AS convulsiones que agitaban París y que durante los dos días siguientes convirtieron la ciudad en un campo de batalla retrasaron el entierro de Bertrand des Amis hasta el miércoles de aquella semana. En medio de acontecimientos que estaban sacudiendo los cimientos de la nación, la muerte de un maestro de esgrima pasó casi inadvertida, incluso para sus discípulos, la mayoría de los cuales no acudieron a la academia durante los dos días que el cuerpo del maestro permaneció allí. Sin embargo, unos pocos se presentaron y éstos llevaron la noticia a los demás, de manera que el féretro del maestro fue llevado al cementerio de Père La Chaise por una veintena de jóvenes, a la cabeza de los cuales iba André-Louis.
Él no sabía a qué familiares tenía que avisar, pero una semana después de la muerte de Bertrand, llegó de Passy una hermana suya reclamando la herencia. El patrimonio era considerable, pues el maestro había ahorrado bastante, invirtiendo la mayor parte del dinero en la Compañía del Agua y en la deuda pública. André-Louis le indicó a la hermana de Bertrand que fuera a ver a los abogados del finado y no la vio nunca más.
La muerte de Bertrand lo dejó tan desolado que no cayó en la cuenta de la súbita fortuna que automáticamente había dejado en sus manos. La hermana del maestro heredaba la riqueza que el difunto había reunido, pero a André-Louis le correspondía la mina de donde había salido aquella riqueza: la escuela de esgrima, pues ahora su prestigio era tal que los discípulos le consideraban capaz de continuar con el trabajo de Bertrand des Amis. Para mayor fortuna, en aquellos tiempos tan convulsos las academias de esgrima experimentaron una enorme prosperidad, pues todos los hombres afilaban sus espadas y se adiestraban en su manejo.
Tuvieron que transcurrir quince días para que André-Louis comprendiera lo que realmente le había sucedido, pues su agotamiento era tan grande que advirtió que llevaba dos semanas haciendo el trabajo de dos hombres. Afortunadamente se le ocurrió poner a sus discípulos más aventajados a practicar entre ellos, pues de otro modo, no hubiera podido seguir adelante con su tarea. De todas maneras, tenía que esgrimir durante seis horas diarias, y era tal el cansancio que arrastraba, que a punto estuvo de caer enfermo. Al final, tuvo que contratar a un ayudante para que instruyera a los novatos, que eran los que más trabajo daban. Por suerte lo halló enseguida en Le Due, uno de sus discípulos. Como el verano avanzaba y el número de alumnos seguía aumentando, tuvo que contratar otro ayudante —un joven muy hábil llamado Galoche— y alquiló otra habitación en el piso de arriba.
Nunca en su vida André-Louis había trabajado tanto, ni siquiera en los tiempos en que organizaba la Compañía Binet, así que también eran días de extraordinaria prosperidad. En sus Confesiones, lamenta el hecho de que su amigo Bertrand des Amis tuviera la mala suerte de morir la víspera de ponerse de moda la esgrima.
El escudo de armas de la Academia del Rey, al que André-Louis no tenía derecho, seguía en la puerta de la escuela.
A la manera de Scaramouche, André-Louis resolvió ese problema.
Dejó el escudo y el rótulo «Academia de Bertrand des Amis, maestro de esgrima de la Academia del rey», pero le añadió esta leyenda: «Dirigida por André-Louis».
Ya no tenía tiempo para pasear, así que se enteraba por sus discípulos y por los periódicos —que ahora se multiplicaban en París gracias al establecimiento de la libertad de prensa— de los procesos revolucionarios que siguieron a la toma de la Bastilla.
Este suceso había tenido lugar cuando el cadáver de Bertrand des Amis yacía de cuerpo presente, la víspera de su sepelio, y fue precisamente lo que motivó su retraso.
En parte, aquel acontecimiento había sido el resultado de la temeraria carga del príncipe de Lámbese, en la cual había muerto el maestro de esgrima.
El pueblo ultrajado había acudido al Hotel de Ville1 para pedirles a los electores armas con que defenderse de los asesinos extranjeros pagados por el despotismo. Al fin los electores consintieron en darles armas, o mejor dicho —pues no las había—, en permitirles que se armaran ellos mismos como pudieran. También les dieron una nueva escarapela, roja y azul, los colores de París. Pero como éstos eran también los colores de la librea del duque de Orleans, se añadió el blanco —el del antiguo estandarte de Francia— y así nació la bandera tricolor. Más tarde, formaron un Comité Permanente de Electores para velar por el orden público.
Ahora que estaba autorizado, el pueblo trabajó tanto que en treinta y seis horas se habían forjado sesenta mil picas, y a las nueve de la mañana del martes había treinta mil hombres ante Les Invalides. A las once, habían saqueado el depósito de armas, sacando de allí unos treinta mil mosquetes, mientras otros se apoderaban del arsenal y del polvorín.
