Capítulo VII

LA Compañía Binet debutó en Nantes —como puede aún leerse en algunos ejemplares del Courrier Nantais— en la celebración de la Purificación con Las picardías de Scaramouche. Pero esta vez los comediantes no entraron en la ciudad como solían hacer en las aldeas, desfilando y anunciándose por las calles. André-Louis imitó la forma de anunciarse de las compañías de la Comedia Francesa. Así pues, en Rédon ordenó la impresión de carteles, y cuatro días antes de la llegada de la compañía a Nantes, los fijaron en la puerta del Teatro Feydau y en otros lugares concurridos de la ciudad. En aquel entonces los anuncios y los carteles no eran tan usuales, y llamaron bastante la atención del público de Nantes. El encargado de pegarlos fue uno de los actores recién llegados a la compañía, un joven llamado Basque, quien fue enviado por delante con este propósito.

Aún pueden verse esos carteles en el Museo Carnavalet. En ellos aparecen los actores sólo con sus nombres artísticos, a excepción del señor Binet y de su hija, sin contar que el que hacía de Trivelino en una obra aparecía como Tabarino en otra, lo cual hacía aparecer al elenco cuando menos la mitad de grande de lo que en realidad era. En esos afiches se anunciaba el estreno de Las picardías de Scaramouche, a la que seguirían otras cinco comedias, cuyos títulos se mencionan, y otras no mencionadas, que se estrenarían si el favor del público de la culta ciudad de Nantes animaba a la Compañía Binet a prolongar sus representaciones en el Teatro Feydau. Los carteles también decían que la compañía se especializaba en el género teatral de la improvisación, al antiguo estilo italiano, cosa que no se veía en Francia desde hacía medio siglo, y se exhortaba al público de Nantes a no perder la ocasión de ver cómo aquellos farsantes resucitaban las viejas glorias de la Comedia del Arte. Siempre según los carteles, la presencia de la compañía en Nantes no era más que el preludio de una visita a París, donde rivalizarían con la Comedia Francesa, mostrando al mundo cuan superior es el arte de los que improvisan comparado con los actores que depende, palabra por palabra y gesto por gesto, del texto de un autor y que repiten lo mismo cada vez que salen a escena.

Era un cartel audaz, y eso asustó al señor Binet, a pesar de la poca lucidez que le quedaba con tanto Borgoña a su disposición. En su momento, protestó vehementemente, pero André-Louis no le hizo el menor caso.

—Ya sé que es una osadía —fue la respuesta de Scaramouche—. Pero a tu edad ya deberías saber que en este mundo no se triunfa sin audacia.

—Te prohíbo terminantemente que distribuyas esos carteles —insistió el señor Binet.

—Eso ya me lo esperaba. Del mismo modo que sé que después me agradecerás que te desobedezca.

—Nos llevas a una catástrofe.

—Te llevo a la fortuna. La peor catástrofe que pudiera ocurrimos sería tener que volver a actuar en los mercados de las aldeas. Os llevaré a París, aunque no quieras. Déjame hacer las cosas a mi manera.

Después de los carteles, André-Louis escribió un artículo acerca de la Comedia del Arte italiana, anunciando su resurrección gracias al gran mimo Florimond Binet. El nombre de Binet no era Florimond, sino Pierre. Pero André-Louis tenía una gran intuición teatral. Aquel artículo era una ampliación del texto contenido en los carteles. Y persuadió a Basque, que tenía relaciones en Nantes, para que usara su influencia con el fin de que aquel artículo se publicase en el Courrier Nantais, dos días antes de la llegada de la Compañía Binet. Basque lo consiguió, y no es de extrañar tomando en consideración el mérito literario y el interés intrínseco del artículo.

Así las cosas, en la primera semana de febrero, cuando llegó la Compañía Binet, ya la estaban esperando con curiosidad. De haber sido por Binet, hubieran entrado en Nantes como de costumbre, en una cabalgata carnavalesca, a golpe de bombo y platillo. Pero André-Louis se opuso tajantemente.

—Pondríamos en evidencia nuestra pobreza —dijo—. En vez de eso, entraremos sin ser vistos para que el público ponga su imaginación a trabajar.

