Capítulo VI

TRAS abrir la portezuela, el lacayo bajó la escalerilla y extendió un brazo para ayudar a apearse a su señora. La dama era una mujer de algo más de cuarenta años, que debió de haber sido muy bella y que aún resultaba de buen ver gracias a ese refinamiento que con la edad aumenta en algunas mujeres. Tanto su vestido como su coche denotaban una elevada alcurnia.

—Me despido, pues veo que tienes visita —dijo André-Louis.

—¡Pero si es una antigua conocida tuya! ¿No te acuerdas de la condesa de Plougastel?

Él miró a la señora que se acercaba y hacia la cual ya corría Aline. Hubiera debido reconocerla al momento, aunque hacía dieciséis años que no la veía. Ahora acudía a su recuerdo la preciosa imagen, un tesoro de su memoria que nunca debió permitir que ulteriores sucesos borraran.

Cuando él tenía diez años, poco antes de que lo enviaran a la escuela de Rennes, aquella dama había visitado al señor de Kercadiou, que era su primo. Fue cuando él vivía en la casa de Rabouillet, y allí le presentaron a la señora de Plougastel. La gran dama, en todo el esplendor de su belleza, con su voz tan dulce y con aquella manera de hablar tan refinada —tan culta que parecía hablar una lengua desconocida en Bretaña—, desplegando esa majestuosidad del gran mundo, al principio asustó un poco al niño que entonces él era. Pero pronto ella disipó gentilmente aquellos temores y, con cierto misterioso encanto, se ganó la admiración del chiquillo. Ahora André-Louis recordaba el terror que le sobrecogió cuando le ordenaron que la abrazara y cómo después se separó a regañadientes de aquellos brazos suaves y bien contorneados. Recordaba también que ella olía como a perfume de lilas, pues nada es más tenaz que la reminiscencia olfativa.

Durante los tres días que la dama permaneció en Gavrillac, él fue diariamente a su casa, y pasó varias horas en su compañía. Como ella no tenía hijos y su instinto maternal era muy fuerte, pronto se encariñó con aquel niño de ojos precozmente inteligentes.

—Dámelo, primo Quintin —recordó que ella le dijo el último día a su padrino—. Déjame llevarlo a Versalles como hijo adoptivo.

Pero el señor de Kercadiou dijo que no con la cabeza, muy serio y en silencio, y no se habló más del asunto. Y entonces, cuando se despidió de él —sólo ahora lo recordaba— la dama tenía lágrimas en los ojos.

—Piensa en mí alguna vez, André-Louis —fueron sus últimas palabras.

Ahora también evocaba cuánto le había halagado ganarse en tan poco tiempo el afecto de la gran dama. Esta sensación de regocijo le duró varios meses, hasta que finalmente cayó en el olvido.

Pero ahora, al cabo de dieciséis años, lo recordaba todo nítidamente. ¿Cómo no reconoció enseguida a aquella joven de entonces transformada en una dama madura, mundana, con ese aire digno y sosegado de los que se saben dueños de sí mismos? André-Louis no dejaba de reprochárselo en silencio.

Aline la abrazó cariñosamente, y luego, contestando a la interrogadora mirada que la dama dirigió a su acompañante, le explicó:

—Es André-Louis. ¿No os acordáis de él, señora?

La dama se quedó en vilo, casi sin aliento. Y entonces aquella voz que André-Louis recordaba tan musical, ahora más profunda, repitió su nombre:

—¡André-Louis!

Por el tono de su voz, André-Louis intuyó que tal vez su nombre despertaba en la condesa recuerdos asociados con la juventud perdida. La dama se detuvo a observarlo durante largo rato con los ojos muy abiertos, mientras él se inclinaba ante ella.

—Por supuesto que me acuerdo de él —dijo acercándose y tendiéndole la mano que él besó sumisa e instintivamente—. ¿Cómo ha podido crecer tanto? —se asombró contemplándole atentamente. Y André-Louis se sonrojó al oír la satisfacción que delataba la voz de la señora. Ahora le parecía que súbitamente remontaba aquellos dieciséis años transcurridos, para volver a ser el chiquillo bretón de entonces. La dama se volvió a Aline—: Supongo que el señor de Kercadiou estará encantado de haberle vuelto a ver, ¿verdad?

—Tan encantado, señora, que enseguida me ha puesto de patitas en la calle —dijo André-Louis.

—¡Ah! —exclamó la dama frunciendo las cejas y sin dejar de mirarlo con sus ojos negros—. Tenemos que arreglar eso, Aline. Debe de estar muy enfadado con vos. Pero ésos no son modos. Yo defenderé vuestra causa, André-Louis. Soy una buena abogada.

Él le dio las gracias y se despidió:

—Muy agradecido, dejo mi causa en vuestras manos. Y os presento mis respetos, señora.

