L igual que hizo en la Compañía Binet, André-Louis desempeñó a las mil maravillas la nueva profesión, que abrazó por necesidad y que además era un buen escondrijo para escapar de quienes querían ahorcarlo.
Gracias a esta profesión podría haberse considerado —aunque de hecho no lo hizo— como un hombre de acción. Seguía siendo un intelectual, y los sucesos acaecidos en la primavera y el verano de 1789 le proporcionaron abundantes motivos de reflexión. Lo que vio y vivió en aquellos días, que acaso configura la página más sorprendente de la historia de la evolución humana, le llevó a pensar que sus anteriores ideas eran erróneas, pues los que tenían razón eran los idealistas vehementes como Philippe de Vilmorin. En el fondo se enorgullecía de haberse equivocado, pues era su excesiva lógica y cordura lo que le había impedido calibrar con exactitud la magnitud de la locura humana que ahora se desplegaba ante sus ojos. En aquella primavera, fue testigo del hambre y de la pobreza cada vez mayores y del creciente malestar que el pueblo de París soportaba con paciencia. Toda Francia estaba como a la espera, en una inerte expectación. La Asamblea General estaba a punto de reunirse para sanear las finanzas, abolir los abusos, reparar las injusticias, y liberar a la gran nación de la esclavitud en la que la tenía sumida una minoría que apenas llegaba al cuatro por ciento de la población. A causa de esta expectación, la industria estaba paralizada y la impetuosa corriente del comercio había menguado hasta convertirse en un miserable goteo. Nadie quería comprar ni vender hasta que no estuviera claro cómo Necker, el banquero suizo, pensaba sacarlos de aquel atolladero. De resultas de la paralización de los negocios, los hombres del pueblo no tenían trabajo, y sus familias estaban expuestas a morir de hambre junto con ellos.
Contemplando aquel panorama, André-Louis sonreía entristecido. Hasta ahí, no se había equivocado. El que sufría era siempre el proletariado. Los hombres que trataban de hacer aquella revolución, los electores —en París y en todas partes—, eran burgueses notables, ricos comerciantes. Y mientras éstos, despreciando a la canalla y envidiando a los privilegiados, no dejaban de hablar de igualdad —lo que para ellos significaba equiparar su situación con la de nobleza—, los trabajadores del pueblo se morían de hambre en sus covachas.
A fines de mayo, llegaron los diputados para inaugurar en Versalles la Asamblea General. Entre ellos, uno de los más destacados era Le Chapelier, el amigo de André-Louis. Los debates empezaron a ser interesantes y fue entonces cuando André-Louis empezó a dudar seriamente de las opiniones que hasta entonces había sustentado.
Cuando el rey proclamó que los diputados del Tercer Estado debían igualar en número a los de los otros dos estados juntos, André-Louis creyó que esa mayoría de votos a favor del Tercer Estado haría inevitables las reformas que todos ansiaban.
Pero no había tenido en cuenta el poder de las clases privilegiadas sobre la arrogante reina austríaca, ni el poder de ella sobre el obeso, flemático y vacilante monarca. Que los aristócratas librasen batalla en defensa de sus privilegios, eso André-Louis lo comprendía perfectamente. Nadie entrega jamás voluntariamente lo que tiene, lo mismo si ha sido adquirido justa como injustamente. Pero lo que sorprendió a André-Louis fueron los métodos que emplearon los privilegiados en su batalla. Oponían la fuerza bruta a la razón y a la filosofía, y los batallones de mercenarios extranjeros a las ideas. ¡Como si las ideas pudieran derrotarse a punta de bayonetas!
