Capítulo IX

EL caballero de Chabrillanne estaba muy relacionado con el asesinato de Philippe de Vilmorin. No sólo había secundado al señor de La Tour d’Azyr, sino que incluso le había incitado. De manera que André-Louis se sintió justificado al matarlo durante el duelo. En cierta forma era el acto de justicia que no había podido obtener por otros medios. Por otra parte, Chabrillanne había provocado aquel duelo confiado en que él era un experto espadachín y André-Louis, un burgués sin ninguna experiencia con la espada. Así pues, moralmente, el caballero de Chabrillanne no era más que un asesino, y merecía morir. Sin embargo, cuando André-Louis comunicó aquella muerte a la Asamblea, había en su timbre de voz un acento cínico. Eso corroboraba no sólo la opinión de Aline, sino también la de otros conocidos suyos, cuando afirmaban que no tenía corazón.

Su crueldad también se puso de manifiesto cuando descubrió la infidelidad de la hija de Binet y preparó su venganza. De allí nació su desprecio hacia todas las mujeres, y, si bien no amaba a Climéne tanto como había pensado al principio, su reacción al sentirse rechazado por ella parece indicar que llegó a quererla más de lo que creía. No menos cínico y fingido era su deseo de haber matado a Binet, aunque, convencido de que era mejor librar al mundo de gentes como él, tampoco experimentaba compunción. Como el lector recordará, tenía la rara capacidad de ver las cosas en su justa dimensión, y jamás las magnificaba ni las reducía por consideraciones sentimentales. Al mismo tiempo, que contemplara el hecho de matar con una ecuanimidad tan cínica, cualquiera que fuera su justificación, era algo absolutamente increíble.

De igual modo, ahora, al regresar del Bois de Boulogne, donde había matado a un hombre, su falta de seriedad al hablar del caso no revelaba su auténtico temperamento. No se identificaba con Scaramouche hasta ese punto. Pero sí lo suficiente para ocultar siempre sus verdaderos sentimientos tras una máscara, y trocar lo que realmente pensaba en frases ocurrentes. Era siempre el actor, el hombre que calcula el efecto que producirán sus palabras, y que nunca deja de ocultar su auténtico carácter tras una apariencia ficticia. En todo aquello había algo diabólico.

Esta vez nadie se rió de su ligereza. Tampoco era su intención provocar la risa. Más bien quería asustar, y sabía que mientras más desenfadado e indiferente fuera su tono, más impresionaría. Así que obtuvo exactamente el efecto deseado.

Es fácil adivinar lo que siguió. Cuando se levantó la sesión, había por lo menos seis espadachines aguardándole en el vestíbulo, y esta vez ya no le escoltaban los hombres de su partido. Ahora sabían que era capaz de defenderse. Evidentemente podía plantar cara a sus enemigos adoptando sus mismos métodos, así que sus compañeros no sintieron la necesidad de protegerlo.

Al salir, estudió la hilera de rostros hostiles que le aguardaban. Sus actitudes, sus gestos, decían a las claras para qué estaban allí. Sin embargo, se detuvo buscando al hombre a quien ansiaba desafiar. Pero el señor de La Tour d’Azyr no estaba en aquella fila de espadachines. Y eso le extrañó bastante. Aparte de primos, el señor de La Tour d’Azyr y el caballero de Chabrillanne eran íntimos amigos, y seguramente había estado aquel día en la Asamblea. Lo cierto era que el señor de La Tour d’Azyr se había quedado demasiado sorprendido y desolado ante el inesperado desenlace. Y había refrenado, también de un modo extraño, su sed de venganza. Tal vez también él recordaba el papel que había desempeñado Chabrillanne en el duelo de Gavrillac y comprendía que aquel André-Louis Moreau que tan tenazmente le perseguía era un astuto vengador.

La repugnancia que sentía ante la idea de enfrentarse con él, particularmente después de esta provocación, le resultaba más enigmática que nunca. Pero existía, y ahora actuaba como un freno en su conciencia.

Puesto que el señor de La Tour d’Azyr no estaba en aquel grupo que le esperaba, a André-Louis le daba lo mismo quién fuera el próximo contrincante. Resultó ser el vizconde de La Motte-Royau, una de las espadas más diestras de la nobleza.

El miércoles por la mañana, al llegar a la Asamblea, una hora más tarde de lo convenido, André-Louis anunció, en términos similares a los empleados dos días antes para anunciar la muerte de Chabrillanne, que el señor de La Motte-Royau probablemente no alteraría la armonía de la Asamblea durante las próximas semanas, pues tardaría en reponerse de los efectos de un desagradable accidente que inesperadamente había tenido aquella mañana.

El jueves anunció lo mismo refiriéndose a Vidame de Blavon. El viernes justificó su retraso diciendo que había tenido una entrevista con el señor de Troiscantins, y luego, volviéndose a los miembros del ala derecha, y mostrándose grave, añadió:

—Me alegra informaros que el señor de Troiscantins está en manos de un excelente cirujano que sin duda os lo devolverá restablecido dentro de algunos días.