Ahora estaban preparados para resistir el ataque que aquella misma tarde sufriría la ciudad en siete puntos distintos. Pero París no esperó a que la atacaran. Tomó la iniciativa. En su arrebato, los parisienses concibieron el loco propósito de apoderarse de la imponente y amenazadora fortaleza de la Bastilla, y, como es sabido, la tomaron antes de las cinco de aquella tarde, ayudados por los cañones de la misma guardia francesa.
La noticia llegó a Versalles gracias a Lámbese, que huyó con sus dragones ante aquella vasta fuerza armada que parecía haber brotado del adoquinado de París. El hecho aterrorizó a la corte. El pueblo estaba en posesión del armamento capturado en la Bastilla, estaban levantando barricadas en las calles y emplazando su artillería. El ataque se había retrasado demasiado. Ahora había que desistir de él, pues sería infructuoso y perjudicaría el ya deteriorado prestigio de la realeza.
Así las cosas, la corte, acicateada por un miedo que aconsejaba prudencia, prefirió contemporizar. Llamarían otra vez a Necker y los tres Estados se sentarían juntos, como demandaba la Asamblea Nacional. Era la más completa rendición de la fuerza ante la fuerza, el único argumento posible. El rey fue solo a informar a la Asamblea Nacional de aquella resolución de última hora para gran alivio de sus diputados, que veían alarmados el lamentable giro que estaban tomando los acontecimientos en París. «No habrá más fuerza que la razón y los argumentos», era su lema. Y así sería durante los dos años siguientes, durante los que respondieron con paciencia y firmeza a las incesantes provocaciones de los que aún no habían recibido su justo castigo.
Cuando el rey salió de la Asamblea, una mujer se echó a sus pies y, abrazándole las rodillas, resumió con estas palabras la pregunta que toda Francia se hacía:
—¡Oh, señor! ¿Sois realmente sincero? ¿Estáis seguro de que no cambiaréis de opinión?
Pero esa pregunta no se formuló cuando un par de días después el rey fue sin escolta a París a ultimar el arreglo de la paz, la capitulación de los privilegiados. La corte estaba aterrorizada. ¿Acaso no eran los «enemigos» aquellos amotinados parisienses? ¿Era prudente dejar que el rey se metiera en la boca del lobo? Si el rey sentía aquel miedo —y su pesimismo daba a entender que sí— pudo comprobar que era infundado. Aquellos doscientos mil hombres insuficientemente armados —sin uniforme y con la más extraordinaria mezcla de armas nunca vista— lo esperaban, pero para ser su guardia de honor.
El alcalde Bailly, en las barricadas, le recibió con las llaves de la ciudad y le dijo:
—Éstas son las llaves que fueron presentadas a Enrique IV. Él había reconquistado a su pueblo. Ahora el pueblo ha reconquistado a su rey.
En el Hotel de Ville, el alcalde Bailly le ofreció la nueva escarapela, el símbolo tricolor de la Francia constitucional, y cuando el monarca hubo dado su conformidad a la formación de la Garde Bourgeoise y a los acuerdos de Bailly y Lafayette, partió de nuevo hacia Versalles entre aclamaciones de «¡Viva el rey!», de su pueblo leal.
Y por fin los privilegiados se sometieron ante las bocas de los cañones, esos cañones que evitaron un baño de sangre, sangre sobre todo azul. El clero y la nobleza se unieron a la Asamblea Nacional para colaborar en la creación de una Constitución que regeneraría a Francia. Pero esa reunión fue otra burla, igual que el Te Deum que cantó el arzobispo de París por la caída de la Bastilla, que fue el más grotesco e increíble de todos aquellos acontecimientos. Lo que realmente sucedió fue que en la Asamblea Nacional se infiltraron quinientos o seiscientos enemigos para estorbar e impedir sus deliberaciones.
Pero ésta es una historia harto conocida cuyos detalles pueden leerse en otros libros. Aquí sólo aparecen los episodios registrados en los escritos de André-Louis, expresados casi con sus mismas palabras y que reflejan la evolución de sus convicciones. Ahora creía en todas las cosas en las que no creía cuando las predicaba.
Entretanto, junto con su prosperidad económica, también disfrutaba de un cambio en su situación respecto a la ley, y que era consecuencia de lo que ocurría a su alrededor. Ya no tenía que esconderse. ¿Quién iba a acusarlo ahora de sedicioso por sus discursos de Bretaña? ¿Qué tribunal iba a enviarle a la horca por haber dicho antes que nadie lo que ahora toda Francia decía? En cuanto a la otra posible acusación, por el asesinato del miserable Binet, si realmente lo había asesinado como él esperaba, ¿quién podría arrestarlo si había sido en defensa propia?
