Aún se mostraba algo retraída, pero era de esperar que se comportara así hasta que él le confesara sus esperanzas de reconquistarla. Había sido una necedad no haber venido antes y dejar que transcurrieran catorce días sin verla.
De este modo, lleno de renovada confianza —una confianza nacida de las cenizas del pesimismo—, el marqués llegó aquella mañana a Meudon. Se mostró alegre y jovial mientras hablaba con el señor de Kercadiou en el salón, aunque en realidad aguardaba a que apareciera la señorita. Hablaba del futuro del país, en el que también confiaba. Ya había indicios de un cambio en la opinión pública, o al menos era más moderada. La nación empezaba a advertir que aquella chusma de abogados la arrastraba al abismo. Sacó el ejemplar de Actes des Apotres y leyó un párrafo muy divertido. Entonces apareció la señorita y el marqués le dejó el periódico al señor de Kercadiou.
El señor de Gavrillac, preocupado por el futuro de su sobrina, salió a leer el periódico al jardín, donde ocupó un sitio estratégico, ni tan lejos que no pudiera vigilarlos discretamente, ni tan cerca que pudiera oírlos. El marqués aprovechó al máximo aquella breve ocasión de hablar con la joven a solas. Le declaró su amor, implorando su perdón, suplicándole que, al menos, le permitiera abrigar alguna esperanza de que un día no muy lejano no se negaría a iniciar una relación con él.
—Señorita —dijo con voz vibrante de emoción—, vos no podéis albergar dudas acerca de mi sinceridad. La misma constancia de mis sentimientos lo demuestra. Fue un acto de justicia verme desterrado de vuestra presencia, ya que me demostró a mí mismo cuan indigno era del gran honor al que aspiraba. Pero ese destierro en modo alguno ha disminuido mi devoción. Si pudierais imaginar cuánto he sufrido, comprenderíais que he expiado completamente mi culpa.
Ella le contempló con cierta melancolía en su bello rostro.
—Yo no dudo de vos, señor, sino de mí misma.
—¿De vuestros sentimientos hacia mí?
—Sí.
—Eso puedo comprenderlo. Después de lo sucedido…
—Siempre fue así, señor —interrumpió ella suavemente—. Habláis como si hubierais perdido mi cariño a causa de vuestros actos. Pero eso sería decir demasiado. Voy a hablaros con el corazón en la mano. No era posible que perdierais mi cariño. Soy consciente del gran honor que me hacéis. Y os aprecio profundamente…
—Pero entonces —exclamó él en tono esperanzado— con eso basta para iniciar…
—¿Quién me asegura que eso sea el comienzo de algo? ¿Y si ese sentimiento no pasara de ahí? De haberos querido, después de lo de aquella noche en el teatro, os hubiera enviado a buscar. Como mínimo, no os hubiera condenado sin antes oír vuestra explicación. Pero ya veis… —y encogiéndose de hombros, sonrió amable y tristemente.
Pero en su optimismo, el marqués, lejos de darse por vencido, se sentía estimulado.
—Pero eso es darme esperanzas, señorita. Con lo que ya me dais, puedo esperar más confiadamente. Os demostraré que soy digno de vos. Os juro que lo haré. ¿Quién, teniendo el privilegio de estar tan cerca de vos, no haría cualquier cosa por merecer vuestro amor?
En eso, antes de que ella pudiera contestarle, el señor de Kercadiou entró por la puerta que daba al jardín con el rostro enrojecido y las lentes en su frente. Agitaba el ejemplar de Actes des Apotres y, al parecer, estaba mudo de estupefacción.
De haber podido expresar en voz alta su enojo, el marqués hubiera dicho una grosería. Pero se resignó a morderse la lengua ante aquella inoportuna interrupción. Alarmada por la excitación de su tío, Aline se puso en pie de un salto.
—¿Qué sucede?