Está claro —escribía André-Louis en aquellos días— que todos son como el señor de La Tour d’Azyr. Nunca me había percatado de hasta qué punto los de su ralea pululan en Francia. Casi podría simbolizarse a la nobleza en ese tipo de matasiete dispuesto a atravesar con su espada a cualquiera que se le oponga. Pues tal es el método empleado. Después de la farsa de la primera Asamblea, los del Tercer Estado se reunieron diariamente en el salón de los Menus Plaisirs, en Versalles, pero nada podían hacer, ya que los privilegiados se negaban a reunirse con ellos para la común y pública verificación de poderes indispensable como paso preliminar para crear una Constitución. En su fantasía, los privilegiados pensaron que así el Tercer Estado iría a menos hasta desintegrarse. El absurdo espectáculo de aquel Tercer Estado, impotente e inútil desde un principio, provocaba muchas risas en el Comité Polignac dominado por la necia reina.
Así empezó la guerra entre los privilegiados y la corte contra la Asamblea y el pueblo.
Los miembros del Tercer Estado se contenían y esperaban con su tradicional paciencia. Esperaron un mes, mientras la paralización comercial, ahora completa, hacía que el esqueleto del hambre golpeara con su guadaña a las puertas de París. Esperaron un mes, mientras los privilegiados reunían en Versalles un ejército —formado por quince regimientos, nueve de los cuales eran suizos y alemanes— y emplazaban sus piezas de artillería frente al edificio donde estaban los diputados del Tercer Estado para intimidarlos. Pero éstos no se dejaron intimidar, se negaron a ver los cañones ni los uniformes extranjeros, no quisieron ver otra cosa que no fuera el propósito que los había reunido allí por real decreto.
Y así hasta que llegó el diez de junio, cuando el gran pensador y metafísico, el abate Siéyés, dio la señal: «Ha llegado la hora —dijo— de cortar las amarras».
Entonces se procedió a llamar formalmente a las dos clases ausentes a reunirse en Asamblea común con el Tercer Estado.
Pero los privilegiados, que en su necia tozudez, en su absurda codicia, no veían adonde los arrastraban los acontecimientos, creyendo en la fuerza como ley suprema, y confiando en el poder de los regimientos extranjeros, siguieron negándose a acceder a la justa demanda de la Asamblea General.
«Dicen —escribió entonces Siéyés— que el Tercer Estado no puede formar él solo una Asamblea General. Tanto mejor: formará una Asamblea Nacional».
Esa aspiración se cumplió, y el Tercer Estado, que representaba el noventa y seis por ciento de los habitantes del país, comenzó por declarar que la nobleza y el clero eran dos estamentos que de ninguna manera eran representativos.
En el salón del CEil de Boeuf esta noticia suscitó más risas: ¡qué gracioso resultaba el Tercer Estado en sus fantásticas contorsiones! La respuesta fue muy sencilla. Consistió en cerrar la Salle des Menus Plaisirs donde se reunía la Asamblea. ¡Cómo debieron de reírse los dioses ante tanto orgullo y tan temerarias risotadas! André-Louis también sonreía cuando escribió:
«Es otra vez la fuerza bruta contra las ideas. Otra vez el estilo de La Tour d’Azyr. Evidentemente la Asamblea tiene un don de la elocuencia demasiado peligroso. Pero ¿en qué cabeza cabe que basta con cerrar un salón para suspender las deliberaciones de una Asamblea? ¿Acaso no hay otros salones, y si no los hubiera, no pueden reunirse al aire libre?».
Evidentemente los diputados del Tercer Estado llegaron a la misma conclusión, pues al ver el salón cerrado y custodiado por soldados que les negaban la entrada, se trasladaron bajo la lluvia a la sala del «juego de pelota1», desprovista de muebles, donde proclamaron que —para demostrar a la corte la futilidad de las medidas tomadas contra ellos— donde quiera que ellos estuvieran, estaría la Asamblea Nacional. Entonces hicieron su magnífico juramento de no separarse hasta haber cumplido el propósito para el que habían sido convocados, o sea, hasta darle a Francia una Constitución, y esa promesa terminó entre gritos de «Vive le roi!».
De esta forma combinaron su declaración de luchar contra aquel viciado y corrompido sistema con una declaración de lealtad hacia la el rey.