Así las cosas, un espléndido día de principios de agosto, André-Louis no trabajó en la academia, que ahora marchaba viento en popa gracias a sus ayudantes, alquiló un coche y partió hacia Versalles, deteniéndose en el Café de Amaury, que era donde se daban cita los bretones, semillero de donde surgió aquella Sociedad de Amigos de la Constitución, más conocidos como jacobinos. André-Louis buscaba a Le Chapelier, que había sido uno de los fundadores del club y se había convertido ahora en un hombre prominente. Era presidente de la Asamblea, y en aquella época deliberaban precisamente sobre la Declaración de los Derechos del Hombre.
La importancia de Le Chapelier se reflejó en lo servicial que se mostró el camarero cuando André-Louis preguntó por él. El señor Le Chapelier estaba arriba con unos amigos. El camarero se desvivía por servir al caballero, pero temía interrumpir la reunión en la que el señor diputado se encontraba.
André-Louis le dio una moneda de plata para animarlo y se sentó a una mesa de mármol, junto a la ventana, para admirar la amplia plaza bordeada de árboles. Allí, en aquella sala desierta a media tarde, fue a verle el insigne hombre. Hacía un año que André-Louis se le había adelantado para la realización de una misión delicada, y ahora era el otro quien estaba en la cumbre, entre los grandes líderes de la nación, mientras André-Louis se mantenía abajo, en la sombra, confundido con la masa.
Este pensamiento rondaba la mente de ambos mientras examinaban la transformación que unos meses habían operado en sus respectivas fisonomías. André-Louis observó en Le Chapelier cierto refinamiento en el vestir y en la apostura. Estaba más delgado, tenía el rostro más pálido y miraba a su amigo con ojos cansados a través de sus lentes con montura de oro. Por su parte, el diputado bretón notó en André-Louis cambios aún más pronunciados. El manejo casi constante de la espada le había dado a su amigo una gracia, una elasticidad de movimientos, un porte, y un no sé qué de dignidad y de mando. Eso le hacía parecer más alto y, aunque con sencillez, iba elegantemente vestido. Llevaba, como era de rigor, una pequeña espada con puño de plata, y sus cabellos negros, cuyos mechones Le Chapelier recordaba siempre caídos sobre su frente, estaban ahora lustrosos y bien peinados.
Sin embargo, en ambos las transformaciones eran sólo superficiales, como enseguida advirtieron. Le Chapelier seguía siendo el bretón sincero y algo brusco de siempre. Al verlo, se quedó un rato sonriendo con una mezcla de sorpresa y alegría, y luego abrió los brazos. Los dos amigos se abrazaron, bajo la atónita mirada del camarero, que desapareció en el acto.
—¡André-Louis, amigo mío! ¿Cómo es que te has dejado caer por aquí?
—Se suele caer de arriba. En cambio, yo vengo de abajo para contemplar de cerca a quien está en las alturas.
—¡En las alturas! Tú lo quisiste así, pues muy bien podrías estar ocupando ahora mi lugar.
—Las alturas me dan vértigo, y me parece que allá arriba la atmósfera está demasiado enrarecida. Tú mismo no pareces muy a gusto, Isaac, te noto muy pálido.
—La Asamblea celebró sesión hasta altas horas de la noche. Por eso me ves tan pálido. Esos condenados privilegiados multiplican nuestras dificultades. Evidentemente lo seguirán haciendo hasta que decretemos su abolición.
Los dos amigos se sentaron frente a frente.
—¡Abolición! ¿A tanto aspiras? No es que me sorprenda. Siempre fuiste un extremista.
—Es la única forma de salvarles. Prefiero abolirlos oficialmente para salvarlos de otra abolición más peligrosa a manos de un pueblo que está exasperado.
—Entiendo. Pero ¿y el rey?
—El rey encarna a la nación. Junto con ella, lo liberaremos de la esclavitud del Privilegio. Nuestra Constitución lo conseguirá. ¿Estás de acuerdo?
—¿Y eso qué importa? —exclamó André-Louis encogiéndose de hombros—. En política soy un soñador, no un hombre de acción. En los últimos tiempos he sido un moderado, más de lo que piensas. Pero ahora casi soy republicano. Lo he pensado detenidamente y he comprendido que este rey no es nada, un títere que baila al son que tocan.
—¿Este rey, dices? ¿Y en qué otro rey estás pensando? ¿No serás de los que sueñan con el duque de Orleans? Tiene una especie de partido, y numerosos seguidores gracias al odio popular hacia la reina, pues todos saben que ella le detesta. Algunos incluso quisieran hacerle Regente, otros van más lejos; Robespierre, por ejemplo.
