Capítulo VIII

DESPUÉS de una ausencia de más de una semana, el señor marqués de La Tour d’Azyr estaba de regreso en su escaño de la Asamblea Nacional. En realidad, en aquel entonces ya se podía hablar de él como el exmarqués de La Tour d’Azyr, pues en septiembre de 1790, ya hacía dos meses que se había aprobado el decreto —puesto en marcha por Le Chapelier, ese bretón que abogaba en pro de la igualdad de derechos— suprimiendo la nobleza hereditaria, pues así como la marca con hierro candente o la horca no ultrajan a los posiblemente honrados descendientes de un malvado presidiario, tampoco el blasón glorifica automáticamente al posible indigno descendiente de alguien que ha probado su valía. De modo que aquel decreto envió al basurero de la historia los escudos de armas que una ilustrada generación de filósofos no toleraba. El señor conde de La Fayette, que apoyó la moción, dejó la Asamblea convertido simplemente en el señor Motier, el gran tribuno conde de Mirabeau pasó a ser el señor Riquetti, y el marqués de La Tour d’Azyr se transformó en el señor Lesarques. La idea surgió en uno de aquellos momentos de exaltación motivados por la proximidad del gran Festival Nacional del Champ de Mars, y sin duda los que se prestaron a ello se arrepintieron al día siguiente. De este modo, a pesar de ser una nueva ley, nadie se preocupaba por hacerla respetar.

En fin, que corría el mes de septiembre, y el tiempo era lluvioso, y algo de su humedad y de su lobreguez parecía haber penetrado en el gran salón del Manége, donde en ocho hileras de verdes escaños, dispuestos elípticamente en gradas ascendentes en el espacio conocido como La Piste, se sentaban unos ochocientos o novecientos representantes de los tres Estados que ahora componían la nación.

Estaban debatiendo si la Corporación que iba a suceder a la Asamblea Constituyente trabajaría conjuntamente con el rey, si sería periódica o permanente, y si tendría dos Cámaras o una.

El abate Maury —hijo de un zapatero remendón, y, por consiguiente, en aquellos días de antítesis, orador del partido de la derecha— estaba en la tribuna y hablaba a favor de los privilegiados. Parecía aconsejar la adopción de dos Cámaras, sistema copiado del modelo inglés. Más interminables y monótonos que su hábito, sus argumentos adoptaban cada vez más la forma de un sermón, y la tribuna de la Asamblea Nacional poco a poco se convirtió en un púlpito; pero los diputados, a la inversa, se parecían cada vez menos a una congregación de feligreses. Aquella pomposa verbosidad empezaba a inquietarlos, cuchicheaban entre ellos, se cambiaban de sitio, y en vano los cuatro ujieres con calzones de satén negro y pelucas empolvadas circulaban por la sala dando suaves palmadas y susurrando: «¡Silencio! ¡Vuelvan a sus escaños!».

También en vano sonaba continuamente la campanilla del presidente desde su mesa frente a la tribuna. El abate Maury había hablado demasiado tiempo y ya nadie le escuchaba. Aparentemente se dio cuenta, cesó de hablar, y el zumbido de mil conversaciones a la vez se hizo general. Pero ese murmullo de colmena también cesó bruscamente. Hubo un silencio de expectación, todas las cabezas se volvieron, los cuellos se estiraron. Hasta los secretarios, sentados alrededor de la mesa redonda que estaba bajo el estrado de la presidencia, salieron de su habitual apatía para mirar al joven que por primera vez subía a la tribuna de la Asamblea.

—¡André-Louis Moreau, diputado suplente del difunto Emmanuel Lagron por Ancenis, en el distrito del Loira!

El señor de La Tour d’Azyr salió de su melancólica abstracción. Cualquiera que fuese el sucesor del diputado a quien él había dado muerte, debía ser objeto de su interés. Pero lógicamente ese interés aumentó a oír aquel nombre y reconocer en aquel André-Louis Moreau al joven sinvergüenza que incesantemente se cruzaba en su camino ejerciendo contra él una siniestra influencia que a cada instante le hacía lamentar haberle perdonado la vida hacía dos años, en Gavrillac. Que aquel joven pasara a ocupar el puesto del difunto Lagron le pareció al señor de La Tour d’Azyr algo más que una mera coincidencia, era un desafío directo.