Le Chapelier fue quien mejor resumió el espíritu de aquel día, armonizando su lealtad al trono con su deber de ciudadano, al decir: «… que se informe a Su Majestad que los enemigos del país estaban obsesionados con el trono y que sus consejos tendían a colocar a la monarquía a la cabeza de un partido».
Pero los privilegiados, tan faltos de imaginación como de previsión, seguían repitiendo sus viejas tácticas. De repente, al señor conde de Artois se le antojó jugar a la pelota, así que aquel lunes 22 de junio los miembros del Tercer Estado fueron excluidos del «juego de pelota», igual que antes habían sido expulsados de la Salle des Menus Plaisirs. Así pues, la errante y sufrida Asamblea, cuya tarea más urgente era dar pan a la Francia hambrienta, tuvo que retrasar sus medidas para que el conde de Artois pudiera jugar. Enfermo de la misma miopía de los de su clase, el conde no veía el siniestro aspecto de su frívola acción. Quos Deus vult perderé… Pacientemente, la Asamblea volvió a trasladarse, y en esta ocasión encontró alojamiento en la iglesia de Saint Louis.
Los humoristas del salón del CEil de Boeuf, llevados por su arrogante insolencia, se preparaban para hacer correr la sangre. Si aquella Asamblea Nacional no quería darse por enterada, habría que hacerlo de un modo más claro y enérgico, para que lo entendieran de una vez por todas. En vano trató Necker de tender puentes sobre el abismo; el rey —infortunado cautivo de los privilegiados—, se desentendió de todo. E insistió —seguramente instigado por otros— en que los tres Estados se mantuvieran separados. Si querían reunirse, él lo permitiría, pero sólo para tratar asuntos generales que no incluyeran nada concerniente a los respectivos derechos de los tres Estados, ni a la constitución de la futura Asamblea General, ni a los privilegios pecuniarios, ni a las propiedades feudales y señoriales. En otras palabras, que no se podía hablar de nada que pudiera alterar el régimen existente, de ninguno de los propósitos que eran la razón de ser del Tercer Estado.
La convocatoria real de esa Asamblea General era una burla insolente, una engañifa y una mistificación.
Los diputados del Tercer Estado acudieron a la Salle des Menus Plaisirs para reunirse con los miembros de los demás Estados y escuchar la real declaración.
Necker estaba ausente, incluso corría el rumor de que estaba a punto de tomar las de Villadiego. Puesto que los privilegiados no querían utilizar el puente que él tendía, no quería quedarse ni respaldar con su presencia la declaración que allí iba a formularse.
¿Cómo iba a apoyarla si aquella declaración no cambiaba nada?
Según la declaración, el rey aprobaría la igualdad en el sistema tributario si la nobleza y el clero renunciaban a sus privilegios pecuniarios; también decía que se respetarían las propiedades, particularmente los derechos feudales; que en el asunto de la libertad individual los Estados quedaban invitados a buscar y proponer medios para reconciliar la abolición de las lettres de cachet[22] con las precauciones necesarias a fin de no herir el honor de las familias y reprimir los brotes de sedición; que en la cuestión del empleo público para todos, el rey debía oponerse, particularmente en la medida en que afectaba al ejército, una institución en la cual no deseaba hacer ni la más mínima modificación, lo cual significa que la carrera militar debía seguir siendo un privilegio de la nobleza, como hasta ahora, y que nadie que no hubiera nacido noble podía aspirar a ningún rango superior al de oficial subalterno.
Y para que no quedara ni la más leve sombra de duda en la mente de los ya bastante desilusionados representantes del noventa y seis por ciento de los habitantes de la nación, el flemático y perezoso rey lanzó su reto:
«Si me abandonáis ante una empresa tan maravillosa, me ocuparé personalmente del bienestar de mi pueblo; y sólo yo me consideraré su verdadero representante».