—¿Quién? —preguntó André-Louis, quien nunca había oído aquel nombre.
—Robespierre, un ridículo abogado que representa a Arras, un tipo tímido y zafio, desarrapado, tonto y con voz nasal, que pronuncia arengas que nadie escucha; un ultra monárquico que los realistas y los orleanistas manejan a su antojo para sus propios fines. Es muy tenaz e insiste en ser escuchado. Puede que algún día lo escuchen. Pero ¿de ahí a que él o los demás hagan algo de Orleans?… ¡Bah!… Eso es algo que Orleans puede desear… pero que no conseguirá. La frase es de Mirabeau.
Cambió de tema para preguntarle a André-Louis por su vida.
—No me trataste como a un verdadero amigo cuando me escribiste —se quejó—. No me indicaste tu paradero ni, por tanto, la manera de ayudarte. Me tenías muy preocupado, André-Louis. Sin embargo, a juzgar por tu apariencia, creo que me preocupé en vano. Parece que gozas de prosperidad. ¿Cómo lo has conseguido?
André-Louis le contó con toda sinceridad lo que le había ocurrido.
—Lo que me has contado me deja pasmado —dijo el diputado—. De la toga al coturno, y del coturno a la espada. ¿Cuál será tu final?
—Probablemente la horca.
—¡Bah! Seamos serios. ¿Por qué no la toga de senador en la Francia senatorial? Podrías serlo ahora si hubieras querido.
—Lo que yo decía, ése es el camino seguro para llegar a la horca —dijo André-Louis soltando una carcajada.
Le Chapelier hizo un gesto de impaciencia. ¿Acaso cruzó por su cabeza esa frase cuando, cuatro años después, iba en el carro de la muerte a la plaza de Gréve dónde tenían lugar las ejecuciones?
—Somos sesenta y seis diputados bretones en la Asamblea. Si hubiera una vacante, ¿aceptarías ser suplente? Una palabra mía, unida al prestigio de tu nombre en Rennes y en Nantes, bastaría.
André-Louis volvió a reír.
—Cada vez que te veo tratas de meterme en política.
—Porque tienes dotes. Naciste para político.
—¿Ah, sí? Ya tuve bastante haciendo el papel de Scaramouche en el teatro para hacerlo ahora en la vida real. Dime, Isaac, ¿qué sabes de mi antiguo e íntimo enemigo, el señor de La Tour d’Azyr?
—¡Mal rayo lo parta! Está aquí, en Versalles. Es uno de los quebraderos de cabeza de la Asamblea. Le quemaron su castillo. Desgraciadamente él no estaba allí. Pero ni siquiera las llamas han conseguido chamuscar su insolencia. Se imagina que cuando acabe esta filosófica aberración, volverá a haber siervos que le reconstruyan la mansión.
—¿Eso significa que ha habido disturbios también en Bretaña? —André-Louis se puso súbitamente serio y sus pensamientos volaron a Gavrillac.
—¡Claro, como en todas partes! ¿No te das cuenta? La gente ha pasado mucha hambre en la comarca, y varios castillos han sido pasto de las llamas recientemente. Los campesinos copiaron el ejemplo de los parisienses, y vieron una Bastilla en cada castillo. Pero al igual que aquí, ahora reina de nuevo la calma.
—¿Y de Gavrillac? ¿Sabes algo?
—Creo que todo va bien. El señor de Kercadiou no es el marqués de La Tour d’Azyr. Sus vasallos no le odian. No creo que lo ataquen. Pero ¿no mantienes correspondencia con tu padrino?
—Actualmente, no. Y lo que me cuentas complica más mi relación con él, pues debe considerarme como uno de los que encendieron la tea que ha reducido a cenizas tantos castillos de los de su clase. Trata de averiguar cómo está, y hazme llegar noticias suyas.
—Así lo haré.
Cuando André-Louis estaba a punto de subir al cabriolé para volver a París, quiso saber un poco más:
—¿Por casualidad sabes si el marqués de La Tour d’Azyr se ha casado?
—No lo sé. Y eso quiere decir que no, porque, tratándose de un personaje tan encumbrado, ya hubiéramos oído algo.
—Es lógico —dijo André-Louis con indiferencia—. ¡Hasta la vista, Isaac! Ven a verme. Rue du Hasard, número 13. Ven pronto.
—¡Tan pronto como me lo permitan mis obligaciones, que por el momento me tienen encadenado!
—¡Pobre esclavo del deber para con tu evangelio de la libertad!
—Es cierto. Y precisamente por eso iré a verte. Tengo un deber que cumplir con Bretaña: convertir a Omnes Omnibus en su representante en la Asamblea Nacional.
—Te agradeceré que no cumplas con ese deber —sonrió André-Louis, y se fue.