EJANDO en manos de su amigo el asunto de la señorita de Kercadiou, el marqués de La Tour d’Azyr abandonó el castillo de los Sautron profundamente apesadumbrado. Veinticuatro horas con la Binet eran suficientes para un hombre de gustos tan versallescos. Ahora recordaba ese episodio con repugnancia —inevitable reacción psicológica— admirándose de que hasta la víspera la hubiera encontrado tan deseable y reprochándose aquel antojo que había puesto en peligro su relación con la señorita de Kercadiou. Pero nada extraordinario había en su estado de ánimo, de modo que no necesitó extenderse más sobre el tema. Era simplemente el resultado del conflicto entre la bestia y el ángel que habitan en todo hombre.
El caballero de Chabrillanne —que siempre estaba a su servicio— se sentaba frente a él en la enorme berlina. Entre ellos había una mesita plegable y el caballero sugirió jugar una partida de piquet[14], pero el marqués no tenía humor para eso. Estaba ensimismado. Y cuando el coche empezó a rodar por las calles de Nantes, el señor de La Tour d’Azyr recordó su reciente promesa de asistir a ver actuar a la señorita Binet aquella noche en La amante infiel. Y ahora no quería verla ni en pintura. Esto le resultaba desagradable por dos motivos. Por una parte, era faltar a su palabra y, por otra, actuaba como un cobarde. Y lo que era peor: aquella mañana le había dado esperanzas a la actriz de ofrecerle en el futuro más favores de los concedidos hasta ahora. Aquella mujer vulgar —como ahora la juzgaba— había tratado de arrancarle promesas con garantías para el porvenir. Habían hablado de llevarla a París, de alojarla en una casa amueblada y, a la sombra de su poderosa protección, hacer que las puertas de los grandes teatros de la capital se abrieran de par en par ante su talento. No era que él se hubiera comprometido exactamente, de lo que se alegraba. Pero tampoco se había negado categóricamente. Ahora se imponía aclararlo todo con ella, pues estaba obligado a escoger entre su efímera pasión por la comedianta —ya casi apagada— y la adoración casi mística que sentía por Aline.
Su honor le exigía salir de aquella falsa posición. Por supuesto, la Binet le haría una escena, pero él conocía el remedio para curar esos ataques de histeria. Al fin y al cabo, el dinero todo lo puede. Tiró del cordón y se detuvo el coche. Un lacayo apareció en la ventanilla de la portezuela.
—Al Teatro Feydau —ordenó el marqués. El lacayo desapareció y la berlina siguió rodando. El señor de Chabrillanne se rió cínicamente.
—Será mejor que no te rías —le dijo el marqués—. No puedes comprenderlo. —Y acto seguido explicó lo que le sucedía. Era una rara concesión en él, pero se sentía obligado a aclararlo todo. Reflejando la misma seriedad del marqués, su primo dijo:
—¿Por qué no le escribes? Yo en tu lugar no complicaría más las cosas.
—Las cartas pueden extraviarse, tergiversarse —respondió el marqués—. Dos riesgos a los que no quiero exponerme. Si ella no me contestara, me dejaría en la incertidumbre. Y yo no estaría en paz hasta saber que esa relación ha terminado. El coche puede esperarnos mientras estemos en el teatro. Después seguiremos viaje toda la noche si fuera necesario.
—¡Maldita sea! —hizo una mueca el señor de Chabrillanne.
El gran carruaje se detuvo ante el iluminado pórtico del Teatro Feydau y los dos caballeros descendieron. Sin saberlo, el marqués de La Tour d’Azyr acababa de caer en manos de André-Louis.
Aquel mismo día, pero por la mañana, André-Louis estaba exasperado porque Climéne se había ausentado de Nantes en compañía del marqués, aunque lo que más le indignaba era ver la muda complacencia con que el señor Binet hacía la vista gorda.
