Capítulo V

VESTIDO con el ajustado traje de otros tiempos, todo de negro desde la gorra de terciopelo hasta los zapatos, con la cara embadurnada de blanco y un bigotillo rizado; con su sable corto y una guitarra a la espalda, Scaramouche se contempló en el espejo, disponiéndose a mostrarse mordaz.

Pensó que su vida, que hasta hacía poco había sido esencialmente pacífica y contemplativa, de pronto era mucho más activa. En sólo una semana, había sido abogado, orador popular, forajido, tramoyista, carpintero, portero, y por último estaba a punto de convertirse en bufón. El miércoles de la semana anterior había despertado la cólera en el pueblo de Rennes, y este miércoles debía despertar la hilaridad en el de Guichen. Antes había arrancado lágrimas, y ahora su misión era arrancar carcajadas. A pesar de que había una diferencia, había una semejanza. En ambos casos había sido comediante, y el papel que en Rennes había interpretado se parecía en algo al que ahora tenía que representar en Guichen. Al fin y al cabo, ¿qué había sido en Rennes sino una especie de Scaramouche, un astuto intrigante que sembraba la semilla del malestar ingeniosamente? La única diferencia consistía en que ahora salía al escenario con el nombre que mejor encajaba con su talante y su carácter, mientras que la vez anterior se había disfrazado de respetable abogado de provincias.

Tras hacer una profunda reverencia ante la imagen que le devolvía el espejo, se insultó:

—¡Bufón! Al fin has encontrado tu verdadera personalidad. Por fin estás en posesión de tu herencia. Seguramente tendrás un gran éxito.

Al oír que el señor Binet le llamaba por su nuevo nombre, bajó, y se encontró a toda la compañía aguardándole en el vestíbulo de la posada. El director le examinó con ojos inquisitoriales, y su hija, la damisela, también lo hizo mirándolo de arriba abajo.

—No está mal —dijo Binet comentando la caracterización del nuevo actor—. Al menos tiene la apariencia del personaje.

—Desgraciadamente los hombres no siempre son lo que aparentan —dijo Climéne irónicamente.

—Ésa es una verdad que a mí no me aplica —dijo André-Louis—. Porque por primera vez en mi vida, parezco lo que soy.

La señorita hizo un mohín y le dio la espalda. Pero los demás consideraron su frase muy ingeniosa, seguramente porque no la habían entendido bien. Colombina le animó con una sonrisa, y el señor Binet aseguró que André-Louis conseguiría un gran éxito, pues entraba en su papel con mucha vivacidad. Después, con voz que parecía haber pedido prestada al ruidoso capitán, el señor Binet ordenó que todos desfilaran solemnemente hasta la plaza del mercado.

El nuevo Scaramouche iba al lado de Rhodomont. El antiguo, cojeando y con muleta, había salido una hora antes para ocupar el sitio del portero ahora vacante por el cambio de funciones de André-Louis.

Con Polichinela a la cabeza, tocando su gran tambor, y Pierrot soplando la trompeta, todos pasaron entre dos hileras de galopines[12] que gozaban de aquel espectáculo sin pagar nada.

Poco después sonaban los tres consabidos golpes de bastón, alzándose el telón para mostrar una lamentable escenografía —mezcla de jardín con bosque— donde Climéne miraba febrilmente a lo lejos, aguardando impaciente la llegada de Léandre. Entre bastidores, el melancólico galán, esperaba su turno para entrar en escena. Casi inmediatamente después debía seguirle Scaramouche.

En ese momento, André-Louis experimentó una especie de vértigo. Trató de repasar mentalmente el primer acto de aquella comedia de la que era autor, pero tenía la mente en blanco. Confuso y sudoroso, retrocedió, hasta llegar a la pared donde, bajo la débil luz de un lámpara, estaba pegada una hoja de papel con un resumen del argumento de la obra. Estaba releyéndola cuando lo cogieron por un brazo y le arrastraron violentamente hacia los bastidores. Vio vagamente el rostro grotesco de Pantalone, y escuchó su voz ronca:

—Climéne ha pronunciado ya tres veces la palabra que apunta tu entrada.

Antes de que pudiera darse cuenta de lo que le decían, fue empujado a la escena, donde permaneció unos instantes alelado, súbitamente deslumbrado por las candilejas. Estaba tan aturdido que una risotada tras otra fue el saludo que le dedicó el público desde la plaza. Temblando un poco, cada vez más asustado y confundido, se quedó allí, inmóvil, recibiendo el ruidoso tributo a su estupidez. Climéne le miraba burlona, saboreando de antemano su humillación. Léandre le contemplaba consternado, y entre bastidores, el señor Binet, daba saltos de rabia.