Y así, a pesar de la mala acogida de su padrino, André-Louis tarareaba una canción mientras el coche amarillo lo llevaba de vuelta a su casa en París. Aquel encuentro con la señora de Plougastel le había animado, y su promesa de defender su causa junto con Aline le daba la seguridad de que todo acabaría bien.

Esa confianza se confirmó cuando el siguiente jueves, a mediodía, el señor de Kercadiou apareció en la academia de esgrima. Gilles, el paje, le anunció la visita, y André-Louis, interrumpiendo enseguida la lección que estaba impartiendo, se quitó la careta y echó a correr —con su chaleco de gamuza abotonado hasta el cuello y el florete bajo el brazo— hasta el modesto salón de la planta baja donde le esperaba su padrino. El señor de Gavrillac se levantó para recibirle como si estuviera retándolo.

—Me han convencido de que debo perdonarte —anunció huraño, como dando a entender que había aceptado sólo para que no le importunaran más.

André-Louis no se dejó engañar. Sabía que no era más que una pose adoptada por su padrino para quedar en posición airosa.

—Benditas sean las personas que os convencieron. Soy tan feliz que me vuelve el alma al cuerpo, padrino.

Tomó la mano que el señor de Gavrillac le ofrecía, y la besó, cediendo al impulso de la costumbre de sus días infantiles. Era un acto de total sumisión, que restablecía entre ellos el lazo de protegido y protector, con todos los mutuos deberes y derechos que eso implicaba. Más que las palabras, aquel gesto simbolizaba la paz con aquel hombre que tanto lo quería. El rostro del señor de Kercadiou se puso más rojizo que de costumbre. Sus labios temblaron cuando, con la voz ronca de emoción, murmuró:

—¡Hijo querido! —y entonces se animó, irguiendo su gran cabeza y frunciendo el ceño. Su voz se había aclarado—. Supongo que admitirás que te has portado terriblemente… terriblemente… e ingratamente.

—Eso depende del punto de vista, ¿no? —dijo André-Louis con su tono de voz más amable y conciliador.

—Depende de los hechos y no de los puntos de vista. Y ya que me han convencido para que olvide lo pasado, confío en que, de hoy en adelante, tendrás intención de enmendarte.

—Tengo la intención de… de no participar en cuestiones políticas —asintió André-Louis, pues esto era lo más que podía decir sin faltar a la verdad.

—Algo es algo.

El padrino cedió al ver que por lo menos hacía una concesión a su justo resentimiento.

—¿No queréis sentaros, padrino?

—No, no. Vengo a buscarte para que me acompañes a hacer una visita. Mi perdón se lo debes a la señora de Plougastel. Quiero que vengas conmigo a darle las gracias.

—Es que tengo aquí compromisos… —empezó a decir André-Louis, pero cambió de idea—: ¡No importa! Arreglaré el asunto. Es sólo un momento…

Y cuando se disponía a volver a la academia, su padrino se fijó en el florete que llevaba bajo el brazo y le preguntó:

—¿Qué compromisos? ¿Por casualidad eres profesor de esgrima?

—Profesor y dueño de esta academia, que era del difunto Bertrand des Amis, la más floreciente que hay actualmente en todo París.

Su padrino quedó estupefacto.

—¿Eres dueño de todo esto?

—Sí, heredé la academia cuando murió Bertrand des Amis.

Dejando que su padrino siguiera pensando en aquella novedad, André-Louis subió a arreglar el asunto con sus ayudantes y a vestirse.

—¿De modo que por eso ahora ciñes espada? —dijo el señor de Kercadiou más tarde, cuando subía al coche con su ahijado.

—Por eso, y porque en los tiempos que corren todos tenemos que ir armados.

—¿Y cómo se explica que un hombre que vive de una profesión honrada, vinculada sobre todo a la nobleza, pueda al mismo tiempo mezclarse con esos picapleitos, filósofos y panfletistas, que esparcen por doquier la difamación y la rebeldía?

—Olvidáis que también soy picapleitos, y que lo soy por deseo vuestro, caballero.

El señor de Kercadiou refunfuñó, tomó un poco de rapé, y le preguntó:

—¿Dices que la academia es floreciente?

—Así es. He tenido que tomar dos ayudantes. Y ya necesito un tercero. Tenemos mucho trabajo.

—Eso significa que estás en una posición holgada.

—No me puedo quejar. Gano más de lo que necesito.

—Entonces podrás contribuir a pagar la Deuda Nacional —gruñó el noble, contento de que el mal que André-Louis había fomentado recayera sobre él mismo.

