BRID la puerta! —ordenó Aline a su lacayo. Y después, a André-Louis—: ¡Sube, siéntate a mi lado! —Un momento, Aline.
Scaramouche se volvió a su novia, que no salía de su estupor, lo mismo que Arlequín y Colombina, que venían atrás y en ese momento llegaban junto al carruaje.
—¿Me permites, Climéne? —dijo él más como orden que como ruego—. Afortunadamente no estás sola, Arlequín y Colombina te harán compañía. ¡Hasta la vista, espérame para comer! Y sin esperar respuesta, subió al coche. El lacayo cerró la portezuela, el cochero hizo restallar el látigo, y el carruaje partió a lo largo del muelle, dejando atrás a los tres cómicos boquiabiertos. Entonces, Arlequín soltó una carcajada.
—Nuestro Scaramouche es un príncipe disfrazado —dijo. Colombina aplaudió mientras decía risueñamente:
—¡Esto es como una novela para ti, Climéne! ¡Qué maravilloso!
Climéne depuso el ceño y su resentimiento devino turbación.
—Pero ¿quién es ella?
—Por supuesto, su hermana —dijo Arlequín de lo más seguro.
—¿Su hermana? ¿Y tú cómo lo sabes?
—Yo sé lo que él te dirá cuando vuelva.
—Pero ¿por qué?
—Porque no le creerías si te dijera que esa dama es su madre.
Mientras veían alejarse el lujoso carruaje, caminaron en la misma dirección. Dentro del coche Aline miraba a André-Louis muy seria, con la boca ligeramente crispada y frunciendo las cejas.
—Te codeas con gente muy excéntrica —fue lo primero que dijo—. Si no me equivoco, la que te acompañaba era la señorita Binet del Teatro Feydau.
—No te equivocas. Pero no sabía que la señorita Binet fuera ya tan famosa.
—¡Oh! ¿Y eso qué importa?… —Aline se encogió de hombros, y con tono desdeñoso, explicó—: Lo que pasa es que anoche estuve en la función. Por eso la he reconocido. —¿Estuviste anoche en el Teatro Feydau? ¡No te vi!
—¿Tú también estabas allí?
—¿Que si estaba? —gritó él para luego cambiar abruptamente de tono—: Sí, estaba allí.
En cierto modo le repugnaba confesar que había descendido a lo que ella consideraría poco menos que los bajos fondos, pero al mismo tiempo estaba satisfecho de comprobar que su disfraz y su voz le hacían irreconocible incluso para alguien como Aline, que lo conocía desde niño.
—Comprendo —dijo ella poniéndose más seria.
—¿Qué es lo que comprendes?
—La extraña fascinación que ejerce la señorita Binet. Es natural que estuvieras anoche en el teatro. Tu tono de voz te ha delatado. Me decepcionas, André. Tal vez sea estúpido de mi parte, pues revela el poco conocimiento que tengo de los hombres. Sin embargo, no ignoro que la mayoría de los jóvenes modernos encuentran un irresistible atractivo en ese tipo de mujer. Pero no lo esperaba de ti. Fui lo bastante tonta para imaginar que eras distinto, que estabas por encima de esos amoríos triviales. Creía que eras un idealista.
—Pura lisonja.
—Ya lo veo. Pero eso me hiciste creer. Hablabas tanto de moral, siempre filosofando con tanta naturalidad, que me engañaste. Tu hipocresía era tan perfecta que jamás sospeché de ti. Y eres tan buen actor que me sorprende que no te hayas unido a la compañía de la señorita Binet.
—En realidad, formo parte de ella.
Eligiendo de dos males el menor, André-Louis sintió la necesidad de confesar. Al principio, Aline se mostró incrédula, luego consternada, y por último, disgustada.
—Por supuesto —dijo Aline al cabo de una pausa—. Así tienes la ventaja de estar siempre cerca de ella.
—Ésa fue sólo una de las razones. Hubo otra. Obligado a elegir entre el teatro y la horca, cometí la increíble debilidad de preferir el tablado del teatro antes que el del cadalso. Te parecerá indigno de un hombre de mis altos ideales. Pero ¿qué querías que hiciera? Al igual que otros ideólogos, me he convencido de que es más fácil predicar que dar ejemplo. ¿Quieres que me baje del carruaje para que no te contamines con mi abyecta persona? ¿O quieres que te cuente todo lo que ocurrió?
—Cuéntamelo todo primero. Después decidiremos.
