S lamentable —escribía André-Louis desde París a Le Chapelier, en una carta que aún se conserva— que me haya despojado definitivamente del ropaje de Scaramouche, puesto que no hay otro más adecuado para mí. Todo parece indicar que mi papel es provocar siempre la conflagración y luego escapar antes de que me alcance el fuego. Es algo humillante. Y trato de consolarme con Epicteto —¿lo has leído?—, quien decía que no somos más que actores de una obra de teatro donde desempeñamos el papel que nos ha asignado el director. Sin embargo, no me consuela haber sido escogido para un papel tan despreciable que casi siempre consiste en el arte de escurrir el bulto. Pero si no soy valiente, al menos soy prudente, de modo que si me falta alguna virtud, puedo reivindicar otra con creces. En una ocasión fui condenado a la horca por sedición. ¿Iba a quedarme de brazos cruzados para que me ahorcaran? Esta vez me ahorcarían por varios motivos, incluyendo un asesinato, aunque en realidad no sé si el ignominioso Binet está vivo o muerto a causa del plomo que le alojé en su asquerosa panza. Me gustaría que estuviera muerto. Y en el Infierno. Pero en realidad me da lo mismo. En el terreno personal, tengo problemas. He gastado lo poco que pude llevarme cuando huí de Nantes aquella terrible noche, y las dos únicas profesiones que conozco —las leyes y el escenario— están cerradas para mí, ya que no puedo buscar empleo en ninguna de las dos sin delatarme y ponerme en manos del verdugo. Así las cosas, es posible que me muera de hambre, sobre todo tomando en cuenta el precio de los víveres en esta famélica ciudad. Y otra vez busco consuelo en Epicteto: «Es mejor —decía— morir de hambre tras haber vivido sin aflicción ni miedo, que vivir en la abundancia pero con el espíritu turbado». Lo más probable es que muera en la forma que él considera tan envidiable. Que no me parezca tan envidiable no hace más que probar que como estoico no doy la talla.
Existe otra carta suya, fechada en la misma época y dirigida al marqués de La Tour d’Azyr, que publicó el señor Émile Quersac en su libro Corrientes subterráneas en la revolución de Bretaña, exhumada por él de los archivos de Rennes, donde depositó esa carta el señor de Lesdiguiéres, quien a su vez la había recibido de manos del marqués como parte de la documentación judicial.
Los periódicos de París —dice la carta—, que han reflejado con lujo de detalles la reyerta en el Teatro Feydau y descubierto la verdadera identidad de su autor, Scaramouche, me informan también que habéis escapado al destino que os preparaba cuando suscité aquel huracán de indignación pública. No creáis que lamento vuestra salvación. Al contrario, me alegro. Matar justicieramente tiene la desventaja de que el ajusticiado no se entera de que se ha hecho justicia. De haber muerto aquella noche, de haber sido descuartizado en el teatro, ahora estaríais durmiendo un eterno sueño imperturbable. Y eso me atormentaría. Es mejor que el culpable expíe sus delitos en el tormento que en la muerte súbita. No estoy seguro de que exista un Infierno en la otra vida, pero sí sé que lo hay en ésta. Y deseo que continuéis viviendo un poco, para que probéis algo de su amargura.