—¿Que qué sucede? —exclamó por fin el señor de Kercadiou—. ¡El muy canalla! ¡Ese perro infiel! Consentí en olvidar el pasado con la condición de que no volvería a meterse en política para apoyar a los revolucionarios. Aceptó esa condición y ahora —le dio un manotazo a una página del periódico— ha vuelto a hacer de las suyas. No sólo me ha traicionado otra vez metiéndose en política, sino que es miembro de la Asamblea, y, lo que es peor, usa su destreza de maestro de esgrima para convertirse en un espadachín asesino. ¡Oh, Dios mío! ¿Es que también las leyes han emigrado de Francia?
De pronto, el señor de La Tour d’Azyr sintió que una duda perturbaba sus esperanzas con respecto a Aline. Una duda originada en la intimidad de aquel Moreau con el señor de Kercadiou. Sabía cuál había sido antes esa relación y cómo luego se interrumpió a causa de la ingratitud de Moreau al volverse contra la clase a la que pertenecía su benefactor. Lo que no sabía era que se habían reconciliado. Durante el último mes —puesto que las circunstancias le habían llevado a romper su promesa de evitar cualquier contacto con los políticos—, el joven no se había aventurado a pasar por Meudon, y su nombre nunca salió a relucir en presencia del marqués en el transcurso de sus visitas. Por eso, y sólo ahora, el marqués se enteraba de aquella reconciliación, pero al mismo tiempo, se enteraba de que la ruptura entre padrino y ahijado se reiteraba, haciendo que el abismo entre ellos fuera mayor que nunca. Así que no vaciló en revelar su verdadera situación.
—Hay una ley. La ley que ese joven imprudente invoca: la ley de la espada —dijo el marqués muy serio, casi triste, pues sabía que era un tema delicado—. No se puede permitir que continúe indefinidamente su carrera de maldad y asesinatos. Tarde o temprano se encontrará con una espada que vengará a las otras. Como sabréis, mi primo Chabrillanne está entre sus víctimas, pues lo mató el martes pasado.
—Si no os he dado mi pésame —dijo el caballero de Kercadiou—, es porque la indignación ahoga en mí cualquier otro sentimiento. ¡El muy canalla! ¡Decís que tarde o temprano encontrará una espada que vengará las otras! ¡Quiera Dios que sea pronto!
—Creo que vuestra oración no tardará en ser escuchada —contestó el marqués—. Ese maldito joven tiene otro duelo mañana, y puede que le ajusten definitivamente las cuentas.
Hablaba con tanta calma y convicción que sus palabras sonaron a sentencia de muerte. Súbitamente desapareció la rabia del señor de Kercadiou. Su rostro purpúreo se tornó pálido, y el miedo se reflejó en sus ojos desorbitados y en el temblor de sus labios. El marqués comprendió que la furia del señor de Kercadiou contra André-Louis no era más que un enfado irreflexivo, y que su deseo de que alguien castigara pronto a su ahijado había sido inconscientemente falso. Enfrentado ahora a la posibilidad de que tuviera un justo castigo, la bondad, que era la esencia de su carácter, triunfó sobre su enojo convirtiéndolo en terror. El cariño que sentía por André-Louis surgió a la superficie haciendo que el pecado de su ahijado pareciera poca cosa comparado con el castigo que le amenazaba.
El señor de Kercadiou se humedeció los labios.
—¿Con quién es el duelo? —preguntó esforzándose por aparentar serenidad.
—Conmigo —contestó el señor de La Tour d’Azyr bajando los ojos, consciente de que su respuesta causaría una pena profunda. Enseguida, advirtió el débil grito de Aline y vio que el señor de Kercadiou daba un paso atrás. Entonces procedió a dar la explicación que consideró necesaria:
—En vista de sus relaciones con vos, señor de Kercadiou, y a causa del profundo respeto que os profeso, traté de impedirlo, aunque, como comprenderéis, la muerte de mi amigo y primo Chabrillanne exigía una respuesta de mi parte. Eso sin contar que mi circunspección ya empezaba a suscitar las críticas de mis amigos. Pero ayer ese temerario joven hizo lo imposible por sacarme de mis casillas. Me provocó deliberadamente y en público. Me insultó groseramente, y… mañana por la mañana… nos batiremos en el Bois.