Por más que André-Louis se las diera de estoico, y por mucho hierro que quisiera quitarle al asunto, estaba atormentado. No culpaba a Climéne, pero sabía que se había equivocado respecto a ella. Según la veía ahora, no era más que una frágil barca a la deriva, a merced del primer viento que le prometiera avanzar. Estaba enferma de ambición, y André-Louis se felicitaba de haberlo descubierto a tiempo. Ahora sólo sentía por ella una gran lástima. La compasión era lo que quedaba del amor que ella le había inspirado, eran las heces del amor, el desperdicio depositado en el fondo después de vaciada la cuba del potente vino. Todo el odio de André-Louis se concentraba en su padre y en su seductor.
Las ideas que cruzaban su mente el lunes por la mañana, cuando se descubrió que Climéne no había regresado aún de su excursión del día anterior en el coche del marqués, eran bastante siniestras sin necesidad de que el turbado Léandre las atizara. Hasta ahora ambos hombres se habían tratado con mutuo desdén. Pero de pronto, compartir aquella desgracia, los unía en una especie de alianza. Al menos eso pensaba Léandre cuando aquella mañana buscaba a André-Louis en el muelle que estaba frente a la posada. Allí lo encontró, aparentemente despreocupado, fumando su pipa.
—¡Rediós! —dijo—. ¿Cómo puedes estar ahí tan tranquilo y fumando a estas horas?…
Scaramouche miró al cielo y dijo:
—No hace frío, y hay buen sol. Aquí se está muy bien.
—No estoy hablando del tiempo —replicó Léandre de lo más excitado.
—¿Y entonces de qué estás hablando?
—¡De Climéne, por supuesto!
—¡Oh! Esa señorita ya no me interesa —mintió André-Louis.
Léandre se plantó frente a él. Era apuesto, sus cabellos estaban empolvados y llevaba medias de seda. Su rostro estaba pálido y sus ojos parecían más grandes que de costumbre.
—¿Ya no te interesa? ¿No vas a casarte con ella?
André-Louis contempló la nube de humo que salía de su pipa.
—No me ofendas. No me conformo con un plato de segunda mano.
—¡Dios mío! —exclamó Léandre abriendo los ojos—. ¿Es que no tienes corazón? ¿Sigues siendo el mismo Scaramouche de siempre?
—¿Qué esperas que haga? —preguntó André-Louis ligeramente sorprendido.
—No esperaba que la perdieras sin luchar.
—Pero en vista de que ya se ha ido —dijo dando una chupada a su pipa al tiempo que Léandre apretaba los puños con rabia impotente—, ¿cómo voy a luchar contra lo ineluctable? ¿Luchaste tú cuando yo te la quité?
—No era mía, así que no me la quitaste. Yo sólo era un pretendiente, en cambio tú la conquistaste. Pero aunque hubiera sido de otro modo, no se puede establecer una comparación. Lo nuestro con ella era honrado, pero ¡esto es el Infierno!
Su emoción conmovió a André-Louis, que le cogió por un brazo.
—Eres un buen muchacho, Léandre. Me alegra haberte salvado del destino que te esperaba.
—Entonces no la amas —exclamó apasionadamente—. Nunca la amaste. Si lo hubieras hecho, no hablarías así. ¡Dios mío! ¡De haber sido mi novia, y si hubiera ocurrido esto, yo mataría a ese hombre! ¿Me oyes? Pero tú, ¡oh!, estás ahí fumando y tomando el fresco, y hablando de ella como si no la conocieras. Debería partirte la cara por tus palabras.
Se quitó la mano de André-Louis del brazo y lo miró desafiante.
—Si lo hicieras —dijo André-Louis— estarías dentro de tu papel. Soltando una imprecación, Léandre dio media vuelta para irse. Pero André-Louis le detuvo.
—Un momento, amigo, dime una cosa: ¿te casarías ahora con ella?
—¿Que si me casaría? —los ojos del joven chisporroteaban de pasión—. Si ella me lo pidiera, sería su esclavo.
—Esclavo es la palabra exacta. Un esclavo en el Infierno.
—Para mí no hay Infierno donde ella esté, haga lo que haga. Yo no soy como tú, yo la amo de verdad. ¿Me oyes?
