AS más exhaustivas investigaciones llevadas a cabo entre los muchos argumentos para los actores que improvisaban en la época, no han podido sacar a la luz el original de Las picardías de Scaramouche que, según se afirma, consolidó la fortuna de la Compañía Binet. La comedia se estrenó en el pueblo de Maure, una semana después de los sucesos antes narrados. La representó André-Louis, quien ahora era conocido, tanto por la compañía como por el público, con el nombre de su personaje: Scaramouche. Si en el Fígaro Scaramouche se había lucido, en la nueva obra, cuyo argumento era superior, hizo un derroche de destreza histriónica.
Después de Maure, dieron cuatro funciones en Pipriac: dos de cada una de las farsas que ahora formaban lo más selecto del repertorio de Binet. En ambas Scaramouche desplegó toda habilidad. Tan bien marchaba todo, que André-Louis le sugirió a Binet la idea de ir —después de las representaciones de la semana próxima en Fougeray— a probar fortuna en el Teatro Real de la importante ciudad de Rédon. En un principio, esa perspectiva asustó a Binet, pero tras pensarlo mejor, y halagado en su ambición por André-Louis, cedió a la tentación.
André-Louis creía haber encontrado su verdadera vocación, y no sólo empezó a cogerle el gusto, sino que llegó a pensar que en su doble carrera de actor y autor podría llegar a ser miembro de la Comedia Francesa, donde tendría más posibilidades de desarrollar su nuevo oficio. De bosquejar argumentos para los actores que improvisaban en la escena, podría llegar a escribir diálogos, verdaderas obras dramáticas, en el sentido exacto de la palabra, magníficas e inolvidables comedias al estilo de Chenier, Eglantine y Beaumarchais.
Estos sueños revelaban la afición que el sedicioso de Rennes sentía ahora por aquella profesión en la que la madre Azar y el señor Binet le habían iniciado. Su talento como autor y como actor era indudable. Y no había que descartar que pudiera conquistar un puesto preeminente entre los dramaturgos franceses, realizando así su sueño. Pero a pesar de estas ilusiones, André-Louis no descuidaba el lado práctico de las cosas.
—¿Te has dado cuenta —le dijo un día a Binet— de que tu fortuna está en mis manos?
Ambos estaban sentados frente a frente, en la sala de la posada de Pipriac, bebiendo una botella de Volnay. Acababa de terminar la cuarta y última representación de Las picardías de Scaramouche en aquel pueblo, donde el negocio había sido tan bueno como en Maure y en Guichen, cosa que el lector sin duda habrá deducido ya por el detalle de que estuvieran bebiendo un excelente vino de Volnay.
—Me daré cuenta, mi querido Scaramouche, cuando sepa lo que te traes entre manos.
—Considero que los incentivos que recibo son insuficientes. Por quince libras al mes ningún hombre vende dones tan excepcionales como los míos.
—Hay una alternativa —dijo Binet siniestramente.
—No la hay. No seas tonto, Binet.
Binet se irguió como si le hubieran pinchado. Ningún miembro de su compañía se atrevía a enfrentarse con él tan directamente.
—De todos modos, puedes apelar a esa alternativa si quieres —prosiguió Scaramouche con indiferencia—. Sal y notifícale a la policía que puede echarle el guante a un tal André-Louis Moreau. Pero eso será el fin de tu sueño de ir a Rédon y de actuar por primera vez en tu vida, en un verdadero teatro. Sin mí no podrás hacerlo, y yo no voy a Rédon ni a ninguna otra parte más, ni siquiera a Fougeray, hasta que hagamos un contrato más justo.
—¡Diablos! —se lamentó Binet—. ¿Crees que tengo alma de usurero? Cuándo hicimos nuestro anterior contrato yo no tenía idea de que fueras tan valioso, ¿cómo podía tenerla? Pero basta que me lo recuerdes, querido Scaramouche. Soy un hombre justo. A partir de hoy te daré treinta libras al mes. Te doblo el sueldo en el acto. Como ves, soy un hombre generoso.
—Pero no ambicioso. Ahora escúchame un momento.
Y procedió a exponer un plan que dejó mudo de terror a Binet.
—Después de Rédon, iremos a Nantes —dijo—, a Nantes y al Teatro Feydau.