Miró al joven con más asombro que rabia, y experimentó una vaga inquietud, casi una premonición. Desde el primer momento, el abierto desafío que significaba la presencia de aquel hombre se manifestó de modo inequívoco.

—Me presento ante vosotros —comenzó a decir André-Louis— como diputado suplente para ocupar la plaza de uno de los nuestros que fue asesinado hace tres semanas.

Era una impresionante provocación que al instante suscitó un clamor de indignación entre los derechistas de la Asamblea. André-Louis hizo una pausa y los miró, sonriendo a medias.

—Señor presidente —dijo—, parece que a los caballeros de la derecha no les gustan mis palabras. Pero eso no es de extrañar, pues como es sabido no les gusta oír la verdad.

Esta vez provocó un alboroto aún mayor. Los diputados de la izquierda rugían entre risas e injurias mientras los de la derecha protestaban y proferían amenazas. Los ujieres circulaban con más rapidez que de costumbre, y en vano trataban de imponer silencio. El presidente sacudía su campanilla. Por encima de aquella algarabía se oyó la voz del señor de La Tour d’Azyr, quien se había levantado para gritar:

—¡Saltimbanqui! ¡Esto no es un teatro!

—No, señor; pero se está convirtiendo en el coto de caza de los espadachines asesinos —respondió el orador y el griterío aumentó.

El diputado suplente miró a su alrededor y esperó un momento. Cerca de él estaba Le Chapelier, animándolo con una sonrisa al igual que Kersain, otro diputado bretón amigo suyo. Un poco más lejos vio la gran cabeza de Mirabeau, echada hacia atrás, mirándole con ojos asombrados. Y más allá, en medio de aquel mar de rostros, la cara cetrina del abogado Robespierre o de Robespierre, como se hacía llamar últimamente asumiendo esa aristocrática partícula como prerrogativa de un hombre de su distinción en la junta de su comarca. Alzando su cabeza cuidadosamente rizada, el diputado por Arras observaba a André-Louis atentamente. Se había alzado hasta la frente las lentes con montura de concha que usaba para leer, y ahora lo examinaba mientras en sus labios se dibujaba aquella sonrisa de tigre que después sería tan famosa como temida.

Gradualmente el escándalo fue disminuyendo hasta que pudo oírse la voz del presidente. Inclinándose hacia delante en su asiento, se dirigió con gravedad al orador:

—Señor, si deseáis ser escuchado, os ruego que no seáis tan provocativo en vuestro lenguaje. —Y acto seguido se volvió a los otros—. Señores míos, os ruego que contengáis vuestras emociones hasta que el diputado suplente haya concluido su discurso.

—Trataré de obedecer, señor presidente, dejando toda provocación para los caballeros de la derecha. Si las pocas palabras que hasta ahora he pronunciado han sido provocativas, lo lamento. Pero no podía dejar de aludir al distinguido diputado cuyo puesto no soy digno de ocupar, como tampoco podía dejar de referirme al acontecimiento que nos ha puesto en la triste necesidad de sustituirlo. El diputado Lagron era un hombre de singular nobleza de espíritu, abnegado, disciplinado, inflamado por el alto propósito de cumplir con su deber representando a sus electores en esta Asamblea. Poseía lo que sus enemigos suelen llamar un peligroso don de la elocuencia.

El señor de La Tour d’Azyr se retorció al oír aquella frase que tan bien conocía. Era su propia frase, la que había usado para justificar el asesinato de Philippe de Vilmorin, y que, de vez en cuando, le echaban en cara con un tono tan vengativo como amenazador.

Y entonces la resuelta voz del hábil Cázales, excelente espada del partido de los privilegiados, intervino aprovechando la momentánea pausa hecha por el orador.

—Señor presidente —preguntó con gran solemnidad—, ¿el diputado suplente ha subido a la tribuna para tomar parte en el debate de la constitución de las Asambleas Legislativas o para pronunciar una oración fúnebre por el alma del finado Lagron?

Esta vez fueron los de la derecha quienes estallaron en carcajadas, júbilo que a su vez interrumpió el diputado suplente:

—¡Esas risas son obscenas!