Asesinasteis a Philippe de Vilmorin porque temíais lo que llamasteis su «peligroso don de la elocuencia». Aquel día juré que vuestra diabólica acción no daría frutos, pues la voz que habíais asesinado resonaría como un clarín por todo el país. Éste es mi concepto de venganza. ¿Habéis comprobado cómo he empezado a ejecutarla y cómo seguiré haciéndolo cada vez que se presente la ocasión? Al otro día de vuestro crimen, durante mi arenga al pueblo de Rennes, ¿no oísteis la voz de Philippe de Vilmorin proclamando sus ideas con ardor y pasión superiores a las suyas, gracias a que el espíritu de la justicia me inflamó con su ayuda? En Nantes, en la voz de Omnes Omnibus —de nuevo mi voz— pidiendo el dominio del Tercer Estado, ¿no oísteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin? ¿Habéis pensado que fueron sus ideas y no un hombre lo que asesinasteis, ideas resucitadas en mí, su amigo superviviente? ¿Comprendéis que fueron esas mismas ideas las que invalidaron vuestro recurso a las armas, cuando fuisteis derrotado en Rennes y obligado a esconderos en el convento de los franciscanos? Y aquella noche, cuando desde el escenario del Teatro Feydau fuisteis desenmascarado, ¿no escuchasteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin, aquel peligroso don de la elocuencia que tan neciamente creísteis silenciar con una estocada? Así pues, esa voz que resuena desde la tumba, os perseguirá incansablemente hasta que seáis arrojado al Infierno. Ahora lamentaréis no haberme matado también como os invité a hacer en aquella ocasión. Disfruto imaginando la amargura de vuestro arrepentimiento. Sentir la frustración de haber perdido una oportunidad como aquélla es el peor infierno para el alma, sobre todo para la vuestra. Éstas son las razones por las que me alegro de que os salvarais de la batalla campal en el Teatro Feydau, aunque confieso que no era ésa mi intención cuando la provoqué. Por eso estoy contento de que sigáis con vida, rabiando y sufriendo en la sombra, sabiendo al fin —puesto que no tuvisteis la lucidez de comprenderlo antes— que la voz de Philippe de Vilmorin no dejará de denunciaros, cada vez con mayor insistencia, hasta que, después de vivir temeroso, caigáis ensangrentado a manos del justo castigo que el peligroso don de la elocuencia de vuestra víctima ha levantado contra vos.
Curiosamente en esta carta no se menciona a la señorita Binet. Pudiera tratarse de una falta de sinceridad de su autor, acaso un gesto vanidoso, pues no quiere dar a entender que estaba herido por el desaire de Climéne, y de este modo la acción que protagonizó en el Teatro Feydau aparece solamente como parte de la misión que él mismo se impuso.
Estas dos cartas, ambas fechadas en abril de aquel año de 1789, trajeron como resultado que André-Louis Moreau fuera buscado con más intensidad.
Le Chapelier lo buscaba para ayudarlo, insistiendo en que se metiera de lleno en la política. Cada vez que había una vacante, los electores de Nantes también lo buscaban, o sea, buscaban a Omnes Omnibus, cuya identidad real aún desconocían. Y, por otra parte, tanto el marqués de La Tour d’Azyr como el procurador del rey, el señor de Lesdiguiéres, lo buscaban para mandarlo al cadalso.
Con afán no menos vengativo, también le buscaba Binet, quien por desgracia se había restablecido de su herida para enfrentarse a la ruina total. Los miembros de su compañía le habían abandonado durante su convalecencia. Ahora, reconstituida bajo la dirección de Polichinela, la troupe trataba con algún éxito de seguir el camino señalado por André-Louis. De resultas del motín en el teatro, el señor marqués no pudo expresarle personalmente a la señorita Binet su propósito de poner fin a sus relaciones, y se vio obligado a escribirle desde su castillo unos días más tarde. Para que la muchacha no quedara demasiado atribulada, también le envió un billete por valor de cien luises. A pesar de lo cual, la carta casi fulminó a la infortunada Climéne y, para colmo, su padre volvió a reprocharle que se hubiera entregado tan prematuramente haciendo caso omiso de sus sabios consejos. Padre e hija atribuían la decisión del marqués a la reyerta del Teatro Feydau. Por lo demás, hacían responsable de todo a Scaramouche, y pensaban con rencor que el muy sinvergüenza se había vengado de manera desproporcionada. Sin embargo, Climéne llegó a considerar que hubiera sido mejor seguir con Scaramouche, casarse con él, y dejar en sus manos la misión de llevarla a la cúspide de su estrellato, cosa ahora del todo imposible. Esas reflexiones eran suficiente castigo para ella, pues como tan acertadamente escribió André-Louis, no hay peor infierno que «la frustración de haber perdido una oportunidad».
Mientras todos lo buscaban con tanto ahínco, André-Louis Moreau vivía prácticamente en la clandestinidad. Mientras la policía de París, espoleada por el procurador del rey desde Rennes, le buscaba en vano, él vivía en una casa a dos pasos del Palais Royal, en la rue du Hasard, adonde precisamente el azar quiso llevarlo.
Lo que en su carta a Le Chapelier aparecía como una posibilidad, finalmente ocurrió. Estaba en la miseria. Se había quedado sin dinero, incluyendo el que obtuvo por la venta de las prendas y otros artículos personales de los que había podido prescindir.