Como de costumbre, Scaramouche se salió con la suya. Binet ya estaba cansado de pelear contra el joven, sobre todo ahora que la lucha era desigual, pues Climéne, obviamente apoyaba a su amado Scaramouche, reprobando los procedimientos anticuados de su padre. Metafóricamente hablando, el señor Binet rindió la guardia, y maldijo el día en que había dejado entrar en su compañía a aquel joven tan atrevido que hacía con él lo que le daba la real gana. Estaba seguro de que tarde o temprano su intrepidez acabaría hundiéndole. Mientras tanto, trataba de olvidar con el Borgoña que ahora tenía en abundancia. Nunca había bebido tanto en su vida. Y tal vez las cosas no iban tan mal como imaginaba. Al fin y al cabo tenía que agradecerle a Scaramouche todo aquel Borgoña. Y aunque se temía lo peor, albergaba la esperanza de que todo fuera bien.

Y así, temiendo siempre lo peor, aguardó entre bastidores a que el telón se levantara en aquella primera representación de su compañía en el Teatro Feydau, que estaba lleno de un público curioso, excitado por lo que había leído en los carteles.

Aunque el argumento de Las picardías de Scaramouche no ha sobrevivido a su autor, según cuenta André-Louis en sus Confesiones, comienza con un parlamento de Polichinela en el papel de celoso enamorado que trata de conquistar a Colombina, la doncella de Climéne, para que acceda a espiar a su ama. Empieza con piropos y zalemas, pero se equivoca, pues la alegre Colombina sólo se deja cortejar por los galanes apuestos, y el jorobado tiene que pasar a las amenazas, anunciando que se vengará si no le obedece incondicionalmente o si le traiciona. Tampoco así consigue su objetivo, y tiene que recurrir a las dádivas, con lo cual consigue vencer al fin la resistencia de Colombina, quien promete a Polichinela que espiará a Climéne y le dará a él toda la información acerca de la conducta de su ama.

La pareja actuó a las mil maravillas, y sin duda a esto contribuyó considerablemente el hecho de que estuvieran tan nerviosos ante un público tan numeroso. Polichinela se mostró orgulloso e insistente; Colombina, indiferente, desfachatada y zumbona, actuó con gran astucia para sacar el mayor partido al soborno que se le ofrecía. Las risas en el teatro se reiteraron augurando un éxito total. Pero el señor Binet, temblando entre bastidores, añoraba las estruendosas carcajadas de los campesinos, que eran su público habitual, y sus miedos no hacían sino aumentar.

Apenas Polichinela salió por la puerta, entró Scaramouche por la ventana. Era una entrada tan sensacional, que por lo general entusiasmaba a los espectadores por su inesperada comicidad. Pero no fue así en aquella ocasión. Pensando en eso al otro día, Scaramouche decidió presentarse bajo un aspecto totalmente diferente. Suprimiría todas las payasadas y chistes groseros con que había deleitado a espectadores más rústicos, y trataría de ser gracioso pero con sutileza. Presentaría al público el arquetipo de un gran bribón cómico, reservado, con cierta dignidad, que mostrara un rostro solemne y expresara un humor atractivo pero sin chocarrerías. Probablemente el público tardaría más en comprenderlo y descubrirlo, pero al final les gustaría más.

Coherente con este plan, actuó haciendo de amigo y aliado de Léandre, el enfermo de amor, a quien daba noticias de Climéne siempre buscando la ocasión de conquistar a Colombina, y su otro designio, nada honrado: la bolsa de dinero de Pantalone. También cambió el traje de Scaramouche. Acuchilló de rojo el jubón negro, un poco a lo Enrique III. El tradicional gorro de terciopelo negro se transformó en un sombrero cónico, con el ala vuelta hacia arriba y una pluma a la izquierda. Y su inseparable guitarra desapareció.

Tras asistir a todas estas transformaciones, el señor Binet esperaba desesperadamente que estallara la risa que siempre saludaba la aparición en escena de Scaramouche. Pero no hubo risas y su desaliento fue total. Pronto advirtió algo inusitadamente alarmante en la actuación de Scaramouche. Como de costumbre, el actor chapurreaba aquel francés con acento español, pero ahora no pronunciaba ninguna de las frases groseras que hacían las delicias del público.

Desesperado, se retorció las manos.

—Nos ha arruinado —se dijo—, y esto me pasa por ser tan imbécil y cederle el control de todo.

Pero el señor Binet se equivocaba de medio a medio. Cosa que advirtió cuando poco después le tocó salir a escena y se encontró con un público atento y la satisfacción reflejada en todos los rostros. No obstante, sólo se sintió seguro de que saldrían de allí con vida cuando oyó los aplausos atronadores al caer el telón en el primer acto.

Por suerte el papel de Pantalone en Las picardías de Scaramouche era el del viejo timorato, despistado e idiota, pues de no haber sido así, Binet lo hubiera echado todo a perder con sus temores. Pero como su miedo aumentaba la vacilación y el estupor tan esenciales en su papel, lejos de perjudicar su actuación, contribuyeron al éxito. Un éxito que justificó todas las expectativas suscitadas por los carteles y el artículo concebidos por Scaramouche.

