Capítulo V

A André-Louis e hicieron pasar sin anunciarlo, como era costumbre en Gavrillac, pues Bénoit, el viejo ayuda de cámara de Kercadiou, había acompañado a su señor en aquella aventura, y vivía allí soportando las burlas de los criados que el otro Kercadiou había dejado al emigrar. Cuando Bénoit vio a André-Louis se puso tan contento que casi brincó a su alrededor como un perro fiel mientras le conducía al salón donde estaba el señor de Gavrillac quien, según aseguró el sirviente, también se alegraría de verlo.

—¡Señor! ¡Señor! —gritó nerviosamente mientras entraba adelantándose un par de pasos al visitante—. Aquí está el señorito André… Vuestro ahijado, que viene a besaros la mano. ¡Aquí está!… Y tan elegante que no lo vais a conocer. ¡Aquí está, señor! ¿No está guapo?

Y mientras decía esto, el viejo sirviente se frotaba las manos de alegría, convencido de que su amo compartiría su emoción.

André-Louis cruzó aquella gran habitación alfombrada cuyos dorados deslumbraban. Las ventanas que daban al jardín eran tan altas que casi llegaban al techo de la habitación. Los adornos dorados abundaban en el mobiliario, como se estilaba en las casas de los nobles. En ninguna otra época se usó tanto oro en la decoración interior, a pesar de que acuñado era tan difícil de encontrar que pusieron en circulación el papel moneda para suplir su escasez. André-Louis solía decir que si los aristócratas se hubieran decidido a empapelar sus paredes con los billetes dejando el oro en sus bolsillos, las finanzas del reino se hubieran saneado rápidamente.

El señor de Kercadiou, de lo más emperifollado para armonizar con el entorno, se levantó sobresaltado al ver irrumpir a Bénoit, quien estaba casi tan alicaído como su amo desde que había llegado a Meudon.

—¿Qué sucede? ¿Eh? —sus ojos miopes descubrieron al fin al visitante—. ¡André! —dijo con tono entre sorprendido y severo. Y su cara, de suyo enrojecida, se puso más colorada aún.

Bénoit, de espaldas a su amo, le hacía muecas y guiños a André-Louis para que no se desanimara ante la aparente hostilidad de su padrino. Cuando terminó sus gesticulaciones, el inteligente criado se retiró discretamente.

—¿Qué vienes a buscar aquí? —refunfuñó el señor de Kercadiou.

—Como dijo Bénoit, sólo vengo a besar vuestra mano, padrino —sumiso, André-Louis, inclinó la cabeza.

—Te las has ingeniado para pasar dos años sin besarla.

—Señor, no me reprochéis ahora mi infortunio.

El señor de Kercadiou estaba muy envarado. Echaba hacia atrás la cabeza y su clara mirada se mostraba adusta.

—¿Ya olvidaste que me ofendiste escapando de un modo tan desconsiderado y sin darnos la menor noticia de si estabas vivo o muerto?

—Al principio era muy peligroso descubrir mi paradero. Luego, durante un tiempo, padecí necesidad, estaba casi en la miseria, pero, después de lo que había hecho y de la opinión que debíais tener de mí, mi orgullo me impedía apelar a vuestra ayuda. Después…

—¿En la miseria? —le interrumpió el señor de Kercadiou.

Por un momento, sus labios temblaron. Después recobró su presencia de ánimo y frunció las cejas mientras observaba el esplendor del vestido de André-Louis, las hebillas y los tacones rojos de su calzado, la espada con puño de plata incrustado de perlas, y el cabello —que él siempre había visto despeinado— ahora cuidadosamente cortado y peinado.

—Pues ahora no pareces estar en la miseria —dijo mofándose de él.

—No lo estoy. He prosperado bastante desde entonces acá. En eso me distingo del hijo pródigo que vuelve sólo para pedir ayuda. Yo he vuelto únicamente porque os amo, y para decíroslo. He venido a veros en cuanto supe de vuestra presencia aquí. ¡Querido padrino! —exclamó avanzando con la mano tendida.