Tan desesperado estaba que una mañana de abril, mientras andaba curioseando por la rue du Hasard, se detuvo a leer un anuncio clavado en la puerta de una casa que caía a la izquierda, casi llegando a la rue de Richelieu. Tal vez el nombre de su calle, tan ligado a la casualidad, estaba a punto de obrar un milagro. El aviso estaba escrito a mano, con letra rotunda, y anunciaba que el señor Bertrand des Amis, que vivía en el segundo piso de aquella casa, precisaba un joven con apostura que supiera algo de esgrima. Cuatro flores de lis y dos espadas cruzadas blasonaban el anuncio, debajo del cual se leía en letras de oro:
BERTRAND DES AMIS
Maestro de Esgrima de la Academia del Rey
André-Louis se quedó un rato pensando. Él reunía las cualidades allí descritas. Era joven, apuesto, y en Nantes había adquirido las nociones elementales de aquel arte. Por su aspecto, el aviso parecía recién colocado, por lo tanto, aún no debían de haberse presentado muchos candidatos, y tal vez por esa razón el señor Bertrand des Amis no se mostrara tan exigente. En cualquier caso, André-Louis llevaba todo un día sin comer, y aunque aquel empleo —cuya naturaleza a ciencia cierta aún no conocía— no encajaba con sus vocaciones, ahora no estaba para pequeñeces.
Además, le gustó ese nombre de Bertrand des Amis[17]. Era una feliz combinación que sugería una mezcla de amistad y caballerosidad. Por otra parte, ya que la profesión de maestro de esgrima era tan caballeresca, lo más probable era que Bertrand des Amis no le hiciera demasiadas preguntas.
Así pues subió hasta el segundo piso, en cuyo rellano vio una puerta con el rótulo «Academia del Señor Bertrand des Amis». La empujó y entró en una antesala poco amueblada. Desde una habitación cercana, llegaba un ruido de pisadas y de aceros entrechocando, dominados por una voz vibrante, que hablaba ciertamente francés, pero una clase de francés que sólo se oye en una escuela de esgrima:
—Coulez! Mais, coulez done[18]! ¡Así! ¡Ahora el ataque de cuarta al flanco! ¡En guardia! ¡Ésta es la respuesta! Empecemos de nuevo. ¡Eso es! Guardia en tercera. Ahora viene el corte y luego la quinta sacando la espada de debajo… Oh, mais allongez! Allongez! Allez au fond[19]! —la voz gritaba en tono de reconvención—. Vamos, eso está mejor.
Las espadas dejaron de chocar. Y de nuevo la misma voz:
—Recordad: la mano inclinada y sin sacar el codo demasiado. Es todo por hoy. El miércoles practicaremos el tirer au mur. Es un aprendizaje más lento, pero cuando le cojáis el tranquillo a los movimientos, aprenderéis más rápido.
Otra voz murmuró una respuesta. Después, un ruido de pasos. La clase había terminado. André-Louis llamó a la puerta.
Le abrió un hombre alto, esbelto, garboso, de unos cuarenta años. Llevaba calzón de seda negro y zapatos de un tono claro. Estaba enfundado en un peto de cuero. Su nariz era aquilina y el rostro atezado; los ojos grandes y obscuros, y una boca que expresaba firmeza. Su coleta era azabache con alguna hebra de plata aquí y allá.
Llevaba debajo del brazo una careta de red metálica para guardarse la cara de los golpes del contrario. Su mirada penetrante examinó a André-Louis de la cabeza a los pies.
—¿Señor? —preguntó cortésmente.
Evidentemente se equivocaba con la calidad de André-Louis, lo que era natural, pues a pesar de su pobreza, su aspecto exterior era irreprochable, y el señor Bertrand no podía adivinar que sólo poseía lo que llevaba puesto.
—Vengo por el letrero que habéis puesto abajo, señor —dijo André-Louis y, a juzgar por el súbito brillo de los ojos del maestro de esgrima, pensó que tal y como sospechaba apenas se había presentado ningún aspirante. El brillo de satisfacción en los ojos de Bertrand se transformó en una mirada de sorpresa:
—¿Venís por eso?
André-Louis se encogió de hombros y sonrió a medias.
—De algo hay que vivir —dijo.
—Pero entrad. Sentaos allí. Estaré a vuestra… estaré libre para atenderos en un periquete.
