ODAVÍA estoy esperando la explicación que me debes —le dijo Climéne cuando se quedaron solos en la sobremesa de aquella comida a la que André-Louis había llegado tan tarde. Él llenaba su pipa, pues desde que era actor se había acostumbrado a fumar. Los demás cómicos habían salido, unos para tomar el aire, otros, como Binet y Madame, para que André-Louis pudiera explicarle a solas a Climéne algo que a él no le parecía tan importante. Con toda su santa paciencia, encendió la pipa y frunció el ceño:
—¿Explicar qué?
—Explicar el secreto que ocultas a todos, incluyéndome a mí.
—¿Qué secreto?
—¿Acaso no es un secreto ocultar a tu futura esposa tu verdadera identidad? ¿No lo es hacerte pasar por un abogaducho de provincia, cosa que se ve a la legua que no eres? Me parece muy romántico, pero… en fin, ¿te quieres explicar?
—Entiendo —dijo él soltando la pipa—. Si hay algún secreto en mi vida que no te haya contado ya, es porque no lo considero importante. Pero estás equivocada, jamás he pretendido ser lo que no soy. Y no soy ni más ni menos que lo que parezco ser.
Esta persistencia empezó a enojar a Climéne, alterándole la voz y enrojeciéndole el rostro.
—Y esa fina dama de la nobleza a la que tratas con tanta confianza y que te ha llevado en su coche, mostrando por cierto muy poca consideración para conmigo, ¿quién es?
—Es como una hermana para mí —dijo él.
—¡Cómo una hermana! —Climéne estaba indignada—. ¡Arlequín nos dijo que dirías eso, y le divertía mucho, pero yo no le veo la gracia! Supongo que esa especie de hermana tendrá algún nombre…
—Claro. Es la señorita Aline de Kercadiou, sobrina de Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac.
—¡Oh! Un nombre de mucha alcurnia y abolengo para ser una especie de hermana tuya.
Por primera vez desde que se conocían, André-Louis notó en la joven actriz un matiz de vulgaridad que no le gustó nada.
—Para ser más exactos, tal vez debí decir que es una supuesta prima.
—¡Una supuesta prima! ¿Y me puedes explicar qué clase de parentesco es ése?
—Eso exige una explicación.
—Eso es exactamente lo que te pido, aunque pareces reacio a dar explicaciones.
—¡Oh, no se trata de eso! Simplemente es que no veo qué importancia pueda tener. Pero, en fin, el tío de esa dama, el señor de Kercadiou, es padrino mío, por lo cual ella y yo crecimos juntos. En el pueblo aseguran que ese caballero es mi padre. Lo cierto es que él cuidó de mi educación desde niño y a él debo el haber estudiado en Louis Le Grand. Le debo todo cuanto tengo, mejor dicho, cuanto tenía, pues por mi propia voluntad me separé de él tras una discrepancia, y hoy sólo poseo lo que puedo ganarme en el teatro, o en cualquier otra parte.
Frustrada en su orgullo, Climéne se quedó aturdida y palideció. Si aquello él se lo hubiera contado un día antes, no le habría impresionado, no le habría dado la menor importancia. Pero ahora, después de haberlo imaginado como un noble, después de las fantasiosas suposiciones de Arlequín y Colombina, que la habían convertido en la envidia de toda la compañía; después de que todos la creyeran destinada a convertirse en una gran señora, aquello era como echarle un jarro de agua fría. ¡Su príncipe de incógnito no era más que el desheredado bastardo de un caballero provinciano! Esa revelación la convertiría en el hazmerreír de toda la compañía, de todos aquellos que hasta hacía unos minutos habían envidiado su suerte de heroína de novela romántica.
—Deberías habérmelo dicho antes —le reprochó con voz ahogada en un esfuerzo por aparentar serenidad.
—Tal vez tengas razón. Pero ¿qué importa todo eso?
—¿Que qué importa? —dijo Climéne reprimiendo su furia—. ¿No dices que la gente asegura que ese señor de Kercadiou es tu padre? ¿Y eso qué significa exactamente?
—Exactamente lo que te he dicho. Porque es un rumor al que no doy crédito. Una corazonada me dice que no debo creer en esa hablilla. Además, una vez se lo pregunté al señor de Kercadiou, y me dijo que no era él. El señor de Kercadiou es hombre de honor y yo creo en su palabra. Sobre todo cuando coincide, como en este caso, con mis intuiciones. Me aseguró que no sabía quién era mi padre.