Pero el señor de Kercadiou permaneció inflexible, encastillado en su rencor, en su fría dignidad.

—Cualesquiera que hayan sido tus tribulaciones, no son nada comparadas con lo que merecía tu conducta, y advierto que no han disminuido tu descaro. ¿Crees que basta con llegar aquí y exclamar «¡querido padrino!», para que todo sea perdonado y olvidado? Estás equivocado. Has hecho demasiado daño, has atacado todo cuanto yo creo y sostengo, incluyéndome a mí, pues traicionaste la confianza que había depositado en ti. Tú eres uno de los malditos granujas responsables de esta revolución.

—¡Ay, ya veo que incurrís en el error más común! Esos malditos granujas sólo piden una Constitución, como les prometió la Corona. Ellos no podían saber que la promesa era falsa o que su realización sería obstaculizada por las clases privilegiadas. Si alguien ha radicalizado esta revolución son los nobles y los curas.

—¿A estas alturas todavía te atreves a decir delante de mí tan abominables mentiras? ¿Te atreves a decir que los nobles han hecho la revolución cuando muchos de ellos, siguiendo el ejemplo del duque de Aiguillon, han dejado sus privilegios y hasta sus títulos en manos del pueblo? ¿Acaso puedes negarlo?

—¡Oh, no! Después de incendiar su casa, ahora tratan de apagar las llamas echándole agua, y cuando fracasan le echan toda la culpa al fuego.

—Veo que has venido aquí a hablar de política.

—Nada más lejos de mi intención. He venido, si es posible, a explicarme. Comprender es siempre perdonar. Eso dijo Montaigne. Si yo pudiera haceros comprender…

—No puedes. Jamás comprenderé cómo te convertiste en algo tan odioso para Bretaña.

—¿Odioso? Eso no.

—Digo odioso para los que importan. Dicen que eres Omnes Omnibus, cosa que no puedo ni quiero creer.

—Pues es cierto.

El señor de Kercadiou se atragantó.

—¿Confiesas que eres tú?

—Lo que un hombre se ha atrevido a hacer, debe atreverse a confesarlo, a menos que sea un cobarde.

—¡Oh! Seguramente fuiste muy valiente cada vez que escapabas después de actuar, cuando te convertiste en cómico de la legua para esconderte mejor y para seguir haciendo más daño, cuando provocaste una revuelta en Nantes y volviste a escapar para convertirte en Dios sabe qué cosa… ¡En algo deshonesto a juzgar por la ropa que llevas! ¡Dios mío! Te aseguro que en estos dos años pasados he deseado muchas veces que estuvieras muerto y me desilusiona profundamente saber que no lo estás.

Entonces dio una palmada y gritó con voz chillona:

—¡Bénoit!

Luego se dirigió a la chimenea con el rostro púrpura y tembloroso.

—Muerto —prosiguió—, podría perdonarte como a quien ha pagado sus maldades y su locura. Pero estando vivo, jamás podré perdonarte. Has ido demasiado lejos, y sólo Dios sabe cómo acabarás. Bénoit —añadió cuando vio entrar al criado—, acompaña al señor André-Louis Moreau a la puerta.

El tono del anciano era enérgico. Ante aquel rapapolvo a guisa de despedida, André-Louis se quedó pálido, conteniendo a medias su dolor, pero con el corazón en un puño. Vio al pobre Bénoit, alzando sus brazos temblorosos en un amago de reproche a su amo. Y entonces se oyó otra voz, fresca, cantarína, pero también algo indignada:

—¡Tío! —y luego exclamó—: ¡André! —Era una voz calurosa, que denotaba alegría, aunque mezclada con un timbre de sorpresa.