Como buen bretón, arrojaba su guante al rostro de los privilegiados, y las sonoras risas cesaron al instante convirtiéndose en gestos de furia reprimida. André-Louis continuó solemnemente:

—Todos sabéis cómo murió Lagron. Hablar de su muerte requiere valor, reírse de su muerte requiere otra cosa que no voy a calificar. Si he aludido a su fallecimiento es porque mi presencia entre vosotros necesita una explicación. A mí me toca cargar con la responsabilidad que él ha dejado. No pretendo tener la energía, el valor, ni la inteligencia de Lagron; pero por pocas que sean las energías, el coraje y la sabiduría que yo tenga, sabré llevar esa carga. Y, para aquéllos a quienes pueda interesar confío en que los medios empleados para silenciar la elocuencia de Lagron, no se adoptarán para acallar mi voz.

Se oyó un débil murmullo de aplausos a la izquierda y risas desdeñosas a la derecha.

—¡Rhodomont! —le gritó alguien.

André-Louis miró en la dirección de donde procedía aquella voz, y vio que venía del grupo de espadachines que hacían las veces de matarifes en el partido de la derecha. En un susurro, André-Louis respondió:

—No, amigo; yo soy Scaramouche: el sutil y peligroso Scaramouche, que consigue sus propósitos tortuosamente. —Y entonces, ya en voz alta, continuó—: El señor presidente habrá advertido que algunos de los aquí presentes no comprenden el propósito por el que nos hemos reunido, que es el de hacer leyes para que Francia pueda gobernarse equitativamente, para que pueda salir de la bancarrota, donde corre peligro de hundirse para siempre. Pero, según parece, hay algunos que en vez de leyes quieren sangre, y yo solemnemente les advierto que esa sangre acabará por ahogarles, si no aprenden a tiempo a renunciar a la fuerza para que prevalezca la razón.

De nuevo hubo algo en aquella frase que le resultó familiar al señor de La Tour d’Azyr. En el guirigay que siguió, el exmarqués se volvió al caballero de Chabrillanne, que estaba sentado a su lado, y le dijo:

—Es un canalla muy osado ese bastardo de Gavrillac.

Chabrillanne le miró con los ojos llameantes y el rostro lívido de ira.

—Dejadle que hable. No creo que volvamos a oírle nunca más. Dejádmelo a mí.

Después de oír aquellas palabras, y sin saber a ciencia cierta la causa, el señor de La Tour d’Azyr se sintió más aliviado. Antes había pensado que tenía que hacer algo, que aquél era un desafío que había que aceptar. Pero a pesar de su rabia, se sentía extrañamente desganado. Suponía que esa sensación se debía a que André-Louis le hacía recordar el desagradable episodio del joven que había matado cerca de la posada El Bretón Armado, en Gavrillac. No era que se reprochara haber matado a Philippe de Vilmorin, pues el otrora marqués creía plenamente justificada su acción. Era que en su memoria revivía un espectáculo desagradable: el de aquel muchacho desconsolado, arrodillado junto al cadáver del amigo a quien tanto había amado, suplicándole que lo matara también a él y gritándole, para incitarle, «asesino» y «cobarde».

Mientras tanto, apartándose ahora del tema de la muerte de Lagron, el diputado suplente se había concentrado en la cuestión que se debatía. Lo que dijo no aportó nada nuevo; su discurso fue insignificante. No era el verdadero motivo que le había impulsado a subir a la tribuna, era sólo el pretexto.

Más tarde, cuando André-Louis salía del vestíbulo, acompañado por Le Chapelier, se encontró de pronto rodeado por un grupo de diputados que le servía de guardia de honor. La mayoría eran bretones que intentaban protegerle de las provocaciones que sus audaces palabras en la Asamblea podían acarrearle. En eso, el macizo Mirabeau apareció a su lado.

—Le felicito, Moreau —dijo el insigne hombre—. Lo ha hecho muy bien. Evidentemente ahora querrán su sangre. Pero sea discreto y no se deje arrastrar por falsos sentimientos quijotescos. Ignore sus provocaciones, como hago yo. Cada vez que un espadachín me desafía, lo anoto en una lista. Ya son alrededor de cincuenta, y ahí se quedarán. Niégueles ese placer que ellos llaman una satisfacción, y todo irá bien.