—Y tu madre, ¿tampoco sabía quién era? —preguntó Climéne con un desdén que él no advirtió, pues en ese momento ella estaba de espaldas a la luz.
—No quiso decirme su nombre. Pero sí me confesó que era muy amiga suya.
La muchacha contestó a estas palabras con una risita desagradable que hirió a André-Louis.
—Una amiga muy íntima, puedes estar seguro, bobalicón. Y ¿cuál es entonces tu apellido?
André-Louis reprimió la indignación que empezaba a arderle en las venas para contestar tranquilamente:
—Moreau. Es el nombre del pueblo donde nací. En verdad no me lo merezco. De hecho, mi único nombre es Scaramouche, pues me lo he ganado. De modo que ya ves, querida —concluyó—, nunca te oculté ningún secreto.
—Ya lo veo —replicó la joven riéndose mientras se disponía a levantarse—. Estoy muy cansada…
Al instante él se puso en pie para ayudarla, pero ella le rechazó con un gesto.
—Voy a descansar hasta que empiece la función —dijo.
Y avanzó hacia la puerta, que él corrió a abrirle. Climéne pasó por su lado sin dignarse a mirarlo siquiera.
El romántico sueño de Climéne había terminado. El glorioso mundo que poco antes había imaginado estaba hecho añicos, a sus pies, y lo peor de todo era que aquellos escombros se alzaban como obstáculos que le impedían volver a aceptar a Scaramouche tal como en realidad era.
André-Louis se quedó fumando junto a la ventana, con la mirada perdida en el río. Estaba intrigado. Era evidente que Climéne estaba disgustada con él, pero ¿por qué? Haber confesado que no tenía padre, ni apellido, no podía perjudicarle a los ojos de una muchacha criada en aquel ambiente de artistas ambulantes. Y sin embargo, era obvio que aquella confesión le había molestado.
Media hora después la alegre Colombina lo encontró en el mismo sitio, junto a la ventana.
—¿Aquí solo, mi príncipe? —le preguntó, y aquel saludo tan ingenuo iluminó de pronto las tinieblas que André-Louis trataba de desentrañar en vano. Súbitamente comprendió que Climéne estaba decepcionada al desaparecer la esperanza que la loca imaginación de los cómicos había engendrado a raíz de su encuentro con Aline. ¡Pobre niña!, pensó sonriendo tristemente a Colombina.
—No seré ya príncipe por mucho tiempo, pues pronto todos sabrán que no lo soy.
—¿No eres un príncipe? ¡Oh, entonces seguramente serás duque o, como mínimo, marqués!
—Ni marqués ni duque, tan sólo soy un caballero andante. No soy más que Scaramouche, y todos mis castillos están construidos en el aire.
La decepción invadió el candoroso rostro de la comedianta.
—Yo había imaginado que eras…
—Ya lo sé —interrumpió él—. Y eso es lo malo. André-Louis pudo medir el daño que aquella fantasía había causado en Climéne por su conducta de aquella noche, pues durante los entreactos los caballeretes entraban más que nunca en su camerino para manifestarle su admiración. Hasta entonces ella siempre los había recibido con grave circunspección y sin dejarles pasar de la puerta. Sin embargo, ahora se mostraba cascabelera y casi provocativa.
Mientras regresaban juntos a la posada, André-Louis, con mucho tacto, reprendió a Climéne aconsejándole mayor prudencia en lo sucesivo.
—Todavía no nos hemos casado —replicó ella con aspereza—. Espera a entonces para criticar mi conducta.
—Espero que entonces no me des motivos —dijo él.
—¿Esperas? ¡Pues sí que esperas tú cosas!
—Climéne, sin querer te he ofendido. Lo siento mucho.
—No importa —dijo ella—. Tú eres así.
Sin embargo, André-Louis no estaba preocupado. Comprendía la causa de su enfado, por bien que la deploraba, y por eso mismo la perdonaba. Muy pronto advirtió que también su padre se había contagiado con el mal humor de la actriz, cosa que en el fondo le divertía. Ante el enojo de Pantalone demostró un tolerante desdén. En cuanto al resto de los cómicos, eran muy cariñosos con Scaramouche. Tal vez porque le habían visto caer del alto pedestal donde su imaginación lo había colocado, o porque se daban cuenta del desencanto que aquella ficción pasajera había provocado en Climéne.