El señor Binet iba a coger una copa y el brazo se le paralizó en el aire. El Teatro Feydau era una especie de Comedia Francesa a escala provincial, y el gran Fleury había actuado allí ante uno de los públicos más exigentes y críticos de Francia. Sólo la idea de ir a Rédon le parecía al gordo Pantalone una temeridad. Y el teatro de Rédon era un guiñol comparado con el de Nantes. Y a pesar de todo, aquel atrevido muchacho a quien él había recogido por casualidad tres semanas atrás y que, de abogado de provincia, había pasado a convertirse en autor y actor, se atrevía a hablar de Nantes y del Teatro Feydau sin mudar de color.
—Pero ¿por qué no me propones ir a París y a la Comedia Francesa? —dijo Binet irónicamente, cuando al fin pudo recobrar el aliento.
—A su debido tiempo —respondió Scaramouche con desenfado.
—¿Eh? Tú estás borracho, amigo mío.
Pero André-Louis detalló el plan que tenía en mente. Fougeray sería una especie de ensayo general para saltar a Rédon, y a su vez, Rédon sería lo mismo para luego lanzarse a Nantes. Permanecerían en Rédon mientras el público pagara por ir a verlos, trabajando con ahínco para perfeccionarse y pulir hasta los más mínimos detalles. Añadirían a su elenco tres o cuatro actores talentosos. Él escribiría tres o cuatro nuevos argumentos, que serían ensayados y mejorados, hasta que la compañía contara con un repertorio de por lo menos media docena de obras de indiscutible calidad. Una parte de los beneficios se destinaría a comprar mejores decorados y vestuario, y finalmente, si todo salía bien, en un par de meses la Compañía Binet estaría preparada para probar fortuna en la ciudad de Nantes. Ciertamente a las compañías que iban al Teatro Feydau solía exigírseles cierto prestigio. Pero, por otra parte, desde hacía muchas generaciones en Nantes no se había visto una compañía que hiciera teatro improvisado. Eso sería una gran novedad. Y Scaramouche se comprometía, si todo quedaba en sus manos, a resucitar la Comedia del Arte con todas sus viejas glorias que excederían las expectativas del público de Nantes.
—Después de Nantes, hablaremos de París —concluyó—. Del mismo modo que decidiremos lo de Nantes a partir de lo que pase en Rédon.
El poder de persuasión de André-Louis, que había sido capaz de arrastrar a las multitudes, acabó arrastrando también al señor Binet. La perspectiva que Scaramouche le presentaba, aunque audaz, era también tentadora, y como Scaramouche tenía respuestas para todos sus reparos, Binet acabó prometiendo que pensaría en el asunto.
—Redon nos marcará el rumbo —dijo André-Louis—, y no tengo la menor duda acerca de cuál será ese rumbo.
Así, la gran aventura de Rédon acabó por parecer insignificante, al ser considerada como un ensayo general para hazañas artísticas de mayor envergadura. En su momentánea exaltación, Binet pidió otra botella de Volnay. Scaramouche esperó a que la descorcharan para proseguir:
—La cosa parece posible —dijo con indiferencia y mirando el vaso al trasluz—, mientras yo esté a tu lado.
—De acuerdo, mi querido Scaramouche, fue una suerte para ambos que nos conociéramos.
—Para ambos —repitió Scaramouche con énfasis—. Eso mismo quería yo decir. Así que no creo que vayas a entregarme a la policía.
—¿Cómo puedes creerme capaz de semejante cosa? Me tomas el pelo, querido Scaramouche. Te pido que nunca volvamos a aludir a esa broma.
—Ya está olvidada —dijo André-Louis—. Y ahora volvamos a mi propuesta. Si me voy a convertir en el arquitecto de tu fortuna, si realizo todo lo que he planeado, en esa misma medida, debo ser también mi propio arquitecto.
—¿En la misma medida? —Binet frunció el ceño.
—Exactamente. A partir de hoy los negocios de esta compañía se harán en su debida forma, y llevaremos un libro de caja donde se anote la entrada y salida del dinero.
—Yo soy un artista —dijo el señor Binet con orgullo—. No soy un tendero.
—Hay un aspecto comercial en tu arte, y hay que llevarlo de forma comercial. He pensado en todo, así que no te molestaré con detalles que podrían perturbar el ejercicio de tu arte. Lo único que tienes que decir es sí o no a mi proposición.
—¿Y en qué consiste?
—En que yo sea tu socio a partes iguales en los beneficios de la compañía.