Aquello era inaudito, fantástico. Tanto sus amigos como sus enemigos en la Asamblea estaban estupefactos ante aquella sucesión de anuncios serenamente hechos por André-Louis. Cuatro de los mejores espadachines estaban fuera de combate por algún tiempo, uno de ellos muerto. Y todo esto lo había ejecutado y anunciado con absoluta indiferencia y desenfado, un abogaducho de provincia.

A los ojos de todos, André-Louis empezó a adquirir el aspecto de un héroe de novela romántica. Hasta el grupo de los filósofos del ala izquierda, que no aceptaban otra fuerza que la de la razón, empezaban a mirarle con un respeto y una consideración que sus hazañas retóricas jamás le hubieran proporcionado a ellos.

Desde la Asamblea, su fama fue extendiéndose poco a poco a París. Desmoulins escribió su panegírico en el periódico Les Revolutions, donde le llamó «El paladín del Tercer Estado», nombre que halló feliz acogida en el pueblo y por el que le conocieron durante algún tiempo. Desdeñosamente también lo mencionaron en Actes des Apotres, el órgano satírico del partido de los privilegiados, que editaba un grupo de caballeros afectados por una grave miopía intelectual.

El viernes de aquella semana tan agitada para el joven, al salir de la Asamblea, descubrió que en el vestíbulo no había ningún espadachín esperándolo. A su lado estaban Le Chapelier y Kersain. André-Louis se sorprendió tanto que se detuvo bruscamente.

—¿Ya tienen bastante? —le preguntó a Le Chapelier.

—Ya han tenido bastante contigo —le respondió su amigo—. Ahora tratarán de meterse con otro menos diestro en la esgrima.

André-Louis se quedó desilusionado, pues se había prestado a aquel juego con un solo propósito. Por lo menos la muerte de Chabrillanne, aunque no era lo que buscaba, tenía algún sentido, pues era como una suerte de preámbulo para llegar al señor de La Tour d’Azyr. Pero los otros tres no le importaban. Se había enfrentado con ellos un poco a regañadientes y sin poner demasiado empeño en el duelo, preocupándose sólo por su seguridad. ¿Y ahora, sin más ni más, iba a cesar su misión sin que el hombre al que quería matar se presentara siquiera? ¡En ese caso, tendría que forzarlo!

Afuera, bajo la marquesina, había un grupo de caballeros conversando. André-Louis vio entre ellos al señor de La Tour d’Azyr. Apretó los labios, pues no podía partir de él la provocación. Tenía que quedar claro que los pendencieros eran ellos. Ya esa mañana Actes des Apotres le había desenmascarado revelando que era un maestro de esgrima, el sucesor de Bertrand des Amis. Presentándolo como un hombre peligroso, al mismo tiempo esa información trataba de excusar las sucesivas derrotas de los aristocráticos espadachines.

Pero las cosas no podían quedar como estaban después de tanto esfuerzo. Apartando la vista del grupo de caballeros, André-Louis levantó la voz para que todos pudieran oírlo:

—Según parece, mis temores a pasarme el resto de mis días en el Bois eran infundados.

Por el rabillo del ojo pudo advertir la agitación que esas palabras provocaron en el grupo. Los caballeros le miraron, pero eso fue todo. André-Louis pensó que tendría que decir algo más atrevido. Pasando lentamente entre sus amigos, comentó:

—Lo más sorprendente es que el asesino de Lagron no haya provocado al sucesor de Lagron. Tal vez tenga sus razones. Quizás el caballero es muy prudente.

Había pasado de largo por delante del grupo cuando dejó caer esta última frase, a la que acompañó con una insolente y provocadora carcajada. No tuvo que esperar mucho. Sintió unos pasos que le seguían y una mano cayó sobre su hombro haciéndole girar violentamente sobre sus talones. Ahora estaba frente a frente con el señor de La Tour d’Azyr, en cuyo rostro sereno había unos ojos llameantes de ira. Detrás de él, venían lentamente algunos de los caballeros que estaban en el grupo. Los otros, al igual que los compañeros de André-Louis, contemplaban la escena a prudencial distancia.

—Si no me equivoco, creo que habláis de mí —dijo el marqués sin alterarse.

—En efecto, hablaba de un asesino. Pero sólo estaba hablando con estos amigos míos.

La actitud de André-Louis era tan sosegada como la de su interlocutor, o incluso más, pues de los dos era el que más experiencia tenía como actor.

—Habláis lo bastante alto para ser oído por los demás —dijo el marqués contestando a la insinuación de que él estaba escuchando a escondidas.

—Los que quieren oír por casualidad, suelen conseguirlo con bastante frecuencia.

—Me parece que tenéis la intención de ofenderme.

—¡Oh, estáis en un error, señor marqués! No deseo ofenderos. Pero no me gusta que me pongan la mano encima, mucho menos tratándose de manos que no puedo considerar limpias. En estas circunstancias, no puedo ser cortés.