André-Louis se sentó en un banco arrimado a una pared pintada de blanco. La sala era larga y de techo bajo, sin alfombra. Había otros bancos de madera, como el que ahora él ocupaba, situados a lo largo de las paredes decoradas con panoplias. También había repisas con trofeos de esgrima y máscaras de esgrima. Aquí y allí colgaban floretes y espadas cruzadas, petos de paja y una gran variedad de sables, dagas y escudos pertenecientes a diversas épocas y naciones. Había también un retrato de un obeso caballero con una gran nariz, peluca complicadamente rizada y el pecho cruzado por el cordón azul de la Orden del Espíritu Santo, en quien André-Louis reconoció al rey de Francia. Se veía también un pergamino enmarcado que certificaba que el señor Bertrand pertenecía a la Academia del Rey. En un rincón, había una estantería con libros y cerca de ella, frente a la última de las cuatro ventanas que iluminaban la habitación, un sillón y un pequeño escritorio. Un joven elegantemente vestido estaba junto a la mesa poniéndose la casaca y la peluca. El señor Bertrand se le acercó —con extraordinaria elasticidad pensó André-Louis— y charló con él mientras le ayudaba a vestirse.
Finalmente el joven se fue, no sin antes pasarse por la cara un fino pañuelo que dejó un rastro perfumado en el aire. El señor Bertrand cerró la puerta y se volvió al candidato, que en el acto se levantó.
—¿Dónde habéis estudiado? —le preguntó bruscamente.
—¿Estudiado? —se extrañó André-Louis—. ¡Oh, sí! En el Liceo Louis Le Grand.
El señor Bertrand frunció el ceño, interrogándolo con la mirada como si el aspirante le estuviera tomando el pelo.
—¡Por Dios! No os pregunto dónde cursasteis Humanidades, sino en qué academia aprendisteis esgrima.
—¡Ah, la esgrima! —no se le había ocurrido que la esgrima fuera algo tan serio que pudiera considerarse como un estudio—. No he estudiado mucho, sólo recibí algunas lecciones… en mi pueblo… hace tiempo.
El maestro enarcó las cejas.
—Pero entonces —exclamó impaciente—, ¿para qué subió los dos pisos hasta aquí?
—El anuncio no exige un alto grado de destreza. Si no soy un profesional, al menos conozco los rudimentos, y eso es suficiente para empezar a prosperar. Aprendo muy rápido. Además, poseo las otras cualidades que pide el anuncio. Como es obvio, soy joven, y en cuanto a apreciar que mi presencia no es desagradable, lo dejo a vuestra consideración. Mi profesión es la de abogado, soy un hombre de toga, aunque advierto que aquí la divisa es Cedat toga armis[20].
El señor Bertrand sonrió con un gesto de aprobación. Indiscutiblemente el joven tenía buena presencia y, al parecer, era inteligente. Volvió a mirarlo de la cabeza a los pies, examinando sus condiciones físicas:
—¿Cuál es vuestro nombre?
André-Louis titubeó y dijo:
—André-Louis.
Los negros ojos del maestro le observaron con insistencia.
—André-Louis, ¿y qué más?
—Sólo André-Louis. Louis es mi apellido.
—¡Qué extraño apellido! A juzgar por vuestro acento venís de Bretaña. ¿Por qué salisteis de allí?
—Para salvar el pellejo —contestó sin pensarlo. Y entonces, para no complicar las cosas, agregó—: Tengo allí un enemigo.
El señor Bertrand le miró intrigado mientras se acariciaba el mentón.
—¿Habéis huido?
—Puede decirse así.
—Un cobarde, ¿eh?
—De ninguna manera —y entonces se inventó una novela. Seguramente un hombre que viviera de la espada tendría debilidad por lo novelesco—. Mi enemigo es un gran espadachín —dijo—. El mejor de la provincia, por no decir de toda Francia. Por lo menos tiene esa fama. Pensé que sería conveniente venir a París para aprender el arte de la esgrima y luego volver allá para matarle. Para hablar con franqueza, eso fue lo que me atrajo en vuestro anuncio. También tengo que confesar que no puedo pagarme las lecciones. Pensé encontrar aquí algún empleo en mi profesión, pero no he tenido suerte. En París hay demasiados abogados, y mientras buscaba trabajo he gastado el poco dinero que tenía. Y en fin… vuestro anuncio me pareció algo providencial, como caído del cielo.