La excepción era Léandre. Su habitual melancolía parecía por fin haber desaparecido, y ahora sus ojos relucían con maliciosa satisfacción cuando veía a Scaramouche, a quien solía llamar con sorna: «mi príncipe».
Durante la mañana del día siguiente, André-Louis casi no vio a Climéne. Lo cual no era extraño, pues estaba muy ocupado preparando la puesta en escena del Fígaro Scaramouche, que tendría lugar al siguiente sábado. Por otra parte, además de sus ocupaciones teatrales, ahora dedicaba todas las mañanas una hora a asistir a una academia de esgrima. De este modo, no sólo procuraba rellenar una laguna en su formación, sino también ganar en gracia y desenvoltura para moverse por el escenario. Aquella mañana su pensamiento no se apartaba de Climéne y Aline. Y lo más curioso es que era Aline quien más le preocupaba. La actitud de Climéne le parecía algo pasajero, nada serio. Pero pensar en la conducta de Aline le desconcertaba, y lo que más le ensombrecía era imaginar su boda con el marqués de La Tour d’Azyr.
Estas meditaciones le recordaron la misión que se había impuesto y que casi había olvidado. Había jurado que haría escuchar en todo el país la voz que el marqués había silenciado con la muerte. ¿Y qué era lo que había cumplido de su juramento? Había incitado al pueblo de Rennes y de Nantes con las mismas palabras que hubiera empleado el pobre Philippe, sí, pero luego había puesto pies en polvorosa para ir a refugiarse en el primer cubil que encontró, dedicándose a cosas que nada tenían que ver con aquel juramento tan generoso. ¡Qué contraste entre lo prometido y su realización!
Así hablaba André-Louis consigo mismo, reprochándose que mientras pasaba su tiempo haciendo de Scaramouche y aspirando a rivalizar con autores como Chénier y Mercier, el señor de La Tour d’Azyr seguía vivo, haciendo su voluntad orgullosamente. Sabía que la semilla sembrada por él había dado sus frutos, pues sus peticiones de Nantes para el Tercer Estado habían sido concedidas por Necker, gracias a su anónima arenga. Pero esto no tenía nada que ver con su misión, su propósito no era regenerar al género humano, ni siquiera cambiar la estructura social de Francia. Lo único que le importaba era que el marqués pagara bien cara la muerte de su amigo Philippe de Vilmorin. Y no le hizo sentirse mucho mejor descubrir que era la posibilidad de que Aline se casara con el marqués lo que había estimulado su rencor recordándole su juramento. Tal vez fuera un poco injusto consigo mismo, y descartaba como un mero sofisma el argumento que hasta entonces le había retenido: la certeza de que si salía de su escondite lo arrestarían y lo enviarían a Rennes, donde le esperaba la horca.
Es imposible leer esta parte de sus Confesiones sin sentir cierta lástima por él. Era evidente el estado de confusión de su mente, atormentado por sentimientos encontrados, incapaz de tomar una decisión acerca del primer paso a dar para llegar a su verdadera meta.
Así las cosas, al salir a escena el jueves por la noche, la primera persona a quien vio fue a Aline, y la segunda, al marqués de La Tour d’Azyr. Ocupaban un palco a la derecha del proscenio, casi encima del escenario. Con ellos había otras personas, entre otras una venerable anciana que André-Louis supuso sería la condesa de Sautron. Pero él sólo tenía ojos para aquellas dos personas que tanto turbaban su espíritu últimamente. Ver a cualquiera de los dos hubiera bastado para desconcertarle, pero verlos juntos estuvo a punto de hacerle olvidar lo que tenía que hacer en escena. Por fin logró reunir fuerzas y actuar. Y lo hizo con inusual maestría, por lo cual fue más aplaudido que nunca antes en su breve pero sensacional carrera teatral.
Ésa fue su primera emoción de la noche. La otra vino después del segundo acto. Al entrar en el camerino de Climéne se lo encontró más lleno de admiradores que nunca, y entre ellos estaba el marqués de La Tour d’Azyr. Sentado al fondo, junto a la actriz, intercambiaba sonrisas con ella hablándole en voz baja. Estaban a solas, privilegio que Climéne no concedía a ninguno de los que iban a felicitarla. Todos los otros caballeretes de menor jerarquía se habían retirado al ver al marqués, como hacen los chacales en presencia del león.