—Hace mucho que lo sé —dijo André-Louis—, aunque no sospechaba que tu enfermedad fuera tan violenta. Dios sabe que yo la amaba también, lo suficiente para compartir contigo el deseo de matar. Aunque en mi caso, la sangre azul del marqués de La Tour d’Azyr apenas mitigaría ese deseo. Me gustaría añadirle el viscoso fluido que corre por las venas del abyecto Binet.
Por un momento se dejó arrebatar, y Léandre descubrió la sed de venganza que había detrás de su fría apariencia. El joven que hacía los papeles de galán le estrechó la mano.
—Sabía que estabas actuando —le dijo—; tú sientes lo mismo que yo.
—Mira a lo que conduce el rencor. Me has descubierto. Y ahora, ¿qué? ¿Quieres ver al precioso marqués despedazado? Yo puedo ofrecerte ese hermoso espectáculo.
—¿Cómo? —se asombró Léandre, preguntándose si no sería otra de las bromas de Scaramouche.
—Será fácil si alguien me ayuda. ¿Quieres ayudarme?
—Haré todo lo que me pidas —dijo Léandre impetuosamente—. Daría mi vida, si fuera necesario.
André-Louis le tomó otra vez por el brazo.
—Vamos a pasear un poco —dijo— y te diré lo que vamos a hacer.
Cuando los dos regresaron, los miembros de la compañía ya se disponían a comer. Climéne aún no había vuelto. El malestar presidía la mesa. Colombina y Madame estaban angustiadas. La relación entre Binet y su compañía se hacía cada vez más tirante.
André-Louis y Léandre se sentaron donde siempre. Los ojillos de Binet no dejaban de espiarlos con un brillo maligno, mientras sus gruesos labios esbozaban una grotesca sonrisa.
—Por lo visto ahora sois muy buenos amigos —dijo zumbón.
—Eres muy perspicaz, Binet —dijo Scaramouche en tal tono que más que un elogio aquello era un insulto—. Tal vez puedas adivinar también el por qué.
—Es fácil de adivinar.
—Si es así ¿por qué no se lo dices a la compañía? —le sugirió Scaramouche y, al cabo de un rato, añadió—: ¿Por qué titubeas? No creo que tu desvergüenza tenga límites.
Binet echó hacia atrás su gran cabeza.
—¿Estás buscando pelea, Scaramouche?
—¿Pelea? Estás de guasa. Un hombre de verdad no se rebaja a pelear con gente como tú. Todos sabemos el lugar que ocupan en la estimación pública los esposos complacientes. Pero, por todos los santos, ¿puedes decirnos qué lugar ocupan los padres complacientes?
Binet se levantó en toda su enorme corpulencia. De un manotazo apartó la mano con que Pierrot trataba de contenerle.
—¡Maldita sea! —rugió—. Si usas ese tono insolente conmigo, te romperé la crisma.
—Si me rozas aunque sea con el pétalo de una rosa, me darás el pretexto que estoy deseando para matarte.
Scaramouche estaba tan tranquilo como de costumbre, lo que hacía que su actitud fuera mucho más temible. Los miembros de la compañía se alarmaron cuando André-Louis sacó de su bolsillo una pistola que nadie sabía que tenía.
—Estoy armado, Binet —dijo—, esto es sólo una advertencia. Vuélveme a provocar y te mataré como si fueras una asquerosa babosa, que es a lo que más te pareces, una babosa sin alma ni cerebro. Cada vez que lo pienso, me da asco tener que compartir esta mesa contigo. Se me revuelve el estómago.
Rechazó su plato y se levantó, añadiendo:
—Voy a comer al piso de abajo con los criados.
—Yo también voy contigo —dijo Colombina.
Aquello fue como una señal. De haber sido un plan preconcebido, no hubiera funcionado tan bien. Binet estaba convencido de que era una conspiración, pues detrás de Colombina se marchó Léandre, y detrás de éste, Polichinela, y luego se fueron todos hasta dejarlo solo, sentado a la cabecera de una mesa vacía, en una habitación vacía, roído por la rabia y por el miedo.
Se quedó pensativo y así lo encontró media hora después su hija, cuando regresó de su excursión y entró en la sala.
