Capítulo VII

UNA mañana de agosto Le Chapelier llegó a la academia de esgrima acompañado por un hombre cuya hercúlea estatura y desagradable rostro le resultaron familiares a André-Louis. Tendría unos treinta años, y unos ojos muy pequeños hundidos en una cara enorme.

Sus pómulos eran prominentes, su nariz estaba torcida como si le hubieran dado un puñetazo, y su boca casi no tenía forma debido a una cicatriz, pues un toro le había corneado la cara cuando era niño.

Y por si fuera poco, para hacer más horrible su apariencia, las mejillas estaban marcadas por la viruela. Vestía chabacanamente una casaca escarlata que casi le llegaba a los tobillos y calzaba unas botas salpicadas de barro.

Su camisa, algo empercudida, estaba desabrochada en el pecho, donde caía una tirilla siempre deshecha, lo cual permitía ver un cuello tan musculoso como sus hombros. En su mano izquierda balanceaba sin cesar un bastón, que era casi una cachiporra, y en el sombrero cónico llevaba una escarapela. Erguía la cabeza, como en constante desafío, y su aire era truculento, imponente.

Le Chapelier, también con expresión grave, se lo presentó a André-Louis:

—Éste es Danton, de quien ya habrás oído hablar. Es un colega, también abogado, fundador y presidente del Club de los Cordeliers.

Por supuesto que André-Louis había oído hablar de aquel hombre.

¿Quién no lo conocía aunque fuera de oídas?

Ahora recordaba dónde le había visto. Era aquel hombre que se había negado a quitarse el sombrero en la Comedia Francesa la noche de la tormentosa representación de la tragedia Charles IX.

Mientras le contemplaba, André-Louis se preguntó por qué casi todos los jefes de la revolución tenían la viruela.

Mirabeau, el periodista Desmoulins, el filántropo Marat, Robespierre, el abogadillo de Arras, aquel colosal Danton y otros que André-Louis recordaba, mostraban en su rostro las cicatrices de la viruela. Casi estaba por pensar que había alguna relación entre ambas cosas.

¿Producirían las viruelas ciertos resultados morales que conducían a la Revolución?

El vozarrón de Danton rompió el hilo de sus especulaciones.

—Éste… Chapelier, me ha hablado de ti. Dice que eres un patriota…

Más que por el tono, André-Louis se sobresaltó por las irrepetibles obscenidades que el gigante prodigaba ante un extraño. Se echó a reír. No podía hacer otra cosa.

—Si te ha dicho eso, sólo ha dicho la verdad. Soy un patriota. El resto, mi modestia me obliga a ignorarlo.

—Según parece, también eres un bromista —vociferó el otro, riéndose con tanta estridencia que los cristales de las ventanas temblaron—. No te ofendas por lo que digo. Así soy yo.

—¡Qué pena! —dijo André-Louis.

Esta frase desconcertó a Danton.

—¿Eh? ¿Qué significa esto, Chapelier? ¿De qué se las da tu amigo?

El acicalado bretón, que al lado de su acompañante parecía un petimetre, aunque compartía con Danton cierta brutalidad en sus modales, se encogió de hombros.

—Es que simplemente no le gustan tus maneras, lo cual no me sorprende, pues tu educación es execrable.

—¡Bah! Todos ustedes los… bretones son iguales. Hablemos de lo que nos ha traído aquí. ¿No sabes lo que ocurrió ayer en la Asamblea? ¿No? ¡Dios mío! ¿En qué mundo vives? ¿No sabes tampoco que el otro día ese canalla que se autodenomina rey de Francia permitió pasar por nuestro territorio a las tropas austriacas que van a aplastar a los que en Bélgica luchan por la libertad? ¿Cómo rayos no sabes nada de esto?

—Sí —dijo André-Louis fríamente, disimulando su indignación ante los aspavientos de su interlocutor—. He oído decir algo.

—¡Ah! ¿Y qué piensas?

Con los brazos en jarras, el coloso miraba desde arriba a André-Louis, quien se volvió a Le Chapelier, y dijo:

—No entiendo nada. ¿Has traído aquí a este caballero para que examine mi conciencia?

—¡Maldita sea! ¡Es más arisco que un puercoespín! —protestó Danton.

—No, no —dijo Le Chapelier con tono conciliador—. Es que necesitamos tu ayuda, André-Louis. Danton piensa que tú eres el hombre que necesitamos. Ahora escucha…

—Eso es. Habla tú con él —agregó Danton—. Ambos hablan el mismo remilgado francés de… Seguramente que se entenderán.

Le Chapelier prosiguió sin hacer caso de la interrupción:

—La violación que ha cometido el rey, quebrantando los más elementales derechos de un país que está elaborando una Constitución que le hará libre, ha destruido las pocas ilusiones que nos quedaban. Algunos han llegado a decir que el rey es el peor enemigo de Francia. Pero esto, por supuesto, es exagerado.