Y entonces la conversación se desvió hacia la señora de Plougastel. Aunque no adivinaba la razón, André-Louis pudo darse cuenta de que al señor de Kercadiou no le gustaba hacer aquella visita. Pero la señora condesa era una mujer muy testaruda a la que no se podía negar nada, y a la que todo el mundo obedecía. El señor de Plougastel estaba ausente, en Alemania, pero regresaría pronto. Era una indiscreción de su padrino, pues esa información permitía inferir fácilmente que el señor de Plougastel era uno de los intrigantes emisarios que iban y venían entre la reina de Francia y su hermano, el emperador de Austria.

El carruaje se detuvo ante una hermosa residencia del Faubourg St. Denis que hacía esquina con la rue Paradis. Un sirviente condujo a los visitantes a un salón donde relumbraban los dorados y los brocados, con vista a una terraza que daba a un jardín que era más bien un parque en miniatura. Allí les esperaba la condesa. Se levantó, despidió a una joven que solía leerle, y avanzando con las manos tendidas fue a saludar a su primo Kercadiou.

—Casi temía que no cumpliríais vuestra palabra —dijo—. Pero fui injusta, pues veo que habéis logrado traerle —y su mirada risueña le dio la bienvenida a André-Louis.

El joven respondió con una galantería:

—Vuestro recuerdo, señora, está tan grabado en mi corazón que no era preciso convencerme para que viniera.

—¡Ah, pero si es todo un perfecto cortesano! —exclamó la condesa, tendiéndole la mano—. Tenemos que hablar un poco, André-Louis —añadió con una gravedad que le inquietó vagamente.

Se sentaron y durante un rato la conversación giró en torno a temas generales, como el trabajo que desempeñaba André-Louis y otras cosas por el estilo. Mientras tanto, ella no dejaba de examinarlo atentamente con ojos ávidos, hasta que André-Louis se sintió de nuevo asaltado por la inquietud. Intuitivamente supo que aquélla no era una simple visita de cortesía, que le habían llevado allí por algo mucho menos sencillo.

Al fin, como si estuviera planeado de antemano, el señor de Gavrillac, que era la persona menos indicada para cubrir las apariencias, se levantó y con el pretexto de ir a ver el jardín salió a la terraza, sobre cuya balaustrada de mármol se derramaban los geranios. Después desapareció entre el follaje.

—Ahora podemos hablar con más intimidad —dijo la condesa—. Sentaos aquí, a mi lado —dijo mostrándole la mitad desocupada del sofá. Aunque no las tenía todas consigo, André-Louis obedeció.

—Como sabéis —dijo gentilmente, colocando una mano sobre el brazo de su invitado—, os habéis portado mal y el resentimiento de vuestro padrino era fundado.

—Si yo supiera eso, señora, sería el más desgraciado, el más angustiado de los hombres.

Y a continuación argumentó lo mismo que el domingo anterior en casa de su padrino.

—Lo que hice se debió a que era el único medio que tenía a mano, en un país donde la justicia estaba atada de pies y de manos por los privilegiados, para declararle la guerra al canalla que asesinó a mi mejor amigo. Fue un asesinato brutal e injustificado, que ningún juez quiso castigar. Y por si fuera poco, y perdonadme si os hablo con entera franqueza, ese mismo asesino sedujo después a la mujer con la que pensaba casarme.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella.

—Perdonadme. Sé que es horrible. Pero así comprenderéis tal vez lo que sufrí, y cómo me vi obligado a hacer lo que hice. El último asunto del que me culpan, el motín en el Teatro Feydau, que después se extendió a toda la ciudad, lo provoqué por esa razón.

—¿Y quién era ella?

Como todas las mujeres, pensó André-Louis, la condesa sólo se fijaba en lo que no era esencial.

—¡Oh! Era una actriz, una pobre ignorante que ahora no lamento haber perdido. Binet era su apellido. En aquel entonces, yo también actuaba en la compañía de la legua de su padre. Porque después del asunto de Rennes, tuve que ocultarme detrás de una máscara, ya que la justicia imperante en Francia me perseguía para llevarme a la horca.

—¡Pobre muchacho! —dijo ella tiernamente—. Sólo el corazón de una mujer puede comprender lo que habéis sufrido. Por eso es más fácil perdonaros. Pero ahora…

—Ah, pero veo que no me comprendéis del todo, señora. Si yo creyera que sólo fueron motivos personales los que me hicieron participar en la santa causa de la abolición de los privilegios, me suicidaría. Mi verdadera justificación radica en la falta de sinceridad de aquellos que quisieron convertir la Asamblea General en un fraude para engañar a la nación.

—¿Y no es prudente la insinceridad en esos asuntos?

Él la miró asombrado.

—¿Acaso puede ser prudente la hipocresía?

—¡Oh, sí! Puede serlo. Creedme, tengo más años y experiencia que vos.