Estaba algo pálida, y un poco acoquinada ante la perspectiva de enfrentarse con las miradas de toda la compañía. Al ver que allí sólo estaba su padre, se detuvo en la puerta.
—¿Dónde están todos? —preguntó haciendo un esfuerzo por fingir naturalidad.
El señor Binet alzó la barbilla y la miró con los ojos inyectados en sangre. Frunció el ceño, apretó los labios y carraspeó. Contempló a su hija contento de verla tan bonita, tan elegante con su largo abrigo de pieles, su manguito y el sombrero donde rutilaba una hebilla de diamantes de imitación. Con una hija así, no tenía que temerle al futuro ni a las tretas que pudiera urdir Scaramouche.
Pero al hablar su tono de voz no denotaba aquel optimismo.
—¡Al fin has vuelto, cabeza loca! —refunfuñó—. Ya empezaba a preguntarme si ibas a actuar esta noche. No me hubiera sorprendido que no llegaras a tiempo para la función. Desde que has escogido interpretar tu nuevo y elegante papel haciendo caso omiso de mis consejos, nada puede sorprenderme.
La joven cruzó la habitación y se apoyó en la mesa, mirándolo con aburrimiento.
—No tengo nada de que arrepentirme —dijo.
—Todos los necios dicen lo mismo. Si fuera verdad, no lo dirían. Y tú haces lo mismo que ellos. Tú vas a lo tuyo, a tu aire, a pesar de los consejos de la experiencia. Acabarás con mi vida, hija, ¿qué sabes tú de los hombres?
—De momento, no puedo quejarme —dijo ella.
—Pero tal vez después descubras que habrías hecho mejor escuchando los consejos de tu viejo padre. Mientras tu marqués te anhelaba, no había nada que no pudieras obtener de él. Mientras sólo le permitieras que te besara la punta de los dedos… ¡maldita sea!… era entonces cuando tenías que haber construido tu porvenir. Aunque vivas mil años nunca volverás a tener otra ocasión como ésta, y la has desperdiciado… ¿por qué?
La muchacha se sentó.
—Eres sórdido —dijo enojada.
—¿Sórdido, yo? Conozco muy bien este asco de mundo y creí que tú también lo conocías. Tenías la carta de triunfo, y hubiera sido para siempre tuya si hubieses jugado bien tus cartas, como yo te ordené. Bueno, pues ya has jugado tu carta, y ¿dónde está el triunfo? El viento se lo llevó. Y habrá que dar gracias a Dios si no se lleva otras cosas, por ejemplo, la compañía si seguimos como vamos. Ese granuja de Scaramouche los ha confabulado a todos contra mí. Siguiendo su ejemplo, todos se han vuelto puritanos. No volverán a sentarse a la mesa conmigo. —Pantalone balbuceaba entre rabioso y sarcástico—. Fue tu amiguito Scaramouche quien les dio el ejemplo a seguir. No contento con eso, amenazó con matarme y me llamó… Pero ¿qué más da? Lo que importa es el peligro que entraña que la Compañía Binet descubra que puede abrirse paso sin el señor Binet y sin su hija. Ese canalla bastardo me lo ha ido robando todo poco a poco. Ahora tiene en su poder a la compañía, y es lo bastante ingrato, lo bastante vil, para hacer uso de ese poder.
—Déjalo que haga lo que quiera —dijo ella sin darle importancia.
—¿Dejarle? —se asustó Pantalone—. ¿Y qué será de nosotros?
—En cualquier caso, la Compañía Binet ya no es importante —dijo ella—. Muy pronto iré a París, donde hay mejores teatros que el Feydau. Allí está el Palais Royal, l'Ambigu-Comique, la Comedia Francesa. Incluso es posible que tenga mi propio teatro.
Los ojos de Binet casi se salían de sus órbitas, y puso su gorda mano sobre las de Climéne. Ella notó que su padre temblaba.
—¿Te ha prometido eso? ¿Te lo ha prometido?
Ella le miró inclinando la cabeza en gesto afirmativo, mirándolo pícaramente y con una sonrisita en sus labios perfectos.