El señor Bertrand le cogió por los hombros y le miró a la cara.
—¿Todo eso es verdad, amigo mío?
—Ni una sola palabra —contestó André-Louis cediendo al irresistible impulso de decir lo más inesperado.
Pero le salió bien, porque el señor Bertrand soltó una carcajada, y después de desternillarse se declaró encantado de la honradez del aspirante.
—Quitaos la casaca —dijo— y veamos de lo que sois capaz. Por lo menos la naturaleza os ha designado para espadachín. Sois ligero, activo, flexible, tenéis el brazo largo y parecéis inteligente. Haré algo de vos y os enseñaré lo necesario para mi propósito, que consiste en que impartáis a mis nuevos discípulos los rudimentos de este arte antes de que yo me encargue de ellos. Pero hagamos una prueba. Tomad aquella careta y ese florete, y venid aquí.
Lo llevó al fondo de la sala, donde el suelo estaba marcado con líneas de tiza para que los principiantes supieran cómo había que colocar los pies.
Al cabo de diez minutos, el señor Bertrand aceptaba a André-Louis y le explicaba en detalle cuál sería su trabajo. Además de iniciar en los rudimentos de la esgrima a los principiantes, tenía que barrer la sala cada mañana, acicalar los floretes, ayudar a los discípulos a desvestirse y a vestirse, y en general, trabajar en todo lo que se presentara. El salario, de momento, sería de cuarenta libras al mes y, si no tenía otro lugar donde alojarse, podría dormir en una alcoba que estaba detrás de la sala de esgrima.
Como se ve, las condiciones eran un poco humillantes. Pero si André-Louis quería comer, debía empezar por tragarse su orgullo poco a poco, como si fueran entremeses.
—Por lo visto —dijo reprimiendo una mueca— aquí la toga no sólo cede ante la espada, sino también ante la escoba. Muy bien. Estoy de acuerdo.
Una de las características de André-Louis era que cuando hacía una elección, se ponía a trabajar con entusiasmo, poniendo en ello todos los recursos de su mente y las energías de su cuerpo. Así que cuando no instruía a los novatos en los rudimentos del arte, enseñándoles las ocho guardias y el elaborado e intrincado saludo —que en pocos días de práctica ya dominaba a la perfección—, trabajaba muy duro en esas mismas posturas, ejercitando la vista, la muñeca y las rodillas.
Al advertir su entusiasmo y viendo las evidentes posibilidades que tenía de llegar a ser un ayudante eficaz, el señor Bertrand le tomó más en serio.
—Vuestra aplicación y celo, amigo mío, merecen más de cuarenta libras al mes —le informó al final de la primera semana—. Sin embargo, de momento, os compensaré iniciándoos en los secretos de este noble arte. Vuestro futuro depende de cómo aprovechéis la suerte de recibir instrucción directa de mí.
A partir de ese momento, cada mañana, antes de abrir la academia, el maestro le dedicaba media hora a su nuevo ayudante. Gracias a aquel magisterio, André-Louis avanzaba a pasos agigantados, lo cual halagaba mucho al señor Bertrand. El maestro se hubiera mostrado menos orgulloso y más asombrado si supiera que la mitad del secreto de los sorprendentes progresos de André-Louis se debía a que estaba devorando la biblioteca de su amo, donde había una docena de tratados de esgrima firmados por maestros tan grandes como La Boéssiére, Danet, y el síndico de la Academia del Rey, Augustin Rousseau. Para el señor Bertrand, cuya destreza con la espada se basaba únicamente en la práctica y no en la teoría, y que por lo tanto no era teórico ni estudioso en ningún sentido, aquella pequeña biblioteca no era más que parte del tradicional decorado de una academia de esgrima, poco menos que un detalle ornamental. Los libros en sí no tenían para él ningún valor. No había sacado ningún provecho de su lectura, ni siquiera lo había intentado en serio. Por el contrario, André-Louis estaba acostumbrado al estudio. Y su facultad de aprenderlo todo en los libros hizo que aquellas obras fueran de gran provecho, pues memorizaba sus preceptos, comparaba las reglas de un maestro con las de otro, y luego sacaba sus propias conclusiones cuando las ponía en práctica.