André-Louis se quedó un rato muy confuso. Luego, recobrándose de su sorpresa, escudriñó al marqués con ojos inquisitivos. Tenía que reconocer la belleza, la gracia y el esplendor de aquel noble, su aire cortesano y su absoluto dominio de sí mismo. Más que nunca se fijó en aquellos ojos obscuros que devoraban el encantador rostro de Climéne, y tuvo que morderse los labios de rabia.
El señor de La Tour d’Azyr no reparó en él. Pero de haberlo hecho, tampoco le hubiera reconocido detrás de su máscara de Scaramouche. Y de haberlo reconocido, eso no le hubiera perturbado en lo más mínimo.
André-Louis se sentó aparte con la cabeza dándole vueltas. En eso, un caballero le dirigió la palabra, y él se volvió para contestarle. Climéne estaba poco menos que secuestrada y a Colombina la asediaba un enjambre de galanteadores. Así pues, los visitantes menos importantes debían conformarse con Madame o con los miembros masculinos de la compañía. El señor Binet era el centro de un alegre corro que le reía todos sus chistes. Parecía haber emergido súbitamente de la tristeza de los últimos días, recobrando su buen humor. Scaramouche advirtió que constantemente los ojos de Pantalone, chispeantes de felicidad, contemplaban a su hija y a su espléndido admirador.
Aquella noche Climéne y André-Louis discutieron. Cuando de nuevo él le aconsejó que no le diera motivos al marqués para que no se propasara, ella le contestó con injurias. André-Louis quedó turbado por el tono violento que por primera vez ella empleaba con él. Trató de mostrarse razonable, y entonces ella le contestó:
—Si te vas a convertir en un obstáculo para mi carrera, cuanto antes terminemos, mejor.
—Entonces ¿no me amas?
—El amor no tiene nada que ver con esto. No toleraré tus incesantes celos. Una actriz para triunfar tiene que aceptar todos los homenajes.
—Estoy de acuerdo, siempre y cuando la actriz no dé nada a cambio.
Pálida y con los ojos llameantes, se volvió a él:
—¿Qué estás dando a entender?
—Más claro ni el agua. Una muchacha en tu situación puede aceptar todos los homenajes que le ofrezcan con tal que los reciba con una digna reserva que implique que no dará en cambio otro favor que no sea el de sus sonrisas. Si es prudente, se las arreglará para que esos homenajes sean colectivos y que ninguno de sus admiradores tenga jamás el privilegio de estar a solas con ella. Si es juiciosa, no alentará ninguna esperanza que más tarde no pueda dejar de cumplir.
—¡Cómo! ¿Qué insinúas…?
—Conozco este mundo. Y también al señor de La Tour d’Azyr. Es un hombre despiadado, inhumano; que toma cuanto se le antoja, por las buenas o por las malas; sin importarle la desgracia que va sembrando a su paso; un hombre cuya única ley es la fuerza. Piénsalo bien, Climéne, y dime si no es mi deber advertirte.
Entonces André-Louis salió de la posada, pues consideró denigrante seguir hablando del tema.
Los días que siguieron no sólo fueron tristes para él, sino también para otro miembro de la compañía, Léandre, que estaba profundamente deprimido al ver que el marqués no cesaba de hacerle la corte a Climéne. El señor de La Tour d’Azyr no se perdía una función, reservaba siempre el mismo palco, y casi siempre iba solo o acompañado por su primo, el caballero de Chabrillanne.
El jueves de la semana siguiente, André-Louis salió a pasear solo por la mañana. Estaba disgustado, abrumado y humillado, y pensó que un paseo le aliviaría. Al doblar en la esquina de la plaza de Bouffay, tropezó con un hombre delgado, vestido de negro y con una peluca bajo un sombrero redondo. El hombre dio un paso atrás al verle, levantó sus lentes y le saludó asombrado:
—¡Moreau! ¿Dónde demonios te habías metido todos estos meses? Era Le Chapelier, el abogado y líder del Casino Literario de Rennes.
—Detrás del telón de Tespis —dijo Scaramouche.
—No te entiendo.
—No hace falta. Y tú, Isaac, ¿cómo estás? ¿Qué tal andan las cosas de ese mundo que parece haberse parado?