Él le contó cómo había encontrado la Compañía Binet y cómo la aparición de los soldados le había impulsado a ver en ella un refugio donde ocultarse hasta que la situación se calmara. Esta explicación deshizo la actitud glacial de la joven.
—¡Pobre André-Louis! ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Porque no me diste tiempo y, además, porque temí molestarte con el espectáculo de mi denigración.
—Pero ¿por qué no nos mandaste aviso de tu paradero? —protestó ella en tono severo.
—Ayer fue que pensé en hacerlo. Antes vacilé por varios e importantes motivos.
—¿Creíste que tu nueva profesión podría ofendernos?
—Creí que sería mejor sorprenderos con la magnitud de mi éxito final.
—¿Eso quiere decir que piensas convertirte en un gran actor? —preguntó Aline casi con desprecio.
—Es muy posible. Pero me interesa más llegar a ser un gran autor. No hagas esa mueca de asco. Es un oficio muy honrado. Todo el mundo se enorgullece de conocer a hombres como Beaumarchais y Chénier.
—¿Piensas igualarlos?
—Pienso superarlos, aunque reconozco que fueron ellos quienes me trazaron el camino. ¿Qué te pareció la función de anoche?
—Muy divertida y muy bien concebida.
—Pues te presento al autor.
—¿Tú? ¿Pero no es una compañía de improvisadores?
—Hasta los que improvisan necesitan un autor que trace el argumento, un resumen de las situaciones, de los diálogos, las entradas y salidas de actores. Eso es lo que hasta ahora me limito a escribir. Pero no tardaré en crear obras de un estilo más moderno.
—Te engañas, mi pobre André. La obra de anoche no hubiera sido nada sin los actores. Tenéis la suerte de contar con vuestro Scaramouche.
—Confidencialmente, te lo presento.
—¿Tú? ¿También eres Scaramouche?
La joven se volvió para mirarlo de frente. Él sonrió levemente y asintió con un gesto.
—¡Y cómo no fui capaz de reconocerte!
—Te agradezco el elogio. Supongo que imaginaste que mi empleo en la compañía sería de tramoyista. Y, ahora que lo sabes todo, ¿qué pasa en Gavrillac? ¿Cómo está mi padrino?
Estaba bien, según ella le contó, y aunque profundamente indignado por su fuga, en el fondo, lo que más le preocupaba era su suerte.
—Hoy le escribiré que te he visto —agregó Aline.
—Dile que estoy bien y que prospero. Pero no le digas nada más. Ni tampoco en qué me gano la vida. También él tiene sus prejuicios y hay que ser prudente. Y ahora, una pregunta que quiero hacerte desde que subí a tu carruaje. ¿Por qué estás en Nantes, Aline?
—Estoy de visita en casa de mi tía, la señora de Sautron. Con ella fui anoche al teatro. Nos aburríamos en el castillo, pero ahora todo será diferente. Mi tía recibirá hoy, entre otras, la visita de La Tour d’Azyr.
André-Louis suspiró fastidiado.
—Aline, ¿te han contado alguna vez cómo mataron a Philippe de Vilmorin?
—Sí. Primero me lo contó mi tío, y luego el propio marqués.
—¿Y eso no te decidió a poner en duda el proyecto matrimonial?
—¿Qué podía hacer yo? Olvidas que no soy más que una mujer. ¿Esperabas que juzgara asuntos de esa naturaleza que son propios de los hombres?
—¿Por qué no? Puedes hacerlo perfectamente, sobre todo porque has oído a las dos partes. Lo que te contó mi padrino es la verdad. Si no juzgas es porque no quieres —su tono se volvió duro—. Cierras los ojos a la justicia, que sería lo único que podría detenerte en tu enfermiza y artificial ambición.
—¡Excelente! —exclamó ella mirándolo burlonamente—. ¿Sabes que eres patético? No te avergüenza que te encuentre entre la vulgar farándula, y del brazo de una fulana de teatro, y ahora me echas un sermón.
—Aunque mis compañeros fueran vulgares, aun así podría aconsejarte desde el respeto y la devoción que te tengo —dijo André-Louis con austeridad—. Pero no estoy entre personas vulgares. Una actriz puede ser honrada y virtuosa, cosa imposible en una dama que se ofrece en matrimonio por ambición, para alcanzar posición, riqueza y títulos nobiliarios.
Ella se puso pálida de cólera, y se dispuso a tirar del cordón de la campanilla.