Al cabo de un mes el señor Bertrand des Amis tuvo la súbita revelación de que su ayudante se había convertido en un espadachín considerablemente diestro, tanto que él mismo tenía que andarse con cuidado para que no lo derrotara.
—Desde un principio os dije —confesó un día— que la naturaleza os había designado para ser espadachín. El tiempo me ha dado la razón, y fijaos también con cuánta destreza he moldeado la materia con que la naturaleza os ha dotado.
—Al maestro corresponde la gloria —dijo André-Louis.
Sus relaciones con el señor Bertrand llegaron a ser muy amistosas, y ahora el ayudante adiestraba a discípulos más aventajados que los novatos. De hecho, André-Louis, era ya un asistente en el sentido más amplio de la palabra. El señor Bertrand, que era todo un caballero, en vez de aprovecharse de las dificultades económicas por las que atravesaba el joven, supo recompensar su celo aumentándole el salario a cuatro luises al mes.
Gracias al profundo estudio de las teorías de los grandes maestros, sucedió lo que siempre suele ocurrir, que André desarrolló sus propias teorías. Una mañana de junio estaba en su alcoba, detrás de la sala de esgrima, pensando en un pasaje de Danet que había leído la noche anterior sobre la doble y la triple finta. Le pareció que el gran maestro se había quedado en el umbral de un gran descubrimiento para el arte de la esgrima. Siendo esencialmente un teórico, André-Louis percibió en la teoría de Danet ciertos indicios que al mismo maestro se le habían escapado. Estaba tumbado en la cama, contemplando las grietas del techo mientras reflexionaba sobre el tema con esa lucidez que suele asaltarnos a primeras horas de la mañana. Durante dos meses consecutivos la espada había sido el ejercicio diario de André-Louis y casi su única idea fija. Su concentración en aquel asunto le daba una extraordinaria capacidad de visión. El arte de la esgrima, tal como entonces se aprendía y como André-Louis la practicaba diariamente, consistía en una serie de ataques y quites, una serie de movimientos defensivos de una línea a otra. Pero siempre una serie limitada. En rigor, se trataba de una media docena de cada lado, por regla general lo más lejos posible de donde viniera el ataque. Y vuelta a comenzar. Pero incluso así, esos quites eran fortuitos. ¿Qué sucedería si fueran calculados?
A partir de esta reflexión desarrollaría una de sus teorías.
Por otra parte, ¿qué sucedería si combinaba las ideas de Danet sobre la triple finta con una serie de quites ahora calculados para culminar en el cuarto o quinto, en una sucesión de ataques, invitando a la respuesta y parando siempre, no con el intento de tocar al contrincante, sino simplemente para juguetear con su hoja de modo que éste, a la larga, se viera obligado a abrir la guardia, predestinado a recibir una estocada? Cada quite de los oponentes podría calcularse para conseguir ese ensanchamiento en la postura de guardia, un ensanchamiento tan gradual que no serían conscientes de ello, y como todo el tiempo estarían atentos a dar en el blanco, resultarían tocados en uno de esos movimientos defensivos.
En tiempos André-Louis había sido un buen jugador de ajedrez gracias a su facultad de ver varios movimientos por adelantado. Esa capacidad de previsión, aplicada al arte de la esgrima, causaría una auténtica revolución. Por supuesto, ya se aplicaba, pero sólo de manera elemental y muy limitada, en simples fintas, dobles o triples. Pero incluso la triple finta sería un recurso chapucero comparado con el método que él estaba creando.
Mientras más pensaba en ello, mayor era su convicción de que tenía la clave de un descubrimiento. Y estaba impaciente por probar su teoría. Cierta mañana, mientras practicaba con un discípulo muy diestro con la espada, decidió ponerla en práctica. Después de ponerse en guardia, puso en marcha la combinación de movimientos prevista, cuatro fintas calculadas. Se engancharon en tercera y André-Louis atacó con una estocada a fondo. Tras la reacción que esperaba de su rival, rápidamente contrarrestó en quinta, y de nuevo empezó con su serie calculada, hasta tocar el pecho de su oponente. Le sorprendió lo fácil que resultaba.
Comenzaron de nuevo, y obtuvo el mismo resultado en el quinto quite, y con la misma facilidad. Entonces, queriendo ir más lejos, decidió hacerlo en el sexto, y tuvo el mismo éxito de antes.