—¿Parado? —se echó a reír Le Chapelier—. ¿Pero de dónde has salido? ¡El mundo no está parado! —y señalando un café que había a la sombra de una siniestra cárcel, agregó—: Vamos allí a beber algo mientras charlamos un poco. Eres el hombre que todos buscamos, te hemos buscado por todas partes. ¡Qué casualidad que nos hayamos encontrado! Cruzaron la plaza y entraron en el café.
—¿De verdad crees que el mundo se ha parado? ¡Por Dios! Supongo que no estás al tanto de la Real Orden convocando la Asamblea General, ni de los términos en que se expresa, según los cuales vamos a tener lo que pedimos, lo que tú pediste por nosotros en Nantes. ¿No has sabido nada de las elecciones primarias? ¿Ni del tumulto que hubo en Rennes hace un mes? La Real Orden disponía que los tres Estados celebrasen sesión conjuntamente en la Asamblea General, pero en la bailía[13] de Rennes los nobles se mostraron recalcitrantes. Acudieron a las armas, y con seiscientos de sus vasallos bajo el mando de tu viejo amigo, el marqués de La Tour d’Azyr, quisieron amedrentarnos a los miembros del Tercer Estado, quisieron pulverizarnos para poner fin a nuestra insolencia —se echó a reír burlonamente, y prosiguió—: Pero te juro por Dios que nosotros también nos enfrentamos a ellos con las armas. Seguimos el consejo que nos diste en Nantes en noviembre. Dimos una batalla campal en las calles, guiados por tu tocayo Moreau, el preboste, y les perseguimos obligándolos a refugiarse en un convento franciscano. Aquél fue el final de su resistencia a la autoridad del rey y a la del pueblo.
Le Chapelier le contó en detalle todo lo acontecido y, finalmente, llegó al asunto que, como le había dicho, le había movido a buscarlo desesperadamente por todas partes.
Nantes iba a enviar cincuenta delegados a la Asamblea de Rennes, donde debían elegir a los diputados del Tercer Estado, quienes presentarían su pliego de demandas. Rennes estaba bien representada, pero pueblos como Gavrillac sólo enviaban dos delegados por cada doscientos habitantes, o incluso menos. Tres regiones habían pedido que André-Louis fuera uno de sus delegados. Gavrillac lo quería porque era de allí y se sabía cuántos sacrificios había hecho por la causa del pueblo. Rennes lo quería porque había escuchado su discurso el día que mataron a los dos estudiantes, y Nantes, que ignoraba su verdadera identidad, le reclamaba porque era el hombre que se había dirigido al pueblo bajo el seudónimo de Omnes Omnibus, exhortándolos con la demanda que luego evidentemente influyó en Necker a la hora de redactar la convocatoria. Como no lo encontraban, las delegaciones se formaron sin él. Pero ahora había una o dos vacantes en la representación de Nantes, y por eso Le Chapelier había acudido a esta ciudad. André-Louis rechazó la propuesta de Le Chapelier moviendo la cabeza.
—¿Te niegas? —exclamó su amigo—. ¿Estás loco? ¿Rechazas el deseo de varias regiones? ¿Te das cuenta de que probablemente te elegirán como uno de los diputados, que te enviarán como tal a la Asamblea General de Versalles para representarnos en la hazaña de salvar a Francia?
Pero a André-Louis no le importaba salvar a Francia. Lo que le importaba era salvar a las dos mujeres que amaba —aunque de maneras distintas— de un hombre al que había jurado eliminar. Por eso se mantuvo firme en su negativa.
—Es extraño —dijo André-Louis— que haya estado tan inmerso en frivolidades que no me diera cuenta de que Nantes está políticamente activa.
—¡Activa! Más que eso, esto es una caldera al rojo vivo. La gente está a punto de estallar. Sólo la creencia de que todo marcha bien mantiene al pueblo acallado. Pero bastaría una insinuación en sentido contrario para que todo salte por los aires.
—¿De veras? —preguntó Scaramouche pensativo—. Ese dato pudiera resultarme útil —y entonces, cambiando de tema—: ¿Sabías que el marqués de La Tour d’Azyr está aquí?
—¿En Nantes? ¡Y aún tiene el descaro de estar aquí! La gente aquí no es dócil y conocen su participación en lo de Rennes. Parece mentira que no le hayan apedreado todavía. Pero ya lo harán, más tarde o más temprano. Sólo hace falta que alguien lo sugiera.
—Es muy posible que alguien lo haga —dijo André-Louis sonriendo—. No aparece mucho en público, menos aún en las calles. No es tan valiente como dicen. En cierta ocasión le dije que en vez de coraje lo que tenía era mucha insolencia.