—¿Quién dice eso? —gritó Danton echando horribles maldiciones para expresar su discrepancia. Le Chapelier le hizo seña para que se callara, y continuó:

—De todas maneras, ese hecho ha sido la gota que colma el vaso, pues sumado a todo lo demás, ha conseguido alterar la Asamblea. La guerra se ha declarado otra vez entre el Tercer Estado y los privilegiados…

—¿Acaso hubo paz alguna vez?

—Quizá no. Pero ahora todo presenta un nuevo cariz. ¿No has oído hablar del duelo entre Lameth y el duque de Castries?

—Es un asunto sin importancia.

—En sus resultados, sí. Pero pudo haber sido peor. En todas las sesiones se insulta y se desafía a Mirabeau. Pero él no se deja provocar y sigue su camino con sangre fría. Otros no son tan circunspectos; a cada insulto responden con otro insulto, golpe por golpe, y todos los días corre la sangre en duelos personales. Los espadachines de la nobleza han reducido el asunto a eso.

André-Louis movió la cabeza en un gesto afirmativo. Estaba pensando en Philippe de Vilmorin.

—Sí —dijo—, es un viejo ardid. Y es tan sencillo y directo como ellos mismos. Lo que me asombra es que no hayan empleado antes ese recurso. En los primeros días de la Asamblea General, en Versalles, podía haberles resultado muy eficaz. Ahora me parece que es un poco tarde.

—¡Maldita sea, por eso mismo quieren recuperar el tiempo perdido! —estalló Danton—. Aquí y allí se multiplican los desafíos entre esos matones, que son espadachines profesionales, y los pobres diablos togados que sólo saben esgrimir la pluma. Son verdaderos… asesinatos. Pero si yo empezara a romperles las cabezas a los nobles con mi bastón y a retorcerles el pescuezo con mis manos, la ley me condenaría a la horca. ¡Y eso en un país que se esfuerza por conquistar su libertad! ¡… Dios! Ni siquiera me dejan ponerme el sombrero en el teatro. Pero ellos… esos…

—Tienes razón —dijo Le Chapelier—. La situación es insoportable. Hace dos días, el señor de Ambly amenazó a Mirabeau con su bastón en presencia de toda la Asamblea. Ayer el señor de Faussigny se levantó para arengar a los suyos invitándoles a matar. «¿Por qué no matáis a esos granujas con vuestras espadas?». Eso gritó delante de todos.

—Eso es mucho más sencillo que hacer leyes —dijo André-Louis.

—Lagron, el diputado por Ancenis, en el distrito del Loira, le contestó algo que no oímos. Al salir del salón del Manége, uno de esos matones diestros en la espada le insultó groseramente. Lagron se limitó a dar un codazo y seguir de largo; pero aquel tipejo gritó que le había golpeado, y le desafió. Esta mañana se batieron en los Champs Elysées, y, por supuesto, Lagron murió con el estómago atravesado por un hombre que esgrimía como un maestro, mientras que el pobre Lagron ni siquiera llevaba espada. Tuvieron que prestarle una.

André-Louis seguía pensando en Philippe de Vilmorin, cuyo caso veía ahora repetido hasta en los más mínimos detalles, y sintió que le hervía la sangre en las venas. Apretó los puños y las mandíbulas. Los ojillos de Danton lo escudriñaban.

—¿Y bien? ¿Qué piensas de todo eso? «Nobleza obliga», ¿eh? Si ellos se sienten obligados a honrar su nombre, nosotros también estamos obligados a… a ésos… Debemos pagarles con la misma moneda; luchar con sus mismas armas, aniquilarlos y mandarlos al mismísimo infierno.

—Sí, pero ¿cómo?

—¿Cómo? ¡Maldita sea! ¿No lo he dicho ya?

—Por eso necesitamos tu ayuda —agregó Le Chapelier—. Entre tus mejores discípulos debe de haber hombres de sentimientos patrióticos. La idea de Danton es que un grupo de ellos, digamos unos seis contigo a la cabeza, podrían escarmentar a esos matones.

André-Louis frunció el ceño.

—¿Y cómo piensa el señor Danton que eso podría hacerse?

El aludido contestó con vehemencia:

—Muy sencillo. Os dejamos apostados en el salón del Manége a la hora en que se suspende la sesión de la Asamblea. Os decimos quiénes son los seis flebotomianos[24] que nos están desangrando, y dejamos que les insultéis, antes de que ellos tengan tiempo de insultar a nuestros representantes. Y mañana por la mañana, esos seis… sangradores serán a su vez desangrados secundum artem[25]. Esto asustará a los otros. Y si fuera necesario, la dosis podría repetirse para asegurar la curación. Cuantos más de esos… matéis, mejor.