Su contrincante se echó a reír, pero en su voz había un timbre de mortificación:
—¡Hoy no estoy en forma! —dijo.
—Eso parece —admitió cortésmente André-Louis. Y añadió, siempre para probar su teoría al máximo—: Hasta tal punto es así que casi puedo asegurar que sería capaz de tocaros como y cuando quiera.
El experimentado discípulo miró a André-Louis casi mofándose de él.
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! —dijo.
—¿Lo probamos? Os tocaré en el cuarto quite. Allons! En garde!
Tal como había anunciado, sucedió.
El joven caballero, que hasta ese momento no estimaba mucho a André-Louis, pues para él no era más que un buen suplente en ausencia del maestro, abrió desmesuradamente los ojos. Embriagado por el éxito, llevado por su generosidad, André-Louis estuvo a punto de descubrir su método. Un método que poco después llegaría a ser algo trivial en las salas de esgrima. Pero se contuvo a tiempo. Revelar su secreto hubiera podido destruir ese poder que debía perfeccionar ejercitándolo.
Al mediodía, cuando la academia quedó vacía, el señor Bertrand llamó a André-Louis para darle una de las ocasionales lecciones que aún solía darle, y por primera vez recibió una estocada en el transcurso del primer asalto. Como era generoso, sonrió satisfecho:
—¡Ajá! ¡Cuán deprisa aprendéis, amiguito!
También sonrió, aunque ya no tan satisfecho, cuando lo tocaron en el segundo asalto. Después puso todo su empeño, y tocó tres veces seguidas a André-Louis. La rapidez y la destreza del maestro hicieron que la teoría de André-Louis se tambaleara, pues por falta de práctica aún exigía una mayor madurez.
De todas maneras, estaba seguro de la eficacia de su teoría y, de momento, se contentaba con eso. Sólo le faltaba perfeccionar su estrategia a fuerza de práctica, a lo cual se consagró en cuerpo y alma, con esa pasión que suscita todo descubrimiento. Para empezar, se limitó a media docena de combinaciones que practicó asiduamente hasta que cada una llegó a ser casi automática. A continuación, probó su infalibilidad con los mejores discípulos del señor Bertrand.
Por último, una semana después de su último asalto con el maestro, éste le llamó para practicar con él. Pero esta vez no pudo hacer nada contra los impetuosos ataques de André-Louis.
Después de la tercera estocada, el señor Bertrand retrocedió y se quitó la máscara.
—¿Qué es esto? —preguntó. Estaba muy pálido y enarcaba las obscuras cejas. En toda su vida nunca había sido herido en su amor propio—. ¿Os ha enseñado alguien algún truco mágico?
Bertrand des Amis siempre se había jactado de conocer tan a fondo el arte de la esgrima, que no creía en secretos mágicos, pero la habilidad de André-Louis le hacía dudar de sus convicciones.
—No —dijo André-Louis—. Simplemente he trabajado mucho y manejo la espada no sólo con la muñeca, sino también con la mente.
—Ya lo veo. Muy bien, muy bien, creo que ya os he enseñado bastante. No es mi intención tener un ayudante superior a mí.
—No os preocupéis por eso —sonrió André-Louis—. Habéis trabajado mucho toda la mañana y estáis cansado, mientras que yo estoy fresco. Ése es todo el secreto de mi éxito momentáneo.
Su tacto y el buen temperamento del señor Bertrand evitaron que la relación entre ambos se estropeara. A partir de aquel día, cuando practicaban, André-Louis, que seguía perfeccionando diariamente su teoría para formar un sistema casi infalible, procuraba que el señor Bertrand le diera por lo menos dos estocadas por cada una de las suyas. Era lo que le aconsejaba la prudencia, pero nada más. Deseaba que su maestro fuera consciente de su fuerza, pero sin llegar a descubrir su verdadera magnitud para evitar una innecesaria y perjudicial rivalidad.
Aparte de eso, ayudó cada día más y mejor a su maestro, llegando a ser su mejor ayudante, y una fuente de orgullo, pues nunca había tenido un discípulo tan aventajado como aquél. André-Louis nunca le desilusionó revelándole el hecho de que su destreza se debía más a la biblioteca, y a su propio talento natural, que a las lecciones que había recibido de él.