Al separarse, Le Chapelier exhortó de nuevo a su amigo para que aceptara su proposición.
—Si cambias de idea, estaré en la Posada del Ciervo hasta pasado mañana. Si tienes alguna ambición, no dejes pasar esta oportunidad.
—Creo que no tengo ninguna ambición —dijo André-Louis y se alejó.
Aquella noche, en el teatro, sintió el maligno impulso de comprobar lo que Le Chapelier había dicho acerca del estado de ánimo popular latente en Nantes. Se representaba El terrible capitán, en cuyo último acto Scaramouche ponía al descubierto la cobardía del fanfarrón Rhodomont.
Después de las risotadas que la derrota del feroz capitán provocaba invariablemente, le tocaba a Scaramouche despedirle con una frase hiriente que variaba cada noche según la inspiración del momento. Aquella noche Scaramouche convirtió esa frase en un mensaje político.
—Así pues, ¡oh, cobarde!, queda demostrada tu fanfarronería. A causa de tu gran estatura, de tu enorme espada y de tu gran sombrero, el pueblo te ha tenido miedo creyendo que eras tan terrible e inexpugnable como insolente. Pero al primer encuentro con un valiente, tiemblas y lloras lastimosamente y tu gran espada se queda sin desenvainar. Me recuerdas a las clases privilegiadas cuando huyeron en las calles de Rennes al verse enfrentadas a los hombres del Tercer Estado. Era una morcilla audaz, y André-Louis estaba preparado para todo: para la risa, el aplauso, la indignación, o lo que fuera. Pero no para lo que ocurrió, pues un huracán de aplausos furiosos surgió inmediatamente del anfiteatro, y fue tan repentino, tan espontáneo que casi se asustó, como un niño que de pronto se asusta al encender con una cerilla un montón de paja seca. Los hombres se subieron a los asientos, enarbolando sus sombreros al aire, ensordeciendo a todos con sus atronadoras ovaciones. Y las aclamaciones sólo cesaron cuando cayó el telón.
Scaramouche quedó meditabundo, sonriendo para sus adentros. En el último momento había visto al marqués de La Tour d’Azyr asomando la cabeza entre las sombras de su palco: en su rostro había cólera y despedía fuego por los ojos.
—¡Dios mío! —exclamó Rhodomont recobrando el aplomo después de su histriónico terror—. Has tenido una maña increíblemente fabulosa para sacar a relucir un tema tan delicado. André-Louis le miró sonriendo.
—Esa maña suele serme muy útil algunas veces —dijo y se fue al camerino para cambiarse de ropa.
Asuntos relacionados con el argumento de una nueva obra que debía estrenarse la noche siguiente le retuvieron en el teatro, cuando el resto de la compañía ya se había ido. Más tarde, llamó a unos hombres que llevaban una silla de mano y en ella lo condujeron a la posada. Era uno de los pequeños lujos que ahora podía permitirse.
Pero en la posada le esperaba una reprimenda. Al entrar en la habitación del primer piso que hacía las veces de salón de reuniones para los artistas, se encontró a Binet discutiendo vehementemente con algunos actores. Nada más verlo entrar, Binet se encaró con Scaramouche.
—¡Al fin has venido! —saludo al que Scaramouche sólo correspondió con un leve gesto de sorpresa—. Espero tus explicaciones acerca de la infortunada escena que has provocado esta noche.
—¿Infortunada? ¿Te parece un infortunio que el público me aplauda?
—¿El público? La chusma, querrás decir. ¿Quieres privarnos del mecenazgo de las personas de buena familia por culpa de tu apoyo a las más bajas pasiones del populacho?
Encogiéndose de hombros, André-Louis se dirigió a la mesa. Pantalone estaba a punto de sacarlo de sus casillas.
—Estás exagerando.
—No exagero. Soy el dueño de esta compañía. Ésta es la Compañía Binet, y aquí todo debe hacerse según mi criterio.
—¿Y quiénes son esas personas de buena familia, cuyo mecenazgo mencionaste?