André-Louis sonrió suspirando.

—Se necesita valor para eso —dijo hipócritamente.

—Por supuesto. Pero, según parece, a usted le sobra valor.

—No lo suficiente, quizás. Pero haré lo que pueda.

Atravesaron el vestíbulo, y aunque allí estaban los aristócratas aguardando enfurecidos al joven que les había insultado flagrantemente desde la tribuna, la escolta que acompañaba a André-Louis evitó que se le acercaran.

Sin embargo, cuando salieron al aire libre, bajo la marquesina de la puerta cochera, sus improvisados guardaespaldas se dispersaron. Afuera llovía a cántaros. El suelo estaba lleno de barro, y por un momento, André-Louis, que seguía acompañado por Le Chapelier, vaciló antes de salir bajo aquel diluvio.

El vigilante Chabrillanne creyó que había llegado la ocasión que estaba esperando y, exponiéndose a mojarse con la lluvia, fue a situarse frente al osado bretón. Ruda, violentamente, empujó a André-Louis, como para hacerse sitio bajo la marquesina.

André-Louis supo al instante cuál era el propósito deliberado de aquel hombre. Todos los que estaban a su alrededor también lo comprendieron y trataron de rodearlo en vano. André-Louis experimentó una profunda desilusión: no era a Chabrillanne a quien él quería. Al reflejarse en su rostro esa frustración, el otro la interpretó equivocadamente. Pero en fin, si Chabrillanne era el designado para luchar con él, procuraría hacerlo lo mejor posible.

—No me empujéis, caballero —dijo cortésmente, apartando al recién llegado y procurando conservar su sitio debajo de la marquesina.

—¡Tengo que resguardarme de la lluvia! —vociferó el otro.

—Para hacerlo, no es necesario que me piséis. No me gusta que me pisen. Tengo los pies muy delicados. Os ruego que no hablemos más.

—¿Por qué, si todavía no he hablado yo, insolente? —clamó el caballero en tono descompuesto.

—¿Ah, no? Yo pensaba que ibais a disculparos.

—¡Disculparme! —gritó Chabrillanne y se echó a reír—. ¿Disculparme con vos? ¡Sois muy chistoso! —y sin dejar de reírse, intentó meterse de nuevo bajo la marquesina, empujando a André-Louis más violentamente.

—¡Ay! —gritó André-Louis haciendo una mueca de dolor—. Me habéis pisado otra vez. Ya os he dicho que no me empujéis. Había levantado la voz para que todos le oyeran, y de nuevo apartó a Chabrillanne enviándolo bajo la lluvia. A pesar de su delgadez, el constante ejercicio de la esgrima le había dado a André-Louis un brazo con músculos de hierro. Así que el otro salió disparado hacia atrás, trastabilló, tropezó con una viga de madera dejada allí por los trabajadores aquella mañana, y cayó de nalgas en el lodo.

Un coro de risas saludó la espectacular caída del caballero, que se levantó todo embarrado y embistió furiosamente a André-Louis. Le había puesto en ridículo, y eso era imperdonable.

—Ésta me la pagaréis —balbuceó—. Os mataré.

Su cara enrojecida estaba casi pegada a la de André-Louis, quien se echó a reír. En medio del silencio, todos pudieron oír su risa y sus palabras:

—¿Era eso lo que estabais buscando? ¿Por qué no lo dijisteis antes? Me hubierais ahorrado el trabajo de lanzaros al suelo. Yo creía que los caballeros de vuestra clase siempre se comportaban en estos lances con decoro y con cierta gracia. De haberlo hecho así, os hubierais ahorrado unos calzones.

—¿Cuándo podremos concertar el duelo? —dijo Chabrillanne, lívido de furor.

—Cuando os plazca, señor. A vos os corresponde decidir cuándo os conviene matarme, pues tal es vuestra intención, como habéis anunciado, ¿verdad?

—Mañana por la mañana en el Bois1. Supongo que traeréis a un amigo.

—En efecto. Mañana por la mañana, pues. Espero que tengamos buen tiempo. Detesto la lluvia.

Chabrillanne le miró bastante asombrado. André-Louis sonreía serenamente.