Los tres hombres se volvieron para ver a Aline entrando por una de las grandes puertas ventanas del jardín. Llevaba una de esas cofias de lechera que eran el último grito de la moda, aunque sin la escarapela tricolor que generalmente solía adornar ese tocado. André-Louis sonrió al verla. A su mente acudió el recuerdo de su último encuentro con ella. Se vio en las calles de Nantes, ardiendo de indignación mientras la carroza de Aline se alejaba por la avenida de Gigan.

Ahora ella venía hacia él con las manos tendidas, con las mejillas ligeramente ruborizadas y una sonrisa de bienvenida. Él hizo una profunda reverencia y besó su mano en silencio.

Entonces, con una mirada y un gesto, Aline le indicó a Bénoit que podía retirarse, y con voz imperiosa se convirtió en abogada de André ante la áspera despedida que había escuchado al asomarse a la ventana que daba al jardín.

—Querido tío —dijo dejando a André-Louis y acercándose al señor de Kercadiou—, me asombra vuestra actitud. ¿Cómo permitís que un mal humor pasajero sea superior a todo el cariño que sentís por André?

—Yo no le tengo ningún cariño. Eso era antes. Él quiso prescindir de mi cariño. ¡Que se vaya al diablo! Y no permitiré que te inmiscuyas en este asunto.

—Pero si él mismo ha confesado que ha hecho mal…

—Él no confiesa absolutamente nada. Viene aquí a discutir conmigo sobre esos infernales Derechos del Hombre. Lejos de arrepentirse, se enorgullece de haber sido, como aseguran todos los bretones, el canalla que se ocultó bajo el seudónimo de Omnes Omnibus. ¿Puedo perdonarle eso?

Ella se volvió a André-Louis:

—¿Es eso verdad? ¿No te arrepientes, André, ni siquiera ahora que puedes ver todo el daño que nos han hecho?

Era una clara invitación, una súplica para que se arrepintiera e hiciera las paces con su padrino. Por un momento, casi se conmovió. Pero luego, considerando que era un subterfugio indigno, contestó con el dolor vibrando en su voz:

—Confesar arrepentimiento sería como confesar un crimen monstruoso. ¿No os dais cuenta? ¡Oh, señor, un poco de paciencia, por favor, y os lo explicaré todo! Decís que soy en parte al menos responsable de cuanto os ha sucedido. Mis exhortaciones al pueblo, primero en Rennes y luego en Nantes, decís que influyeron en lo que luego allí tuvo lugar. Es posible. No puedo negarlo categóricamente. Después vino la revolución y el derramamiento de sangre. Y puede que aún no haya ocurrido lo peor. Pero arrepentirse significa reconocer que se ha obrado mal. ¿Cómo voy a admitir que he obrado mal y cargar sobre mi conciencia con toda esa sangre derramada? Voy a hablaros con el corazón en la mano, para que veáis cuan lejos estoy del arrepentimiento. Lo que hice, lo hice contra mis convicciones de aquella época. Como no había justicia en Francia para castigar al asesino de Philippe de Vilmorin, no me quedó más remedio que seguir mi propio camino para conseguir ese propósito. Entonces descubrí que yo estaba en un error, y que Philippe de Vilmorin y los que pensaban como él tenían razón. Cuando en un gobierno no hay justicia, la emancipación del hombre es imposible. Pero yo pensaba que fuera cual fuera la clase que llegara al gobierno, abusaría del poder. Después comprendí que la única garantía contra el abuso del poder es que el gobierno esté en manos del pueblo. Si no hubiera comprendido esto, ¿cuál sería ahora mi situación? Me remordería la conciencia pensando incesantemente que, por una insensata tentativa de venganza, había perpetrado un mal mucho más atroz que el que trataba de vengar. Así pues, debéis comprender que no tengo nada de qué arrepentirme, sino más bien al contrario, pues cuando a Francia le sea otorgado el inestimable beneficio de una Constitución, como pronto sucederá, podré enorgullecerme del papel que he desempeñado para que eso sea posible.