Al final vaciló un poco, consciente de la atmósfera hostil que de pronto le rodeaba. La hostilidad del señor de Kercadiou ya la esperaba, pues había visto el cambio repentino que se había producido en él; pero la hostilidad de Aline le cogió por sorpresa.
El marqués empezó a vislumbrar un cúmulo de dificultades. Un nuevo obstáculo surgía en su camino. Pero su orgullo herido y su sentido de la justicia no admitían ninguna debilidad.
Amargamente se daba cuenta, tanto si miraba al tío como a la sobrina, de que aunque mañana lo matara, incluso después de muerto André-Louis se vengaría de él. No había exagerado al decirse que aquel joven era la pesadilla de su vida. Ahora veía claramente que, hiciera lo que hiciere, jamás podría vencerlo. André-Louis siempre diría la última palabra. Su amargura, su rabia y su humillación —algo casi desconocido para él— revelaban su impotencia, y eso mismo hizo que su propósito fuera aún más firme.
Por eso ahora se mostraba sosegado e inflexible, dando a entender que aceptaba lo ineluctable. No había en su actitud nada que pudiera reprocharse, nada que hiciera pensar que renunciaría al funesto encuentro. Así lo advirtió el señor de Kercadiou, quien suspiró:
—¡Dios mío!
Como siempre, el señor de La Tour d’Azyr hizo lo que era de rigor. Se despidió, pues permanecer más tiempo en un sitio donde sus palabras provocaban tal efecto hubiera sido impropio. De modo que se fue con una amargura sólo comparable a su anterior optimismo; la miel de la esperanza se había transformado en hiel nada más llevársela a los labios. ¡Oh, sí, la última palabra siempre la tenía André-Louis Moreau!
Tío y sobrina se miraron cuando el caballero salió, y en los ojos de ambos se reflejaba el horror. La lividez de Aline era casi cadavérica y no dejaba de retorcerse las manos angustiada.
—¿Por qué no le pediste… por qué no le rogaste…? —exclamó.
—¿Para qué? —contestó su tío—. Él tiene razón, y… y… hay cosas que no se pueden pedir, cosas que sería humillante pedir —y se sentó suspirando—. ¡Oh, pobre muchacho… pobre muchacho descarriado!
Ninguno de los dos tenía la más mínima duda acerca del desenlace de aquel duelo. El aplomo con que había hablado el marqués no auguraba nada bueno. El señor de La Tour d’Azyr nunca fanfarroneaba, y ellos sabían que era muy diestro con la espada.
—¿Qué importa humillarse cuando la vida de André-Louis está en peligro? —protestó Aline.
—Lo sé… ¡Dios mío! Y yo mismo me humillaría si supiera que así puedo evitar ese duelo. Pero el marqués es un hombre duro, inflexible y…
Ella le dejó, y salió bruscamente al jardín. Corrió hasta alcanzar al marqués cuando iba a subir al carruaje. Al oír su voz, él se volvió y se inclinó.
—¿Señorita?…
Enseguida adivinó su propósito, saboreando anticipadamente la amargura de tener que decirle que no. Pero Aline insistió tanto que volvió con ella al vestíbulo de suelo ajedrezado en blanco y negro. Él se apoyó en una mesa de roble y ella se sentó en el sillón tapizado con seda carmesí que estaba al lado.
—Señor, no puedo permitir que partáis así. No podéis imaginar el golpe que sería para mi tío si… si mañana tiene lugar ese funesto encuentro. Las expresiones que él usó al principio…
—Señorita, me he dado cuenta de lo que en realidad significaban esas expresiones. Creedme, me siento profundamente desolado ante lo inesperado de las circunstancias. Es preciso que me creáis. Es todo cuanto os puedo decir.