El éxito de Scaramouche no se limitó al público. Al final de la función, sus compañeros le recibieron con una ovación en el gran vestíbulo del teatro. Su talento, sus recursos y energías habían convertido aquella troupe de saltimbanquis vagabundos en una respetable compañía de actores de primera clase. Así lo reconocieron generosamente todos en un discurso que leyó Polichinela, quien expresó, como prueba de su confianza Scaramouche, que del mismo modo que habían conquistado Nantes, también conquistarían el mundo bajo su guía.

En su entusiasmo olvidaron mencionar al señor Binet, quien ya estaba bastante enojado por la conciencia de su inferioridad con respecto a Scaramouche. Y aunque había visto que el gradual proceso de usurpación de su autoridad tenía sus compensaciones, en el fondo de su corazón, el resentimiento apagaba cualquier chispa de la gratitud debida a su socio. Aquella noche estaba nervioso, tenso, y sufría un sinfín de temores. Y de todo ello culpaba a Scaramouche tan amargamente que ni siquiera el reciente éxito —casi milagroso— salvaba a su socio ante sus ojos.

Y ahora, para colmo de males, los de su compañía lo ignoraban olímpicamente, los mismos actores que con tanto esfuerzo él había seleccionado entre los artistas que encontraba aquí y allá, en la hez de los pueblos. Esto acabó de enfurecerlo, despertando sus peores instintos que tan sólo estaban dormidos. Pero por profunda que fuera su rabia, no le cegó hasta el punto de traicionarse. Sin embargo, concibió la idea de reaccionar en su momento, antes de convertirse en un cero a la izquierda en su propia compañía, en aquel elenco que él dominaba hasta que aquel entrometido llegó para destruir su autoridad.

El señor Binet tomó la palabra cuando Polichinela terminó su discurso. La máscara de pintura que cubría su rostro le ayudo a disimular sus verdaderos sentimientos, y fingió sumarse a los elogios en honor de Scaramouche. Desde luego, dio a entender que todo lo que Scaramouche había logrado, era gracias a él, pues era su mano la que lo guiaba. Según expresó, quería dar las gracias a Scaramouche, pero lo hizo más bien en forma en que un señor agradece a su lacayo el escrupuloso cumplimiento de las órdenes recibidas.

A pesar de sus palabras, no pudo embaucar a la compañía, tampoco desahogarse. Consciente del gesto burlón con que todos le miraban, sólo consiguió incrementar su amargura. Pero al menos había salvado su dignidad dejando claro que él era el jefe de todos.

Tal vez sería exagerado decir que no consiguió engañarlos. Pues en lo que a sus verdaderos sentimientos se refería, sí lo consiguió. Descontando las insinuaciones en las que se atribuía el mérito, todos creyeron que su corazón estaba lleno de gratitud como el de ellos. También lo creyó André-Louis, quien en su breve respuesta fue muy generoso con Binet, más de lo que éste había sido con él.

Acto seguido, Scaramouche anunció que el éxito en Nantes era aún más dulce, pues hacía posible la casi inmediata realización de su deseo más ardiente: convertir a Climéne en su esposa. Una felicidad de la que era indigno, como fue el primero en reconocer. Esta dicha estrecharía más su relación con su buen amigo Binet, a quien debía cuanto había logrado para sí y los demás. El anuncio nupcial causó gran alegría, pues en el mundo del teatro no hay nada tan importante como el amor. Todos aclamaron a la feliz pareja, a excepción del pobre Léandre, cuyos ojos expresaban más melancolía que nunca.

Aquella noche, en la habitación del primer piso de la posada del muelle La Fosse —la misma de la que André-Louis había salido algunos meses antes para representar un papel muy diferente ante el pueblo de Nantes—, la compañía fue una gran familia feliz. En realidad, ¿era tan diferente?, se preguntaba André-Louis. ¿Acaso no se había comportado como una especie de Scaramouche, un intrigante, elocuente pero insincero, cínicamente disfrazado, que había expuesto opiniones que realmente no eran suyas? ¿Qué tenía de sorprendente su éxito tan fulgurante como actor? ¿No era realmente algo para lo cual desde siempre la Naturaleza lo había designado?

La noche siguiente, representaron El enamorado tímido con el teatro lleno, pues el eco de su exitoso debut de la primera noche se había divulgado y el lunes la cosecha de aplausos fue mayor. El miércoles pusieron en escena Fígaro Scaramouche, y el jueves por la mañana el Courrier Nantais publicó un artículo elogiando a los brillantes improvisadores, cuyo talento empequeñecía al de los meros recitadores de libretos memorizados.