El mofletudo rostro de Pantalone palideció, sus ojillos se abrieron desmesuradamente escudriñando el rostro de su interlocutor. Entonces estalló:
—¡Tienes que estar loco para hacerme una proposición tan monstruosa!
—Admito que hay en ella cierta injusticia. Pero ya he pensado en eso. Por ejemplo, no sería justo que además de todo lo que me propongo hacer, también haga el papel de Scaramouche y escriba nuestros argumentos sin ninguna recompensa, aparte de las ganancias que recibiría como socio. Por ello, antes de que haya beneficios que repartir, debes pagarme un salario como actor, y una pequeña suma por cada argumento que escriba para la compañía. Esta medida nos conviene a los dos. Del mismo modo, recibirás un sueldo por tu interpretación de Pantalone. Después de abonados estos gastos, así como el salario de los demás actores y otros gastos de viaje, alojamiento, etc., el resto será el beneficio que dividiremos a partes iguales entre los dos.
Lógicamente el señor Binet se resistió a aceptar aquella proposición y contestó con un no rotundo.
—En ese caso, amigo mío —dijo Scaramouche—, abandono la compañía mañana mismo.
Binet montó en cólera. Habló de ingratitud en términos sentimentales, y volvió a aludir veladamente a aquella broma que hacía referencia a la policía y que había prometido no volver a mencionar.
—Puedes hacer lo que quieras, incluso el papel de soplón, si te gusta. Pero entonces te verás definitivamente privado de mis servicios, y sin mí no eres nada, del mismo modo que no eras nada antes de que yo me uniera a tu compañía.
El señor Binet dijo que le importaban un comino las consecuencias. Él le enseñaría a aquel descarado abogado de provincia que al señor Binet nadie le imponía nada. Scaramouche se puso en pie.
—Muy bien —dijo entre indiferente y resignado—. Como quieras. Pero antes de actuar, consúltalo con la almohada. A la clara luz de la mañana, podrás ver nuestros proyectos en su justa dimensión. El mío promete fortuna para los dos. El tuyo anuncia ruina también para los dos. Buenas noches, señor Binet. Que el cielo te ayude a tomar la decisión acertada.
Finalmente, al señor Binet no le quedó más remedio que rendirse ante la firme resolución demostrada por André-Louis. Desde luego, hubo más discusiones y el obeso Pantalone no se dejó convencer sino después de mucho regatear, cosa que no dejaba de sorprender en alguien que se consideraba un artista y no un tendero. Por su parte, André-Louis hizo un par de concesiones: renunciar a los honorarios de sus argumentos y acceder a que el señor Binet percibiera un salario exageradamente superior a sus méritos.
Pero finalmente la cuestión quedó zanjada. El arreglo se anunció a la compañía y, como era de esperar, eso provocó envidias y resentimientos. Pero nada grave, pues todo se disipó como por ensalmo cuando se supo que bajo la nueva administración aumentarían los salarios de todos los miembros de la compañía. A esto se había opuesto tenazmente el señor Binet. Pero no había quien pudiera con el invencible Scaramouche.
—Si hemos de actuar en el Teatro Feydau, necesitamos una compañía decorosa y no una cuadrilla de aduladores rastreros. Cuanto mejor les paguemos, mejor trabajarán para nosotros.
Así se desvaneció el resentimiento en la compañía. Todos, desde los primeros actores hasta los más insignificantes, aceptaron el dominio de Scaramouche, un dominio tan sólido que hasta el propio Binet debía someterse a él.
Todos lo aceptaron menos Climéne, pues su fracasado intento de subyugar a aquel advenedizo que apareció cierta mañana en las afueras de Guichen, había aumentado su aparente desdén hacia él. Ella protestó por la formación de la nueva sociedad, se encolerizó con su padre hasta llegar a llamarle «estúpido», de resultas de lo cual el señor Binet perdió los estribos y le dio un cachete. Climéne anotó también este disgusto entre los agravios infligidos por Scaramouche, y aguardaba la ocasión para ajustarle cuentas. Pero las ocasiones no se presentaban con frecuencia. Scaramouche estaba cada vez más ocupado. Durante la semana que permanecieron en Fougeray, apenas se le veía salvo en las representaciones, y una vez llegados a Rédon, iba y venía, raudo como el viento, del teatro a la posada y viceversa.