Y despidiéndolos, dijo:
«Yo os ordeno, señores, que os separéis enseguida. Mañana por la mañana iréis a las cámaras asignadas a los respectivos Estados para reanudar vuestras sesiones».
Tras lo cual, Su Majestad se retiró, seguido por la nobleza y el clero. Regresó a su palacio para recibir las aclamaciones de la realeza. Y la reina, radiante, triunfante, anunció que confiaba la suerte de su hijo, el Delfín, a los nobles. Pero el rey no compartía el entusiasmo que se extendía por el palacio, estaba malhumorado y silencioso. El gélido silencio del pueblo cuando su coche pasó entre sus filas —un silencio al que no estaba acostumbrado— le había impresionado desfavorablemente. Sus nefastos consejeros tuvieron que discutir mucho con él para que consistiera en seguir avanzando por el nefasto camino que había emprendido.
El guante arrojado a la Asamblea fue recogido por el Tercer Estado. Cuando el maestro de ceremonias fue a recordarle a Bailly, el presidente, que el rey había ordenado que el Tercer Estado tenía que irse de allí, éste le contestó: «A mí me parece que la Asamblea Nacional no puede recibir órdenes de nadie».
Y entonces un gran hombre, Mirabeau —grande en cuerpo y en espíritu—, despidió al maestro de ceremonias con voz de trueno:
—Ya hemos oído lo que otros le han sugerido al rey, y no os corresponde a vos, señor, que aquí no tenéis ni voz ni voto, recordarnos lo que dijo. Idos y decid a los que os han enviado que estamos aquí por voluntad del pueblo, y que de aquí sólo nos sacarán por la fuerza de las bayonetas.
Aquello sí fue recoger el guante. Y la historia cuenta que el señor de Brézé, el joven maestro de ceremonias, quedó tan perplejo ante ese rapapolvo, y ante la majestad de aquel hombre, y ante la de los mil doscientos diputados que lo miraban silenciosamente, que salió de allí de espaldas, como si estuviera en presencia de la realeza.
Al enterarse de lo ocurrido, la multitud que estaba afuera marchó furiosa hacia palacio. Seis mil hombres invadieron los patios, los jardines y las terrazas. La alegría de la reina se transformó en pavor. Era la primera vez que le sucedía algo así, pero no sería la última, pues hizo oídos sordos a esta primera advertencia. Después recibiría varios avisos como aquél, cada vez más terribles, pero carecía de sabiduría. Sin embargo, ahora, fue tanto su pánico que le suplicó al rey que rápidamente anulara todo lo que ella y sus amigos habían hecho, y que llamara de nuevo al mago Necker, que era el único que podía salvar la situación.
Afortunadamente, el banquero suizo aún no se había marchado. Y como estaba cerca, bajó al patio para apaciguar a la multitud:
—¡Sí, sí, hijos míos! Tranquilizaos. ¡Me quedaré! ¡Me quedaré!
Mientras se paseaba entre la muchedumbre, le besaban la mano, y lloró conmovido ante esa manifestación de fe popular. De este modo, cubriendo con su reputación de hombre honrado la brutal estupidez de la camarilla, obtuvo para ellos una tregua.
Eso ocurrió el 23 de junio. La noticia llegó rápidamente a París. André-Louis se preguntó si eso significaba que la Asamblea Nacional había ganado y que tendrían lugar las reformas cada vez más necesarias. Ojalá fuera así, pues en París cada día había más hambre, inquietud y desesperación. Las colas crecían ante las panaderías a medida que se incrementaba la escasez de pan, y las acusaciones de que se especulaba con el trigo cada vez eran más peligrosas, pues amenazaban con desencadenar graves disturbios.