—Por lo menos no me lo negó cuando se lo pedí —contestó absolutamente convencida de que todo saldría a pedir de boca.
—¡Bah! —exclamó Binet con una mueca de disgusto y retirando su mano—. ¡No te lo negó! —se burló de ella y añadió encolerizado—: Si hubieras seguido mis consejos, el marqués hubiera accedido a todo, te hubiese dado cualquier cosa que le pidieras, pues él tiene poder para hacerlo. Pero has cambiado la certeza por la probabilidad, y yo odio las probabilidades. ¡Dios mío! Me he pasado la vida viviendo de probabilidades, y muriéndome de hambre, pues las probabilidades no se comen.
Si Climéne hubiera sospechado la conversación que en aquel momento tenía lugar en el castillo de Sautron, no se hubiese reído tan irónicamente de los funestos vaticinios de su padre. Pero estaba destinada a no saber nunca nada de aquella entrevista, lo cual fue su más cruel castigo. Ella culparía de todo —tanto el fin de sus esperanzas con el marqués como la súbita disgregación de la Compañía Binet— al vengativo y ruin Scaramouche.
De todas maneras, aunque el señor de Sautron no hubiera advertido al marqués, los sucesos de aquella noche en el Teatro Feydau le hubieran dado suficientes motivos para suspender una aventura llena de emociones demasiado desagradables. En cuanto a la disolución de la compañía, evidentemente sería obra de André-Louis, aunque no era algo que hubiera buscado deliberadamente.
Prueba de ello es que en el intermedio del segundo acto, Scaramouche entró en el camerino donde estaban Polichinela y Rhodomont. Polichinela estaba cambiándose de traje.
—No hace falta que os disfracéis —advirtió—. No creo que la obra siga después de mi entrada con Léandre en el próximo acto.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo veréis —dijo poniendo un papel sobre la mesa de Polichinela, que estaba repleta de cosméticos para maquillaje—. Leed esto. Es una especie de testamento en favor de la compañía. He sido abogado, y os garantizo que el documento está en orden. Todos vosotros seréis los beneficiarios de los derechos correspondientes a mi parte como socio de la compañía.
—Pero ¿quieres decir que vas a dejarnos? —exclamó Polichinela alarmado, mientras la mirada sorprendida de Rhodomont hacía la misma pregunta.
Scaramouche se encogió de hombros elocuentemente. Polichinela dijo melancólico:
—Por supuesto, esto estaba previsto. Pero ¿por qué tienes que ser el único que se vaya? Eres tú quien ha hecho de nosotros lo que somos, eres la verdadera cabeza de la troupe; nos has convertido en una auténtica compañía de teatro. Si alguien tiene que irse, que sea Binet, Binet y su infernal hija. ¡Oh, si te vas, todos nos iremos contigo!
—¡Ay! —añadió Rhodomont—. Bastante hemos sufrido con ese bribón.
—Ya había pensado en esa posibilidad —dijo André-Louis— y no por vanidad, sino por confianza en vuestra amistad. Si sigo vivo después de ésta, os prometo que consideraré esa posibilidad.
—¿Seguir vivo? —preguntaron los dos actores al unísono.
Polichinela se puso en pie.
—¿Qué locura tienes en mente?
—Por una parte, voy a darle una satisfacción a Léandre, y por otra, tengo una pelea pendiente con alguien…
En ese momento sonaron los tres golpes de bastón en el escenario.
—¡Me llaman a escena! —dijo Scaramouche—. Guarda ese papel, Polichinela. Aunque después de todo, quizá no sea necesario.
Y salió. Rhodomont y Polichinela se miraron atónitos.
—¿Qué demonios se traerá entre manos? —preguntó Rhodomont.
—Lo mejor será ir a verlo —contestó el otro.
A pesar de lo que le dijo Scaramouche, Polichinela terminó de vestirse apresuradamente y siguió a Rhodomont.