El experimento de Rédon salió a pedir de boca. Estimulado por ese éxito, André-Louis trabajó día y noche durante el mes que pasaron en aquella industriosa y pequeña ciudad. Era una buena temporada, ya que el comercio de castañas, cuyo centro está en Rédon, se hallaba a la sazón en todo su apogeo. Cada tarde el pequeño teatro se llenaba, pues los castañeros divulgaban la fama de la compañía por toda la comarca, y el público se renovaba con gente de las cercanías y de pueblos más lejanos. Para evitar que las ganancias disminuyeran, André-Louis escribía una nueva comedia cada semana. Además de las dos que ya había estrenado, escribió tres cuyos títulos eran El matrimonio de Pantalone, El amante tímido y El terrible capitán. Sobre todo, esta última auguraba un éxito rotundo. Inspirada en el Miles gloriosus de Plauto, permitía que Rhodomont y Scaramouche se lucieran, aquél como capitán y éste como su ayudante. Parte de este logro se debió a la habilidad de André-Louis al ampliar los argumentos indicando minuciosamente las líneas que seguirían el diálogo y repartiendo algunos trozos de estos parlamentos, aunque sin exigir que los actores los siguieran al pie de la letra.
Simultáneamente, mientras el negocio iba viento en popa, también se ocupaba de los sastres y decoradores, mejorando el vestuario de la compañía, que tanto lo necesitaba. Encontró una pareja de actores en apuros económicos, y los contrató para papeles secundarios, como los de boticarios o notarios, haciendo que en sus ratos de ocio pintaran el nuevo decorado, que debía estar listo para la conquista de Nantes, a principios de año. André-Louis nunca había trabajado tanto. Su impetuoso entusiasmo era tan inagotable como su buen humor. Iba y venía, actuaba, escribía, creaba, dirigía, planeaba y ejecutaba mientras Binet se ocupaba de descansar, beber Borgoña todas las noches, comer pan blanco y otros manjares exquisitos, sin dejar de felicitarse por su astucia al asociarse con aquel joven infatigable. Tras descubrir cuan vanos eran sus temores a actuar en Rédon, ahora empezaba a perderle el miedo a entrar con su compañía en Nantes.
Ese optimismo se reflejaba en todos los miembros de la compañía, menos en Climéne. La joven ya no miraba con desdén a Scaramouche, pues comprendía que sus desaires no lograban zaherirlo. Pero a medida que se reprimía, aumentaba su resentimiento, y buscaba a toda costa algún desahogo.
Un buen día, después de terminada la función, Climéne buscó la manera de encontrarse con André-Louis cuando éste saliera del teatro. Los demás se habían ido ya y ella volvió con el pretexto de haber dejado olvidada alguna cosa.
—¿Puede saberse qué te he hecho yo? —le preguntó ella sin ambages.
—¿Hacerme tú a mí? —se sorprendió André-Louis.
La joven gesticuló impaciente.
—¿Por qué me odias?
—¿Odiarte, yo? No odio a nadie. Es la más estúpida de las emociones. Nunca he odiado a nadie… ni siquiera a mis enemigos.
—¡Qué cristiano tan resignado!
—¿Por qué iba a odiarte?… ¡Si te considero adorable! No me canso de envidiar a Léandre. Hasta he pensado seriamente en ponerle a hacer el papel de Scaramouche y pasar yo al de galán.
—No creo que tuvieras éxito —dijo ella.
—Eso es lo único que me detiene. Y sin embargo, considerando la inspiración de Léandre en su papel, no parece difícil triunfar…
—¿A qué inspiración te refieres?
—A la de actuar con una Climéne tan adorable.
Los ojos de la actriz escudriñaron el rostro de André-Louis.
—¡Me estás tomando el pelo! —dijo y entró en el teatro en busca del objeto supuestamente olvidado. No había nada que hacer con aquel joven. No tenía sentimientos. No era como los demás.
Cinco minutos después, cuando la muchacha salió del teatro, lo encontró donde mismo lo había dejado, junto a la puerta.
—¿Todavía estás aquí? —preguntó con aire de suficiencia.
—Te estaba esperando. Supongo que vas a la posada. Si me permites que te acompañe…
—¡Cuánta galantería! ¡Cuánta condescendencia!
—¿Acaso prefieres que no te acompañe?
—¿Cómo voy a preferir eso, señor Scaramouche? Sabes muy bien que ambos seguimos el mismo camino y la calle es libre para todos. Lo que me confunde es el raro honor que me haces.
Él miró atentamente el rostro de la damisela, y advirtió una sombra de dignidad ofendida. Se echó a reír.