Cuando André-Louis leyó el periódico durante el desayuno, se rió para sí, pues no se engañaba acerca de la falsedad de aquella afirmación. La novedad de su anterior artículo, y la presuntuosidad que entrañaba, había conseguido engañarlos lindamente. Se volvió para saludar a Binet y a Climéne que entraban en aquel momento, y les agitó el periódico por encima de su cabeza.

—La cosa marcha bien —anunció—. Permaneceremos en Nantes hasta Pascua Florida.

—¿De veras? —dijo Binet secamente—. Para ti todo marcha siempre muy bien.

—Puedes leerlo tú mismo —dijo Scaramouche tendiéndole el periódico.

El señor Binet leyó el artículo con el ceño fruncido y lo dejó en silencio para dedicarse a su desayuno.

—¿Tenía razón, sí o no? —preguntó André-Louis, quien sospechó algo extraño en la conducta de Binet.

—¿En qué?

—En querer venir a Nantes.

—Si no lo hubiera creído así, no estaríamos aquí —dijo Binet.

Atónito, André-Louis dejó el tema.

Después del desayuno, Scaramouche y Climéne salieron a tomar el aire por los muelles. Era un día soleado, menos frío que los anteriores. Colombina se unió a ellos, aunque su indiscreción quedó atenuada por la presencia de Arlequín, quien corrió hasta alcanzarla.

André-Louis iba delante con Climéne, hablando de algo que empezaba a preocuparle.

—Últimamente tu padre se comporta conmigo de un modo muy raro —dijo—. Casi como si súbitamente me odiara.

—Son imaginaciones tuyas —repuso ella—. Mi padre, al igual que todos, te está muy agradecido.

—Lo que demuestra es cualquier cosa menos agradecimiento. Está furioso conmigo, y creo que sé cuál es el motivo. ¿Tú no? ¿Puedes adivinarlo?

—No puedo.

—Si fueras mi hija, Climéne, y gracias a Dios que no lo eres, detestaría al hombre que te separase de mí. ¡Pobre Pantalone! Cuando le dije que quería casarme contigo, me llamó «bandido».

—Y tenía razón. Scaramouche siempre ha sido un mentiroso y un bandido.

—Forma parte de la naturaleza de mi personaje —dijo él—. Tu padre siempre ha querido que actuemos según nuestro propio temperamento.

—Sí. Por eso tú, al igual que Scaramouche, tomas cuanto deseas —dijo ella con una expresión a medias cariñosa y a medias tímida.

—Es posible —dijo él—. Es verdad que le arranqué a la fuerza el consentimiento para nuestro matrimonio. No quise esperar a que me lo diera. De hecho, cuando se negó, se lo arrebaté, y si ahora quiere quitármelo, lo desafiaré. Me parece que esto es lo que más le duele.

Climéne se echó a reír y empezó a responderle animadamente. Pero él no pudo oír ni una sola palabra de lo que decía. A través de los coches que iban y venían por los muelles, un carruaje, cuyo techo era casi todo de cristal, se acercaba a ellos. Dos magníficos caballos tiraban de él y el cochero iba elegantemente vestido.

En el coche iba sola una joven esbelta con un abrigo de pieles, y su rostro era de una delicada belleza. La joven se asomó a la ventanilla, boquiabierta y con los ojos clavados en Scaramouche, quien se quedó mudo, inmóvil.

Climéne, a mitad de su frase, también se detuvo tirando de la manga de su prometido.

—¿Qué sucede, Scaramouche?

Pero él no contestó. Y en ese momento, el cochero, a quien la joven había avisado, detuvo el carruaje junto a ellos. Al ver el espléndido coche, las blasonadas portezuelas, el majestuoso cochero y el lacayo de blancas medias de seda que inmediatamente saltó al detenerse el vehículo, su refinada ocupante le pareció a Climéne una princesa de cuento de hadas. Ahora aquella princesa, inclinándose, con los ojos resplandecientes y las mejillas ruborizadas, le tendía a Scaramouche una mano exquisitamente enguantada.

—¡André-Louis! —le llamó.

Scaramouche tomó la mano de aquella egregia criatura del mismo modo que hubiera tomado la de Climéne, con unos ojos radiantes que reflejaban la alegría de la dama del coche y una voz que hacía eco a la alborozada sorpresa que tintineaba en la de aquella joven, él la llamó familiarmente por su nombre, como ella había hecho con él:

—¡Aline!