—¡Maldita sea! —farfulló dirigiéndose a los miembros de la compañía que estaban a su alrededor, tan preocupados como él—. ¿Qué va a pasar cuando el público descubra que este desgraciado no es un actor?

Pero el público no descubrió nada. El miedo escénico que paralizaba a Scaramouche sólo duró un momento. Comprendió que se estaban riendo de él, y recordó que Scaramouche debe hacer reír, pero no ser motivo de risa. Tenía que salvar la situación volviéndola a su favor lo mejor que pudiera. Entonces convirtió su confusión, su auténtico terror, en un terror deliberado, en una confusión fingida, mucho más exagerada y, por lo tanto, más divertida. Mirando en la distancia, dio a entender al público que su espanto se debía a alguien que estaba fuera del escenario. Se escondió detrás de unos arbustos de cartón pintados y, cuando las risas disminuyeron, se dirigió a Climéne y a Léandre:

—Perdonadme, bella dama —dijo—, si mi brusca aparición os ha podido asustar. Desde mi último problema con Almaviva, ya no soy el mismo. Tampoco lo es mi corazón. Cuando venía hacia acá, allá en el prado, me encontré con un viejo que llevaba un garrote, y tuve el horrible pensamiento de que pudiera ser vuestro padre y de que nuestra inocente estratagema para casaros había sido descubierta. Creo que fue el garrote lo que me inspiró esa idea tan descabellada. Y no es que tenga miedo. En realidad, no tengo miedo a nada. Pero no pude menos que reflexionar que de haber sido vuestro padre, me hubiera roto la cabeza con su garrote, y todas vuestras esperanzas habrían desaparecido conmigo. ¿Qué sería de vosotros sin mí, pobres chiquillos?

Las carcajadas del público animaron gradualmente al recién estrenado actor hasta hacer que recobrara su presencia de ánimo. Evidentemente le creían un cómico consumado, mucho más cómico de lo que él había imaginado. Aquel histrionismo se debía en cierto modo a una circunstancia ajena a su nuevo oficio de actor. El temor a ser reconocido por alguien de Gavrillac o de Rennes, le había obligado a maquillarse y disfrazarse exageradamente. También había distorsionado su voz, aprovechando el hecho de que Fígaro era español. En el Liceo Louis Le Grand había conocido a un español que hablaba un francés chapurreado, pródigo en grotescos sonidos sibilantes. Muchas veces él había imitado aquel dejo para hacer reír a sus condiscípulos. Oportunamente se había acordado de aquel estudiante español, y pronunció todo su parlamento con aquel acento. El público de Guichen lo halló tan cómico en sus labios, como antes sus compañeros de estudios lo habían hallado en labios del ridiculizado español.

Cuando Binet, entre bastidores, escuchó aquella graciosa improvisación que no figuraba en el argumento, sintió que todos sus temores se disipaban.

—¡Rediós! —murmuró, riendo entre dientes—. ¡Todo su terror era intencionado!

De todas maneras, no le cabía en la cabeza que un hombre tan dominado por la confusión, como en un principio le había parecido André-Louis, hubiese podido recobrar su ingenio tan rápida y eficazmente. Por eso aún le quedaban algunas dudas.

Cuando el telón cayó, al finalizar el primer acto, que transcurrió con un éxito nunca antes conocido en los anales de la compañía —gracias al nuevo Scaramouche sobre quien recaía el peso de aquella primera parte—, el señor Binet acudió al pequeño espacio que hacía las veces de camerino para hacerle algunas preguntas a André-Louis y así salir de dudas.

Allí estaba toda la compañía reunida, felicitando al debutante. Scaramouche, un poco excitado por el éxito —y aunque más tarde lo consideró una tontería—, aprovechó las preguntas de Binet para vengarse de Climéne por haber disfrutado tanto con su pasajero miedo escénico:

—No me extrañan tus preguntas —le dijo a Binet—. Es verdad que debí avisarte de mi intención de hacer desde el primer momento lo que se me ocurriera para predisponer al público a mi favor. Pero la señorita Climéne estuvo casi a punto de arruinarlo todo al negarse a corresponder al terror que yo fingía. Ni siquiera se mostró ligeramente asustada. La próxima vez, señorita, avisaré por anticipado todas y cada una de mis intenciones.