Se calló y su cetrino semblante enrojeció entusiasmado con la idea. André-Louis le contemplaba, con expresión inescrutable.

—Y bien, ¿qué dices?

—Que es muy ingeniosa la idea —dijo André-Louis, volviéndose a mirar por la ventana.

—¿Y eso es todo?

—No digo todo lo que pienso porque, probablemente no me vais a comprender. Al menos tú, Danton, tienes la excusa de que no me conoces; pero tú, Isaac, ¿cómo se te ocurre traer aquí a este caballero con semejante proposición?

Le Chapelier parecía confuso.

—Confieso que vacilé —se disculpó—. Pero Danton no quiso oírme cuando le expliqué que esto no sería de tu agrado.

—No quise creerte —rugió Danton manoteándole casi en la cara a Le Chapelier—, porque me dijiste que este hombre era un patriota. El patriotismo no conoce escrúpulos. ¿Y tú le llamas patriota a este melindroso profesor de minué?

—¿Te convertirías tú en asesino por patriotismo?

—Por supuesto. ¿No he dicho ya que contento iría con mi porra y los aplastaría como si fueran… cucarachas?

—Y entonces, ¿por qué no lo haces?

—¿Por qué? También lo dije antes. Porque me ahorcarían.

—¿Y qué importa que te ahorquen si es en nombre de la patria? ¿Por qué, como un nuevo Curcio, no saltas al vacío, si estás tan seguro de que tu país se beneficiaría con tu muerte?

Danton contestó exasperado:

—Porque mi país se beneficia mucho más si estoy vivo.

—Pues yo también participo de esa vanidad, señor mío.

—¿Tú? ¿Qué peligro habría para ti? Eres un experto, lucharías en un …duelo igual que ellos.

—¿No se te ha ocurrido pensar que la Ley juzgaría implacablemente a un profesor de esgrima que mate a su adversario, sobre todo si ha sido ese profesor quién ha provocado el duelo?

—¡Diablos! —gritó Danton con un gesto de desprecio—. Ahora resulta que tienes miedo.

—Si te gusta pensar eso, puedes hacerlo. Tengo miedo de hacer astuta y traidoramente lo que un apasionado patriota como tú tiene miedo de hacer franca y abiertamente. Tengo también otras razones. Pero con ésta basta.

Danton se quedó boquiabierto, y acto seguido empezó a despotricar echando sapos y culebras por la boca.

—¡Maldita sea! Tienes razón —admitió para sorpresa de André-Louis—. Tienes razón y yo estoy equivocado. Soy tan cobarde y tan mal patriota como tú.

Entonces invocó a todos los próceres del Panteón como testigos de su autocrítica. Y agregó:

—Sólo que, ya ves, yo soy alguien importante, y si me cogen y me ahorcan… ¡No! Tenemos que encontrar otra forma de hacerlo. Perdona las molestias. Adiós.

Y tendió su manaza a André-Louis. Le Chapelier permanecía vacilante, alicaído.

—André, lamento mucho lo ocurrido…

—No hace falta que digas nada, por favor. Vuelve pronto por aquí. Me gustaría que te quedaras un rato más, pero ya casi son las nueve y mi primer discípulo está al llegar.

—Yo tampoco permitiría que se quedara —dijo Danton mientras arrastraba a Le Chapelier hasta la puerta—. Tenemos que encontrar el modo de suprimir al señor de La Tour d’Azyr y a sus amigos.

—¿A quién?

La pregunta sonó como un pistoletazo en los oídos de Danton, haciendo que se detuviera en seco. Dio media vuelta, y Le Chapelier también.

—He dicho que hay que suprimir al señor de La Tour d’Azyr.

—¿Ese caballero tiene algo que ver con la proposición que me acaban de hacer?

—¡Claro que tiene que ver! Él es el jefe de los matones.

Y Le Chapelier añadió:

—Él fue quien mató a Lagron.

—No será amigo tuyo, ¿verdad? —preguntó Danton.

—¿Y es a La Tour d’Azyr a quien tengo que matar? —preguntó André-Louis lentamente, como sumido en sus pensamientos.

—En efecto —dijo Danton—. Y no es trabajo para un aprendiz, de eso puedes estar seguro.

—¡Ah, bueno, eso es harina de otro costal! —dijo André-Louis pensando en voz alta—. Eso es una gran tentación para mí.

—¿Entonces…? —exclamó el hombretón dando un paso hacia André-Louis.

—Espera un momento —dijo André-Louis levantando una mano; y entonces, cabizbajo, paseó por la habitación, como si estuviera ausente, extraviado en sus meditaciones. Le Chapelier y Danton se miraron, luego le miraron a él y esperaron a que lo pensara.