Hizo una pausa. El rostro del señor de Kercadiou estaba al rojo vivo.

—¿Has terminado ya? —preguntó ásperamente.

—Si me habéis comprendido, sí.

—¡Oh, sí! Te he comprendido… y te repito que te vayas.

André-Louis se encogió de hombros y agachó la cabeza. Después del anhelo y la alegría que le había impulsado a acudir allí, lo despedían con cajas destempladas. Miró a Aline. Su rostro estaba pálido y turbado. Esta vez no se le ocurría nada para ayudarlo. En su excesiva honestidad, André-Louis había quemado todas sus naves.

—Muy bien, señor. Quiero que recordéis, cuando me haya ido, que no he venido en busca de ayuda ni obligado por la necesidad. Como ya dije, no soy el hijo pródigo. Nada necesito, nada pido, soy dueño de mi destino, y sólo vine estimulado por el cariño y la gratitud que continuaré profesándoos.

—¡Oh, sí! —exclamó Aline volviéndose a su tío. Al fin encontraba un argumento a favor de André, o al menos eso pensaba—. Ésa es la pura verdad. Seguro que…

Exasperado, su tío le ordenó que se callara.

—Quizás a partir de ahora —prosiguió André-Louis— lo que os he dicho sirva para que penséis en mí más bondadosamente.

—A partir de ahora no tendré ocasión de pensar en ti. Te repito que te marches.

André-Louis miró un instante a Aline, como si aún vacilara.

Ella le contestó mirando a su furioso tío, encogiéndose levemente de hombros y frunciendo el ceño, profundamente desalentada. Era como si dijera: «Ya ves el humor que tiene. No hay nada que hacer».

Con la gracia que la práctica de la esgrima le había dado, André-Louis saludó y salió.

—¡Oh, esto es cruel, muy cruel! —gritó Aline con voz ahogada, retorciéndose las manos y dirigiéndose a la puerta ventana por la que antes había entrado.

—¡Aline! ¿Adónde vas? —gritó su tío.

—No sabemos dónde encontrarle…

—Ni falta que hace…

—Puede que nunca volvamos a verle.

—Es lo que fervientemente deseo.

—¡Uf! —exclamó Aline y salió al jardín.

Su tío la llamó ordenándole que volviera. Pero Aline, que era una chica obediente, se tapó los oídos para poder desobedecer y corrió hacia el camino para alcanzar a André-Louis.

Cuando él salía, con el corazón encogido, ella apareció entre los árboles que bordeaban el camino.

—¡Aline! —exclamó él alegremente.

—No quiero que te vayas así. No puedo permitirlo —explicó la joven—. Le conozco mejor que tú y sé que se arrepentirá después. Seguramente querrá volver a verte, y entonces no sabremos dónde encontrarte.

—¿Realmente lo crees?

—Estoy segura. Llegaste en mal momento. El pobre está de muy mal humor desde que vino aquí. No está acostumbrado a todo este lujo. Se aburre lejos de su entrañable Gavrillac, de sus tierras y de sus cacerías, y la verdad es que en el fondo te culpa de todo lo que ha sucedido. Bretaña, como debes saber, se ha vuelto un lugar muy inseguro. Hace unos meses incendiaron el castillo del marqués de La Tour d’Azyr, al igual que otros muchos. De un momento a otro, las pasiones pueden volver a estallar en Gavrillac. Por eso ha tenido que venir aquí, y por eso te culpa a ti y a tus compañeros. Pero pronto cambiará de parecer. Lamentará haberte dejado partir así, pues yo sé que te adora, a pesar de todo. A su debido tiempo, se lo haré comprender. Y entonces querrá saber dónde podemos encontrarte.

—En el número trece de la rue du Hasard. El número es aciago, pero el nombre de la calle trae suerte. Así que ambas cosas son fáciles de recordar.