La joven se ruborizó a pesar del maquillaje que embadurnaba su rostro. Pero cuando se disponía a contestarle, tuvo que aguantar la regañina de su padre, que la culpaba con tanta más energía cuanto que él mismo se había dejado engañar por la que ahora se juzgaba como suprema actuación de Scaramouche.

El éxito de Scaramouche en el primer acto, se repitió a lo largo de toda la función. Completamente dueño de sí mismo, y con el estímulo que sólo da el éxito, se superó a sí mismo. Imprudente, astuto, gracioso, encarnaba el auténtico arquetipo de Scaramouche sin dejar de poner en el personaje mucho de lo que recordaba de Beaumarchais. De este modo, los más enterados del público notaban algo del verdadero Fígaro, lo cual les hacía sentirse en contacto con el gran mundo de la capital.

Cuando el telón cayó definitivamente, Scaramouche y Climéne participaron de los honores del éxito de aquella noche saliendo a saludar a escena más de una vez, pues los espectadores coreaban pidiendo que salieran de detrás de las cortinas.

Más tarde, cuando ya el público se retiraba, el señor Binet se acercó a André-Louis frotándose las gruesas manos. Con aquel joven abogado había llegado la suerte. El inesperado éxito de Guichen, sin parangón en la historia de aquella compañía de la legua, se repetiría y aumentaría en otros lugares. Ya se había acabado eso de acampar y dormir a la sombra de los árboles y en los graneros. La adversidad había quedado atrás. Binet le puso una mano en el hombro a Scaramouche, y lo contempló con una sonrisa aduladora que ni la pintura roja de sus mejillas, ni la colosal nariz postiza, pudieron disimular.

—¿Y ahora, qué me dices? —le preguntó—. ¿Me equivoqué al asegurarte que tendrías éxito? ¿Crees que llevo toda una vida en el teatro para no saber descubrir a un actor nato? Te he descubierto, Scaramouche. Te he descubierto incluso ante ti mismo, te he puesto en el camino de la fama y la fortuna. Y espero que me lo agradezcas.

Scaramouche se rió, pero no era una risa del todo agradable.

—¡Siempre serás Pantalone! —dijo.

El gran rostro de Binet se nubló.

—Veo que aún no has olvidado mi pequeña estratagema que al fin y al cabo ha servido para hacerte justicia a ti mismo. ¡Perro ingrato! El único propósito que me animó era conseguir tu triunfo. Si sigues haciéndolo así de bien, llegarás hasta París. Podrás entrar en la Comedia Francesa, y rivalizar con Taima, con Fleury y con Dugazon. Cuando eso ocurra, tal vez sentirás la gratitud que le debes al viejo Binet. Porque todo se lo debes a este viejo tonto, pero de buen corazón.

—Si fueras tan buen actor en la escena como lo eres en la ida privada —dijo Scaramouche—, hace tiempo que hubieras entrado por la puerta grande en la Comedia Francesa. Pero no te guardo rencor, Binet.

Y se echó a reír, tendiéndole una mano que Binet estrechó efusivamente.

—Me alegro —declaró el director de la compañía—. Tengo grandes planes para ti, muchacho. Mañana iremos a Maure, donde hay feria este fin de semana. El lunes nos presentaremos en Pipriac. Y después, ya veremos. Es posible que esté a punto de realizarse el sueño de mi vida. Creo que esta noche hemos tenido una recaudación de unos quince luises. Pero… ¿dónde diablos está ese pillo de Cordemais?

Cordemais era el nombre verdadero del antiguo Scaramouche, que tan inoportunamente se había torcido el pie. El hecho de que Binet le llamara por su nombre real indicaba a las claras que en la compañía había dejado de ser para siempre el intérprete de Scaramouche.

—Vamos a buscarle y luego brindaremos en la posada con una botella de Borgoña. O tal vez con dos botellas…

Pero no encontraron a Cordemais. Ninguno de los miembros de la compañía le había visto desde el final de la función. El señor Binet se dirigió a la entrada. Allí tampoco estaba. Al principio, Binet se disgustó, y después, mientras gritaba en vano su nombre, empezó a inquietarse. Por último, cuando Polichinela, descubrió la muleta de Cordemais, abandonada detrás de la puerta de la taquilla, el señor Binet se alarmó en serio. La terrible sospecha que le asaltó le hizo palidecer incluso bajo la capa de maquillaje rojo.