Durante dos días no pasó nada. La reconciliación no se confirmó, ni la real declaración fue revocada. Parecía como si la corte no pudiera cumplir su palabra. Entonces los electores de París tomaron cartas en el asunto. Siguieron reunidos después de las elecciones, y propusieron la formación de una guardia cívica, la organización de una Comuna electiva anual, y formular una petición para que el rey retirara las tropas acantonadas en Versalles y revocara el real decreto del día 23. Aquel mismo día los soldados de la Guardia francesa desertaron de los cuarteles para confraternizar con el pueblo en el Palais Royal y se negaron a obedecer cualquier orden contra la Asamblea Nacional. De resultas, once soldados fueron arrestados por su coronel, el señor de Chátelet.
Mientras tanto, la petición de los electores llegaba a manos del rey. Y además, una minoría de la nobleza, con el duque de Orleans a la cabeza, se unía espontáneamente a la Asamblea Nacional para gran alegría de todos en París.
El rey, prudentemente aconsejado por Necker, decidió que se reuniesen los Estados Generales tal como lo pedía la Asamblea Nacional. Hubo gran júbilo en Versalles, y así, aparentemente, se restableció la paz entre los privilegiados y el pueblo. Si hubiera sido así realmente, todo hubiera ido bien. Pero los aristócratas no habían aprendido la lección, ni la aprenderían hasta que fuese demasiado tarde. La reunión no fue más que otra burla, concebida por los contemporizadores nobles, quienes, como empezaba a ser obvio, estaban al acecho, aguardando el primer pretexto para emplear la fuerza, que era lo único en lo que creían.
Y la oportunidad se presentó en los primeros días de julio. El coronel de Chátelet, hombre autoritario y altanero, propuso trasladar a los once soldados arrestados desde la cárcel militar de la Abadía a la inmunda prisión de Bicétre, reservada para los delincuentes comunes de la peor calaña. Cuando el pueblo lo supo decidió oponer la violencia a la violencia. Unas cuatro mil personas entraron en la Abadía y liberaron no sólo a los once guardias, sino también al resto de los prisioneros, excepto a uno, que devolvieron a su celda, pues descubrieron que era un vulgar ladrón.
Ahora sí había tenido lugar una abierta rebelión, y los privilegiados sabían cómo tratar adecuadamente a los rebeldes. La garra de hierro de las tropas extranjeras estrangularía al amotinado París. Enseguida se tomaron medidas. El viejo mariscal de Broglie, veterano de la guerra de los Siete Años, impregnado de desprecio por los civiles, consideró que cuando vieran los uniformes sería suficiente para restaurar la paz y el orden, y nombró a Besenval como su segundo comandante. Los regimientos extranjeros se acantonaron en los alrededores de París. Unos regimientos cuyos nombres ya eran una ofensa para el pueblo de Francia: el regimiento de Reisbach, el de Diesbach, el de Nassau, el Esterhazy y el Roehmer. A la Bastilla se mandaron refuerzos de soldados suizos y en sus almenas ya se veían el 13 de junio las amenazadoras bocas de los cañones.
El 10 de julio los electores de París se dirigieron una vez más al rey pidiéndole que retirara las tropas. ¡Al otro día les contestaron que aquellas tropas servían al propósito de defender la libertad de la Asamblea! Y al siguiente día, que era domingo, el filántropo doctor Guillotin —cuya filantrópica máquina de matar sin dolor tendría después tanto trabajo— salió de la Asamblea, de la que era miembro, para asegurar a los electores de París que todo iba bien, a pesar de las apariencias, ya que Necker estaba más firme que nunca en su puesto. No sabía que, en aquel mismo momento, el tantas veces despedido y tantas veces solicitado Necker, acababa de ser destituido otra vez por la hostil camarilla de la reina. Los privilegiados querían medidas tajantes, y las tendrían, pero contra ellos mismos.
Al mismo tiempo, otro filántropo, también doctor, un tal Jean Paul Mara, oriundo de Italia y más conocido por Marat —su nombre de adopción afrancesado—, como hombre de letras que era también, pues había publicado en Inglaterra varios libros de sociología, escribía: «¡Cuidado! Considerad cuál sería el fatal desenlace de un movimiento sedicioso. Si tuvierais la desgracia de ceder a ese impulso, se os trataría como a un pueblo rebelde y la sangre correría a raudales».