—Te acompañaré hasta la puerta —dijo la joven. Y juntos bajaron lentamente por el largo camino, a la sombra de los árboles, que atenuaba el sol de junio—. Tienes muy buen aspecto. Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, y me alegro de tu prosperidad. —Y entonces, sin darle tiempo a contestar, cambió bruscamente de tema—. ¡He deseado tanto verte durante estos meses, André! ¡Eras el único que podía ayudarme, el único que podía decirme la verdad, y me disgustaba que no escribieras diciéndome dónde podía encontrarte!

—No me animaste mucho que digamos cuando nos vimos en Nantes por última vez.

—¿Cómo? ¿Todavía me guardas rencor?

—Nunca he sido rencoroso. Deberías saberlo —se enorgulleció él, pues se preciaba de ser un estoico—. Pero tengo una herida en el alma que se restañaría con tu retractación.

—Pues me retracto de lo que dije enseguida, André. Y ahora dime…

—Tu retractación es interesada —sonrió André—. Es un toma y daca. Muy bien, ¿qué me ibas a preguntar?

—Sí, André, dime… —se calló titubeante y prosiguió bajando los ojos—. Dime la verdad sobre lo que sucedió en el Teatro Feydau.

Aquella alusión le hizo arrugar la frente. Enseguida sospechó la idea que la animaba a hacer aquella pregunta, y brevemente le contó su versión.

Ella le escuchó atentamente. Cuando hubo acabado, Aline suspiró pensativa.

—Eso fue lo que me contaron —afirmó—. Pero añadieron que el señor de La Tour d’Azyr había ido al teatro con el propósito de romper definitivamente con la hija de Binet. ¿Sabes si eso es verdad?

—No lo sé, ni veo ninguna razón para que así fuera. La hija de Binet le proporcionaba los favores a los que él y sus iguales están acostumbrados…

—Había una razón —le interrumpió Aline—. Y era yo. Yo hablé con la señora de Sautron y le dije que no estaba dispuesta a continuar mi relación con un hombre que me manchaba de esa manera.

La joven hablaba con cierta dificultad y su rostro gradualmente se arrebolaba.

—Si me hubieras escuchado… —comenzó a decir él, pero ella volvió a interrumpirlo.

—El señor de Sautron llevó mi mensaje al marqués y después me dijo que estaba desesperado, arrepentido, dispuesto a probar su sinceridad y su amor por mí. Me dijo que el señor de La Tour d’Azyr le había jurado que nunca más vería a esa señorita. Al día siguiente, oí decir que había estado a punto de perder la vida en aquella trifulca. Después de los juramentos que le hizo al señor de Sautron, después de decir que rompería para siempre con la hija de Binet, fue directamente al teatro. Yo estaba indignada y declaré que nunca volvería a ver al señor de La Tour d’Azyr. Claro que él insistió en darme explicaciones, diciendo que había ido al teatro para romper con ella, pero yo nunca le creí.

—¿Quieres decir que ahora lo crees? —preguntó André-Louis—. ¿Por qué?

—No he dicho que ahora lo crea. Pero… pero… tampoco tengo motivos para dejar de creerle. Estando ya en Meudon, el marqués ha venido a verme para jurarme que todo sucedió como él lo cuenta.

—¡Oh, si el señor marqués de La Tour d’Azyr lo ha jurado…! —empezó a decir André-Louis sonriendo sarcásticamente.

—¿Le has oído mentir alguna vez? —le interrumpió ella—. Después de todo, el señor de La Tour d’Azyr es un hombre de honor, y los hombres de honor no mienten. ¿Puedes probar que alguna vez haya mentido?

—No —admitió André-Louis. La más elemental justicia le hacía confesar, al menos, esa virtud de su enemigo—. No le he oído nunca mentir. Es demasiado arrogante para recurrir a la mentira. Pero le he visto hacer otras vilezas.