—Pero si esta noche no podía caminar sin muleta —gritó—. ¿Cómo la ha dejado aquí y se ha marchado?

—Tal vez ha ido a la posada —sugirió alguien.

—Pero si no podía andar sin la muleta —insistió Binet.

Como era evidente que no estaba en el teatro improvisado en la plaza, ni en todo el espacio que abarcaba el mercado, todos decidieron ir a la hospedería donde ensordecieron a la posadera con sus preguntas.

—Sí —contestó ella—. El señor Cordemais estuvo por aquí hace ya bastante rato.

—¿Dónde está ahora?

—Volvió a irse enseguida. Sólo vino por su maleta.

—¿Por su maleta? —Binet estaba a punto de sufrir un ataque de apoplejía—. ¿Cuánto tiempo hace de eso?

La posadera miró el reloj que estaba encima de la chimenea.

—Hará una media hora. Poco antes de que pasara la diligencia de Rennes.

—¡La diligencia de Rennes! —el señor Binet apenas podía hablar—. ¿Podía… podía caminar? —preguntó con ansiedad.

—¿Caminar? Cuando salió de aquí corría como una liebre, cosa que me pareció un poco rara, pues ayer cojeaba mucho. ¿Sucede algo?

El señor Binet se derrumbó en una silla. Ocultó el rostro entre las manos y empezó a llorar.

—El muy granuja ha estado actuando todo el tiempo —exclamó Climéne—. Su caída fue un treta. ¡Todo lo planeó para robarnos!

—¡Quince luises, por lo menos, tal vez dieciséis! ¡Oh, maldito traidor! ¡Robarme a mí, que he sido como un padre para él!… ¡Y, sobre todo, robarme en este momento!

Del atribulado y silencioso grupo de miembros de la compañía, todos pensando que sus salarios se verían reducidos, brotó una carcajada.

El señor Binet miró al grupo con los ojos inyectados en sangre.

—¿Quién se ríe? —rugió—. ¿Quién tiene el atrevimiento de reírse de mi desgracia?

André-Louis, aún aureolado por el reciente éxito de su Scaramouche, dio un paso al frente sin dejar de reír:

—¿Eres tú? No te reirías tanto si se me ocurriera resarcirme de esta pérdida como yo sé.

—¡Imbécil! —dijo Scaramouche con desdén—. ¡Elefante con cerebro de mosquito! ¿Qué importa que Cordemais se haya ido con quince luises, si nos ha dejado algo que vale veinte veces más?

El señor Binet le miró sin comprender.

—Creo que has bebido más de la cuenta.

—Sí, he bebido en la fuente de Talía. ¿Es que no te das cuenta? ¿No ves el tesoro que Cordemais nos ha dejado tras de sí?

—¿Qué rayos nos ha dejado?

—Una idea genial para un nuevo argumento. Lo veo todo clarísimo. La nueva comedia se titulará Las picardías de Scaramouche, y si el público de Maure y de Pipriac no se desternilla de la risa, seré yo quien en el futuro haga el papel del lerdo Pantalone.

Polichinela se dio una palmada en la frente.

—¡Genial! —exclamó—. ¡Sacar fortuna del infortunio, convertir la pérdida en ganancia, a eso le llamo yo auténtico talento!

Scaramouche inclinó la cabeza cortésmente.

—Polichinela —dijo—, te llevo en el alma. Me gusta la gente que sabe reconocer mis méritos. Si Pantalone tuviera la mitad de tu inteligencia, beberíamos Borgoña esta noche, a pesar de la fuga de Cordemais.

—¿Borgoña? —bramó el señor Binet. Pero antes de que pudiera continuar, Arlequín dio un par de palmadas:

—¡Eso es tener valor, señor Binet! ¿Ha oído, posadera? El señor Binet ha pedido vino de Borgoña para todos.

—Yo no he pedido nada.

—Pero la posadera sí lo ha oído.

—Todos lo hemos oído —dijeron a coro los demás mientras Scaramouche sonreía dándole palmaditas en la espalda al desconsolado Pantalone.

—Vamos, hombre, ánimo. ¿No decías que la fortuna nos abría sus puertas? Venga, hagamos un brindis por el éxito de Las picardías de Scaramouche.

Y el señor Binet, aunque a regañadientes, recuperó un poco el ánimo y empezó a beber como los demás.