—Tal vez temía que ese honor no fuera de tu agrado.
—¡Ah! Ahora lo entiendo —exclamó ella—. Quizá pensaste que yo debía pedírtelo. Que soy yo quien debería cortejar a un hombre, y no al revés como yo creía. Te pido excusas por mi ignorancia.
—Te diviertes siendo cruel conmigo —dijo Scaramouche—. Pero no importa. ¿Caminamos?
Salieron juntos y anduvieron deprisa para protegerse contra el aire frío de la noche. Caminaron un rato en silencio, aunque mirándose mutuamente a hurtadillas.
—¿Decías que soy cruel? —dijo ella al fin, pues la acusación le había dolido. Él la miró sonriendo.
—¿Puedes negarlo?
—Eres el primer hombre que me acusa de eso.
—Pero supongo que no soy el primero con el que eres cruel. Sería un halago demasiado grande para mí. Prefiero pensar que los otros han sufrido en silencio.
—¡Dios mío! Ahora resulta que también sufres —dijo ella medio en broma y medio en serio.
—Coloco esa confesión en el altar de tu vanidad.
—Jamás lo hubiera sospechado.
—¿Cómo podías hacerlo? ¿No soy lo que tu padre llama un actor nato? He estado actuando desde mucho antes de convertirme en Scaramouche. Por eso he reído y sigo haciéndolo cuando algo me hiere. Cuando me tratabas con desdén, yo también fingía desdén.
—Tu actuación era muy buena —dijo ella sin reflexionar.
—Por supuesto, soy un excelente actor.
—¿Y por qué ahora este súbito cambio?
—Es la respuesta al cambio que he notado en ti. Te has cansado de interpretar el papel de damisela cruel, en mi opinión un papel demasiado aburrido e indigno de tu talento. Si yo fuera una mujer con tu gracia y tu belleza, no necesitaría recurrir a esas armas.
—¡Mi gracia y mi belleza! —dijo como un eco afectando sorpresa. Pero su vanidad halagada la había apaciguado—. ¿Y cuándo descubriste esa gracia y esa belleza en mí?
Él la miró un momento, contemplando sus encantos, la adorable femineidad que desde el primer día le había atraído irresistiblemente.
—Cierta mañana, mientras ensayabas una escena amorosa con Léandre.
El joven sorprendió el asombro que destelló en los ojos de la muchacha.
—Eso fue la primera vez que me viste —dijo ella.
—Antes no tuve ocasión de reparar en tus encantos.
—Me pides que crea demasiado —dijo poniendo en sus palabras una tersura que él nunca había sentido en ella.
—Entonces, ¿te niegas a creerme si te confieso que fueron esa gracia y esa belleza las que decidieron mi destino aquel mismo día, obligándome a unirme a la compañía de la legua de tu padre?
Ella se quedó sin aliento. Ya no quería desahogar su rencor. Eso estaba definitivamente olvidado.
—Pero ¿por qué? ¿Con qué propósito?
—Con el propósito de pedirte un día que fueras mi esposa.
La joven se volvió y miró con osadía a Scaramouche. En sus pupilas había un brillo metálico, y un leve rubor encendía sus mejillas. Climéne creyó barruntar una broma de mal gusto.
—Vas demasiado deprisa —dijo.
—Siempre voy deprisa. Fíjate en lo que he hecho con la compañía en menos de dos meses. Otra persona, trabajando todo un año, no hubiera conseguido ni la mitad. ¿Por qué voy a ser más lento en el amor que en el trabajo? Bastante me he reprimido para no asustarte con mi precipitación. Bastante me he refrenado para imitar tu fría táctica. He esperado pacientemente hasta que te cansaras de mostrarte cruel.
—Eres un hombre desconcertante —dijo ella completamente pálida.
—Es verdad —admitió él—. Sólo la convicción de que no soy como los demás me ha permitido esperar lo que he esperado.
Maquinalmente, como de común acuerdo, los dos siguieron andando.
—Ya que según tú voy tan rápido —dijo él—, piensa que, después de todo, hasta ahora no te he pedido nada.
—¿Cómo? —dijo ella mirándole asombrada.
—Me he limitado a contarte mis esperanzas. No soy tan audaz como para preguntarte si he de verlas realizadas enseguida.
—Así es como tiene que ser.
—Por supuesto.