—¿Eso es realmente todo? ¡Mi tío quiere tanto a André! —exclamó ella.
El tono suplicante de Aline hirió al marqués como un cuchillo, y súbitamente surgió en su alma otra emoción, una emoción absolutamente indigna del orgullo de su linaje, que casi parecía mancharle, pero que no pudo reprimir. Vaciló ante la posibilidad de exteriorizar semejante sospecha, vaciló ante la idea de sugerir ni remotamente que un hombre de tan innoble ascendencia pudiera ser su rival. Pero aquel repentino ataque de celos fue más fuerte que su orgullo.
—¿Y vos, señorita? ¿Vos también queréis a ese André-Louis Moreau? Os pido perdón por la pregunta, pero necesito saberlo con claridad.
Entonces vio que la joven se ruborizaba. Primero vio en su rostro confusión, y luego el brillo de los ojos azules de Aline le anunció que era más bien enojo. Eso le consoló, pues al fin y al cabo la había insultado. No se le ocurrió pensar que aquel enojo pudiera tener otro origen.
—André-Louis y yo fuimos compañeros de juegos en la infancia. También yo le quiero mucho; casi le considero un hermano. Si yo necesitara algo y mi tío no estuviese a mi lado, André-Louis sería el único hombre a quien iría en busca de ayuda. ¿Basta con esta respuesta, caballero? ¿O queréis saber algo más?
Él se mordió los labios. Pensó que estaba nervioso aquella mañana; de otro modo, no se le hubiera ocurrido hacer aquella estúpida pregunta con que la había ofendido. Hizo una profunda reverencia.
—Señorita, perdonad que os haya molestado con mi pregunta. Habéis dicho más de lo que yo hubiera podido esperar.
Y no dijo nada más dándole a ella la posibilidad de seguir hablando. Pero Aline no sabía qué palabras emplear. Se quedó callada, frunciendo las cejas y tamborileando nerviosamente con los dedos en la mesa, hasta que al fin entró precipitadamente en el tema que le interesaba.
—Señor, os ruego que suspendáis ese duelo.
Vio cómo el marqués arqueaba ligeramente las cejas, vio su efímera sonrisa apenada, y prosiguió:
—¿Qué honor podéis satisfacer en semejante encuentro?
Astutamente ella apelaba a su arrogancia, pues sabía que era el sentimiento dominante en el marqués, un sentimiento que no le había sido muy provechoso.
—No busco satisfacer ningún honor, señorita, sino justicia. El encuentro, como ya expliqué antes, no lo he buscado yo. Me ha sido impuesto, y mi honor no me permite retroceder.
—¿Qué deshonra puede haber en perdonarle? ¿Acaso alguien osaría poner en duda vuestro valor? Nadie podría mal interpretar vuestros motivos.
—Os equivocáis, señorita. Sin duda mis motivos serían mal interpretados. Olvidáis que ese joven ha adquirido en la última semana cierta reputación capaz de hacer vacilar a cualquiera que vaya a enfrentarse con él.
Ella contestó casi desdeñosamente, como si eso fuera algo sin importancia.
—A cualquiera menos a vos, señor marqués.
Se sintió halagado por la dulzura de su confianza. Pero detrás de aquella dulzura había un gran amargor.
—A mí también, señorita, puedo asegurarlo. Y hay algo más. Ese desafío al cual el señor Moreau me ha forzado no es ninguna novedad. Es la culminación de la larga persecución de que me ha hecho víctima.
—Persecución que os habéis buscado —dijo ella—. Ésa es la verdad, señor marqués.
—Nada más lejos de mi intención, señorita.
—Vos matasteis a su mejor amigo.
—En ese sentido no tengo nada que reprocharme. Mi justificación está en las circunstancias, como ha quedado confirmado tras los disturbios que han estremecido este desdichado país.
—Y… —Aline titubeó, apartando por primera vez la mirada—. Y vos… vos le… ¿Y qué hay de la señorita Binet, con la que él pensaba casarse?
Él la miró sorprendido.