Al acercarse a los bastidores una salva de aplausos los recibió. Eran algo más que aplausos, se trataba de aplausos bastante insólitos. Cuando cesaron, se oyó la voz de Scaramouche vibrando como una campana:
—Ya ves, amigo Léandre, que cuando hablas del Tercer Estado hay que explicarse mejor. ¿Qué es, exactamente, el Tercer Estado?
—Nada —respondió Léandre.
Desde los bastidores se oyó el sofocado murmullo de asombro del público, pero enseguida vino otra pregunta de Scaramouche:
—Desgraciadamente es cierto. Pero ¿qué tendría que ser?
—Todo —dijo Léandre.
Los espectadores redoblaron su ovación, ahora más enérgica por lo inesperado de la réplica.
—Cierto es también —dijo Scaramouche—, es más, eso es lo que será, lo que ya es. ¿Acaso lo dudas?
—No, lo espero —dijo Léandre, que todo lo había ensayado en secreto con su compañero.
—Puedes estar seguro —dijo Scaramouche, otra vez en medio de estruendosas aclamaciones.
Polichinela y Rhodomont volvieron a mirarse, y éste guiñó un ojo no sin alegría.
—¡Maldita sea! —rebuznó alguien detrás de ellos—. ¿Otra vez empieza el granuja con sus mensajes políticos?
Los dos actores se volvieron para encontrarse frente a frente con Binet. A paso de lobo había llegado hasta ellos, y ahora estaba allí con su traje escarlata de Pantalone y los ojillos centelleando de ira a ambos lados de su narizota de cartón. Pero de nuevo la voz de Scaramouche captó toda su atención. El actor había avanzado hasta el borde del proscenio.
—Léandre —dijo al público— duda a veces, porque es de los que todavía adoran al carcomido ídolo del Privilegio. Por eso teme creer en una verdad que empieza a resplandecer para todo el mundo. ¿Podré convencerle? ¿Tendré que decirle cómo una turba de nobles, escoltados por criados armados, unos seiscientos hombres en total, trataron de doblegar al Tercer Estado de Rennes hace pocas semanas? ¿Tendré que recordarle la conducta marcial demostrada en esa ocasión por el Tercer Estado, y cómo limpiaron las calles de esa chusma de nobles encanallados… de cette canaille noble[15]?
Un delirante aplauso lo obligó a hacer una pausa. La última frase del parlamento de Scaramouche había puesto el dedo en la llaga. A los del público que habían sufrido aquella infame denominación de «canallas», les encantó la ocurrencia de que ahora se volviera contra los nobles que la habían acuñado.
—Pero quiero hablaros de su jefe —prosiguió Scaramouche dirigiéndose al público—, que es le plus noble de cette canaille ou bien le plus canaille de ces nobles[16]. Vosotros le conocéis. Le teme a muchas cosas, pero sobre todo, a la voz de la verdad. Cuando la verdad es dicha con elocuencia, los de su clase tratan de silenciarla al instante. Por eso acaudilló a sus pares y a sus servidumbres, y les llevó para que asesinaran a infortunados burgueses sólo por el delito de haber levantado la voz. Pero esos infortunados burgueses se negaron a ser asesinados en las calles de Rennes. Se les ocurrió que ya que los nobles habían decretado que corriera la sangre, podía muy bien ser la sangre de los nobles la que corriera. Y formaron en orden de batalla —la noble chusma contra la chusma de los nobles—, y lo hicieron tan bien, que los aristócratas, con el señor de La Tour d’Azyr a la cabeza, huyeron en tropel hasta refugiarse en el convento de los franciscanos. Gracias a ese sagrado santuario, algunos sobrevivieron y entre ellos, el arrogante jefe de todos, el marqués de La Tour d’Azyr. Todos conocéis a ese esforzado marqués, a ese gran señor de horca y cuchillo.