—Yo diría, señora, que no puede ser prudente nada que complique la existencia, y nada la complica tanto como la falta de sinceridad.

—Pero seguramente, André-Louis, no estaréis tan pervertido como para no ver que todos los países necesitan una clase gobernante.

—Por supuesto. Pero no necesariamente por derecho hereditario.

—¿Y de qué otra forma sería posible?

—El hombre —sentenció epigramáticamente[23] André-Louis— es hijo de sus propias obras. Esa herencia es mucho más importante que la prosapia. Un país donde esa herencia predomine será muy superior.

—Pero… entonces ¿no le otorgáis ninguna importancia a la cuna dónde se nace?

—Ninguna, señora. De otro modo, tendría que avergonzarme de la mía.

La dama se ruborizó, y André-Louis creyó haberla ofendido con su indelicadeza. Pero, en lugar del reproche que esperaba, ella le preguntó:

—¿Y no os avergüenza? ¿Nunca, André?

—Nunca, señora. Estoy contento.

—¿No habéis echado nunca en falta el cuidado de vuestros padres?

Él se echó a reír, sin tomar en serio aquella caritativa pregunta que juzgó tan superflua.

—Al contrario, señora. Tiemblo al pensar lo que hubieran podido hacer de mí, y estoy muy orgulloso de haberme hecho a mí mismo.

Ella le miró un momento con tristeza, y luego sonrió moviendo graciosamente la cabeza.

—Desde luego, orgullo no os falta. Sin embargo, deberíais ver las cosas desde otro ángulo. Éste es un momento de grandes oportunidades para un joven con talento y energía. Yo puedo ayudaros. Quizá podría ayudaros a llegar muy lejos si me permitierais hacerlo a mi manera.

Sí, pensó André-Louis, le ayudaría enviándole también a Austria con mensajes traidores de la reina, como al señor de Plougastel. Eso sin duda le llevaría muy lejos. Pero contestó diplomáticamente:

—Os lo agradezco, señora. Pero comprenderéis que no puedo servir a ninguna causa que se oponga a mis ideales.

—Os dejáis llevar por prejuicios, André-Louis; por agravios personales. ¿Vais a permitir que se interpongan en vuestro camino?

—Si lo que yo llamo ideales son realmente prejuicios, ¿sería honesto oponerme a ellos aun cuando son lo que pienso?

—¿Y si yo pudiera convenceros de que estáis equivocado? Yo podría encontraros un empleo digno de vuestro talento. En el servicio del rey prosperaríais rápidamente. ¿Queréis pensarlo detenidamente y volvemos a hablar del tema en otra ocasión?

Pero André-Louis contestó con fría cortesía:

—Me temo que es inútil, señora. Me halaga vuestro interés y os lo agradezco. Pero es una desgracia que yo sea tan cabeciduro.

—¿Y ahora, quién es el que peca de hipócrita? —preguntó ella.

—Ah, señora, como veréis, es la falta de sinceridad la que nos lleva a conclusiones erróneas.

Y entonces apareció el señor de Kercadiou, un poco nervioso, diciendo que tenía que regresar a Meudon, y que se llevaría a su ahijado para dejarlo en su casa.

—Quiero que vengáis otra vez, Quintín —dijo la condesa al despedirse de los dos.

—Volveremos cualquier día de éstos —contestó vagamente el señor de Gavrillac mientras empujaba a su ahijado para que entrara en el carruaje. Una vez dentro del vehículo, le preguntó de qué había hablado con la condesa.

—Es muy amable, y muy cariñosa —dijo André-Louis pensativo.

—¡Maldita sea! No te he preguntado tu opinión sobre ella, sino qué te ha dicho…

—Trató de sacarme de mi erróneo camino. Habló de las grandes cosas que yo podría hacer, brindándome su generosa ayuda, si es que me decidía a sentar la cabeza. Pero como no existen los milagros, no le di muchas esperanzas.

—Ya veo. ¿Te dijo algo más?

La pregunta era tan apremiante, que André-Louis se volvió para mirarle.

—¿Qué más esperabais que me dijera, padrino?

—¡Oh, nada!

—Entonces, ¿la visita ha resultado tan buena como esperabais?

—¿Eh? ¡Diablos! ¿Por qué no hablas claro, de modo que cualquiera te entienda sin tener que pensar tanto?

Durante el resto del trayecto hasta la rue du Hasard, el señor de Kercadiou permaneció cabizbajo y pensativo. O al menos eso le pareció a André-Louis. Al final, su silenciosa meditación se tornó pesimista, a juzgar por su expresión.

—No dejes de venir a vernos a Meudon —le dijo a André-Louis al despedirse—. Pero, por favor, a partir de ahora, si quieres conservar mi amistad, no debes meterte en política revolucionaria.