El señor de La Tour d’Azyr parpadeó. Casi admiraba la actitud de André-Louis. Más bien temía salir perdiendo si la comparaban con la suya. Y eso lo sacó de sus casillas.

—Me habéis llamado el asesino de Lagron. Como veis, no soy sordo. Y también recuerdo que no es la primera vez.

—¡Cuánto me halaga que os acordéis de mí, señor!

—En aquella ocasión me llamasteis asesino porque usé mi habilidad para eliminar a un fanático que representaba un peligro para mí, ni más ni menos como hacéis vos, maestro de esgrima, cuando os enfrentáis a otros cuyo dominio de la espada es inferior al vuestro.

Los amigos del señor de La Tour d’Azyr estaban serios y desconcertados. Era realmente increíble que aquel gran caballero descendiera a discutir con un canalla abogado espadachín. Y, lo que era peor, que en aquella discusión quedara en ridículo.

—¿Me enfrento yo a ellos? —dijo André-Louis en tono de burla—. Perdonad, señor marqués, pero fueron ellos los que me provocaron estúpidamente. Me empujaban, me abofeteaban, me pisaban los pies, me insultaban. Eso no tiene nada que ver con el hecho de que yo sea maestro de esgrima. ¿Acaso por serlo tengo que soportar los malos tratos de vuestros groseros amigos? ¿O es que de haber sabido antes que yo era maestro de esgrima, sus modales hubieran sido más correctos? Pero yo no tengo la culpa de eso. ¡Qué injusticia!

—¡Payaso! —le apostrofó desdeñosamente el marqués—. Nada de lo que decís viene al caso. ¿Esos hombres con los que os habéis enfrentado viven de la espada como vos?

—Al contrario, señor marqués. Por lo que he podido comprobar, son hombres que mueren por la espada con asombrosa facilidad. No creo que sea vuestro deseo ser uno de ellos.

—¿Y por qué no? —dijo el señor de La Tour d’Azyr con el rostro enrojecido.

—¡Oh! —exclamó André-Louis enarcando las cejas y crispando los labios—. Porque vos, señor, preferís las víctimas fáciles, los Lagron y los Vilmorin de este mundo, meras ovejas para vuestro matadero.

El marqués de La Tour d’Azyr le dio una bofetada a André-Louis, quien retrocedió. Sus ojos brillaron por un momento; después se echó a reír en la cara de su enemigo.

—Después de todo, sois como los demás. ¡Muy bien! La historia se repite, aunque con ligeras variaciones, pues el pobre Vilmorin no pudo soportar la vil mentira con la que le provocasteis, y entonces os abofeteó; y ahora vos no podéis soportar una verdad igualmente vil, y por eso me abofeteáis. Pero siempre la vileza está de vuestra parte. Y ahora, como entonces, para el que abofetea… —se interrumpió y luego dijo—: Pero, en fin, no hace falta decirlo. Debéis recordarlo, puesto que vos mismo lo escribisteis aquel día con la punta de vuestra espada. Y ya que así lo deseáis, caballero, nos batiremos.

—¿Y qué otra cosa iba a desear? ¿Hablar? André-Louis se volvió a su amigo suspirando.

—Como ves, tendré que ir de nuevo al Bois, Isaac. ¿Podrías hacerme el favor de hablar con cualquiera de estos amigos del señor marqués y concertar el duelo para mañana a las nueve en punto, como de costumbre?

—Mañana, no —le dijo el marqués a Le Chapelier—. Tengo que visitar a alguien en el campo y no puedo dejar de ir. Le Chapelier miró a André-Louis y éste dijo:

—Entonces nos batiremos el domingo a la misma hora.

—Tampoco puedo ir el domingo —explicó el marqués—. No soy tan pagano como para infringir la fiesta de guardar.

—Pero seguramente Dios no condenará a un caballero tan devoto como el señor marqués porque falte a una misa —dijo André-Louis—. Muy bien, Isaac, fija el encuentro para el lunes si es que no hay otra solemne festividad ni ningún compromiso impostergable que se lo impida al señor marqués. Lo dejo en tus manos.

Saludó con el aire de alguien a quien aburren esos detalles y, cogiendo del brazo a Kersain, se alejó.

—¡Dios mío! ¡Qué estilo tienes para estos asuntos! —le dijo Kersain, que de estas cosas no sabía nada.

—De ellos lo aprendí —dijo echándose a reír. Estaba de muy buen humor. Y Kersain se sumó a los que creían que André-Louis era un inconsciente o un hombre sin corazón.

Pero en sus Confesiones nos dice —y eso nos permite descubrir al hombre verdadero detrás de su máscara— que aquella noche se arrodilló para pedirle al espíritu de su difunto amigo Philippe que fuera testigo de cómo estaba a un paso de cumplir el juramento hecho sobre su cuerpo, hacía dos años, en Gavrillac.