La sala estalló con el ruido de una tempestad que sólo cesó un poco cuando se oyó de nuevo la voz de Scaramouche:
—¡Oh, qué espectáculo tan maravilloso fue ver a ese gran cazador corriendo como una liebre para esconderse en el convento de los franciscanos! Desde entonces nadie le ha vuelto a ver por Rennes. Y sin embargo, desde entonces Rennes no ansia otra cosa que volverlo a ver. Pero es curioso que siendo tan valiente, sea tan discreto. ¿Y dónde creéis que se ha refugiado ese gran noble que quería lavar las calles de Rennes con la sangre de sus ciudadanos, ese hombre que hubiera hecho una carnicería con jóvenes y viejos, con cualquiera de los que él llama la canaille, con tal de silenciar la voz de la razón y la libertad que hoy ya empieza a oírse en toda Francia? ¿Dónde creéis que se esconde? Pues aquí, en Nantes.
Se oyó otro vocerío, pero Scaramouche prosiguió:
—¿Qué decís? ¿Que no puede ser? Pues yo os garantizo, amigos míos, que en este momento está aquí, en este teatro, acechando sin ser visto desde aquel palco. Pero es demasiado tímido para mostrarse en público. ¡Oh, es un caballero tan modesto! Pero está allí, detrás de esas cortinas. ¿No os mostraréis ante vuestros amigos, marqués de La Tour d’Azyr, y ya que consideráis que la elocuencia es un don tan peligroso, no les dirigiréis ni una sola palabra? Si no lo hacéis; creerán que estoy mintiendo cuando les digo que estáis aquí…
A pesar de lo que André-Louis pensara de él, el señor de La Tour d’Azyr no era un cobarde. Decir que se escondía en Nantes no era cierto. El marqués iba y venía pública y descaradamente. Lo que pasaba era que los habitantes de Nantes hasta ese momento ignoraban su presencia entre ellos, sólo porque él había desdeñado notificarles su llegada, del mismo modo que hubiera desdeñado ocultársela.
Al verse así desafiado, y a pesar del peligroso ambiente que se respiraba en el teatro, donde el público era mayoritariamente burgués, el marqués de La Tour d’Azyr se opuso a la resistencia de Chabrillanne y descorrió las cortinas del palco mostrándose súbitamente, pálido, pero ecuánime y desdeñoso. Primero miró al osado Scaramouche y luego a los que desde abajo le manifestaban su hostilidad. Crispando los puños y enarbolando amenazadores bastones en el aire, la gente multiplicaba sus alaridos:
—¡Asesino! ¡Canalla! ¡Cobarde! ¡Traidor!
Pero el hombre se mantenía firme frente a la tormenta, siempre sonriendo con inefable desprecio. Esperaba un poco de silencio para hablar. Pero esperó en vano, como muy pronto comprendió. Su mueca de desprecio, que no se tomó el trabajo de disimular, sólo servía para acicatear el odio hacia él.
La platea se convirtió en un pandemónium. Aquí y allí los hombres se liaban a puñetazos, y ya se veían brillar algunas espadas, aunque por suerte estaban todos tan apretujados, que apenas si podían desenvainarlas. Los que iban acompañados de damas, y los tímidos por naturaleza, abandonaron precipitadamente el teatro convertido en campo de batalla, mientras los más iracundos rompían las sillas para usarlas a guisa de garrotes y arrancaban los candelabros de las paredes usándolos como armas arrojadizas. Uno de esos candeleros de aplique, arrojado por un aristócrata desde un palco, estuvo a punto de romperle la cabeza a Scaramouche, quien seguía en medio del escenario, contemplando triunfal las consecuencias de su morcilla convertida en arenga. Conociendo la inflamable sustancia de que estaba hecho aquel público, había arrojado con acierto la tea de la discordia. Allí estaban los representantes de uno y otro bando enzarzados en aquella reyerta que ya era el preludio de la gran conmoción que agitaría a toda Francia. Los llamamientos resonaban en el teatro:
—¡Abajo la canaille! —vociferaban unos.
—¡Abajo los privilegiados! —aullaban otros. Y por encima de la gritería, se oía, tenazmente, el grito de:
—¡Al palco! ¡Muerte al carnicero de Rennes! ¡Muerte al marqués de La Tour d’Azyr que le ha declarado la guerra al pueblo! Una avalancha de gente se abalanzó a una de las puertas de la platea que daba a la escalera que conducía a los palcos.