Aquel domingo por la mañana, cuando la noticia de la nueva destitución de Necker se difundió llevando consigo el desaliento y la rabia, André-Louis estaba en los jardines del Palais Royal, en cuya plaza todo el mundo se daba cita, pues estaba llena de pequeñas tiendas, teatros de títeres, circos, cafés, casas de juego y prostíbulos.
André-Louis vio cómo un joven delgado, con una cara marcada por la viruela donde lo único que no era feo eran sus ojos, se subía a una mesa en la terraza del Café de Foy y, empuñando la espada, gritaba: «¡A las armas!». Y al hacerse el silencio que su grito impuso, el joven soltó un verdadero torrente de inflamada elocuencia, aunque por momentos tartamudeaba. Dijo a la gente que los regimientos alemanes del Champ de Mars entrarían aquella noche en París para hacer una carnicería con sus habitantes. «¡Hagamos una escarapela!», gritó arrancando la hoja de un árbol que servía a su propósito: la escarapela verde de la esperanza.
El entusiasmo se adueñó de la multitud, compuesta por hombres y mujeres de todas las clases, desde vagabundos hasta nobles, desde rameras hasta señoras encopetadas, y súbitamente el árbol se quedó sin hojas, y la verde escarapela se vio en casi todos los sombreros.
—¡Estamos entre la espada y la pared! —continuó la voz incendiaria—. Estamos entre los alemanes del Champ de Mars y los suizos de la Bastilla. ¡A las armas, ahora, a las armas!
La multitud hervía excitada. De una cerería sacaron un busto de Necker y otro de ese comediante del duque de Orleans, uno de tantos oportunistas en ciernes dispuesto a pescar en el río revuelto de aquellos días turbulentos. El busto de Necker quedó cubierto de crespones.
André-Louis sintió miedo al ver todo esto. El panfleto de Marat le había impresionado. Expresaba lo que él mismo había dicho hacía medio año ante el populacho de Rennes. Había que parar a aquella multitud. Algo había que hacer o aquel irresponsable incendiaría la ciudad antes del anochecer. El joven, un abogado sin pleitos llamado Camille Desmoulins, que luego sería muy famoso, bajó de la mesa blandiendo la espada y gritando: «¡A las armas! ¡Seguidme!». André-Louis avanzó para subirse a la mesa y tratar de contrarrestar el discurso incendiario de Desmoulins. Al abrirse paso a través del gentío, súbitamente se topó con un hombre alto, elegantemente vestido, de cuyo bello rostro emanaba la más glacial firmeza y en cuyos ojos, profundamente sombreados, ardía una furia reprimida.
Así, cara a cara, mirándose a los ojos, se quedaron un rato, mientras la multitud excitada pasaba por su lado. Entonces André-Louis se echó a reír:
—Ese joven también tiene un peligroso don de elocuencia, señor marqués —dijo—. Y para desgracia de algunos parece que en la Francia de hoy hay muchos como él. Cualquiera diría que brotan como hongos del suelo que vos y los vuestros habéis regado con la sangre de los mártires de la libertad. Quizá sea vuestra sangre la que muy pronto la riegue. La tierra está seca y sedienta de ella.
—¡Maldito pájaro de mal agüero! —contestó el marqués de La Tour d’Azyr—. La policía se ocupará de ti. Le diré al procurador general que estás en París.
—¡Por Dios, señor! —gritó André-Louis—. ¿Es que nunca aprenderéis? ¿A quién se le ocurre hablar ahora de procuradores generales cuando París está a punto de arder? Delatadme ante esta gente, señor marqués; hacedlo y en un instante me convertiréis en un héroe. ¿O preferís que sea yo quien os denuncie? Sí, eso es lo mejor. Ya va siendo hora de que recibáis vuestro merecido. ¡Eh, pueblo de París! ¡Escuchad! Voy a presentaros a…
Una oleada de gente lo empujó, arrastrándole y separándole a la fuerza del marqués, con quien se había encontrado de modo tan azaroso. En vano trató de volver adonde estaba el marqués, quien pudo permanecer en el mismo sitio, y lo último que André-Louis vio de él fue una sonrisa siniestra en su boca crispada.