—No os robaré más tiempo, señor. Todo ha quedado claro entre nosotros. Mañana por la mañana estaré en el Bois a las nueve en punto.

—Es demasiado tarde para mí, señor.

—Otra hora sería para mí demasiado temprano —explicó André-Louis—. No me gusta cambiar mis horarios. A las nueve en punto, o a ninguna hora.

—Pero yo debo estar en la Asamblea a las nueve para la sesión de la mañana.

—Mucho me temo que antes tendréis que matarme, y por una especie de superstición, no me gusta morir antes de las nueve de la mañana.

Aquello trastornaba los procedimientos habituales del señor de Chabrillanne y no podía aguantarlo. Allí estaba aquel rústico diputado adoptando precisamente el tono de siniestra burla con que él y los de su clase solían tratar a sus víctimas del Tercer Estado. Y para irritarlo más todavía, André-Louis, siempre en su papel de Scaramouche, sacó su caja de rapé y la alargó con pulso firme a Le Chapelier antes de servirse él.

Todo parecía indicar que Chabrillanne, después de lo que había tenido que sufrir, no iba a tener ni siquiera una salida airosa.

—De acuerdo, señor —dijo—, a las nueve en punto. Ya veremos si luego habláis con tanta petulancia.

Y acto seguido se escabulló entre las befas de los diputados bretones. Para colmo, también los rapazuelos que se encontró al bajar por la rue Dauphine se burlaron de él, riéndose del barro que manchaba sus fondillos[26] de raso y los faldones de su elegante casaca.

Pero, aunque exteriormente se mofaban de Chabrillanne, en el fondo los miembros del Tercer Estado temblaban de miedo e indignación. Aquello era demasiado. Lagron había muerto a manos de uno de aquellos espadachines, y ahora su sucesor también era desafiado, y moriría un día después de ocupar el puesto del muerto. Varios diputados le pidieron a André-Louis que no fuera al Bois al día siguiente, que ignorara el desafío y todo aquel asunto, pues no era más que un deliberado intento de asesinarlo. El joven escuchó seriamente, sacudió la cabeza y prometió que lo pensaría.

En la sesión de la tarde estaba otra vez en su escaño de la Asamblea, sereno, como si nada le preocupara.

Pero al otro día por la mañana, cuando la Asamblea se reunió, su asiento y el del señor de Chabrillanne estaban vacíos. El temor y la angustia reinaban entre los miembros del Tercer Estado, y sus debates tenían un tono áspero que no era habitual. Unos desaprobaban la falta de circunspección del recién reclutado diputado, otros criticaban su temeridad, y sólo unos pocos —los pertenecientes al grupito de Le Chapelier— tenían esperanzas de volverlo a ver.

De modo que muchos se sorprendieron aliviados cuando, unos minutos después de las diez, lo vieron entrar, tranquilo y sereno, y dirigirse a su asiento. El orador que ocupaba la tribuna en aquel momento, un miembro del partido de los privilegiados, se interrumpió y le miró boquiabierto, entre incrédulo y desalentado. Había algo incomprensible en todo aquello. Entonces, como queriendo conciliar el asombro de ambos bandos de la Asamblea, alguien explicó desdeñosamente lo que había pasado:

—No ha habido duelo. Éste se acobardó en el último momento.

Así debía de ser, pensaron todos. Cesó la expectación y todos volvieron a arrellanarse en sus asientos. Cuando André-Louis oyó aquella voz explicando el caso para satisfacción de todos, se detuvo un momento antes de sentarse. Pensó que debía esclarecer los hechos, y dijo:

—Señor presidente, presento mis excusas por haber llegado tarde.

Desde luego, André-Louis no tenía que dar ninguna explicación. Aquello no era más que un golpe de efecto teatral, tan en consonancia con el temperamento de Scaramouche, que no podía renunciar a él. Por eso continuó:

—Me he retrasado un poco debido a un compromiso impostergable. También os presento excusas en nombre del caballero de Chabrillanne quien, desgraciadamente, en lo sucesivo estará permanentemente ausente de su puesto de la Asamblea.

Un silencio sepulcral cayó sobre los allí reunidos. Y André-Louis se sentó.