—¿Con la que pensaba casarse? —repitió incrédulo, casi consternado.
—¿No lo sabíais?
—Pero ¿y cómo lo sabéis vos?
—¿No os dije que somos casi como hermanos? Él me lo dijo antes… antes de que vos lo hicieseis imposible.
Él desvió la mirada, pensativo y cabizbajo, casi aturdido.
—Hay —dijo quedamente— una singular fatalidad entre ese hombre y yo que hace que nuestros caminos se crucen constantemente…
Tras suspirar, volvió a mirarla frente a frente, y habló más enérgicamente.
—Señorita, hasta ahora yo no tenía conocimiento… no tenía ni la menor sospecha de eso. Pero… —se interrumpió, pensó un instante y se encogió de hombros—: Pero si le hice daño fue inconscientemente. Sería injusto acusarme de lo contrario. La intención es lo que cuenta en nuestros actos.
—Pero el daño sigue siendo el mismo.
—Eso no me obliga a negarme a lo que irrevocablemente he de hacer. Por otra parte, ninguna justificación podría ser mayor que la pena que esto le ocasiona a mi buen amigo, vuestro tío, y tal vez a vos misma, señorita.
Ella se levantó de pronto, desesperada, dispuesta a jugar su única carta.
—Señor —dijo—, hoy me hicisteis el honor de hablarme en ciertos términos, de… de aludir a ciertas esperanzas con las que me honráis.
Él la miró casi asustado. En silencio, esperó a que ella continuara.
—Yo… yo… Por favor, comprended, señor marqués, que si persistís en ese asunto, si… no anuláis ese compromiso de mañana en el Bois, no debéis conservar ninguna esperanza, pues jamás podréis volver a acercaros a mí.
Era lo último que podía hacer. A él correspondía ahora aprovechar la puerta que ella le abría de par en par.
—Señorita, vos no podéis…
—Sí puedo hacerlo, señor, irrevocablemente… Por favor, os ruego que lo comprendáis.
Él se puso pálido y la miró con lástima. La mano que el marqués antes había levantado en señal de protesta empezó a temblar. La dejó caer para que Aline no advirtiese aquel temblor. Así permaneció un breve instante, mientras en su interior se libraba una batalla, la lucha entre su deseo y lo que le dictaba su sentido del deber, sin percibir cómo aquel sentido del honor se transformaba en implacable sed de venganza. Suspender el duelo, se dijo, equivaldría a caer en la más abyecta vergüenza, y eso era inconcebible. Aline pedía demasiado. No podía saber lo que estaba pidiendo, porque si lo supiera no sería tan injusta, tan poco razonable. Al mismo tiempo, sabía que era inútil tratar de que lo comprendiera.
Era el fin. Aunque a la mañana siguiente matara a André-Louis Moreau, como esperaba hacer, la victoria siempre sería para aquel intrépido joven. El marqués se inclinó profundamente, con la pena que inundaba su corazón reflejada en el rostro.
—Señorita, os presento mis respetos —murmuró y se volvió para irse.
Azorada, atolondrada, ella se levantó llevándose una mano al corazón. Entonces gritó aterrada:
—Pero… ¡si aún no me habéis contestado!
Él se detuvo en el umbral y se volvió, y desde la sombra del vestíbulo Aline vio su graciosa silueta recortándose contra el resplandor del sol. Esa imagen suya la perseguiría obstinadamente como algo siniestro y amenazador a lo largo de las horas de pavor que seguirían.
—¿Qué queréis que haga, señorita? He querido evitarme y evitaros el dolor de una negativa.
Y se fue, dejándola acongojada y furiosa.
Aline se dejó caer de nuevo en el gran sillón carmesí y allí permaneció, acodada en la mesa y cubriéndose el rostro con las manos.
Un rostro ardiente de vergüenza y de pasión.
¡Se había ofrecido y la habían rechazado! Aquello era inconcebible. Le parecía que semejante humillación era una mácula imborrable en su conciencia.