Mientras tanto, los jardines se fueron quedando vacíos, pues la gente seguía al revoltoso tartamudo de la escarapela vegetal. El torrente humano, todos con sus escarapelas, fluyó por la rue de Richelieu, y André-Louis tuvo que seguirlo hasta la rue du Hasard. Allí logró separarse, pues no quería morir en medio de aquel tropel de locos. Se desvió calle abajo y pudo entrar en la academia de esgrima. Aquel día no había clases, ni siquiera estaba el maestro que, al igual que André-Louis, había salido para enterarse de lo que sucedía en Versalles.
Eso no era normal en la academia de Bertrand des Amis. Pasara lo que pasase en París, en la sala de esgrima siempre había alumnos. Generalmente, el maestro y su ayudante trabajaban desde la mañana hasta la noche, y André-Louis cobraba por las lecciones que impartía, pues el maestro le había confiado la mitad de sus discípulos. Los domingos la academia cerraba al mediodía, pero por la mañana solían asistir algunos alumnos. Sin embargo, aquel domingo, la ciudad estaba en tal estado de efervescencia que al ver que a las once de la mañana no aparecía nadie, Bertrand y André-Louis decidieron salir. Poco podían imaginar cuando se despidieron amigablemente aquella mañana, pues habían llegado a ser muy buenos amigos, que nunca volverían a verse en este mundo.
Aquel día, la sangre corrió en París. En la plaza Vendôme un destacamento de dragones aguardaba a la muchedumbre de la que André-Louis había logrado apartarse. Los jinetes cargaron contra el populacho, dispersándolo. Rompieron la efigie de cera de Necker y mataron a un hombre, un desventurado guardia francés que no quiso retroceder. Esto fue el comienzo. De resultas, Besenval acudió con sus suizos del Champ de Mars y marcharon en formación de batalla hasta los Champs Elysées, donde emplazaron cuatro piezas de artillería. Los dragones se apostaron en la plaza Louis XV.
Por la noche, la enorme multitud que fluía a lo largo de los Champs Elysées y los jardines de las Tullerías, contemplaba alarmada aquellos preparativos de guerra. Hubo algunos insultos a los mercenarios extranjeros y se arrojaron algunas piedras.
Enloquecido o cumpliendo instrucciones, Besenval ordenó a sus dragones que dispersaran a la gente. Pero aquella masa era demasiado compacta para dispersarla tan fácilmente y los dragones sólo podían moverse atropellando a la gente. Varias personas murieron aplastadas, y en consecuencia, cuando los dragones, capitaneados por el príncipe de Lámbese, penetraron en los jardines de las Tullerías, el populacho ultrajado los recibió con un diluvio de piedras y botellas.
Lámbese ordenó abrir fuego.
El pueblo retrocedió impetuosamente, en una estampida que se extendió desde las Tullerías a través de toda la ciudad divulgando la noticia de cómo la caballería alemana arremetía contra mujeres y niños, y ahora todos coreaban la consigna «¡A las armas!», lanzada al mediodía por Desmoulins en el Palais Royal.
Cuando recogieron las víctimas, entre ellas estaba Bertrand des Amis que —como todos los que vivían de la espada— había sido un ardiente defensor de la nobleza y murió bajo los cascos de los caballos de los soldados extranjeros, capitaneados por un noble, y lanzados contra el pueblo por la aristocracia.
Así pues, André-Louis, que aguardaba en la academia el regreso de su amigo y maestro, recibió de manos de cuatro hombres del pueblo el cuerpo sin vida de una de las primeras víctimas de la Revolución, que ahora había empezado en serio.