Entonces, mientras la lucha y el caos se esparcían a la velocidad de un rayo más allá del teatro, llegando incluso a la calle, el palco del señor de La Tour d’Azyr se convirtió en el centro de los ataques de los burgueses y en el bastión no sólo de los aristócratas, sino también de los que en cierta forma estaban ligados a la nobleza.
El marqués de La Tour d’Azyr había dejado su palco para encontrarse con los que se le unían. Y ahora, en la platea, un grupo de furibundos caballeros trataba de abrirse paso hasta el escenario, a través del foso de la orquesta, para castigar al audaz comediante responsable de aquella revuelta. Pero otro grupo de hombres, que apoyaba a André-Louis, les opuso resistencia obligándolos a retroceder.
En vista de esto, y acordándose del candelera que le habían arrojado, Scaramouche se volvió a Léandre, que permanecía a su lado, y le dijo:
—Ha llegado la hora de irnos.
Léandre, lívido bajo el maquillaje, sobrecogido por aquel estallido multitudinario que nunca hubiera podido imaginar, tartajeó una frase de asentimiento. Pero era demasiado tarde, pues en ese momento los atacaban por la espalda.
El señor Binet había conseguido avanzar dejando atrás a Polichinela y a Rhodomont, quienes lo habían contenido hasta el último momento. Seis nobles, asiduos visitantes del camerino de Climéne, irrumpieron en el escenario, dispuestos a descuartizar al canalla que había provocado aquella riña tumultuaria, y fueron ellos quienes apartaron a los dos actores que aguantaban a Binet. Seguían a Pantalone, con las espadas desenvainadas, pero detrás de ellos también venían Polichinela, Rhodomont, Arlequín, Pierrot, Pasquariel y Basque, armados con todo lo que pudieron coger apresuradamente para defender al hombre con quien tanto simpatizaban y en quien ahora depositaban todas sus esperanzas.
A la cabeza de los aristócratas avanzaba Binet, corriendo como nunca nadie hubiera podido imaginarlo, y esgrimiendo el largo bastón inseparable de Pantalone.
—¡Infame sinvergüenza! —ladraba—. Me has arruinado, pero juro por Dios que me las pagarás.
André-Louis se volvió a él.
—Confundes la causa con el efecto —le gritó.
Pero no dijo más. De un certero golpe, el bastón de Binet se astilló sobre su hombro. De no ser porque se apartó rápidamente, el palo le hubiera roto la cabeza. Entonces Scaramouche se metió la mano en el bolsillo y se oyó una detonación. Era el pistoletazo con que André-Louis replicaba al bastonazo.
—¡Ya te había avisado, inmundo alcahuete! —gritó sin dejar de apuntarle.
Binet se desplomó gritando, mientras que el feroz Polichinela, ahora fiero de verdad, se acercó a André-Louis para susurrarle rápidamente al oído:
—¡Estás loco! ¡No era para tanto! Tienes que irte inmediatamente o dejarás aquí el pellejo. ¡Vete ahora mismo!
Era un consejo sensato y Scaramouche lo aceptó enseguida. Los caballeros que seguían a Binet, en parte paralizados por las improvisadas armas de los actores y, en parte, por la pistola de Scaramouche, le dejaron escapar. André-Louis llegó a los bastidores, donde se topó de manos a boca con dos de los policías que ya invadían el teatro para restablecer el orden. Tendría problemas con ellos por su osadía de aquella noche y por el balazo que le había incrustado a Binet en alguna parte de su obeso cuerpo. Así que blandió su pistola, diciéndoles:
—¡Dejadme pasar o juro que os levantaré la tapa de los sesos!
Cogidos por sorpresa, asustados, pues no tenían armas de fuego, los gendarmes retrocedieron dejándolo escapar. Scaramouche pasó velozmente por delante del camerino donde las mujeres de la compañía se habían atrancado hasta que pasara la tormenta, y ganó la callejuela que estaba detrás del teatro. La calle estaba desierta. Corrió tratando de llegar a la posada para recoger su dinero y alguna ropa, pues ahora no podía permanecer en la calle vestido con el traje de Scaramouche.