—¿Crees que no hay gente así entre nuestro público? Pues te equivocas. Después de la función de esta noche, vino a verme el marqués de La Tour d’Azyr y me habló en los términos más severos a propósito de tu escandaloso arranque político. Me vi obligado a disculparme, y…
—Porque eres un necio —dijo André-Louis—. Un hombre que se respetase a sí mismo hubiera puesto a ese caballero de patitas en la calle. El señor Binet se puso rojo. Pero André-Louis siguió:
—Dices que eres el dueño de la compañía, pero te portas como un lacayo al recibir órdenes del primer insolente que viene a decirte que no le gustó un parlamento de uno de tus actores. Te repito que si realmente tuvieras una gota de respeto por ti mismo, le hubieras echado con cajas destempladas.
Un murmullo de aprobación se dejó oír entre varios miembros de la compañía que habían sido testigos del tono arrogante que antes empleara el marqués, por lo cual se sentían ofendidos en su condición de artistas.
—Es más —continuó André-Louis—, un hombre digno, en otro terreno, se hubiera alegrado de poder darle una patada en los cuartos traseros a ese marqués.
—¿Qué quieres decir? —vociferó Binet y André-Louis miró a todos los comediantes sentados en torno a la mesa.
—¿Dónde está Climéne? —preguntó alarmado. Léandre se puso en pie de un salto y, casi temblando, dijo:
—Poco después de acabada la función, salió del teatro con el marqués, y se fueron en su carruaje. Yo oí cómo el señor de La Tour d’Azyr la invitaba a traerla en coche hasta aquí.
André-Louis miró el reloj que estaba en la repisa de la chimenea y que parecía tardar una eternidad para avanzar un segundo.
—Eso fue hace una hora. Tal vez más. ¿Y aún no ha llegado?
Buscó la mirada de Binet. Los ojos de Pantalone eludían los suyos. De nuevo fue Léandre quien le contestó:
—Todavía no.
—¡Ah!
André-Louis se sentó a la mesa y se sirvió una copa de vino.
Se hizo un silencio embarazoso. Léandre miraba a Scaramouche esperando su reacción; Colombina le compadecía en silencio. Hasta el señor Pantalone parecía esperar que dijera algo. Pero sus primeras palabras decepcionaron a todos:
—¿Me han dejado algo de comer?
Le acercaron los platos, y André-Louis comió tranquilamente, en silencio, y al parecer, con apetito. Binet se sentó también, frente a él, y empezó a beber una copa de vino. Al poco rato, trató de iniciar alguna conversación insustancial. Pero aquéllos a quienes se dirigía le contestaban lacónicamente, o con monosílabos. Por lo visto, aquella noche el señor Binet había caído en desgracia con los de su compañía.
Al fin se oyó en la calle el ruido de un carruaje y el piafar de unos caballos, y luego unas voces, y la sonora risa de Climéne. André-Louis siguió comiendo, como si aquello no tuviera nada que ver con él.
—¡Qué magnífico actor! —le susurró Arlequín a Polichinela, quien asintió tristemente.
La damisela entró dándose aires de gran actriz, alzando la barbilla, los ojos risueños, el gesto triunfal. Sus mejillas ardían y su negra cabellera estaba un poco desordenada. Llevaba en la mano izquierda un ramo de flores y en su dedo anular lucía un diamante cuyo brillo cautivó inmediatamente a todos. Su padre se levantó apresuradamente para recibirla con inusitadas muestras de afecto:
—¡Al fin llegas, hija mía!
La llevó hasta la mesa. Ella se dejó caer en una silla, demostrando estar algo cansada, un poco nerviosa, pero sin que la sonrisa desapareciera de sus labios ni siquiera al ver a Scaramouche al otro lado de la mesa. Sólo Léandre, que la observaba anhelante, descubrió algo parecido al miedo en sus pupilas, algo que el rápido movimiento de sus azulados párpados ocultó enseguida.
André-Louis siguió comiendo tranquilamente sin mirar siquiera a Climéne. Pronto los miembros de la compañía comprendieron que amenazaba tormenta, pero que no estallaría hasta que todos se hubieran retirado. Polichinela dio la señal levantándose, y todos salieron de la habitación. En menos de dos minutos no quedaba allí nadie salvo el señor Binet, su hija y André-Louis. Entonces Scaramouche dejó cuchillo y tenedor, bebió una copa de vino de Borgoña y se arrellanó en la silla para contemplar a Climéne.
—Creo —dijo— que vuestro paseo en coche ha sido agradable.
—Muy agradable, señor.
Imprudentemente, ella trataba de remedar la frialdad de Scaramouche, aunque sin conseguirlo.