A ella le exasperaba el aplomo que demostraba André-Louis. Por eso anduvo el resto del camino sin hablar y, de momento, no volvieron a tocar el tema.
Pero aquella noche, después de cenar, cuando ya Climéne estaba a punto de retirarse a su alcoba, coincidieron solos en la habitación que Binet había alquilado como salón de reuniones de la compañía.
Cuando ella se levantó para irse, Scaramouche también se puso en pie, se acercó a Climéne y encendió la vela de su palmatoria. La joven le tendió una mano blanca y de finos dedos, alargando un brazo deliciosamente torneado y desnudo hasta el codo.
—Buenas noches, Scaramouche —dijo con tanta ternura que André-Louis se quedó sin respiración, mirándola con ardor.
Pero su turbación sólo duró un instante. Tomó las puntas de los dedos que ella le ofrecía, e inclinándose, los besó. Después volvió a mirarla. La intensa femineidad de aquella mujer le seducía hasta dejarlo desarmado. Tenía el rostro muy pálido, los ojos brillantes, los labios entreabiertos en una sensual sonrisa y, bajo el chal, palpitaban unos pechos que completaban el cuadro de sus encantos.
Tirando suavemente de su mano, André-Louis la atrajo hacia sí, y ella le dejó hacer. Entonces Scaramouche le quitó la palmatoria y la puso sobre el mueble más cercano. Acto seguido la estrechó entre sus brazos, y el leve cuerpo de Climéne se estremeció mientras él la besaba murmurando su nombre como una plegaria.
—¿Ahora soy cruel? —suspiró ella. Por toda respuesta, él volvió a besarla—. Me creías cruel porque no eras capaz de ver —murmuró Climéne.
En eso se abrió la puerta y entró el señor Binet, quien no pudo dar crédito a sus ojos. Se quedó estupefacto mientras los dos jóvenes, lentamente y con demasiado aplomo para ser natural, se separaban.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó el señor Binet alterado.
—¿No es evidente? —respondió Scaramouche—. Climéne y yo hemos decidido casarnos.
—¿Y mi opinión no os importa?
—Claro que sí. Pero no puedes ser tan desalmado ni tener tan mal gusto para negarnos tu consentimiento.
—¡Ah! Es decir, que ya lo das por hecho, como es costumbre en ti. Pero no creas que voy a entregarte mi hija así como así. Tengo planes para ella. Esto es una fechoría, Scaramouche. Has traicionado mi confianza y estoy muy disgustado.
Avanzó unos pasos, lenta y silenciosamente. Scaramouche se volvió a Climéne sonriendo, y le devolvió la palmatoria.
—Si nos dejas solos, querida Climéne, pediré tu mano al señor Binet como es debido.
La muchacha hizo mutis, algo confundida, pero más encantada que nunca. Scaramouche cerró la puerta y se enfrentó al enfurecido Binet, que se había hundido en un sillón al lado de la mesa. En pie, delante de él, el joven dijo:
—Mi querido padre político. Te felicito. Esto significa un puesto en la Comedia Francesa para Climéne dentro de poco. Tú también brillarás en el firmamento de su gloria. Como padre de madame Scaramouche, llegarás a ser famoso.
El semblante de Binet, que miraba a André-Louis boquiabierto, se puso rojo como un tomate. Su rabia aumentaba a medida que comprendía que, por más que quisiera impedirlo, aquel joven acabaría por convencerle. Al fin pudo recobrar el habla.
—¡Eres un maldito bandido! —gritó dando un puñetazo en la mesa—. ¡Un bandido! Primero te mezclas en mis asuntos y me despojas de la mitad de mis ganancias, y no contento con eso, ahora quieres robarme a mi hija. ¡Pero mal rayo me parta si se la entrego a un don nadie como tú, sin oficio ni beneficio, a quien sólo aguarda la horca!
Scaramouche tiró del cordón de la campanilla. Se mostraba sereno. Sonriente. Sus ojos resplandecían. Aquella noche estaba contento del mundo y de la vida. Realmente debía estarle agradecido al señor de Lesdiguiéres.
—Binet —dijo—, olvídate aunque sea por una vez de que eres Pantalone, y compórtate como un amable suegro que acaba de obtener un yerno de relevantes méritos. Vamos a beber por mi cuenta una botella del mejor Borgoña que se encuentre en Rédon. ¡Ánimo, hombre! Corta la bilis con el vino, pues nada estropea tanto el paladar como los malos hígados.