André-Louis estaba admirado. ¿Cómo no se le había ocurrido antes aquella idea para saldar la cuenta pendiente con el señor de La Tour d’Azyr? ¿Para qué había adquirido tanta destreza en la esgrima si no la usaba para vengar a Vilmorin y para salvar a Aline de su propia ambición? ¡Qué fácil sería insultar gravemente al señor de La Tour d’Azyr y concluir el asunto! Eso sería un asesinato, casi tan artero como el que cometió el marqués con Philippe de Vilmorin, pues ahora las posiciones se habían invertido, y era André-Louis quien mejor dominaba la esgrima. Era un obstáculo moral del que André-Louis podía desentenderse. Pero quedaba aún el obstáculo legal que él le había expuesto a Danton. Las leyes seguían existiendo en Francia, las mismas leyes que le impidieron actuar legalmente contra el marqués, pero que en aquel caso caerían sobre él con todo su peso. Y entonces, súbitamente, como en una inspiración, André-Louis vio el camino. Un camino que probablemente haría recaer la justicia sobre el señor de La Tour d’Azyr, que haría que fuera él mismo quien, con su insolencia, con su confianza en sí mismo, se arrojara sobre la espada de André-Louis.

Se volvió a los políticos y le notaron muy pálido. Sus ojos obscuros brillaban de un modo enigmático.

—Probablemente resulte un poco difícil encontrar alguien que sustituya a ese pobre Lagron —dijo—. Nuestros paisanos no tendrán muchas ganas de morir atravesados por las espadas de los privilegiados.

—Es bastante cierto —dijo Le Chapelier, sombrío, y entonces, como si de pronto le hubiera leído el pensamiento a André-Louis, gritó—: ¡André-Louis! ¿Quieres ser su suplente?

—Eso mismo estaba pensando. Eso legitimaría mi presencia en la Asamblea. Si el señor de La Tour d’Azyr decide provocarme, su sangre caerá sobre su propia cabeza. No seré yo quien lo impida —sonrió de un modo extraño—. Yo no soy más que un pícaro que busca la manera de ser honrado. De hecho, sigo siendo Scaramouche; un hijo de la sofistería. ¿Creéis que Ancenis me querrá como su representante?

—¿Tener a Omnes Omnibus como representante? —exclamó Le Chapelier alborozado—. Para Ancenis eso será el mayor orgullo. No es lo mismo que representar a Nantes o a Rennes, como antes te propuse. Pero de todas maneras serás la voz de Bretaña.

—¿Tendré que ir a Ancenis?

—Eso no será necesario. Bastará una carta mía a la municipalidad para que confirmen tu designación enseguida. No tienes que salir de París. En un par de semanas todo quedará arreglado. ¿Te parece bien?

André-Louis siguió pensando antes de dar una respuesta definitiva. Estaba el trabajo en su academia, aunque Le Due y Galoche podrían encargarse de las clases mientras él se limitaba a dirigirlos. Después de todo, ya Le Due era un maestro consumado y digno de confianza. En cualquier caso, si era necesario, podía emplear a un tercer ayudante.

—Bien, acepto —dijo por fin.

Le Chapelier le estrechó la mano dándole las gracias, pero el hombretón de la casaca escarlata, que seguía en la puerta, los interrumpió:

—Exactamente ¿qué es lo que se traen entre manos? —preguntó—. ¿Si te hacen representante de Bretaña no tendrás escrúpulo en matar de una estocada al marqués?

—Si el señor marqués así lo desea, como sin duda sucederá, no tendré ningún inconveniente.

—Advierto la distinción. Eres muy ingenioso —dijo Danton entre burlón y despreciativo, y volviéndose a Le Chapelier, añadió—: ¿Cómo dices que empezó este…, como abogado, verdad?

—Sí, primero fue abogado y después saltimbanqui.

—¡Y he aquí el resultado!

—Como si dijéramos. Después de todo, tú y yo nos parecemos en algo —dijo André-Louis.

—¿Qué?

—Al igual que tú, una vez yo incité a otros para que mataran al hombre que yo quería ver muerto. Por supuesto, tú dirías que eso es una cobardía.

Le Chapelier se preparó para lo peor, dispuesto a separar a los dos hombres, pues un nubarrón apareció en la frente del gigante. Pero enseguida se disipó, y una gran carcajada vibró en la habitación.

—Me has tocado por segunda vez, y en el mismo sitio. Se ve que sabes esgrimir, muchacho. Seremos buenos amigos. Puedes visitarme en la rue des Cordeliers. Cualquier golfo en el barrio te dirá dónde está la casa de Danton. Desmoulins vive en los bajos. Te espero cualquiera de estas tardes. Para un amigo siempre hay una botella de vino.