—Nada es más vil que la mentira —afirmó ella en consonancia con los valores que le habían inculcado—. Para los únicos que no hay esperanza es para los mentirosos, primos hermanos de los ladrones. Sólo en la falsedad está la verdadera pérdida del honor.

—Cualquiera diría que estás defendiendo a ese fauno —dijo André-Louis fríamente.

—Quiero ser justa.

—La justicia te parecerá distinta cuando te hayas decidido a ser la marquesa de La Tour d’Azyr —concluyó el joven amargamente.

—No creo que llegue ese día.

—Pero, a pesar de todo, ¿sigues sin estar segura?

—¿Hay algo seguro en este mundo?

—Sí. La necedad.

Ella, o no le oyó, o no le hizo caso, y preguntó:

—¿Acaso puedes decirme que las cosas no ocurrieron como el señor de La Tour d’Azyr me las ha contado? ¿A qué fue aquella noche al Teatro Feydau?

—No, no puedo. Es posible que su versión sea correcta. Pero ¿qué importa todo eso?

—Sí que puede ser importante. Y dime otra cosa: ¿qué fue de esa mujer?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —ella se volvió para mirarle a los ojos—. ¿Y lo dices con esa indiferencia? Yo pensaba que… que la amabas…

—Así fue durante poco tiempo. Confieso que me equivoqué. Gracias al marqués de La Tour d’Azyr descubrí la verdad. Algunas veces esos caballeros resultan útiles. Ayudan a los estúpidos como yo a descubrir la verdad. Tuve suerte de que la revelación, en mi caso, precediera al matrimonio. Ahora puedo mirar atrás y ver aquel episodio con ecuanimidad, agradecido por haber escapado a las consecuencias de lo que no era más que una aberración de los sentidos. Es algo que frecuentemente suele confundirse con el amor. El experimento, como puedes ver, fue muy aleccionador.

Ella le miró sorprendida.

—A veces pienso que no tienes corazón, André.

—Probablemente se deba a que a veces soy inteligente. ¿Y tú, Aline? Tu actitud en la cuestión del marqués de La Tour d’Azyr, ¿acaso demuestra que tienes corazón? Si te dijera lo que en realidad demuestra, acabaríamos riñendo como la última vez, y Dios sabe que no quiero enojarme contigo… Así que lo mejor será que cambiemos de tema.

—¿Qué quieres decir?

—De momento, nada, puesto que no estás en peligro de casarte con esa bestia.

—¿Y si lo estuviera?

—¡Ah! En ese caso, el cariño que te tengo me haría descubrir algún medio para impedirlo, a no ser que…

Y se calló.

—¿A no ser que qué…? —preguntó ella desafiante, irguiéndose en su pequeña estatura, con mirada imperiosa.

—¡A no ser que también pudieras decirme que le amas! —dijo él sencillamente y con entera serenidad. Y luego añadió, sacudiendo la cabeza—: Pero eso, por supuesto, es imposible.

—¿Por qué? —preguntó ella ahora en un tono más amable.

—Porque sé cómo eres, Aline. Y sé que eres buena, pura y adorable. Y los ángeles no se llevan bien con los demonios. Podrías llegar a ser su esposa, pero nunca su compañera. Nunca.

Habían llegado a la verja que cerraba el final del camino. A través de la puerta de hierro, vieron el coche amarillo en que había llegado André-Louis. Muy cerca se oía el chirriar de otras ruedas, el ruido de otros cascos, y apareció otro vehículo que se detuvo ante el sencillo coche de alquiler. Era un magnífico carruaje con portezuelas de caoba blasonadas con escudos nobiliarios cuyos dorados y azules rutilaban a la luz del sol. Un lacayo se apeó para abrir la portezuela. La dama que viajaba en el coche, al ver a Aline, la saludó con un gesto afectuoso y dio una orden al lacayo.