—Creo que lo mejor será que bajes del coche y vayas a practicar la virtud en la alegre compañía de esa mujerzuela de teatro.
—No permitiré que hables de ella en esos términos.
—Vaya, ahora resulta que vamos a enfadarnos por su culpa. ¿Te he parecido poco delicada al hablar de ella? ¿Cómo debo nombrarla, como una…?
—Si quieres nombrarla de algún modo —interrumpió él con osadía—, hazlo con el respeto que deberías a mi esposa.
El asombro suavizó la cólera de la joven, pero su palidez aumentó.
—¡Oh, Dios mío! —dijo mirándole horrorizada—. ¿Te has casado con… con esa…?
—Todavía no, pero lo haré muy pronto. Y déjame decirte que esa joven a quien, en tu ignorante desdén, insultas, es tan buena y tan pura como tú, Aline. Su talento la ha colocado en el lugar que ocupa y la llevará mucho más lejos. Y es una perfecta mujer que se guía únicamente por su instinto natural a la hora de elegir a su cónyuge.
Temblando de ira, Aline tiró del cordón.
—¡Baja ahora mismo del coche! —dijo enérgica—. ¿Cómo te atreves a compararme con esa…?
—… con esa mujer que muy pronto será mi esposa —completó él antes de que ella pudiera rematar su insulto. Acto seguido abrió la portezuela, sin esperar al lacayo, y saltó a la calle, desde donde le dijo:
—Saluda de mi parte al asesino con el que te vas a casar. ¡Hala, hala! —le gritó al cochero tras cerrar de golpe la portezuela.
Y el carruaje se alejó por el Faubourg Gigan dejando atrás a André-Louis temblando de rabia. Gradualmente, a medida que se acercaba a la posada, su furor fue aplacándose. Y así hasta que acabó perdonando a su amiga. Ella no tenía la culpa de pensar como pensaba. Su educación hacía que viera a todas las actrices como mujerzuelas, del mismo modo que veía como un acto honrado el monstruoso matrimonio de conveniencia al que la inducían.
Cuando llegó a la posada encontró a toda la compañía sentada a la mesa. No más entrar se hizo un repentino silencio, así que sospechó que habían estado hablando de él. Arlequín y Colombina habían hecho correr de boca en boca el cuento de un príncipe disfrazado, recogido por el carruaje de una princesa, y la fantástica historia no hacía más que crecer a medida que la contaban una y otra vez.
Climéne había permanecido callada y pensativa, cavilando acerca de lo que Colombina llamaba su novela romántica. Evidentemente su Scaramouche no era lo que parecía, pues de otro modo no hubiera tratado con tanta familiaridad a aquella gran señora, ni ella a él. Ella lo había amado tal como creía que era, y ahora iba a recibir la recompensa por su desinteresado afecto.
Hasta la secreta hostilidad del viejo Binet contra André-Louis se había extinguido ante aquella revelación y le pellizcó cariñosamente el lóbulo de la oreja a su hija, diciéndole:
—¡Ajá! Así que fuiste capaz de descubrirlo a pesar de su disfraz.
El comentario la ofendió.
—De ninguna manera —dijo—. Siempre creí que era lo que aparentaba ser.
Su padre le guiñó un ojo con picardía y se echó a reír.
—Sí, por supuesto. Pero siendo hija de tu padre, que es también un caballero y conoce sus modales, descubriste una sutil diferencia entre ese joven y los que hasta ahora, por desgracia, te habían rodeado. Tú sabes tan bien como yo que ese aire altanero, esa capacidad de mandar que él posee, no se adquieren en un mohoso bufete de abogados, y que su forma de hablar y sus ideas no son las del burgués que él pretende ser. Eres muy sagaz, Climéne. Estoy orgulloso de ti.
Ella le volvió la espalda dándole la callada por respuesta. Las palabras de su padre la ofendían. Obviamente Scaramouche era un gran caballero, un poco excéntrico si se quiere, pero de ilustre cuna. Y cuando ella fuera su esposa, su padre tendría que tratarla de otro modo.
Cuando André-Louis entró en el comedor del hotel, por primera vez ella le miró tímidamente. Sólo entonces advirtió el garbo que desplegaba al andar y esa gentileza en los ademanes que sólo poseen los que en su adolescencia tuvieron profesores de baile y maestros de esgrima.
Y casi le irritó verle tratar a Arlequín como a un igual, y mucho más ver cómo Arlequín trataba con la misma confianza de siempre a aquel caballero, máxime ahora que sabía quién era.