—Y ha sido un paseo provechoso, a juzgar por la piedra preciosa que desde aquí puedo ver. Debe de valer por lo menos doscientos luises, lo que es mucho dinero incluso para alguien tan rico como el marqués de La Tour d’Azyr. ¿Sería impertinente que vuestro futuro esposo os preguntara, señorita, qué es lo que habéis dado a cambio de esa sortija?
Pantalone se echó a reír con una mezcla de cinismo y enfado.
—Nada —dijo Climéne airada.
—Todo el mundo sabe que una joya es una especie de anticipo.
—¡En nombre de Dios! Lo que dices es indecente —protestó Binet.
—¿Indecente? —André-Louis miró a Binet con un desprecio tan fulminante que el muy sinvergüenza se removió intranquilo en su asiento—. ¿Has mencionado la palabra decencia, Binet? No me hagas perder la paciencia, que es lo que más detesto en la vida —y volvió a mirar a Climéne, que estaba con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en la palma de las manos, mirándole entre indiferente y desafiante. Entonces dijo—: Señorita, por vuestro bien os aconsejo que penséis un poco adonde conducen vuestros pasos.
—No necesito vuestros consejos para saberlo.
—Ya tienes la respuesta que te mereces —dijo Binet riendo—. Espero que haya sido de tu agrado.
El rostro de André-Louis había palidecido ligeramente y sus ojos, que no se apartaron un momento de su prometida, reflejaban una gran incredulidad. Ni siquiera oyó el comentario de Binet.
—No quisiera equivocarme ¿pero estáis diciendo que, conscientemente, queréis cambiar el honrado estado de esposa que os he ofrecido por… por lo que un hombre como el marqués de La Tour d’Azyr puede ofreceros?
El señor Binet hizo un gesto de fastidio volviéndose a su hija.
—Ya oyes lo que dice este gazmoño. Ahora verás con claridad que casarte con él sería tu ruina. Siempre estaría atravesado en tu camino. Sería el peor de los maridos, te quitaría todas las oportunidades que se te presenten, hija mía.
Ella asintió sacudiendo su linda cabeza.
—Empiezo a aburrirme de sus estúpidos celos —confesó mirando a su padre—. A decir verdad, me temo que como marido Scaramouche es imposible.
A André-Louis se le encogió el corazón. Pero, siempre actor, no dejó traslucir nada. Se rió un poco forzadamente y se levantó.
—Es vuestra decisión, señorita. Espero que no tengáis que arrepentiros.
—¿Arrepentirse? —exclamó Binet sin dejar de reír, aliviado al ver que su hija al fin rompía con un novio que él nunca había aprobado, exceptuando las pocas horas en que creyó de verdad que era un excéntrico aristócrata de incógnito—. ¿Y por qué habría de arrepentirse? ¿Porque acepta la protección de un noble tan poderoso que puede regalarle una joya tan valiosa que una actriz consagrada en la Comedia Francesa no podría comprarse con el trabajo de todo un año? —Binet se había levantado y avanzó hacia André-Louis de forma conciliadora—. Vamos, vamos, amigo mío, no seas rencoroso. ¡Qué diablos! No te interpondrás en el camino de mi hija, ¿verdad? Realmente no puedes reprocharle su elección. ¿Sabes lo que significa para ella? ¿No te has parado a pensar que con el mecenazgo de un caballero así puede llegar muy alto y muy lejos? ¿No ves la suerte maravillosa que ha tenido? Si la quisieras tanto como demuestra tu temperamento celoso, no podrías desearle nada mejor.
André-Louis le miró en silencio largo rato y luego se tuvo que reír.
—¡Eres absurdo! —dijo con desprecio—. Eres un ser absolutamente irreal —le dio la espalda y se dirigió a la puerta.
La actitud de André-Louis, su mirada de asco, su risa y sus palabras, hicieron estallar la ira del señor Binet por encima de su ánimo conciliador.
—¿Absurdo yo? Irreal, ¿eh? —gritó siguiendo a Scaramouche y mirándolo con sus pequeños ojos donde ahora brillaba la maldad—. ¿Soy absurdo porque prefiero para mi hija la poderosa protección de ese noble caballero antes que casarla con un bastardo don nadie como tú?
André-Louis se volvió, ya con la mano en el picaporte.
—No —dijo—, me equivoqué. No eres absurdo, simplemente eres un canalla, al igual que tu hija, pues ambos estáis envilecidos.
Y salió.